20.DIC.18 | Posta Porteña 1979

Tras varios intentos de suicidio y pedidos de ayuda, se quitó la vida ante la inacción de las autoridades

Por Santopietro/Búsqueda

 

Fue condenada a cinco años de cárcel por robar $ 110; el equipo técnico recomendó que la trasladaran, le brindaran tratamiento psicológico y le permitieran trabajar y estudiar, pero fue en vano

Raúl Santopietro Búsqueda 13/12/18

Florencia dijo “basta”. Lo anunció varias veces, pero no le creyeron. Quizás pensaron que tras tantos intentos fallidos no lo haría. A las 03:45 del 1º de marzo de 2017 la encontraron ahorcada con la sábana en la celda número seis del tercer piso de la cárcel femenina de la localidad de Pence, a unos kilómetros de la ciudad de Mercedes. Tenía 24 años y cumplía una condena de cinco años por rapiñar un ómnibus.

Se arrepintió el mismo día del robo. En la cárcel pidió que le permitieran trabajar y estudiar para cambiar la pisada cuando saliera en libertad y volviera con su hijo. Pero también vivía atormentada. Solicitó traslados en más de una oportunidad y aunque los informes recomendaban dárselos, las autoridades se los negaron. Avisó varias veces que se quería matar y las psicólogas y asistentes sociales ordenaron en sus informes que se hiciera un seguimiento de cerca, que le dieran actividades para estar ocupada, que trabajara y estudiara. Todo fue en vano.

Su suicidio fue uno de los 10 ocurridos el pasado año en el sistema carcelario. Es una cifra que se mantiene constante: hubo 13 en 2016 y 11 en 2015. La historia de Florencia (cuyo nombre real es otro) es para el comisionado parlamentario para el sistema penitenciario, Juan Miguel Petit, un ejemplo paradigmático de cómo funciona el sistema carcelario y de la falta de respuestas dirigidas a la historia de cada preso.

Búsqueda accedió a decenas de resoluciones, cartas, pedidos de traslado, expedientes policiales, informes de psicólogas para reconstruir el periplo de esta joven desde el día en que cometió el delito hasta que se colgó en su celda.

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La mañana del 15 de abril de 2013, como todas por aquellos días, tenía ganas de fumar pasta base. En aquel entonces Florencia tenía 20 años y era madre de un niño de tres. Vivía en la calle por la zona de Empalme Olmos (Canelones) y se drogaba desde los 13. Piel trigueña, poco más de un metro y medio de altura, destacaba por esa flacura propia de la adicción a ciertas drogas duras.

Abandonó el liceo en primer año y casi no tuvo experiencias laborales previo a la cárcel: apenas cuatro días en una tienda y siete en un supermercado. Su madre la ayudaba a mantenerse y a criar a su hijo.

Ese día estaba en la Granja Caputto, en el medio del campo, con tres hombres. A dos los conocía de la vuelta y sabía sus apodos. Al tercero nunca lo había visto. Ese hombre era Nicolás y ese día llevaba tres piercing. Ella le preguntó si tenía un poco de pasta base. Él le dijo que no, pero la invitó a acompañarlo a la ruta, porque “iba a hacer plata”.

Lo único que debía hacer ella era parar el ómnibus y subirse después de él. El resto del trabajo lo haría Nicolás. Florencia aceptó. A la altura del kilómetro 26 de la Ruta 101 extendió la mano y detuvo un ómnibus que realizaba el trayecto Tala-Montevideo.

Fueron pocos segundos. Nicolás se subió, sacó un cuchillo de sierra, de los de cocina, y amenazó al chofer. El conductor se resistió, comenzaron a forcejear. “¡Empezá a agarrar la plata!”, le gritó Nicolás a Florencia, mientras apuntaba a la yugular del conductor

Ella manoteó monedas y billetes. Y salieron corriendo. Se adentraron en el campo y cuando se aseguraron de que nadie los seguía, frenaron. Revisaron el botín y lo repartieron en partes iguales: $ 110 para cada uno.

Florencia se dirigió a la boca de drogas para comprar dos chasquis de pasta base. Regresó al campo que da al fondo del barrio Bella Vista Carrasco y se sentó a drogarse. A las 13:25 llegó un móvil de la Policía y la llevó detenida a la comisaría. Los efectivos la interrogaron. Sin evasivas, confesó que había sido parte de la rapiña y a las pocas horas estaba dentro de una celda de la Unidad Nº 5 Femenino, más conocida como la cárcel de mujeres del barrio Colón.

No tenía abogado y le fue asignado un defensor de oficio. Al día siguiente recibió una condena de cinco años y cuatro meses por ser coautora de un delito de rapiña especialmente agravada. La pena mínima para este tipo de delitos.

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Al poco tiempo de llegar cayó en la cuenta de que en esa celda de dos metros cuadrados viviría hasta el 18 de agosto de 2018. Afuera, su madre y su abuela cuidaban de su hijo. El padre del niño, en medio de situaciones de violencia doméstica, los abandonó cuando él tenía ocho meses.

Entre el caos y la angustia de la cárcel, ver a su hijo durante los días de visita le cambiaba el humor. Pero también le trajo los primeros problemas.

Las compañeras de celda se fueron convirtiendo en amigas, aunque bajo códigos carcelarios. En agosto de 2013 una de ellas le prestó a Florencia un grabador. Ella lo olvidó en la ventana y por eso la tomaron a golpe de puños. La convivencia dejó de ser la misma. La situación se agravó por la falta de actividades en el centro. En todo el 2013 Florencia no hizo ni una hora de tareas.

La vía de escape era el horario de visita. El 17 de noviembre de 2013 a las 14 horas se encontró con su hijo. Florencia sacó un celular y se tomó un montón de selfis con él. El oficial de turno se acercó y le pidió que le entregara el teléfono, pero ella se negó y se lo dio a otra presa. Al día siguiente, de acuerdo a los informes, fue suspendida por 40 días por cometer una falta grave: “Tener objetos prohibidos”

Así pasó el primer año: sin actividades, sancionada y con mala relación con sus compañeras. Los problemas siguieron y en febrero de 2014 volvió a ser sancionada 40 días por una falta “gravísima”. Otra vez se peleó con una presa.

El clima empeoró día tras día y en abril de ese año Florencia pidió que la trasladaran al cuarto piso del penal, para tener mayor seguridad, o a la cárcel de Minas (Lavalleja) para estar más cerca de su familia. Allá vivían sus tíos y primos. “No puedo estar en ninguna parte de la cárcel por problemas con todas las reclusas y acá donde estoy ya estoy amenazada de muerte. No puedo decir quién fue”, le relató a una trabajadora social de acuerdo a otro informe. “Ya no aguanto más el miedo que siento todos los días por las dudas de que en cualquier momento me lastimen”.

El 23 de abril la licenciada recomendó que la trasladaran a Minas y que su familia, que en ese entonces vivía en Canelones, estaba dispuesta a mudarse para estar cerca de ella. La respuesta se demoró meses y el relacionamiento con sus compañeras siguió empeorando.

Las noticias que llegaban de afuera la pusieron aún más nerviosa: su hijo tenía problemas de salud. Estaba superada. El 24 de junio, pasada la medianoche, se cortó las venas.

Sus compañeras de celda tomaban mate en sus camas y escucharon ruido de cortaúñas, según el relato de las reclusas que consta en otro documento. Florencia salió del baño y se acostó.

— ¿Qué pasa? —le preguntó una de las presas.

—Nada.

Su compañera fue al baño y encontró trozos de Gillette tirados en el piso. Le pidió a Florencia que le mostrara el brazo y vio que se había cortado. Llamaron a la guardia policial y se la llevaron a Enfermería. Ese fue su primer intento de suicidio.

El 27 de octubre, seis meses después de la recomendación y cuatro del intento de quitarse la vida, el entonces director del Instituto Nacional de Rehabilitación, Luis Mendoza, le negó el traslado porque no había vacantes en la cárcel de Campanero.

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La falta de limpieza le costó una nueva sanción. La celda número cuatro del sector dos, donde se alojaba con otras tres internas, era un desastre. Mal olor, comida tirada en cada rincón y ropa desparramada en el suelo.

Unos días después, Florencia vio una nueva oportunidad para cambiar la pisada. Faltaba poco tiempo para cumplir la mitad de su pena y solicitó permiso para salidas transitorias. En su pedido escribió que tenía buena conducta y que estaba anotada para iniciar un curso de Internet.

“Necesito estar aunque sea un par de horas quincenales o mensuales en mi casa con mi familia. Mi hijo tiene cinco años y tiene varios problemas, por lo cual necesita ir seguido al hospital para hacerse análisis y estudios. Y me necesita más que nunca. Le pido tome en cuenta también que en este tiempo he cambiado mucho. No me lastimo, no tomo medicación y he demostrado interés y voluntad por cambiar”. El 14 de mayo, tres meses después de su pedido, el Juzgado Letrado en lo Penal de 1er turno de Pando le negó la salida transitoria.

Pasaron los meses y la vida de Florencia tuvo algunos cambios menores. Pudo realizar actividades, pero los días con trabajo eran escasos. Entre enero y setiembre de 2015 los registros indican que apenas realizó tareas de limpieza durante 32 días y medio, un promedio de tres días al mes.

Cuando cumplió la mitad de su pena tuvo otra oportunidad de abandonar la prisión. Al pedir la libertad anticipada escribió que estaba arrepentida y recordó que la rapiña la cometió “bajo los efectos de la droga”. Una vez más la respuesta fue no.

Sus alternativas eran cada vez menos. El 5 de octubre de 2015 mandó una carta a la directora de la Unidad Nº 5, Leticia Salazar, pidiéndole que la enviaran a Maldonado, Rocha o a Minas. “Aquí he tenido muchos problemas con las internas y se me hace imposible trabajar y estudiar para poder redimir mi pena. Necesito con urgencia empezar a descontar. Tengo un hijo pequeño de seis años que me espera con ansias al cuidado de mi mamá”, escribió Florencia. Relató que en Maldonado había una familia amiga que la visitaría y le daría apoyo sentimental y económico. Su familia ya no la visitaba tan seguido por falta de dinero y les sería más fácil viajar a Maldonado.

Una psicóloga y una licenciada en Trabajo Social la entrevistaron para evaluar si recomendar el traslado. A los ojos de las profesionales, Florencia tenía una personalidad con “cierta fragilidad emocional”, que enfrentó períodos de depresión. La conclusión fue que “sería conveniente que pueda ser trasladada a la Unidad 17º de Minas (Lavalleja) donde podría tener más contacto con su hijo y familiares” y, además, podría “contribuir en una mejoría en su salud mental y para la vida cotidiana”.

La directora de la cárcel también recomendó que se le diera luz verde a su traslado. A pesar de tener el informe a su favor y el aval de la directora, el 29 de diciembre de 2015 le llegó la noticia de que le volvían a negar su pedido porque “al momento de la evaluación se encontraba sancionada”

Florencia se derrumbó.

Cuatro días después, el 2 de enero de 2016 a la 1:30, estaba sentada en el piso con un cordón atado a su cuello. Tuvo el impulso de suicidarse, pero se arrepintió. La respuesta, de acuerdo al protocolo penitenciario, fue trasladarla al Hospital Vilardebó, donde le aumentaron la dosis de medicamentos y la regresaron al penal.

Dos meses después volvió a cortarse en ambas muñecas. La llevaron a la Administración de Servicios de la Salud del Estado (ASSE) para que la trataran y al regreso fue interrogada por los policías.

—Diga usted los motivos por los que se infringe heridas cortantes.

—Porque me quería matar. De momentos estoy bien. Leo la Biblia y cuando termino de leer me dan ganas de matarme. Yo creo que necesito urgente ir al Vilardebó. Quiero hacer un tratamiento y salir adelante.

Una vez más, Florencia pidió ayuda profesional, pero al igual que en otras oportunidades, la respuesta no fue suficiente. El 22 de mayo, un mes después, se volvió a cortar el antebrazo izquierdo y terminó en el Hospital Pasteur.

El 15 de julio volvió a intentar quitarse la vida de una forma más dolorosa. Había prestado los championes a otra reclusa que estaba descalza, pero cuando se los pidió no se los quiso devolver. Florencia explotó. Reclamó un cambio de celda y no se lo dieron, así que esa noche se tragó dos hojas de Gillette.

Los funcionarios policiales la llevaron a Enfermería de inmediato y luego la alojaron en el calabozo 11 del ala 13 del penal. A los cinco minutos se quiso ahorcar con una sábana. Por su seguridad, los policías la dejaron con esposas y grilletes.

La trasladaron al Hospital Vilardebó, donde estuvo días internada en la sala 16. Allí la vio una doctora. Florencia le contó que se quería matar porque era “muy impulsiva” y porque extrañaba mucho a su familia. “Me quiero tratar con psicólogo o alguien que me ayude para estar bien y cuando salga poder trabajar y criar a mi hijo”, le dijo. Después de escucharla, la doctora recomendó que recibiera tratamiento psicológico.

A partir de junio de 2016 el equipo de Salud Mental de ASSE brindó un “seguimiento psicológico” que consistía en visitas periódicas, en general cada dos semanas, que a los ojos de los médicos fue valorado como “muy positivo”. Sin embargo, a fines de ese año se cortó el tratamiento cuando Florencia dejó el centro penitenciario de Montevideo.

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Cuando pensaba que nunca conseguiría el traslado, el 9 de diciembre de 2016 la suerte se puso por una vez de su lado. Las autoridades debían remodelar un piso de la cárcel y la solución que encontraron fue enviar a Pence, el centro de reclusión a pocos kilómetros de Mercedes, a un puñado de presas para que cumplieran condena allí mientras se realizaban las obras.

Al llegar, le realizaron la entrevista de ingreso. Luego de varias preguntas sobre su historia de vida, por qué cayó presa, si se drogaba y si había realizado algún tipo de tratamiento, el subdirector del centro concluyó en su informe que debía recibir mucha atención, tener un seguimiento y oportunidades laborales. Lo que ella reclamaba hacía meses.

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En los primeros días pasó bien, estaba entusiasmada con el nuevo lugar y, aprovechando que el penal tiene presos hombres y mujeres, conoció a un recluso con quien compartía las tardes tomando mate. Sin embargo, según consta en el informe escrito del comisionado parlamentario, Florencia llegó sin indicaciones de su “vulnerabilidad” ni de cómo debía ser tratada, con el agravante de que en su nuevo destino no había equipo técnico. Peor aún, “no consta que haya existido coordinación entre ambos centros para encarar el caso”.

De un momento para otro, Florencia pidió que la dejaran sola. Consiguió que la trasladaran a la zona de los calabozos y durante semanas estuvo allí sin que nadie la acompañara. El 1º de febrero de 2017 sobre las 22:00 h se realizó varios cortes en su muñeca derecha porque estaba “cansada” de estar presa. La llevaron al hospital, la curaron y volvió a su celda.

Entre los funcionarios policiales, según confiaron varios trabajadores, está instalada la idea de que cuando los presos se infringen cortes no son considerados intentos de autoeliminación porque “es algo que pasa todos los días”. Incluso, hay quienes lo utilizan como un mecanismo para escapar. O, como manifestó otra persona que trabajó en Pence: “La única manera de controlar eso” es poniendo una persona al lado todo el tiempo. Y no existen esos recursos.

Un mes después, pasó algo que para los trabajadores era “impredecible”.

Cuando la guardia apagó las luces para que las reclusas durmieran, Florencia seguía despierta. Una vez más se sentía atormentada. Primero se cortó las muñecas. Luego ató una sábana a la reja de la ventana de la celda. Se la enroscó en el cuello y se ahorcó. A las 03:45 del 1º de marzo de 2017 murió.

Florencia falleció a los 24 años, tras una decena de intentos de suicidio y a poco más de un año de terminar de cumplir su pena de cinco años y medio por robar 110 pesos.


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