14.SEP.19 | Posta Porteña 2049

¡Me engañaste, me mentiste! ¿Un falsete español?

Por Caparrós /Ramoneda

 

Las negociaciones para formar un gobierno en España parecen estancadas en una lógica errónea: la idea no es formar dos gobiernos en uno, sino uno común.

Por Martín Caparrós

The New York Times en Español. 12 de septiembre de 2019

 

MADRID — El dúo Pimpinela fue una de las iniciativas más exitosas de la cultura argentina de las últimas décadas: cantaron en el Madison Square Garden y cantaron con Diego Maradona, recibieron por sus veinticuatro discos unos 95 discos de oro, platino y diamante y vendieron más de 30 millones de copias; sus dos integrantes, Lucía y Joaquín Galán, crearon un estilo propio, inimitable: sus canciones eran diálogos amargos de una pareja despechada que se lanzaba reproches y rencores sin medida. No era bonito de escuchar, pero tenía un detalle irresistiblemente perverso: Joaquín y Lucía Galán no eran marido y mujer, no eran amantes, no eran novios; eran —y son— hermanos

— ¡Me engañaste!

— ¡No!

— ¡Me mentiste!

— ¡No!

—Me tomaste cuando te hice falta y ahora me tiras. Me usaste y tapaste conmigo el fracaso de toda tu vida.

Pablo Iglesias, el jefe podemita, y Pedro Sánchez, el jefe socialita, se pelean, se duelen, se reprochan: aspiran a ser, parece, el dúo Pimpinela de la política española.

Lo contamos cuando sucedió: en las elecciones de abril, los dos partidos de la ¿izquierda? hicieron sus campañas insistiendo en que debían unirse para parar el avance de la derecha del Partido Popular, Vox y Ciudadanos.

Muchos votantes se movilizaron para eso —y en España cuanto más se vota mejor le va a las izquierdas— pero el socialismo consiguió una minoría insuficiente de 123 diputados, que solo le permitiría gobernar con el apoyo principal de Unidas Podemos y sus 42 diputados y el secundario de los partidos vascos, catalanes, canarios. En julio hubo un primer intento de investidura, fracasado porque los dos supuestos aliados no se aliaron, y ahora, en estas horas, está fracasando el segundo: si no lo logran antes del 23 de septiembre, el gobierno tan provisorio de Sánchez deberá llamar a nuevas elecciones. Serían las cuartas en cuatro años —y en los 36 años anteriores hubo diez—.

A veces parece que lo buscaran: el dúo no cesa en sus reproches, sus rencores. Son dos personajes curiosos: Sánchez habla como si siempre leyera lo que le escribió otro; Iglesias habla como si siempre leyera a otro que escribió todo mal

Cada uno de ellos se cree que sus votos son suyos; no consiguen entender que muchos votaron a uno u otro como parte de un todo, de ese esfuerzo común. Así que la discusión arrecia, arrecha, se supera: como antes Iglesias no aceptó lo que Sánchez le ofrecía, ahora Sánchez le ofrece menos; como antes Sánchez no le dio lo que quería, ahora Iglesias le pide más. Sánchez quiere que Iglesias lo apoye sin sillas en el gobierno; Iglesias quiere sillas y sillones y respeto y cariño.

Y las negociaciones parecen estancadas en su lógica errónea: desde el principio, se discute cuántos ministerios debería tener Podemos en el gobierno compartido. Y entonces los portavoces socialistas se preocupan ante la posibilidad de perder el control sobre ciertas áreas: “No podemos entregar los tributos, la política de ingresos y gastos. ¿Qué le quedaría el PSOE?”, dijo, por ejemplo, la vicepresidenta y jefa negociadora, Carmen Calvo.

El síntoma está claro: imaginan el gobierno como un reino de taifas en que cada ministro aplica en su sector las políticas que se le cantan. Con esa idea, no es extraño que los socialistas tengan miedo de entregar sillones: quién sabe lo que podría hacer con tal palanca un peligroso agitador podemita, mono con navaja.

La respuesta es tan obvia que da pudor: para armar un gobierno común se necesita un plan común de gobierno. No dos gobiernos en uno —uno más grande y poderoso, otro empotrado chiquitito— sino uno que surja de una negociación cuidadosa que decida el programa de cada cartera; así, importará poco quién lo lleve adelante. El ministro de Fomento no hará lo que le diga su confesor o su tío abuelo o su albañil de cabecera o su conciencia foucaultiana-extremeña; será el fiel ejecutor de esos acuerdos y, por lo tanto, a qué partido pertenezca tendrá un peso menguado. Será todo el gobierno —y sus dos partidos— quien se haga responsable y controle que se cumpla lo acordado. Y el rédito también tendría que compartirse: no habrá sido el ministro podemita o socialita el que habrá tomado tal o cual medida, sino el gobierno de esa alianza. Pero no lo hacen; cuesta creer que simplemente no lo piensen.

Como sea que sea, los dos jefes y sus negociadores llevan dos meses discutiendo quién tiene que ceder más en lugar de discutir en qué pueden ponerse de acuerdo, cómo hacerlo; ya han conseguido hartar a casi todo el mundo. Lo deberían, también, tener en cuenta cuando imaginan nuevas elecciones.

Sobrevuela la idea de que los socialistas las desean porque creen que sacarían más votos. La apuesta es riesgosa: el PSOE puede ganar poco o perder mucho. Si gana algunos votos, no le van a alcanzar para gobernar solo pero, en cambio, puede perder miles y miles; puede, incluso, provocar la vuelta de un gobierno de derecha. Los votantes más implicados, más cercanos, están irritados por el espectáculo patético de dos líderes concentrados en sus diferencias personales mientras sus enemigos se relamen. Los más casuales, más distantes, serían sensibles al argumento inevitable: para qué va a volver a votarlos, señora; ya los votó y no supieron hacer nada. Y, más en general, el espectáculo infla a los que insisten en que los políticos no sirven y hay que salir a revolear banderas, cantar marchas, decir misas y echar extranjeros. Pero Sánchez e Iglesias no parecen darse cuenta, y la canción no para:

— ¡Me engañaste!

— ¡No!

— ¡Me mentiste!

— ¡No!

—Me tomaste cuando te hice falta y ahora me tiras...

Si los dos jefes de la ¿izquierda? española pudieran superar sus lógicos prejuicios y sentarse a escucharla, quizás, en ese espejo, entenderían lo tristes que resultan. E intentarían, aunque más no fuera por vergüenza, cantar otras canciones

 

Adiós, izquierda, adiós

 

Nunca hubo voluntad de crear un terreno común, asumiendo las diferencias pero buscando aquello que podía dar a los ciudadanos un momento de confianza

JOSEP RAMONEDA El País Inter. 11/9/19

Es muy decepcionante el espectáculo que nos está ofreciendo la izquierda española. La situación es tan esperpéntica que un arreglo de última hora sería promesa de casi nada, un Gobierno a palos. Tienen a la derecha en un rincón, dividida en tres bloques y radicalizada en lo ideológico, y que sólo es capaz de ofrecer una combinación de autoritarismo, valores reaccionarios y liberalismo del sálvese quien pueda, adornada con música patriotera, ridiculización del feminismo, burla de la violencia de género y recurso al juzgado de guardia y a la reforma regresiva del Código Penal cada vez que algo se mueve.

El electorado progresista se movilizó para frenarla. Y dio de esta manera una oportunidad para que la izquierda abordara una experiencia transformadora en este país, con la posibilidad de convertirse en referente europeo. Han sido incapaces.

La ocasión merecía conjurarse para construir un proyecto desde el primer momento. Pero Sánchez flirteó con una derecha que no quiere saber nada de él, pensando que le daba fuerza para la negociación con Unidas Podemos, y Pablo Iglesias se sintió despechado.

Duelo de machos. Nunca hubo voluntad de crear un terreno común, asumiendo las diferencias pero buscando aquello que podía dar a los ciudadanos un momento de confianza para mirar un poco más allá del agobiante presente continuo en que estamos atrapados. El daño está hecho y no lo arreglaría un acuerdo final de mala gana, fruto del afán de cada parte de no pasar por el culpable del fracaso. Y el electorado les puede pasar factura.

Porque la conclusión es que en este país puede haber una mayoría de izquierdas, pero no hay un proyecto de izquierdas capaz de representarla. Pedro Sánchez: fascinado por el macronismo, seducido por el eslogan “de derechas y de izquierdas a la vez”, siente pánico por todo lo que sitúa a su izquierda. El Gobierno surgido de la moción de censura, un mosaico de color y diversidad por contraste con los grises tonos de la cultura de cuerpos del Estado del rajoyismo, generó la expectativa de la irrupción de una nueva izquierda. Era un espejismo.

La ciudadanía necesita recuperar la confianza en la política. En materia de libertades, en las prioridades económicas, en propuestas políticas para Cataluña, en la reparación de las fracturas sociales, en la manera de estar en Europa, la izquierda debería ser capaz de llegar mucho más allá que la derecha. Pero Sánchez niega el reconocimiento como socios a Unidas Podemos, y éstas, bajo la tutela de Iglesias, siguen en la vía autodestructiva emprendida en 2016. Sánchez lleva puesta la melancolía del bipartidismo.

Y para ello necesita minimizar a Unidas Podemos. Quizás esta sea la razón del mal trato que les ha dado. Muleta, sí; socios, no. Y después de las elecciones, ¿qué? Que Sánchez no tenga que recordar la maldición de Iglesias: “Sin nosotros, no será presidente nunca”.


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