18.JUN.19 | Posta Porteña 2026

LA GESTIÓN DE LA INTEMPERIE

Por Soledad Platero

 

El final de mayo llegó con el escándalo público causado por las cifras que dio a conocer el Ministerio de Desarrollo Social (MIDES) y que confirmaron lo que ya se percibía a golpe de ojo: el número de personas que viven en la calle aumentó significativamente en los últimos tres años

Soledad Platero, la diaria, junio 12, 2019

Se trata, fundamentalmente, de hombres adultos, y casi siete de cada diez mencionan haber pasado por experiencias de institucionalización: estuvieron en la cárcel, en alguna institución psiquiátrica o bajo tutela del Estado siendo menores de edad.

La confirmación de esta situación sirvió, fundamentalmente, para que todo el mundo pudiera hablar del fracaso del MIDES, como si de ese ministerio creado en condiciones de emergencia en un escenario devastado se pudiera esperar la solución definitiva a la exclusión que el sistema produce en forma incesante. Y es extraño el tipo de enojo que se produce ante la visión de gente que vive en la calle. No se sabe bien si se le reprocha al MIDES la falta de soluciones para sacarlos del medio o si más bien se tramita la decepción porque tres períodos de gobierno progresista no lograron terminar con esa forma invasiva y obscena de la pobreza: la que se exhibe, impúdica, ante nuestros ojos.

No faltan quienes dicen que mientras se respete el derecho a vivir en la calle no hay solución posible. Que no quisimos la internación compulsiva, y así es que pasa lo que pasa: los que no quieren ir al refugio no van. Y ya es un lugar común burlarse de las declaraciones de Fabiana Goyeneche sobre los derechos de los que duermen al fresco, y otro lugar común consiste en recordar la intervención de Marina Arismendi en contra del abandono de sillones en la vereda. Pero el problema es que la internación compulsiva (esa que nos dejaría las calles limpias de indigentes y dignas de ser recorridas por los turistas que bajan de los cruceros) es únicamente una forma (abusiva) de esconder a ese montón de personas que no tienen un lugar en el mundo. O que tienen uno, pero es un no-lugar, un modo lacerante y ofensivo de estar en el espacio público gritándonos su desamparo, su poca salud, su desaseo, su radical separación de todo lo que creemos bueno y deseable.

Probablemente nadie piense, en verdad, que esto es un fracaso del Mides. Posiblemente hasta el más enfurecido de los indignados sepa que 2.000 personas abandonadas a su suerte son un fracaso colectivo, una vergüenza que compartimos por acción o por omisión.

La forma fácil de discutir esta afirmación consistiría en explicar que no todos tenemos la misma responsabilidad, y que algunos estamos demasiado ocupados en ganarnos la vida como podemos y en hacernos cargo de lo que nos toca, y que mal podríamos, además, ocuparnos de algo que la política pública no ha logrado resolver. Y que esa tarea, caramba, es de los que tienen cargos públicos, que a fin de cuentas para eso es que los pusimos ahí y les pagamos el sueldo.

No les falta razón, siempre y cuando consideremos que los asuntos públicos son algo que debe ser gestionado por un puñado de técnicos o profesionales rentados de la política. Pero también se podría pensar que no es tan así, y que la política es precisamente lo que nos interpela a todos en la preocupación por los asuntos colectivos. Y si admitimos esto último tenemos que admitir también que no hemos dedicado mucho esfuerzo compartido a pensar qué hacer, ya no con las personas expulsadas por el sistema, sino con el sistema mismo; con esa máquina implacable de triturar, exprimir y descartar masivamente seres y cosas.

Estamos en año de elecciones, y se sabe que las preguntas difíciles nunca se plantean cuando hay que salir a pelear los votos. Sin embargo, el único asunto crucial, me atrevería a decir, en estas elecciones es la posición a tomar frente a un sistema que nos lleva puestos sin que nada, o casi nada, le oponga resistencia. ¿Estamos todos de acuerdo en que el camino es seguir creciendo? ¿A qué le decimos “seguir creciendo”?


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