14.DIC.18 | Posta Porteña 1978

Todo Cambia, Nada Cambia

Por 30 años 30 historias El Abrojo

 

Las mujeres de Verdisol

 

Gabriel Sosa -de 30 años 30 historias El Abrojo, 1988 – 2018 (Montevideo )

 

Todo empezó con un video, que todavía se conserva en la sede de El Abrojo. Es material en bruto, fragmentado, con abundantes voces de los que filman dando instrucciones a los filmados. Comienza con la vida cotidiana de Ruth, una mujer en pareja y con hijos que lucha cotidianamente por mantener su familia, por subsistir, por mejorar su vivienda. Luego aparecen otras mujeres, cosechando remolachas (nos enteramos que con las hojas de remolacha se puede hacer una buena pascualina), atendiendo el teléfono en una oficina, manejando un taxi… Por la mitad hay tomas panorámicas de una asamblea de FUCVAM (Federación Uruguaya de Cooperativas de Vivienda de Ayuda Mutua). El video se cierra con una toma de un cartel enorme de la colchonería Divino: una mujer de camisón breve y mirada insinuante, recostada en un colchón sin sábanas. Son imágenes crudas, sin edición, de un proyecto notoriamente inacabado. Se puede deducir que la idea de base era reflejar la condición de vida de la mujer trabajadora uruguaya, en particular en relación con el acceso a la vivienda. El año era 1989. 29 años después cada toma de esta filmación podría repetirse, las mujeres siguen luchando por mantener su familia, viendo vidrieras repletas de cosas que no pueden comprar, siendo usadas como llamadores publicitarios, teniendo dificultades para acceder a una vivienda digna. Todo cambió, pero nada cambió. Cuando se filmó el video, era otra ciudad, otro país, otro mundo. El Muro de Berlín todavía estaba en pie. La dictadura era un recuerdo fresco. No existían los celulares, ni internet, ni las computadoras portátiles. Las colchonerías vendían colchones y no sommiers.

 Hasta los videos VHS eran algo novedoso. Pero los problemas de las mujeres eran los mismos, y la marcha anual del 8 de marzo tampoco existía, ni existiría por muchos años más

 ***

El Abrojo también era algo nuevo, con menos de un año de vida. Todavía tenían esas reuniones interminables en las que trataban de definirse y construirse, pero ya se empezaba a trabajar en los primeros proyectos. Ana Casamayou, que recién había vuelto del exilio en México, recuerda que uno de estos proyectos iniciales era la realización de talleres sobre salud reproductiva, y otro la producción inconclusa del video sobre la condición de la mujer en Uruguay, en el marco de una especie de “área mujer” dentro de la institución, que finalmente no llegó a definirse ni a continuarse. “No nos definíamos como feministas, trabajábamos con mujeres”, recuerda Ana.

En paralelo a sus actividades en El Abrojo, Ana trabajaba como periodista en el semanario Mate Amargo. Ahí fue que tomó contacto con la ocupación de las viviendas de Verdisol, que en aquellos días estaba en plena efervescencia. A fines de los 80 Uruguay, o al menos Montevideo, estaba en crisis inmobiliaria. Los alquileres estaban carísimos, y la demanda superaba por mucho a la oferta. Para incontables personas, la vivienda propia era una utopía. En ese contexto fue que la presión social desbordó los plazos de construcción del complejo Verdisol, que la empresa Cobluma construía en terrenos propios para el Banco Hipotecario. Desde febrero de 1987 primero uno de los promitentes compradores, luego otro, luego diez y al fin una avalancha de gente que necesitaba hogares, ocupó pacíficamente las viviendas terminadas del complejo primero, y luego las que estaban a medio hacer, o apenas esbozadas (“los esqueletos” les dirían luego los locales a estas estructuras sin terminar pero ya habitadas). En enero de 1988, aprovechando la licencia de la construcción, las 540 viviendas del complejo se llenaron de familias. Teresa Saura estuvo en aquella oleada de ocupantes. “Llegaba gente todos los días”, recuerda, “había una persona que no era del complejo pero que abría las cerraduras de los apartamentos, si veía que lo que llegaba era una familia con hijos, les abría la puerta gratis”. Teresa vivía en Palermo, barrio donde tenía historia y familia, asociada al conventillo Mediomundo y a la tradición. Pero vivía con sus hijos menores en una sola pieza, incómoda, reducida, asfixiante. Su hijo mayor estaba entre los compradores de Verdisol, y cuando comenzó a correr el rumor de que la empresa no iba a entregar las viviendas y de que estaban empezando las ocupaciones, le avisó de inmediato a su madre. Teresa no dudó, y se mudó en febrero de 1988. Treinta años después recuerda su mezcla de incomodidad por hacer algo ilegal, y de alivio por tener al fin una casa digna y confortable. Y como ella, medio millar de familias que fueron llegando, primero de los que estaban anotados para comprar, luego vecinos de Nuevo París, y por fin gente de todo Montevideo. “Los que tenían camión le hacían la mudanza a los que no podían”, recuerda. “Y era algo increíble de ver, quedaban todos los muebles en la calle, adelante de los complejos, y nadie tocaba nada hasta que los dueños los entraban…”

Las viviendas de Verdisol, al menos las que ya estaban terminadas, eran confortables, pero era lo único confortable del complejo. Los accesos no estaban asfaltados, ni tampoco las calles interiores. No había comercios cercanos, ni transporte, ni servicios, ni nada. Eran apenas unos bloques de viviendas a medio terminar, en la mitad de la nada. En cada lluvia, todo se volvía un gigantesco barrial. Pero la gente las necesitaba con desesperación. Teresa cuenta cómo una de las últimas familias en mudarse se encontró con que la tibia y poco entusiasta respuesta policial a la ocupación no los dejaba entrar por los accesos a la calle, y entonces: “Todo el complejo los ayudó a traer los muebles por un caminito en el descampado”. “Muchas mujeres solas con hijos, muchas”, recuerda Teresa. “Y muchas mujeres negras, no sé bien por qué.”

 ***

A esta nueva realidad fue que se acercaron integrantes de El Abrojo, Ana Casamayou entre ellos. La idea inicial fue mostrar aquel video a un grupo de mujeres de Verdisol, y debatir sobre acceso a la vivienda. Pero, cuenta Ana, se sorprendió al enterarse de que se había corrido la noticia de que iba a mostrarse un video sobre violencia, que en aquellos días todavía ni se llamaba violencia doméstica. Era violencia a secas, cotidiana y habitual pero de la que no se hablaba. “Y el video no tiene nada sobre violencia”, aclara Ana, “pero el tema estaba, siempre estuvo, aunque nadie hablaba de eso”. Ni Ana ni Teresa ni Dea Picos, también de El Abrojo, recuerdan bien cómo empezó todo. Teresa sí se acuerda de que alguien le comentó que se estaba organizando una reunión de mujeres, y le interesó concurrir. Ana y Dea recuerdan las primeras reuniones, lo trabajoso de llegar hasta allá, lo abierto del grupo. Pero los detalles de cómo, cuándo y por qué no están claros. Cuando las tres se juntan a rememorar aquella época, todo se trata más de anécdotas y sensaciones compartidas que de datos estructurales. Surgen nombres, situaciones, recuerdos alegres y de los otros. Ni siquiera tienen claro cuándo se desvinculó el grupo. “Fueron un par de años, creo”, es lo más que puede precisar Ana. “No teníamos formación en trabajo social, era todo vocación”, recuerda Dea. Aquellos primeros tiempos de El Abrojo tenían algo de inclasificable, “hacíamos trabajo social porque nos gustaba, porque si no me embarraba la punta de los zapatos no podía hablar de soluciones”. Por eso describir la intervención de El Abrojo en Verdisol es complejo. No había protocolos, ni programas, ni apoyo técnico ni profesional. “Íbamos por placer, porque nos sentíamos bien”, recuerda Ana. En los hechos, y a pesar de los logros que surgieron de aquel grupo de mujeres (una policlínica, una venta de ropa…), lo más duradero parece ser el sentimiento de encuentro, de apoyo, y la amistad. “Salimos juntas varias veces con las mujeres del grupo, éramos amigas”, recuerdan por separado Ana y Dea.

 ***

Sin embargo el primer recuerdo que tiene Dea de Verdisol no es personal. Recuerda una de las primeras reuniones a las que asistió, y cómo llegó al grupo una de las mujeres que vivía en los esqueletos, con un niño en brazos, otros dos aferrados a la ropa, encorvada, quebrada. La pareja de esa mujer estaba preso, pero la controlaba ferozmente a través de su familia, que vivía enfrente. Ella estaba impedida de hacer nada por su cuenta, de independizarse, de tener vida propia. Y el grupo la apoyó y acompañó en un proceso largo y complicado, al final del cual logró divorciarse, mudarse y recuperar su vida. “Un triunfo”, recuerda Dea, sonriendo

 ***

 Teresa tenía tradición e historia en Palermo, y finalmente, hace unos años, logró volver al barrio de su infancia. Hoy es la orgullosa y feliz propietaria (legal) de un apartamento en las viviendas cooperativas de la calle Ansina. Pero con los años también construyó historia y tradición en Verdisol. Su hijo mayor sigue viviendo allí. Una de sus nietas y su familia viven en el apartamento que dejó libre Teresa. A pesar del amor que le tiene a su original y actual barrio, Teresa sabe bien que su historia y la de su familia se definió por las décadas en Verdisol. “Gracias a que ocupamos ahí es que le pude pagar los estudios a mis hijos”, afirma. Gracias a Verdisol, al trabajo de su marido que implicaba que ella pasaba sola toda la semanas con los niños (hay muchas maneras en las que una mujer puede estar sola, incluso teniendo pareja), y a su propio sacrificio laboral, de viajar al Centro todos los días para trabajar, desde los tiempos en que ninguna línea llegaba hasta Verdisol y la larga caminata hasta Millán y Lecoq para tomar el ómnibus era recién el prólogo del viaje. Viaje que hacía siempre con su hijo menor, porque en aquellos días no había guardería donde dejarlo, y los centros CAIF apenas comenzaban a dar sus primeros pasos como programa. Y sin embargo, a pesar de todos los sacrificios, Teresa cuenta que el día feliz en que volvió a su amado Palermo, luego de seis años de lucha y trabajo nocturno en la construcción de su vivienda, lloró. Por Verdisol, por sus años pasados, por su familia y por los vínculos. “Lloré, porque allá me sentía protegida”, explica

 ***

Los recuerdos de Teresa, de Ana y de Dea de sus años compartidos son difusos, fragmentarios. Fue hace mucho, y pasó mucho entre ayer y hoy. Pero no olvidan, ninguna de ellas olvida, a una mujer a la que llamaremos María. María estuvo desde el inicio. Desde las primeras reuniones en las que esas mujeres, tanto de Verdisol como de El Abrojo, descubrieron con sorpresa y regocijo todas las cosas que tenían en común, sin importar que recién llegaran de México, de Palermo o de Nuevo París. Estuvo cuando se improvisó una policlínica en una habitación de la casa de alguien, primer servicio médico al que pudieron acceder los vecinos. Estuvo cuando se organizó la venta de ropa, estuvo cuando la hermana de Ana, recién llegada también de sus años de vivir en el exterior, organizó una clase de ejercicios de relajación y dejó a todas mudas cuando las increpó al grito de “¡Aprieten el culo!”, en una época en que decir “culo” era una transgresión inimaginable. Estuvo en muchas de las buenas, y sus compañeras estuvieron con ella en las malas. Como cuando tuvo un embarazo no querido y, recuerda Dea, la acompañaron sin éxito en la búsqueda de soluciones, cada vez con menos opciones, cada vez con menos puertas que golpear. “No había forma, en aquella época no había manera de ayudarla”, recuerda Dea con amargura. Eran los días en que un aborto seguro sólo estaba al alcance de quienes lo podían pagar. Y María no podía. Ana cuenta que María visitaba a un hermano preso. Preso por reiterados delitos de violación. “Yo no entendía, nadie entendía, por qué María visitaba a ese hermano, cómo lo podía seguir apoyando”, recuerda Ana. Y un buen día, María se lo explicó, con la sencillez de quien vivió una vida dura, y conoce la compleja línea que separa víctimas y victimarios: “Mi padrastro lo violaba”, le contó. “A él, y a toda la familia. A mí no me violaba porque yo corría bien rápido.” Un mal día, años después, María, la luchadora, la que tuvo que asumir un embarazo no deseado, la que corría bien rápido para escapar del abuso, la que no abandonaba a su hermano preso, la fundadora de policlínicas, la que ocupaba viviendas para proteger a su familia, se suicidó. Y al final de cada relato de un recuerdo suyo, de los buenos o de los jodidos, en el rostro de Ana, de Dea o de Teresa se transparenta el dolor por esa decisión de la amiga ida

 ***

 Cambió el mundo, cambió el país, cambió la ciudad. Y cambió Verdisol. Hoy en el complejo y sus alrededores viven 6000 personas. Los esqueletos se rellenaron, y son viviendas verdaderas. Las calles están asfaltadas, hay una escuela, un CAIF, una policlínica que no es un cuartito en una casa. Hay una línea de ómnibus que llega hasta la misma puerta del complejo. Hay almacén, comercios, hasta una pizzería. Y hay problemas nuevos, y miedos nuevos. Inseguridad, armas, drogas, son los temas que preocupan a los vecinos. Sigue la violencia contra las mujeres, a puertas cerradas, aunque ya no sea un tema del que nadie habla. Pero cuando Teresa, Dea y Ana se reúnen, es como si el tiempo no hubiera pasado. Puede hacer meses o años que no se ven, la memoria puede fallar, pero se ríen, hablan (mucho), se emocionan, recuerdan gente y cosas, como si todo hubiera pasado ayer. Todo puede haber cambiado, para bien o para mal, pero esos vínculos entre mujeres forjados hace tanto tiempo, en otra ciudad, en otro país y en otro mundo, esos, no cambiaron


Comunicate