15.ENE.19 | Posta Porteña 1986

Vinieron Por Las Playas

Por Luis E. Sabini Fernández

 

Luis E. Sabini Fernández

11 ene 2019

Cuando llegaron para llevarse playas, hubo alguno que reaccionó. Un oscuro presentimiento de que eso era valioso en el país… Pero casos aislados, la inmensa mayoría se agolpó en las ramblas cuando la operación se hacía en zona urbana y a lo largo de costa, en las puntas rocosas, cuando el operativo se desenvolvía en playas sin urbanización o con una de balneario ralo.

Se trataba, a no dudarlo, de portentos tecnológicos. A pesar de que ya todo el mundo transitaba las ciudades en helicópteros, de que los autos marchaban ahora más seguros sin conductor, a que ya había “compatriotas” que habían visitado la Luna (alguno estaba en lista de espera para instalarse allí), ver el despliegue de tamañas palas articuladas, de cientos de metros de anchura, que acomodaban con presteza playas que habían sido de uso cotidiano de montevideanos, canarios o fernandinos, en enormes contenedores chatos y alejarse  en el mar con ellas, resultó duro.

Quienes habían concertado el asunto se negaban a hablar de negocios porque, sostenían, si fuéramos a hablar crematísticamente era Uruguay el ganancioso por recibir a cambio diversos derechos y estima. Derechos como a ubicarse en óptima posición entre los  países en condiciones de pedir préstamos en las mejores condiciones imaginables. Y estima porque los hacedores del operativo agradecían muchísimo, profundamente, la integración del Uruguay al mercado mundial, o mercado del mundo (por sus siglas, m de m, fonéticamente eme de eme).

El paisito, como se lo llamaba a fines del siglo anterior, había perdido buena parte de sus cerros, otrora característicos, cuando se fueron encontrando minerales aptos para la ingeniería más reciente, la de las “tierras raras”, los “mineraloides combinados” y el uso intensivo de reidite, llorate y circonio, todos estos últimos constituyendo parte sustancial de los cerros finales del macizo central sudamericano, cuya ultimas estribaciones van hacia el Atlántico camino al Plata y a la Laguna Merín. En lugar de “sus” cerros, tan característicos del paisaje uruguayo y de su historia de cuchillas y luchas, quedaban ahora cráteres de nulo valor económico (para ni mencionar su desolación social)

A principios de este siglo, Uruguay había hecho grandes “progresos” en lo que entonces, tonta, imprevisoramente, se denominaba “agricultura inteligente”. Quimiquización de los campos de cultivo. Ésa era  la línea de avance, la línea del progreso.

En rigor, se trataba del despoblamiento de las zonas rurales, porque no había forma de unir, productivamente, la presencia de químicos y la de humanos. No porque los reguladores químicos pudieran afectar la salud de pobladores; de ningún modo. Era sencillamente porque nadie podría sobrevivir con plantíos tradicionales en una marejada de reguladores climáticos, químicos, sexuales  en gran escala y atendida toda por vía aérea. Hasta la cosecha, que tripulantes con escafandras realizaban con enormes depósitos móviles; lo que otrora se llamó cosechas.

El país perdió primero la potabilidad del agua. Eso fue ya en las primeras décadas del siglo. Las voces del gobierno aseguraban que el agua “oficial” potable era mucho mejor en Uruguay que en una enorme cantidad de países. Claro que comparar “el agua oriental” con la de los países africanos o asiáticos daba un resultado cantado, pero el gobierno de entonces, considerándose progresista y aliado de los grandes emporios científicos del planeta, como Americánada, el Reino de Inglaterra y el Gran Israel, mediante estudios cuya fiabilidad hoy ya nadie acepta, sostenía muy suelto de lengua que el agua del Uruguay era más pura y mejor que la de Europa de entonces, antes de su despedazamiento (como si en aquella Europa el agua fuera igual para rumanos, suecos o franceses…).

Luego perdió directamente el agua, por el secado progresivo de sus cuencas, agotadas tras la instalación de la sexta y tan maldecida celulosera.

Maldecida porque todo el ensamble gubernamental, de derecha o de izquierda, indistintamente, acusaron a esta última del crac acuático. Nadie quiso aceptar entonces que el rey estaba desnudo desde hacía ya varios capítulos.

Aun cuando las cifras de despoblamiento de la campaña eran aterradoras, que el despliegue de enfermedades nuevas generaba el desplome de muchas economías locales, familiares, y la huida, literalmente, de población de todas las edades hacia otras latitudes, casi todos los políticos habían estado viendo “normalidad”, “progresos memorables” hasta la quinta instalación. Pero con el desbarajuste climático y sanitario desencadenado cuando la sexta instalación, una mayoría de políticos puso  ahora el grito en el cielo. Era un rugido sanitario, ecológico, de dignidad colectiva… ligeramente tardío y anodino.

El Plan de Progreso y Salvación Nacional, el nombre oficial de lo que mucha gente denominó  “El convenio de las playas” y otros, más memoriosos, “Vienen por las playas”,  fue el último intento de enderezar “la nave de la economía” escorada desde hacía ya tantas décadas.

Una vez más estuvieron los optimistas haciendo sus movidas.

El país, sin agua, sin alimentos, casi sin población porque hacia fines del siglo XXI apenas sobrepasaba el millón y medio de habitantes, carecía de recursos de todo tipo para un restablecimiento, digamos nacional (en rigor, semejante apelación era extemporánea porque una enorme cantidad de estados de los llamados nacionales de hace un siglo, eran ahora apenas territorios de caza, de solaz, de recuperación para algunas experimentaciones desde los grandes polos de transformación tecnológica, que se conservaban ligados, aunque no todos, a grandes redes estatales públicas y centrales).

Lo cierto es que lo único que se percibía aquí, allá y acullá en El paisito eran los templos de salvación espiritual de renacidos, judeocristianos, transmateriales. Una espiritualidad pujante basada en la prosperidad. Una lucha por alcanzar el espíritu basada en los mayores goces materiales. La feligresía universal (aunque había varias universales) cifraba llegar a la cima de la espiritualidad mediante un viaje con todos los insumos pagados a los templos y lugares decretados como sagrados en el Gran Israel.

Y entretanto, en pleno florecimiento religioso el país desarrollaba un templo, un sagrario, una ofrenda, una capilla, una iglesia, un centro de oración, un devocionario, un humilladero, cada tres o cuatro cuadras y el paisaje así del país adquirió una dimensión que jamás había tenido.

Las playas iban a ser superadas, mejoradas nuestras almas (las restantes) por esta neoespiritualidad.


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