24.DIC.18 | Posta Porteña 1980

Las letras con amor entran. Tejiendo Redes

Por 30 años 30 historias El Abrojo

 

Por  Sebastián Cabrera de 30 años 30 historias El Abrojo, 1988 – 2018 (Montevideo )

 

Esta historia arranca en Teniente Rinaldi y San Martín, en la cuenca de Casavalle, allá en 1996. En esa esquina estaba la casa de Ana, madre de cuatro hijas y abuela de tres nietos. Su marido, el Pato, estaba postrado en la cama por una enfermedad. En total 11 personas y cuatro perros vivían en esa humilde vivienda en un barrio donde ya entonces se arrastraban varias generaciones de excluidos. Nacer y crecer ahí, en esa zona de Montevideo cargada de estigma tras décadas de abandono del Estado, era casi una condena. Ana había cursado solo hasta segundo de escuela y no sabía leer ni escribir. A Tatita, la hija más chica, de 10 años de edad, no la mandaba a clase porque decía que “no aprendía” y no había mucha más explicación que esa. La maestra Adriana Briozzo, de El Abrojo, trabajaba en aquel entonces en la zona, como parte del proyecto Cachavache.

Un día conoció a Ana y se enteró de su historia, que en definitiva no era tan distinta a la de muchos otros hogares de Casavalle

—¿Qué te parece si vengo a enseñarles acá a leer y escribir? —le preguntó—. Eso sí, tenés que estar vos y tiene que ser dentro de tu casa. No te preocupes que no me voy a fijar si tenés todo desordenado o si faltan cosas. Nos hacemos un espacio donde puedas…

Briozzo hizo un silencio y espero la respuesta que, quiso el destino y la voluntad de Ana, fuera positiva. “Ese espacio fue el hallazgo de algo mágico, la espera del día acordado, la preparación de la mesa para sentarnos y el encuentro educativo dentro del hogar”, recuerda hoy Briozzo. Así fue como Tatita vio a su madre escribir y juntas aprendieron mientras los más pequeños de la familia se sumaban a aquellas clases abiertas. El Pato, acostado en la cama, seguía la inédita escena y bajaba la televisión al mínimo mientras transcurría la clase. Dos meses más tarde Tatita volvió a la escuela y su experiencia fue el puntapié inicial para Tejiendo redes, un programa de alfabetización en los hogares que El Abrojo implementó en forma estable entre 1999 y 2002.

Apuntó a las madres y sobre todo a los niños de primer y segundo año, repetidores o desertores, de las escuelas públicas de Casavalle. La idea, como indica el nombre, era tender puentes y tejer redes entre las familias, la comunidad y la escuela. “Recorrer y estar en el barrio fue la cosquilla para gestar un espacio educativo significativo en la cercanía, en la inmediatez, involucrando a una aliada definitiva para el proceso, como es la madre”, dice Briozzo, quien luego se convirtió en la coordinadora del proyecto. Así, en forma paralela al trabajo escolar, un grupo de maestras se metió en las casas y logró resultados alentadores para intentar acortar la brecha y dar más oportunidades a los niños de esa deprimida zona de la ciudad.

A inicios de la década de 1990 siete de cada diez niños nacían bajo la línea de pobreza en la cuenca de Casavalle. Los cantegriles y rancheríos rodeaban al casco antiguo constituido por viviendas levantadas por la Intendencia de Montevideo en la década de 1960 para albergar a los que llegaban del campo y que terminaban alimentando los cinturones de pobreza en la capital. Allí, además, en 1972 se construyó la Unidad Misiones, lo que rápidamente se popularizó con el nombre de Los Palomares, un lugar que en el imaginario popular está tristemente asociado a la exclusión y la pobreza.

Casavalle ya era el barrio de la capital dónde se registraban los niveles más altos de necesidades básicas insatisfechas entre los menores de 18 años (69%) y la repetición escolar llegó al 34,3% en promedio en el período 1990 -1999. En ese marco nació y creció Tejiendo redes, que en 1998 había recibido el Premio Internacional NOMA de Alfabetización de Unesco. “Y Germán Rama no lo quería recibir”, asegura Briozzo, porque implicaba reconocer que en Uruguay “aún había un nivel de analfabetismo grande”

***

 Soriano y Héctor Gutiérrez Ruiz, junio de 2018. Mariana Rodríguez y su hija Jennifer están sentadas en la entrada de la sede El Abrojo y aguardan un encuentro que, saben, será emocionante. Mariana, flaca y de hablar acelerado, es una de las madres que a fines de la década de 1990 formó parte de Tejiendo redes junto a sus hijos y siempre que puede cuenta que la experiencia la marcó para siempre. Se abre la puerta y aparece Alejandra Pompozzi, una de las maestras que recorría las casas de Casavalle. Hay besos, abrazos apretados, sonrisas y unas cuantas cosas para hablar porque pasó mucho tiempo: ¡casi 20 años!

—¡Vos estás igualita! —le dice Alejandra a Mariana. —¿Sabés qué? Bailo candombe, ese es el secreto —dice ella y se ríe, pícara. —Me tenés que enseñar. —Bueno, ahora estoy buscando comparsa —responde Mariana.

En eso están cuando llega Patricia Montenegro, la otra maestra que inició Tejiendo redes, y el círculo se cierra. Pasan las cuatro a una sala de reuniones y, entre café, mate y algunos alfajorcitos, los cuentos y recuerdos empiezan a fluir en una extensa charla donde queda claro que existe un cariño mutuo genuino, que el tiempo no ha logrado diluir. Mariana abre una cuadernola con algunas fotos que ha guardado como un verdadero tesoro y va contando de qué se trata cada una. Ella vivió casi 23 años en la calle Gustavo Volpe y la senda 31, en medio de Los Palomares. Tiene cinco hijos, de los cuales tres —Alberto, Giuliana y Jonathan— estaban en edad escolar cuando se gestó Tejiendo redes en la zona, y fueron alumnos de Patricia y Alejandra. En aquel entonces su hija Jennifer, que ahora tiene 16 años y está embarazada, era una bebé. Mariana, su madre, estaba cerca de los 30 años. “Para mí El Abrojo significó mucho porque estaba sola con los tres gurises, era madre y padre para ellos”, dice. Y luego cuenta que el padre “era muy agresivo y tomaba mucho”, y uno de sus hijos, Alberto, se atacaba seguido de asma y había que “salir rajando al hospital”, lo que terminaba de complicar el panorama. Mariana dio con Tejiendo redes porque la maestra de apoyo de la escuela 37 de Cerrito de la Victoria, a donde iban sus hijos, conocía a Adriana Briozzo, y la contactó.

¿Cómo eran Los Palomares? “En esos años era un barrio, existía el código: los papás de los niños que ahora son bravos, hacían respetar a la gente del barrio”, responde ella. Mariana ya no vive “en el Borro”: se mudó a Cadorna y dice que allí está mejor. Cuenta que ahora en Casavalle “ya no existe el código” y en eso influye que “hay niños que ya no tienen a sus padres porque los han matado por ajustes de cuentas o se han quitado la vida o lo que sea”. Dice que “las familias trabajadoras son víctimas” de unos pocos. Las maestras la escuchan y después aseguran que en aquellos años, los primeros de sus carreras docentes, aprendieron mucho más de lo que enseñaron.

Alejandra relata que nunca sintió miedo, sino todo lo contrario. Se sentía protegida y cuidada por todo el barrio, que le agradecía que ella estuviera allí dando una mano. Todos los días estacionaba el auto en medio de Los Palomares y arrancaba las recorridas. Un día terminó más tarde de lo acostumbrado y, al salir, la empezó a seguir una camioneta blanca, que la fue apretando contra la vereda hasta que alguien sacó una ametralladora de una ventana y la obligó a parar. Alejandra se pegó el susto de su vida, pero resulta que eran policías. “Bajaron cuatro o cinco milicos. Me revisaron todo el auto buscando droga, sacaron juegos, libros, pizarra”, dice y se ríe. Al final le creyeron y la retaron. “Pero maestra, ¿sabe usted dónde está metida?”, le dijo uno de ellos. Aún hoy recuerda clarito lo que les respondió: “Acá vive mucha gente a la que le han faltado oportunidades y, cuando se les dan esas oportunidades, las aceptan. ¿Saben? La única vez que yo sentí miedo acá fue hoy con ustedes”. Patricia cuenta que al principio no reconocían el ruido de los disparos y pensaban que “eran cuetes”. De hecho, cuando llegaban las balaceras, la misma gente les decía “maestra, métase por acá, métase por acá”

 ***

 ¿Cómo funcionaba la alfabetización en los hogares? Las maestras de la zona les derivaban los niños que venían de hogares que “no se vinculaba bien” con la escuela, y donde además los niños faltaban mucho o eran repetidores. Se buscaba que “recuperaran el deseo de aprender”. Luego ellas iban a la casa y hacían un acuerdo con el padre, madre o hermana mayor. “Pero no era una clase particular, hacíamos esa distinción”, recuerda Patricia. Y el adulto debía estar en la casa en ese momento porque luego debía ayudar al niño. Las visitas duraban una hora por semana durante 12 a 15 semanas.

La metodología se llamaba “la curva del encuentro”: empezaba con un juego para crear un clima, luego se trabajaba en un proyecto puntual (como construir un juego de mesa, una huerta o un álbum familiar) y se terminaba con un cuento. Todo transcurría dentro de las casas, ya sea en el piso, alrededor de la cama o afuera, si no había espacio en el interior. “Hacía mucho frío y a veces el poco espacio que había adentro era para guardar el caballo”, explica Alejandra. “Entonces creábamos el espacio afuera, aún en invierno. Juntábamos unas gomas y poníamos unas tablas”. A veces, cuando leían un cuento afuera de la casa, se empezaban a arrimar todos los niños del barrio. “En un momento te veías leyendo el cuento entre las gomas, la basura, el caballo y todos los gurises escuchando en silencio sepulcral”, dice Alejandra.

Esos momentos mágicos nunca los olvidarán. Patricia agrega: “Era gente que tenía necesidades básicas insatisfechas, que a veces se repartía la comida que sacaban de la basura y nosotros le leíamos un cuento. Era muy surrealista”. A las maestras les costaba digerirlo, pero después lo naturalizaron: “Nosotras íbamos a eso”. Alejandra repasa el caso de una mamá que era sordomuda y analfabeta y no tenían claro cómo sería la comunicación. “Pero nos entendimos y ella logró apoyar en los deberes a sus hijos”, admite, satisfecha.

“Era todo muy gestual con la niña que nos habían derivado y sus hermanos”. El programa de alfabetización en los hogares era solo uno de los tres pilares de Tejiendo redes. Luego estaba la coordinación con las maestras de escuelas y en tercer lugar la idea de nuclear a los adultos. Allí aparece en escena el grupo de madres y padres Trapitos al sol, donde la idea era “aprender paseando”. “Se estaba dando una situación de mucha tensión dentro del barrio, de correr para solucionar las necesidades inmediatas y de mucho estrés, porque todas vivían cosas fuertes. Y entonces aflojamos por el lado del paseo”, dice Patricia. Al principio Trapitos se reunía en un salón en la escuela y luego consiguieron espacio en “la capillita” de la zona. Visitaron el Parque Lecoq, la colonia de vacaciones de Solís, las termas y varios museos, entre otros lugares. Incluso sirvió para “hacer una carta por las luces del barrio”, que presentaron ante la Intendencia de Montevideo

 ***

Claudia Mansilla, otra madre que participó de Tejiendo redes y de Trapitos al sol y que aún vive en Casavalle, destaca la importancia de aquellos paseos. Porque muchos de los vecinos casi no salían del barrio y algunos ni siquiera conocían la playa. Ella vivía en Aparicio Saravia y Burgues junto a sus cuatro hijos: Alejandra, Romina, Yanina y Charles. Ni bien le mencionan El Abrojo, le vienen un montón de imágenes a la cabeza: el cuadro de fútbol El Principito, un vagón que se consiguió y que pusieron “en el medio de Casavalle” para realizar actividades, una ludoteca, una biblioteca para los niños, las ayudas para sacar la cédula y diferentes partidas. “Pero sobre todo nos incentivaban mucho para salir adelante, a ser mujeres luchadoras, a ayudar a nuestros hijos, a hablar bien con las maestras”, dice. El día que llegó a su fin Tejiendo redes se generó un vacío para Claudia. “Se sintió horrible la ausencia, la verdad”, dice, como resignada En tres años, de 1999 a 2002, participaron 260 madres y/o adultos referentes y 783 niños de manera directa, con un estimado de 1.200 niños de forma indirecta.

Además, logró la promoción escolar el 83 % de los niños que participó del proyecto, siendo la mayoría de ellos repetidores o que no iban a la escuela al momento del inicio de la intervención. A pesar de los resultados alentadores, el proyecto —que primero había sido apoyado por la Embajada Británica, luego por el Programa de Seguridad Ciudadana y al final por el Fondo de las Américas— cayó por falta de fondos. Pero no murió, porque en 2005 El Abrojo fue convocado por el Consejo de Educación Primaria para transferir la metodología a maestros de todos los departamentos: así nació el Programa de Maestros Comunitarios, que se desarrolló con éxito en todo el país, ya no solo en Casavalle. Patricia y Alejandra fueron dos de las maestras de El Abrojo que recorrieron el país y dieron charlas en todos lados. El camino, la experiencia acumulada, había valido la pena. “Fue preciosa la transmisión a las maestras del interior, acá en Montevideo costó un poquito más”, admite Alejandra. Patricia le da la razón y explica que en el interior “está más incorporado que el maestro va a la casa o conoce a las familias”, pero en la capital es algo que aún hoy sigue costando. En esas charlas con las maestras de todo el país ellas estaban realmente convencidas de lo que contaban. “Es que el programa fue exitoso en Casavalle, ¡por algo Primaria lo adoptó!”, dice Patricia, con un entusiasmo que la desborda. Mariana escucha en silencio lo que cuentan las maestras pero en un momento no se aguanta más y decide intervenir. “A mí me ayudó mucho con mis gurises, que no conocían el cariño”, cuenta y remata, emocionada: “Fue como un regalo del cielo”


Comunicate