15.ENE.19 | Posta Porteña 1986

Le Pasé Por Arriba A Mi Niñez: YAHIR LÓPEZ

Por 30 años 30 historias El Abrojo

 

por  Daniel Erosa de 30 años 30 historias El Abrojo, 1988 – 2018 (Montevideo)

 

Yahir López llegó por segunda vez al cerro Arequita de Lavalleja con 22 años, conduciendo un auto recién comprado y acompañado por su novia. Era un domingo de mayo de 2018. El sol saliendo entre las moles de piedra de aquella ruta sinuosa, anunciaba el día con el que tanto había soñado. La primera vez que estuvo ahí fue en un campamento, siendo niño, y la pasó tan bien entre las misteriosas grutas pobladas de murciélagos y la belleza del paisaje serrano, que juró volver alguna vez por sus propios medios. Y lo logró. Como con casi todas las metas que se ha planteado desde que tiene uso de razón.

Hijo de una familia compleja y pobre, curtió su infancia recorriendo la ciudad encima de los ómnibus, siendo el “débil de la manada”, vendiendo medias, chocolates o pastillas, batiendo récords en las maquinitas y yendo a la escuela cuando podía, sobre todo para llevar a sus hermanos. Yahir era un pibe de la calle como tanto otros cuando Joselo y Diego se lo encontraron en un bus de la línea G que iba a La Paz. Sería 2004 o 2005.

Iba repartiendo estampitas y pidiendo monedas. Los dos educadores del proyecto Casa Abierta que tiene El Abrojo en Paso Molino recorrían la zona, invitando a los niños en situación de vulnerabilidad a participar de algunas actividades educativas y recreativas. Joselo recuerda que era chiquito, tranquilo y que no le gustaba meterse en problemas: “Parecía incluso más chico de lo que era, y a veces candidato para que lo agarraran de punto. Pero cuando lo fui conociendo descubrí que tenía una cabeza capaz de resolver cualquier situación mediante una conversación, tomando distancia y planteando las cosas en otro nivel, con mucha claridad y respeto”

Se subía a los ómnibus temprano en la mañana y regresaba a su casa cerca de la medianoche. Después de aprender con amigos más grandes algunas nociones básicas de cómo moverse en el mundo de la venta ambulante, se manejaba solo en el negocio —y no sin tropiezos—, siempre salió adelante. Es que había algo en aquel niño menudito y frágil que no se veía a simple vista. Una fortaleza propia. Una convicción y una madurez, que lo hacían singular. Su jornada de trabajo era larga, pero en el medio iba a la escuela y paraba en el local de maquinitas que había en la esquina de las calles Agraciada y Zufriategui, donde también había un negocio mayorista de golosinas. Era la parada que tenían todos los gurises que andaban vendiendo en el transporte público.

“Yo tenía una situación complicada cuando conocí a la gente de El Abrojo en un ómnibus. Yo subía a vender. No recuerdo la edad, pero era chico. Me hablaron y me invitaron a una actividad que hacían en la plaza de las carretas y me entusiasmó. Fui. Había otros gurises, algunos jugaban al fútbol, hubo charlas que estaban buenas. Nos explicaron en qué consistía la actividad de Casa Abierta y me pareció un lugar lindo”, recuerda Yahir, que ya hace varios años tiene un trabajo estable y alquila su propio apartamento. También recuerda que como no le gustaba estar mucho en su casa porque no soportaba las peleas de los adultos, se iba todo el tiempo que podía. “En ese momento, con ocho o nueve años, lo que había para mí era salir a vender en los ómnibus. Nadie me lo impedía. A mi madre no le gustaba, pero sólo a veces me tenía que escapar. Me resultaba divertido, me daba algo de plata, tenía mis cosas y podía ir a jugar a las maquinitas y al pool. De noche siempre volvía”

Cuando se vinculó a Casa Abierta, Yahir iba intermitentemente a una escuela del barrio Capurro y vivía con su madre, dos medios hermanos más chicos y el padrastro —a quien considera su padre—, en una casa cercana al arroyo Miguelete, enfrente de la fundición Inlasa. Si bien lleva su apellido, a su padre biológico lo conoció de grande y virtualmente, por chat. Si bien la vivienda era igual a las demás del barrio, una construcción típica de los realojos conocidos como “40 semanas”, tenía la particularidad de estar literalmente cercada por carcasas de heladeras, televisores, lavarropas, todo tipo de electrodomésticos en desuso y piezas de automóviles. Un muro de objetos ruinosos que impedían el paso y obligaban a entrar saltando o de costado, relata Joselo. “El padre hacía feria y de toda esa chatarra sacaba piezas para vender. Pero también invadía los espacios interiores de la casa con sus bártulos. Por eso Yahir no quería estar en su casa. Y también porque hubo alguna situación de violencia”, dice. Igual que con la escuela, con Casa Abierta Yahir también mantuvo una relación espasmódica. Por momentos iba a todas las actividades y se comprometía a pleno, pero de repente desaparecía como si se lo tragara la tierra. Joselo lo recuerda con cierta admiración porque a pesar de esas ausencias prolongadas, “tenía una enorme capacidad para rescatarse. Mirá que andaba sólo organizándose desde las ocho de la mañana hasta las 12 de la noche. Arrastrando un bolsón enorme de mercadería y sintiendo muy fuerte la responsabilidad por sus hermanos”

La escuela, Casa Abierta y otras organizaciones sociales se confabularon para sostenerlo. Acordaron permitirles sus llegadas tarde y sus intermitencias. La escuela Capurro tuvo cintura. Los dejaba entrar varios días de la semana a las diez de la mañana. Llegaban fuera de hora porque a Yahir le costaba levantar a sus hermanos. Y él quería que fueran a la escuela para progresar, como decía entonces. Si no iban todos, él tampoco iba. La maestra de Yahir lo entendía. A veces las de sus hermanos, no. Uno de ellos, el más chico, cuando no quería ir a clase se subía al techo de la casa y no se bajaba hasta que le aseguraban que no tendría que ir. Yahir era el que cargaba con esa responsabilidad. En determinados momentos se veía a los padres juntos participando de actividades de Casa Abierta —donde también se integraron los hermanos chicos— y de la escuela. Pero también hubo otros de violencia, confusión y separación. En ese entonces Yahir habló con su padre de crianza y le planteó que por el bien de todos, tenían que volver a la normalidad, que tenían que desaparecer la violencia y las peleas. Se transformó, de alguna manera, en el adulto de la familia. Recuerda Joselo: “Cuando se separó la pareja, Yahir se quedaba a cuidar la casa y de sus hermanos. Decía que si se iban todos, les iban a ocupar la vivienda. El gurí pensaba en el problema familiar, pero también en los temas prácticos. Que sus hermanos fueran a la escuela, que no perdieran la casa, que sus padres no se trataran con violencia… Hacía todos los intentos para la reconciliación”. Pero no hubo caso. Al tiempo la madre dejó la casa y a dos de los tres niños con su ex pareja. Yahir se sintió abandonado. La madre era su última frontera. Y nunca más volvió

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“Cuando vivíamos en Tres Ombúes a clase nos llevaba mamá. Yo iba a la escuela y mis hermanos al jardín. Después nos mudamos a Capurro y cuando el del medio pasó a primero, ahí los llevaba yo y mamá nos iba a buscar. Cuando entramos todos a la escuela, íbamos y volvíamos solos”, recuerda Yahir, que hoy tiene buena relación tanto con sus hermanos como con su padre. “Mi madre vive en Paso de la Arena con una pareja que no es mi padre biológico ni el padre que me crió. Está bastante distanciada.

Él sigue viviendo en Capurro con mis dos hermanos, y yo vivo en La Comercial. El del medio ha trabajado conmigo algunos meses, en época de zafra. Agarró experiencia. Estudia, pero quiere volver a trabajar. El chico no estudia, dejó el liceo, dice que lo va a retomar el próximo año. No tenemos una relación muy cercana, de vernos todos los días. A veces pasan semanas que no los veo. Pero estamos en contacto, nos hablamos. Si pasa algo yo estoy ahí y al revés igual. Hace un tiempo el chico tuvo un accidente de moto. Se lastimó un poco, nada grave. Ahí mi padre me llamó y yo fui enseguida.

Mamá es la que está más alejada. Se fue con su pareja, los dejó a ellos con mi padrastro. De repente nos vemos en algún cumpleaños o me manda un mensaje. Pero estamos distanciados porque a mí no me parece buena la pareja que tiene. Tampoco me gustó que dejara a mis hermanos con mi padrastro para irse con este tipo. Pero tengo que respetarla porque es lo que eligió.

A mi padre biológico no lo conocía, se fue cuando yo tenía tres meses. Ahora vive en Estados Unidos, hace poco lo contacté por Facebook… Lo buscamos con mamá, lo encontramos, hablé con él por videollamada, y se quedó con mi número. Nos mensajeamos una o dos veces y después nunca más me escribió. No pasó nada, no se preocupó para nada. Tuvimos una charla y se borró de nuevo. En su momento me hubiera gustado conocerlo. Pero al que considero mi padre es al hombre que estuvo siempre para todo conmigo y mis hermanos, aunque sus maneras no eran muy afectivas o al menos no como un hijo necesita. Por eso hay una parte emocional que nunca se completó en mí, ni creo que se vaya a completar.

Conocer a distancia a mi padre biológico no me generó nada. No vi un arrepentimiento de su parte para que lo pudiera perdonar porque nunca estuvo. No le interesó conocerme. Tiene el poder adquisitivo como para invitarme a ir si él no quiere volver. Y no lo hizo. Incluso le dije que me gustaría probar suerte en otro lado porque no encuentro un futuro bueno acá, que llevo su apellido y no tendría problemas con los papeles. Me pidió tiempo porque estaba con algunos problemas y desapareció del mapa otra vez. Eso hace unos dos años atrás. Ahora ya me parece innecesario andar detrás de una persona que nunca se preocupó por mí. Tampoco lo necesito, porque el padre de mis hermanos es mi padre también”.

A sus 22 años Yahir puede descifrar sus emociones con claridad e inventariar sus logros y sus carencias afectivas con toda madurez. Se siente orgulloso de que su vida siga avanzando por los caminos que eligió y del resultado de todas las decisiones que fue tomando desde muy chico. Porque aunque estuvo lejos de tener una niñez apacible, con todos los derechos garantizados, tiene la sensación de que siempre tuvo el timón en sus manos y día tras día fue escogiendo el rumbo por donde navegar

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Volviendo a su niñez, Joselo destaca la lucidez y seriedad con que Yahir encaraba todo lo que hacía. De pedir monedas por las estampitas, pasó a ser un vendedor experto. “Se fue organizando y administrando la plata de tal manera que solo, sin el patrocinio de nadie, alcanzó a juntar un capital con el que pudo comprar un lote de medias. Las clasificó, armó las ofertas y se tuvo que inventar un discurso para decir en el ómnibus. Lo escribió en papel y lo ensayaba. Todo solito. Y era chico.” Yahir cuenta sus primeras salidas como vendedor: “Emocionalmente en mi casa no estábamos bien. Teníamos muchos problemas. Había discusiones entre mi padre y mi madre. Me ponía mal con eso y buscaba escaparme. Y ese escape apareció con el trabajo. Tenía un amigo que era unos cinco años más grande y me invitó a trabajar en la calle. Salí con él a vender en los ómnibus. Volvía a casa tarde, o si volvía después de la escuela, salía de nuevo. La mayoría del tiempo pasaba en la calle. Nunca viví, ni pasé por la situación de dormir en la calle, pero era un lugar donde pasaba muchas horas para no estar en casa”

Al tiempo le fue gustando, hacía algo de dinero y se compraba las cosas que quería. Era una actividad entretenida que le permitía andar por ahí y pagarse la comida y las fichas para las maquinitas sin pedirles nada a los viejos. Dice Yahir que al salir a la calle y empezar a trabajar de chico, “el cerebro entra a funcionar más rápido, algunas cosas se aceleran y otras las aprendés a los golpes. A veces me perdía, me tomaba un ómnibus que no conocía y terminaba perdido. Aprendí mucho, me ayudó a madurar. Andar en la calle te obliga a cuidarte y a pensar más en cada cosa. Todo el tiempo tenía que resolver qué hacer, qué me convenía vender, qué zona iba a recorrer mañana…

Tenía la constancia de salir todos los días, trabajaba a conciencia. Obviamente como todo negocio te deja una parte de ganancia y tenés que reinvertir el resto. Gente más grande me enseñó cómo hacerlo. Yo separaba la ganancia del costo, era bueno con los números y si ganaba 40%, sabía que de cada 100 pesos, tenía que guardar 60 para reinvertir. Salía, trabajaba hasta tener una ganancia suficiente para almorzar y que me quedaran algunos pesos para los juegos. Cuando me gastaba esa plata, volvía a trabajar”

Empezó con un poco de dinero que le prestó su amigo más grande que vendía chocolates —el Purri— y con sus consejos. Pero tampoco fue todo color de rosas. En la calle se domicilia la libertad, pero también el desamparo. Alejandro Fleitas era el dueño del local de maquinitas al que acudían Yahir y la mayoría de los gurises que por aquellos años vendían en los ómnibus o ejercían la mendicidad en el Paso Molino y sus alrededores. Era 2004 cuando lo conoció. Lo recuerda como “un botija muy tranquilo y retraído, menudito. Muy seguido estaba enfermo y los demás lo agarraban para la chacota: dos por tres lo decomisaban, le sacaban por la fuerza la mercadería que tenía y lo dejaban sin nada”. Por su tamaño y además porque no le gustaba meterse en problemas, Yahir no se defendía. Sólo trataba de evitar a los abusadores. Alejandro recuerda que “a veces lo veía medio triste y me acercaba a preguntarle qué le pasaba. Le habían robado la mercadería otra vez. La calle es difícil, entre los gurises hay de todo y en cuanto ven a alguno con cierta debilidad, se aprovechan de él.

A veces yo lo ayudaba a rescatarse, le prestaba algo de plata para que repusiera la mercadería. Y él salía, daba dos o tres vueltas en los coches, vendiendo, y lo primero que hacía era venir a devolverme lo que le había prestado. Es un buen pibe, muy serio, trabajador y responsable. Yo lo protegía bastante, lo veía como a un hijo. Era un pibe muy bueno. A algunos gurises que yo conocía porque también paraban en el local, les decía que no lo jodieran. Ellos me decían que sí, pero lo esperaban en la otra esquina, para que yo no viera, y le sacaban las cosas igual”. A los golpes aprendió a transitar por esas veredas hostiles donde rige la ley del más fuerte, a evitar peligros y a no dejarse llevar por mitos y prejuicios: “Creo que si bien las juntas te cambian un poco, no hay nada que te condicione del todo. No es que te juntás con gente mala, que todo lo que hace es malo, y eso se te pega. Tampoco es verdad que si te juntás con gente buena se te pega todo lo bueno. Yo me juntaba con todo tipo de gente. Podían fumar marihuana o tomar adelante mío y tranquilamente decía que no quería. Nunca hice nada que no me gustara. Hasta el día de hoy no fumo ni tabaco, no tomo nada. Nunca toqué nada de eso y nunca me interesó. Me han convidado mil veces. Nunca nada. Entre lo bueno y lo malo, siempre hubo personas que me orientaron. Yo no quería estar en casa, pero sé que tanto mi padre como mi madre me daban un mensaje claro: que no agarrara nada ajeno, que no tomara, que no fumara. Me decían: ‘No hagas ni pruebes nada que no quieras, que no te obliguen a nada’”. Joselo cuenta que Yahir era muy organizado y responsable: “Arrancó con las medias, después fueron chocolates y pastillas. Venía y te planteaba que se podía quedar a la actividad si le guardaban la mochila en la oficina. Estaba casi siempre llena de mercadería y ahí tenía la plata. A veces traía pastillas para regalarle al grupo. Le ofrecía a todos, pero todo muy medido, muy cuidadoso porque era lo que hacía para sobrevivir”. En Casa Abierta los niños participan 4 o 5 horas de las actividades. Están con la maestra, hacen talleres de cocina, sexualidad, expresión artística, entre otras cosas. Según el educador, “él pedía autorización para venir a una actividad de hora y media e irse porque tenía que seguir trabajando. Nosotros éramos flexibles porque lo que nos interesaba era que mantuviera el vínculo, que anduviera por acá todas las semanas”. Además de los tropezones y los rescates, Yahir tiene recuerdos fuertes y lindos de su vínculo con Casa Abierta. Lo evoca como un tiempo que marcó su infancia de una manera especial. No sólo por las actividades que allí se hacían —“merendábamos, charlábamos, hacíamos juegos, íbamos a la Plaza 7, hacíamos natación y cada tanto salíamos de campamento”— sobre todo, dice, porque participar de aquella dinámica le ofrecía un escape doble: “Me desvinculaba un rato de la calle y también de mi familia y de los problemas. Estaba bueno. Para mí era más importante que estar vendiendo en los ómnibus”. Y toda la vida prefería un campamento con Casa Abierta que ir a las maquinitas.

Sentía que ahí aprendía cosas más valiosas que trepado a los buses. “La calle en determinado momento también se vuelve rutinaria. Te aburrís. Y Casa Abierta me permitía salir de eso y vincularme con otro tipo de gente. La calle es complicada, si bien no todo es malo, hay cosas que no están buenas. En El Abrojo me enseñaron gran parte de las cosas que me ayudaron a desempeñarme después en la vida. Cuando me vinculé con ellos, si bien estaba trabajando en la calle, no llevaban mucho tiempo en eso. Todavía era muy inexperto y estaba bastante solo en el mundo. Fue un gran apoyo frente a todo lo que estaba pasando. Nos juntábamos con otros gurises, compartíamos cosas… Aprendí a compartir entre gurises que no conocía. Me sentaba en un círculo de 15 personas a charlar. No nos conocíamos, pero eran un apoyo. Me gustaba estar con otros gurises porque con los de mi barrio no me relacionaba mucho. Yo salía de la escuela a laburar y de ahí a las maquinitas”. Le gustaba jugar en todos los videojuegos que tenía Alejandro en su local. Pero había uno, que se llamaba Dance Revolution, en el que andaba muy bien. “Había otro de carreras de autos que se llamaba Rush que te marcaba el tiempo y los récords quedaban como autos fantasmas en la pista. Yo estaba primero en todas las pistas. En el verano la máquina se iba para Piriápolis y cuando volvía, otro competidor me había sacado de todos los primeros puestos. Era mejor que yo. Lo terminé conociendo. Competimos varias veces. Y llegamos a empatar. Nos dividíamos las pistas y los mejores tiempos”, relata con satisfacción. También dice que “era y soy muy bueno jugando al pool. Incluso no sé si no soy el mejor de Montevideo (risas). No quiero creer que soy el mejor, pero soy muy bueno…

En El Abrojo se ve que trabajaron mucho mi autoestima”, dice entre carcajadas. Alejandro, que fue quien le enseñó a jugar y según cuenta Yahir “era el único que me ganaba”, confirma sus habilidades: “Juega muy bien”. Según cuenta Yahir, de todos los gurises que conoció en la calle en aquel tiempo, que estaban en una situación similar y tenían su misma edad, “soy el único que salió adelante. He visto a la mayoría y están todos mal, en hogares, metidos en las drogas y en el alcohol. Conocí gurises que agarraron la calle y en dos o tres años terminaron mal: enviciados. Termina mal la gente. Eso es muy común. Incluso mi amigo —el que le enseñó el oficio de vendedor ambulante— tuvo un accidente jugando con un revólver. Se escapó un tiro y se murió. Era el único amigo que tenía en ese entonces hecho en la calle. Trabajamos juntos, conocíamos la familia del otro. Nos juntábamos para salir a trabajar.” Yahir supo con el tiempo que en la calle las amistades suelen ser superficiales y poco estables. “Me relacionaba con todos, pero de lejos. Como era tan chiquito, me fui haciendo amigos de mi edad y otros más grandes que me advertían cosas y me daban elementos para poder elegir y hasta me decían cómo debería actuar en tal o cual situación. Si bien andaba solo, siempre había gente que me advertía. ‘Yahir en la calle pasa esto y aquello, cuidate de esto otro’.” ¿Y qué pasaba? “Por ejemplo estás en un grupo y aparece un cigarro de marihuana o una botella de alcohol… Yo miraba cómo actuaban los demás. Siempre alguno decía que no y yo le copiaba. Pensaba, si aquel dice no quiero, yo también puedo. Me invitaba y yo tranquilamente decía que no. Pero cuando se acercaba la situación, yo me apresuraba a pensar qué iba a decir y cómo iba a responder.” Nunca salió a la calle pensando que esa iba a ser su vida para siempre. Tampoco quería hacerse muy amigo de nadie. Más bien valoraba el hecho de poder estar fuera de su casa, porque no soportaba las peleas, y “la aventura, el tener plata, libertad, autonomía y que nadie te mande. La calle te hace crecer y te mete en un circuito. Me ha servido mucho y maduré muy rápido, pero si me preguntás ahora, yo hubiera preferido tener una vida más familiar que haber pasado por la calle. Al estar en la calle me faltó esa vida familiar. Dos por tres siento un vacío. Algo que me falta. Salir de la escuela, juntarme con amigos, estar con mi familia. Quemé etapas, le pasé por arriba a la niñez. Tuve una niñez un poco más jodida que la normal. Pero si tuve un pedacito de infancia, fue gracias a Casa Abierta. Siempre me ayudaron. Hasta no hace tanto, pude terminar la escuela por intermedio de ellos. El año pasado también me ayudaron a conseguir los papeles para poder hacer el ciclo básico del liceo, una modalidad que hacés tres años en uno. También le dieron un apoyo a mi familia para que mis hermanos y yo pudiéramos terminar la escuela. Siempre estaban. Era como una casa extra que teníamos. Calculo que de ahí viene el nombre”. Aquel niñito débil y desamparado a quien Alejandro dos por tres tenía que proteger, se transformó en un amigo. Dice Alejandro: “Conocí al abuelo antes de conocerlo a él. También es vendedor callejero, todavía vende garrapiñada. Es un luchador. Se revuelve en lo que puede. Son busca vida. Conocí a la madre, que dos por tres lo venía a buscar al local. Yahir trabajó conmigo un tiempo, cuando ya era mayor. Precisaba alguien que me ayudara y hablé con él porque sé la clase de persona que es. Tenía tres trabajos: en un carrito de hamburguesas, los sábados conmigo en un pub que había abierto pegado al local de maquinitas y seguía vendiendo en el ómnibus. Siempre fue de ir para adelante, de forjarse un futuro. Y todo lo que se planteaba lo fue consiguiendo. Su primera meta era comprarse una motito. Empezó con un ciclomotor usado. Lo embromaron. Anduvo solo algunos días y se le rompió. Siguió trabajando hasta que se pudo comprar una moto cero kilómetro. Hace poquito se compró un coche. Es una persona excelente, luchadora, se fija metas y las va logrando. Ojalá siga teniendo suerte porque lo aprecio muchísimo. Para mí es una alegría, es un pibe que salió muy bien. No es común que de la calle salgan pibes así. Y sé que El Abrojo tiene su cuota en eso, porque él valora mucho todo lo que le dieron”.

Hoy Yahir se mira a sí mismo sin vanidad, pero con orgullo. Y marca como un hito un hecho que simboliza su historia de vida, esa suerte de promesa que se hizo al pie de Arequita: “Fuimos a Minas con Casa Abierta y nos quedamos un par de días. Cuando nos íbamos, como habíamos pasado lindísimo, les dije a todos que volvería… ”.


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