07.ABR.19 | Posta Porteña 2007

ANTIMILITARISMO para el Siglo XXI

Por Rafael Uzcátegui

 

Ante el advenimiento de tiempos pos ideológico en América Latina, el antimilitarismo como universo simbólico puede proporcionar una base conceptual de acción para los movimientos sociales en el futuro

Rafael Uzcátegui

(Escrito para Rompiendo Filas nro. 01) publicado en su blog abril 6, 2019

 

El fin de la década progresista en el continente

 

Paradójicamente fue el mercado internacional, mediante el alza de precios de las materias primas, quien proporcionó la base financiera que posibilitó la llamada “década progresista” en Latinoamérica, la serie de gobiernos que identificados con la izquierda, llegaron al poder por elecciones en diferentes países a partir del año 1998, generando múltiples expectativas.
No obstante, la profundización del modelo económico extractivista fue consensuado por gobiernos de diferentes signos ideológicos con lo cual varios de los Estados, a diferencia de lo propuesto en la etapa neoliberal que caracterizó la década de los 90, recuperaron en América Latina su capacidad regulatoria y de atracción de capitales.

Sin embargo hoy la realidad comienza a ser otra. Desde el año 2013 los altos precios de los recursos energéticos y de otras materias primas han comenzado a decaer, lo que ha disminuido los altos ingresos estatales que posibilitaron las políticas sociales que caracterizaron al “progresismo”, con el que un porcentaje de la renta extractivista se redistribuía a los sectores populares. La contracción de la inversión social, como consecuencia de la crisis económica tras los años de bonanza financiera, está generando impactos en amplios sectores de la población y, de nuevo, el aumento de los índices de pobreza en la región. A esto hay que sumar la ineficiencia y la corrupción en la gestión pública, amparados todo este tiempo por la lealtad política.

En consecuencia el agotamiento del modelo de gobernabilidad del imaginario del activismo “progresista” se cataliza con la latinoamericano aparición de crisis económicas en Brasil, Argentina y Venezuela, por ejemplo. Pero este elipse, también, tiene como gran telón de fondo el diálogo entre los gobiernos de Cuba y Estados Unidos, anunciadas como la “normalización” de las relaciones entre ambos, pero que como secuela de la apertura en la isla se expandirán modelos de consumo y gestión propios del capitalismo tradicional. La imagen de la visita de Barack Obama en La Habana, y detrás el ejército de franquicias internacionales, será un golpe simbólico al referente de la revolución a lo latinoamericano tan importante como lo fue la caída del Muro de Berlín para Europa. La integración de Cuba al flujo capitalista global cerrará un capítulo de la historia de la región, implosión cuyas ondas expansivas incidirán al progresismo.

Nos guste o no nos guste, Latinoamérica experimenta un período de transición hacia momento de su devenir. No será sólo la sustitución de unos gobiernos “progresistas” por otros (de carácter híbrido, de centro o más a la derecha, eso estaría por verse), sino un amplio desencanto con el incumplimiento de sus propias promesas, la permanencia con las causas estructurales de la pobreza, la devastación del aparato productivo interno por la dependencia del extractivismo y la degradación del medio ambiente y los hábitats indígenas, el enriquecimiento súbito de sus voceros, las denuncias de violación a los derechos humanos y el anquilosamiento del sectarismo y discriminación como política de Estado.

En esta posibilidad las fuerzas conservadores intentarán aprovechar el momento para convencer de las limitaciones de las aspiraciones revolucionarias de cambio, y la supuesta valía del pragmatismo y el racionalismo económico. Afortunadamente la naturaleza intrínseca de hombres y mujeres de rebelarse ante las injusticias generará espacios para deseos de transformación, los cuales necesitarán de nuevos referentes.

El objetivo del presente texto es argumentar como en este escenario “pos ideológico”, los valores del movimiento antimilitarista pueden nutrir la renovación del imaginario del activismo latinoamericano.

Antimilitarismo como movimiento

 

¿De qué hablamos cuando planteamos aportes desde un “movimiento” desde este lugar del mundo? Lo que se conoce como “movimiento antimilitarista”, es decir una serie de iniciativas que se opusieron a los efectos de la existencia de ejércitos nacionales, tuvo desde la década de los 80 ?s en América Latina cuatro matrices:

En primer lugar, los grupos religiosos para los cuales el mandamiento de “no matarás” implicaba rechazar la participación en las maquinarias de la guerra; luego los grupos de derechos humanos, opuestos a los excesos de las dictaduras militares y en defensa del derecho a la objeción de conciencia –negarse a ingresar en las Fuerzas Armadas por razones morales-; en tercer término los partidos políticos e iniciativas de la izquierda marxista revolucionaria, para quienes las fuerzas armadas eran un brazo del imperialismo, formados en la llamada “Escuela de las Américas” y títeres de la lucha antisubversiva y, por último, los grupos anarquistas, que calificaban al ejército como un apéndice del Estado que concentraba los antivalores que rechazaban –culto a la jerarquía y la autoridad, patriotismo, pensamiento único, machismo, entre otros-.

El universo antimilitarista latinoamericano tuvo su “edad de oro” en la década de los 90 ?s, cuando un motor de cohesión era la lucha contra la conscripción y el servicio militar obligatorio. El Servicio Paz y Justicia (SERPAJ) fue clave en motorizar, en los pañales de la era internet, un trabajo coordinado en red entre las organizaciones pacifistas, universitarias y religiosas de diferentes países de la región. Fue así como se logró promover que leyes y constituciones eliminaran el deber de ir a los cuarteles, como parte de la transición en países que dejaban atrás las dictaduras, lo que generó un efecto rebote en quienes tenían democracias formales de más larga data.

En Paraguay, donde el movimiento era particularmente fuerte, el sentimiento anticastrense continuó con otras reivindicaciones como la objeción fiscal, donde se pedía que los impuestos no fueran destinados al Ministerio de Defensa. En otros, las iniciativas perdieron fuerza a medida que el servicio militar perdía su obligatoriedad.

Organizaciones con trabajo antimilitarista, de todas las tendencias, persisten hoy en América Latina, quizás con menos especificidad en el cuestionamiento a las Fuerzas Armadas, pero vinculando la militarización de los territorios y los cuerpos, tendencia presente hoy en el continente, con diferentes luchas de resistencia.

Nuestro antimilitarismo

 

Más cercanos a la mirada libertaria al antimilitarismo, consideramos al ejército como un dispositivo de dominación que sintetiza antivalores, por lo que valoramos el antimilitarismo tanto como táctica como estrategia, como fin y como medio. El militarismo, entonces, no sería sólo la presencia física de los ejércitos en territorios determinados, sino también la incidencia de sus valores y sus modos de resolver los conflictos en el funcionamiento de la sociedad. Nuestro antimilitarismo no distingue un militarismo “menos malo”, asociado a prácticas que se reivindiquen “de izquierda”, del militarismo ligado a fuerzas políticas de centro o derecha.

Si el militarismo promueve la uniformización y considera la diferencia como una amenaza, nosotros planteamos, en primer término, el derecho a la alteridad, a ser diferente y a pensar diferente. Esta crítica a la vocación que pretende abarcar e imponer el todo, omniabarcante, tiene parentesco con la refutación posmoderna a las ideologías como reductoras de la complejidad de la realidad a un mandato único e impuesto por las vanguardias de pensamiento al conjunto de hombres y mujeres. Y esto es así porque después de un siglo dominado por la confrontación ideológica se ha demostrado las limitaciones de todas ellas, así como su imposibilidad de abarcar en un solo corpus teórico la complejidad de la experiencia humana.

Lo contrario al “socialismo de cuartel”, la homogeneización del pensamiento y el orden basado en uniformidades, es la valoración de la diversidad, lo heterogéneo y lo disidente. Las pretensiones de “totalidad” ideológicas serán sustituidas, como respuesta pos ideológica a corto plazo, por valores a la vez universalistas y fragmentarios, que no uniformicen –menos con tela de camuflaje- sino que permitan la expresión y legitimación de lo múltiple, tanto a nivel de roles e identidades.

Por lo anterior, los antimilitaristas tenemos mejor capacidad –que ciertas izquierdas, por lo menos- a relacionarnos con iniciativas de reivindicación de la diversidad sexual o el propio movimiento indígena, por ejemplo, en el entendido que no deseamos subordinarlo a una identidad superior –el “socialismo” por ejemplo, o ser “de izquierda”-, sino que los valoramos en sus propios deseos y subjetividades: No queremos que sean otra cosa que lo que ya son.

Esto nos lleva a una segunda dimensión, que es el reconocimiento de todas estas identidades y roles como vinculadas a personas que son sujetos de derechos que deben ser reconocidos por el resto. Esto parece un sobreentendido, pero fue uno de los “principios” olvidados por el progresismo en el poder, el cual intentó imponer una hegemonía discriminatoria de quien disintiera, por las razones que fuesen, del poder de turno. Esta particular idea del cambio social, la construcción de una hegemonía que reprima e intente anular las singularidades, se ha alimentado de la noción militar de la primacía de la violencia –simbólica y física- para la resolución de los conflictos. En contraste, la filosofía no violenta ha trabajado la construcción del consenso entre los diferentes, una práctica genuinamente democrática desde la base.

El antimilitarismo siempre ha sido crítico con las jerarquías y desigualdades inherentes al modelo de organización de las Fuerzas Armadas, estableciendo los vínculos con el negocio capitalista del tráfico de armas y la reconstrucción de los países tras los conflictos bélicos. Asimismo, ha denunciado el uso político de las disputas fronterizas entre países que intentan con la exacerbación del nacionalismo y la construcción del enemigo exterior maquillar las crisis sociopolíticas internas.

Un individuo con la capacidad de pensar y decidir por sí mismo/a es lo contrario a la noción de “soldado”, dispuesto a seguir órdenes acríticamente de las jerarquías y la autoridad. Si la idea de reinvención de la democracia tendrá sentido en los próximos años para Latinoamérica, en donde los ciudadanos puedan tener la capacidad de experimentar nuevas formas de relacionamiento directo, creando tejido asociativo de carácter cooperativo y solidario, eso pasa por funcionar con valores y racionalidades ajenas a la militar. Es en este panorama que los antimilitaristas tendremos una oportunidad para incidir, de manera estelar, en los movimientos sociales que protagonizarán, desde México hasta Argentina, en las luchas del futuro.


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