20.DIC.18 | Posta Porteña 1979

Perlita Negra : Paola Artigas

Por 30 años 30 historias El Abrojo

 

Por  Leonel García de 30 años 30 historias El Abrojo, 1988 – 2018 (Montevideo )

 

Hacía frío esa madrugada allá por 1993 o 1994, mucho frío. Era invierno. Paola Artigas, que andaba por los 13 años, estaba donde quería estar, donde conocía, en la calle. Se aprontaba a pasar la noche junto con otros compañeros de intemperie, niños como ella, niños en el más hostil mundo de los adultos. Hacía demasiado frío. Se tapó con una manta que le había birlado a otro indigente, más curtido que ella y que ya tenía algo muy valioso en esas noches invernales: abrigo de más. Se acomodó al costado de la Facultad de Derecho y quiso dormir. No pudo. Una picazón comenzó a impedirle conciliar el sueño. Y más fuerte, más fuerte, más fuerte. Desesperada, Paola fue por Paula, que vivía ahí en el Centro. Eran las tres de la madrugada. Pero sabía que Paula la iba a ayudar. —Paula, ¡tengo piojos! Paula, que es socióloga y se apellida Baleato, colaboradora en El Abrojo y una de las personas que a Paola le hacen brillar los ojos cuando la nombra, le dio cobijo. Fue hasta una farmacia de turno y compró peine fino, piojicida y shampoo. Le dio un techo por esa noche o hasta que ella decidiera quedarse, como tantas veces. Le dio una ducha. Le dio comida. Le dio calor. Le dio lo que Paola dice que le dio El Abrojo: la posibilidad de ser ella, de vivir cosas acorde a su edad, de pensar, aún hoy, que un futuro posible es mejor. —Yo de El Abrojo aprendí mucho, más que de mi madre. Si no hubieran “porfiado” por mí, no sé qué hubiera pasado…

Por esa porfía, ese goteo, ese seguimiento, gira esta historia. Paola Artigas ofrece mate. “Y eso que yo soy Artigas, ¡no Ansina!”, se ríe. Achina los ojos cuando lo hace. Tiene un rostro curtido y una sonrisa casi infantil a la vez. Tiene ojos negros y pelo más negro aún. Es alta y está orgullosa de haber bajado hasta menos de 80 kilos. Se le puede adivinar coqueta. Tiene dos piercing: uno en la ceja izquierda y otro abajo de la boca, en el labio inferior, del lado derecho. Un tatuaje muy visible es una palabra de cinco letras, cada una de ellas en uno de los dedos de su mano derecha: L-U-A-N-A, su hija. El 30 de agosto de 2018 Paola cumple 38 años y ya es abuela. Luana tiene 20 años; Zoe, su nieta, tres. Cada vez que Zoe va a verla no se quiere ir. “Me abraza y llora. ‘No me quiero ir de tu casa, abuela’, me dice”.

La casa, en realidad, es el Centro Nacional de Rehabilitación Femenino, en el ex Hospital Musto. Paola es casi una anfitriona en la zona este, la de “confianza”, la de las reclusas que, como ella, trabajan y estudian, la que le quieren seguir peleando a la vida, con buenas armas, o al menos las mejores que estén a mano. Ella está recorriendo los últimos meses previos a una libertad prevista para diciembre, un volver a empezar. En un amplio salón con luces rotas, el de las visitas, ofrece toda la comodidad posible para el recién llegado: una manta para calentar el banco y un mate caliente; nada mal para una mañana fría. —Yo vivía en el Paso Molino, ahí en Uruguayana y Zufriategui, con mi madre, mi padrastro, seis hermanas y dos hermanos, era un conventillo… A Paola le resulta difícil pensar en su primer recuerdo. “Quizá en jardinera, no sé…”. El conventillo que dice, era la construcción abandonada de la fábrica Martínez Reina, de la textil La Aurora. Ella y su familia, y muchas familias más, eran “intrusos” como se decía en la época; “okupas”, como el lenguaje importado de España. “Un conventillo”, lo grafica Paola. Cuatro plantas y 108 habitaciones que hacían de piezas. Lo recuerda sin baños. Varias familias lo ocupaban. Eran años de ir y no ir a la escuela. “La 108”. Llegó hasta cuarto año. “Creo que me pasaron por edad”.

El click le vendría más tarde. Desde 2012, asegura, no ha parado de estudiar. Pero a la edad en que los niños aprenden las letras o escuchan cuentos, o al menos eso deberían, Paola salía a la calle a trabajar. Lo hacía junto a una amiga de la que no recuerda el apellido, Verónica. Desde los nueve años trabajaban pidiendo dinero en casas, en comercios y en ómnibus, limpiando las veredas, lavando ropa y sacando la basura de los vecinos, a voluntad. Pero hay basuras muy difíciles de quitar. Paola recuerda a su madre denunciando a ese hombre mayor que le ofreció jeringas para jugar a cambio de manosearla. “Me acuerdo clarito de eso”. Sus hermanas mayores trabajaban en la casa. A ella le tocaba trabajar en la calle. —Yo hacía todo lo que sea sobrevivir. Todo sea para llevar comida a casa. Por esos tiempos entra a su vida El Abrojo. La cara se le ilumina cuando recuerda nombres como Paula, Adriana, Brigitte, el Conejo… Se trataba del proyecto Remolino (en Paso Molino) y después Cachabache (cuando trasladan a la comunidad de Martínez Reina a Casavalle), que trabajaba con niños desvinculados de la escuela, que salían a trabajar a la calle por fuera de toda formalidad y protección. Trabajaban con las familias, con Paola, su madre y sus hermanas. Tenían contacto con merenderos y realizaban talleres escolares de apoyo. Hacían campamentos y paseos. Paola, que vivía entre Paso Molino y Capurro, no conocía el Parque Batlle ni el Estadio Centenario. Lo conoció gracias a Él Abrojo, en un clásico, cuando tenía 12 años. Para bronca suya, ríe hoy, una manya como ella tuvo que ir a la tribuna de Nacional.

Para Paola, El Abrojo era sentir que para alguien contaba y que ella podía contar con alguien del mundo adulto, más allá de su madre, que alguien se preocupaba por ellos. Ella define a Cachabache como “gente que traía proyectos para los niños, para mejorar su niñez”. Y el rostro se le divide en una sonrisa —Qué lindos recuerdos… Siempre me daban para adelante. Que tuviera metas, que tenía que compartir con otras personas, que me esforzara… Que era alguien. Y alguien que merecía algo mejor. El Abrojo, como Mahoma, iba a la montaña. Entraba a la fábrica Martínez Reina a preguntar por las familias. A Paola le preguntaba cómo estaban las cosas en casa. “Yo siempre supe que en casa el problema era mi padrastro”, dice y no se explaya. Recuerda “a Adriana” (Briozzo), una maestra que continúa hoy trabajando en El Abrojo, dando la cara por ella donde sea. “Ella siempre iba para adelante, siempre la enfrentó a mi mamá, que era brava. ‘Yo soy la madre y la tengo como quiera’, le contestaba. Adriana igual iba”. Su madre, recuerda, falleció “acá” hace cinco años. “Acá” es el CNR Femenino.

En las fotos colgadas en su cuenta de Facebook, se ve que su madre, ella, su hija y su nieta son muy parecidas. No hace falta un ADN. Sí hacía falta que en algún momento se pudiera alterar la historia repetida. Paola, aún niña, optó por la calle. Su amiga Verónica, su compinche de trabajos y andanzas callejeras infantiles de la que no recuerda el apellido y a la que no volvió a ver, que también vivía en Martínez Reina, tuvo su involuntaria responsabilidad. Su padre falleció y su madre la abandonó, a ella y a su hermana más chica, por otro hombre. El tono de Paola cambia, se pone áspero, cuando se refiere a ese episodio. —Yo le pedí a mi madre que dejara a Verónica vivir con nosotros. Pero no se pudo.

Luego no sé bien que pasó, pero la Policía se la llevó… Yo en la calle vivía preguntando por ella, y me entero que la habían llevado a un hogar en el Prado. Paola quiso irse con ella, pero no la dejaron. “Vos tenés padres”, le dijo un funcionario a modo de explicación para cerrarle la puerta a lo que ella entendía como solidaridad y compañerismo. Luego se enteró que mudaban a su amiga a otro hogar en el Parque Rodó. Y ella se fue de casa. Para Paola, su lugar de pertenencia estaba con su amiga. —Mi escape fue por ella. La extrañaba. Ya por entonces vivía más en la calle que con mi mamá. La calle es una escuela, dice Paola. Pero una escuela con muchos peligros.

Probó cemento y probó nafta. Dormía donde la sorprendía la noche. La alta noche. Robaba, era descuidista. Ella y otra barrita de niños sin niñez que recorrían el centro haciendo “bandideadas”, como ella misma dice. —En un momento, yo andaba por 18 de Julio y me crucé con el Conejo y con Brigitte (de El Abrojo). Yo andaba “bandideando”, sentí terrible vergüenza. Yo andaba además con un tipo ya mayor, un cuidacoches que usaba muleta. Yo me alejaba y ellos me seguían, me alejaba más y me seguían. “¿Por qué me están siguiendo?”, les grité en un momento. “¿Por qué andás con ese hombre?”, me preguntaban. Ese cuidacoche con muletas, ya muy mayor, que Paola da hoy por muerto, les ofrecía un lugar donde quedarse por las noche donde vivía, allá por Camino Carrasco. No era nada parecido a una pareja, asegura. A su lado, su hermana Isabel, dos años menor, compañera de sangre, andanzas y ahora también de reclusión, asiente. Esa presencia de El Abrojo, “porfiando”, como si fuera un goteo, en algún momento terminaría de horadar la piedra. Seguiría horadando más tarde en el Borro, donde Paola viviría, ya en pareja, ya madre. “Me junté a los 14 y me casé a los 18, ¡sí, me casé!”

A Paola le parece divertido que alguien se sorprenda con tamaña formalidad en su vida. Ya había llegado Luana a su vida. Hoy no tiene ganas de volver a ver al padre. Y lo dice en un tono que exige, como no lo hace con otros temas que para el otro pueden parecer igual de dolorosos para el alma, discreción. —Antes que naciera mi hija robaba, pero luego ya andaba en otro ruido. Dejé de robar, porque tenía miedo de caer y ahí sí perder el contacto con mi hija. Por “otro ruido” terminó presa. Ya vivía en el Borro. Junto a su pareja, fueron a comprar droga a un lugar que ella mismo “abrió”, en el Parque Rodó, en Bulevar Artigas y Maldonado, donde muchos años atrás funcionara una mutualista. Ahí cayó, en julio de 2010. Esa fecha la recuerda claramente. Tuvo un raro presentimiento y le pidió a su entonces pareja que le diera a ella las dosis de pasta base, lo que nunca hacía. Se la metió en el soutién y salió para afuera, rumbo a su auto, un Fiat Siena logrado en base a mucho trabajo en la calle. Luana esperaba adentro. Pero ahí cayó. —Me agarró una policía. Yo, para salvar a mi pareja, dije que lo que tenía era para consumo. Intenté salvarlo, por los códigos. Pero claro, en ese entonces yo pesaba 104 kilos. Jamás podía pasar como alguien que consumía…

Podría haber salido antes, pero la muerte de una reclusa en la ya cerrada cárcel femenina de Cabildo la encontró demasiado cerca. “Quedé engarronada”, resume. Eso fue en agosto de 2011, otra fecha demasiado presente. Estuvo en Florida, Mercedes y ahora en el ex Hospital Musto. Sale en diciembre de 2018, ya que le rebajaron la pena por trabajo y estudio. Era cuestión de momento que el goteo quebrara la piedra. —Yo siempre estuvo en los pensamientos de esta gente. Siempre estuvieron cerca de mi familia. En 2012 comenzó a trabajar haciendo tareas de limpieza y a estudiar. Y no paró “ni un solo día”. En aquel año apenas leía. Ahora le faltan apenas tres materias, Literatura, Filosofía e Italiano, y termina el liceo. Lo dice con orgullo.

Si alguna vez fue una niña haciendo cosas de niña, fue por el trabajo de El Abrojo, admite y se emociona. Si alguna vez se dio cuenta que había que romper el círculo, para ella o para su hija, fue por El Abrojo. Tanta insistencia terminó dando frutos. —Una de las principales cosas de El Abrojo fue que me dio herramientas para poder transmitirle a mi hija. ¿Cómo qué? Como la importancia del estudio, de compartir cosas… de buscarse metas. De tener metas en la vida. Luana vive por Colón. Es ama de casa. Cuando Paola cayó presa ella estaba en sexto de escuela y la abandonó. La retomó tiempo después, ya embarazada de Zoe. Ya comenzó el liceo. Vive con su pareja, el yerno de Paola, el padre de Zoe, que es vidriero. Para Paola es otro hijo. Es una realidad distinta a la suya. Para ella, es un nuevo comienzo, una primera escala de afecto cuando recobre la libertad. —Mi hija me puso “Perlita Negra”… dice que es una joya muy valiosa y difícil de hallar. Cuando salga libre, luego de llenarse de afecto, Paola quiere seguir estudiando. —Me gustaría ser maestra de preescolar. Quizá le pida ayuda a El Abrojo para eso. Con gurises en la calle, con problemas, ya tengo bastante experiencia…


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