09.MAY.20 | Posta Porteña 2110

HE CONOCIDO UN HOMBRE TAN VALIOSO

Por Luis E. Sabini Fernández

 

He leído varias recordatorias de un hombre, un humano extraordinario, Guillermo Chifflet. Y tal vez por la edad de quienes lo recuerdan, su formidable toma de posición ante la claudicación frenteamplista con la intervención en Haití resulta para muchos su punto cumbre, de mayor brillo.

Para quienes conocimos a Guillermo desde mucho antes, su calidad humana y política  sencillamente cristalizó allí en el Parlamento frente al gobierno frenteamplista, una vez más.

Quiero dar un par de pinceladas que me tocó a mí vivirlas. A mis veinte, con otros estudiantes militantes, nos volcamos al Comité Popular del Barrio Sur, un ensayo de  acción vecinal instrumentado por “camaradas”, pero que gracias a la presencia de vecinos no  politizados, o mejor dicho no partidizados, superó estrategias partidarias.

Con el afán de mejorar habitacionalmente el barrio, el comité invitó a ediles montevideanos, Aparecieron Andrés Cultelli y Guillermo Chifflet. Ambos, entonces, del Partido Socialista. Debía ser fines de los ’50 o comienzos de los ’60.

Cultelli, orador nato, ofreció todo, o de todo. Chifflet, apenas si habló. Porque escuchaba. Y lo recuerdo, con su altura, caminando siempre por debajo del cordón, para aparearse en la conversación con quien fuera. Me hizo acordar de inmediato al protagonista de Miracolo a Milano. Y Guillermo no posaba, era.

Me crucé con él, años después, cuando él era el periodista de calle del semanario Marcha. Lugar y tarea especialísima en una publicación recargada de intelectuales y de escritorios.

Un día, estaba yo trabajando en la Sala de Correcciones del semanario y llega “nuestro hombre a la intemperie” preguntando inquisitivamente: ¿sabe alguien si en la fuga de Punta Carretas puede haber un manco? Dije que sí. Conocía a uno, de algunos proyectos que encaramos juntos antes que el amigo se hiciera tupamaro.

¡Ah!, exclamó, ¡entonces es posta! Y contó que a la madrugada, mientras el centenar largo de tupamaros (y acompañantes “comunes”) iban como brotando del buraco hecho en una habitación de la casa ocupada, lindera a la cárcel de Punta Carretas, puesto que los fugitivos debían completar el tramo final del túnel, verticalmente, la rutina era empujar desde abajo y alguien desde arriba tomaba una mano para el impulso final. Llega el turno de otro y nuevamente la rutina; – ¡vamos, la mano! y una voz casi inaudible: –No tengo. La respuesta impaciente del agotado levantador de cuerpos, –“vamos no jodas, son las 3, no damos más”. La voz insiste: –no tengo… Allí cae o caen en la cuenta los de la habitación: y entonces, a estirarse mucho más para valerse del muñón.

El rigor de Guillermo era tanto como para no repetir meramente la jocosa anécdota de momento tan dramático; era un verdadero periodista.

En 1973, me tocó estar a su lado cuando el Ejército, la Aviación y la Policía se insubordinan gestando así lo que sería el golpe de estado de febrero, tan escamoteado. La parte del plantel de Marcha que estaba en la imprenta (“33”) quedó, quedamos, en territorio controlado por la Marina.  Y Marcha, el 99% de Marcha, se distribuía en el territorio controlado por militares y policías.

Julio Castro organizó el traslado, coordinó el flete para levantar la edición de la imprenta y pasarla “al otro lado”. Había tensión, no había violencia y hasta algún marino nos pidió un ejemplar… No individualizo a otros, pero sí a Guillermo y a mí mismo, acarreando los paquetes para mudarlos del camión del lado marino al camión del lado militar… Fajina dura para veteranos…

Como no pertenecimos jamás a la misma organización, nuestros encuentros eran propiamente sociales, no políticos. Era venir de una manifestación multitudinaria e intercambiar pareceres, impresiones; era compartir, por ejemplo, una torta frita de calle, tamaño baño. Sé que cuando me decidí por el 2000 a editar una revista (futuros, con la ese bien puesta) dedicada a reflexionar, siempre desde la calle, me apresuré a presentársela a Guillermo. Yo estaba entonces viviendo en Buenos Aires y con cada edición, cruzaba con ejemplares para distribuir en Montevideo, y él ya me había señalado cómo hacerle la entrega. Nunca me hizo un comentario. Éramos de palos distintos.

En alguna visita al país, antes de volver a vivir aquí, me enteré que con una fractura ósea y su estatura, había quedado inmovilizado. Y que ya no podían vivir juntos con su compañera de la manera extraordinaria en que los había conocido.

Hice visitas a su nuevo sitio, domicilio. Pero Guillermo era otro. Su mutismo era ensordecedor. Estaba lúcido, como se advertía en sus muy cortas intervenciones u observaciones.

Lo vi hace unos meses, a fines de 2019. Me despidió después de un largo silencio con una casi reconvención: “–No te pierdas”. Porque efectivamente, iba muy, pero muy espaciadamente. No vivo en Montevideo; pensaba volver en marzo, pero la pandemia fue cambiando todos los planes de mis viajes.

Y ahora, en mayo, sin haberlo visitado como le había prometido, me entero de su muerte. Y saludo con enorme congoja a Julia Amoretti, a quien apenas conociera. Menos que a Guillermo.

Luis E. Sabini Fernández

7 de mayo de 2020


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