03.SEP.20 | PostaPorteña 2144

LAS AVENTURAS DE JUAN PLANCHARD (VI)

Por Jonathan Jakubowicz

 

EL IMPERIO NO PAGA


Alquilamos un Ferrari 458 Italia, en mi opinión el mejor carro del mercado. Fuimos a The Beverly Hills Hotel. Alquilé la suite en la que Marilyn Monroe se había hospedado durante un año. Comimos en el restaurante del patio central y allí me encontré a Julian Schnabel.
Schnabel es un judío, hijo de sionistas, que se está culeando a una periodista
palestina y como consecuencia hizo una película proPalestina en la que todos los palestinos hablan inglés. Lo saludé, pues lo conocía a través de Carlos Bardem, el hermano de Javier que se parece a Noriega… y por asociación me puse a pensar en Noriega…

El legendario Noriega... Lo acababan de trasladar desde París a Panamá, a una cárcel llamada El Renacer. Estaba viejo, decrépito, se movilizaba en una silla de ruedas, había pagado condena en Estados Unidos y en Francia, y ahora terminaba en Panamá… A pasar los últimos años de su vida rostizándose en una celda bajo el calor
panameño. Ningún renacer.

Noriega era la viva representación del otro lado de la moneda. Un militar aliado con Estados Unidos, llegó al poder raspándose al revolucionario comandante Omar Torrijos, le dio a los gringos todo lo que quisieron para combatir a las guerrillas centroamericanas, montó sus negocios paralelos… tuvo el poder que quiso en su país y fue recibido con honores en todos lados. La cosa iba bien hasta que se le subió el orgullo latinoamericano a la cabeza y decidió dejar de traicionar a sus países vecinos, levantó su machete contra el imperio y los gringos se hartaron de él.

El imperio no paga. Todos los que se han aliado con el imperio han terminado presos o asesinados. Los únicos que pagan son los rusos y los chinos. Allí está Assad, en Siria, guapeando: el pueblo en la calle recibiendo plomo, pero no lo tumba nadie. Y dígame Ahmadinejad en Irán: se le alzó medio país, metió presos y se violó a miles de estudiantes y nada… sigue duro ahí. ¿Por qué? Porque ambos tienen detrás a China y a Rusia.

En cambio Mubarak, que tenía detrás a los gringos, salió rapidito, en un par de meses de protestas con apenas trescientos muertos. Ni hablar de Saddam Hussein, que hizo todo por los gringos en la guerra Irán-Irak y terminó siendo invadido, colgado y ejecutado casi en vivo por la tele. Ejemplos hay miles. Pero el peor es el pobre Gadafi, que se hizo pana de Tony Blair y puso a Berlusconi a tirar con carajitas, solo para que ambos lo terminaran bombardeando…

Lo dije y lo repito: el imperio no paga. Por eso nuestra revolución bolivariana está blindada, porque el Comandante se alió con los rusos y los chinos, y esos no traicionan a nadie. El conejo que crea que es mejor aliarse con los gringos, no tiene ni idea. A los gringos lo que hay es que darles su petróleo y los reales de la deuda, lo
demás les sabe a mierda.

La Toya Jackson estaba en la mesa de al lado, pero ella no me hizo reflexionar sobre la revolución, sino sobre mi futuro. ¡Nuestro futuro! No con la Toya, sino con Scarlet.

Ni me había dado cuenta de la vaina: ¡soy un hombre casado! Hay que planificar muchas cosas. ¿Dónde vamos a vivir? ¿Cuál será la  dinámica de nuestro matrimonio?

Le pregunté a Scarlet cómo quería manejar las cosas. Me dijo que a ella le faltaba un año y medio para graduarse de psicóloga en UCLA, por lo que deberíamos hacer de Los Ángeles nuestra ciudad, al menos temporalmente. Le pregunté dónde vivía, y me dijo que en una residencia estudiantil de la universidad. Le dije que quería ir a ver
dónde y me dijo que era una residencia solo de mujeres, en la que no dejaban entrar hombres.

Se me salió una sonrisa… y me puse quesúo(calentón)Yo no sé si es la televisión, el cine, las pornos… o la combinación de las anteriores…pero creo que todo hombre latinoamericano pasa su adolescencia rallando yuca, soñando con los dormitorios “solo para mujeres” de las universidades gringas. Pensar que Scarlet vivía allí, en uno de esos nidos abarrotados de catiras rumberas con inclinaciones lésbicas y un afán desenfrenado por el exceso de alcohol, me hizo enamorarme de ella aún más.

Le sugerí que abriéramos una cuenta bancaria juntos. Era necesario que ella tuviese su propia tarjeta y cierta independencia. Me dijo que esa era decisión mía. A ella el dinero no le importaba, y no quería que yo pensara que estaba conmigo por interés.

Me pareció rara la aclaración. ¿Acaso no veía yo lo enamorada que estaba de mí? Ni me había pasado por la cabeza su interés en mi dinero. Además, venía de buena familia, su padre era un gran empresario capaz de jugarse varias decenas de miles de dólares en una mano de póker...

Quedamos en ir al día siguiente bien temprano a un Bank of America para abrir la cuenta. Yo luego la dejaría, antes de las diez de la mañana, en UCLA, para que fuese a clases.

Así lo hicimos. Le transferí trescientas lucas, para que dejase  de pensar en dinero. Y la dejé en la entrada de Brentwood de UCLA.

La vi caminar con su maleta entre cientos de estudiantes, bajo ese sol único del sur de California, y pensé que no pude haber elegido mejor compañera de vida. Era una persona pura, tan alejada del mundo de vicios y guisos de la tierra que me vio nacer. Una niña en busca del conocimiento académico, que quizá en el futuro querrá tener una consulta privada para ayudar a la gente. Quizá no, quizá quiera vivir viajando por el mundo conmigo y sus conocimientos de psicología los aplicaría en la educación de nuestros hijos.

Al perderla de vista me encontré frente a mi nueva realidad: Los Ángeles. Había quedado en recoger a Scarlet a las tres de la tarde, por lo que tenía cinco horas para quemar.

Entré a un dispensario de marihuana, dije que me dolía la cabeza y me dieron mi credencial. Pedí que me vendiesen un cigarrillo electrónico y un gotero de hierba líquida. Lo cargué y me fui en mi Ferrari fumando por Sunset Boulevard, tripeando las calles de West Hollywood, adaptándome a mi nueva ciudad.

Estuve girando varias horas, quemando tiempo y tripeando la movida. Cuando recogí a Scarlet estaba completamente arrebatado. Me vio y me dijo que era un descarado, pero lo dijo con una sonrisa. No me juzgaba, me comprendía; pero me recriminaba no haberla invitado.
Para eso era mi mujer, para orientarme, no para regañarme. Para compartir.

—De ahora en adelante tenemos que rumbear siempre juntos – dijo–, si lo hacemos separados comienzan los problemas.

Era una noción nueva para mí, pero me parecía de lo más emocionante. Le expliqué que quería comprar una casa, pero que me sentiría como un idiota haciéndolo sin ella. Sugirió que dedicásemos el fin de semana a verlas. Me preguntó cuánto pensaba poner como inicial para una casa. Le dije que si encontrábamos algo bueno podría poner hasta ochocientos mil (el 10% de ocho millones). Pero que teníamos
que estar realmente fascinados con el lugar.

Me dijo que algo encontraríamos por esa cantidad, sin ningún problema. Acaricié su rostro y me besó la yema de los dedos. Era un gesto tan pequeño, pero me dio un escalofrío orgásmico por todo el cuerpo. Nos tomamos un vino y nos fuimos a caminar a la playa.

Hacía frío pero no importaba. La playa era nuestra. Por kilómetros, ni un alma.

Solo nosotros, dos amantes caminando abrazados, casi sin hablar, respirando el aire denso y salado del Océano Pacífico.

Llegamos al muelle de Venice. Caminamos como cien metros hasta el final. Miramos la luna y su reflejo sobre un mar infinito que parecía salido de un sueño…

—I love you –me dijo, por primera vez desde que la conocía.

Nos abrazamos. Respiramos juntos al mismo compás. Sin decir más nada lo dijimos todo… Nuestra unión era infinita… como el misterio de las materia que conecta al espacio… como ese mar, que desde América llega hasta Japón y esconde las más fieras criaturas de la tierra…

Allí… como para recordarme una vez más y por siempre ese balance universal que impide que existan momentos perfectos… recibí la llamada que acabaría con mi vida.

— ¿Juan?

—Sí.

—Es tu mamá.

— ¿Qué pasó?
—Tu padre…

— ¿Qué pasó?

—Me lo mataron.

NOTA DEL COMPILADOR

Lo que sigue es la traducción de los mensajes privados intercambiados,
vía Twitter, entre la señorita Scarlet y su amiga Zoe.

@ScarletT45
stoy en LA!
@Zoe23
n serio?

@ScarletT45
Llegué ayer.
@Zoe23
Q ha pasado????
@ScarletT45
Me casé!!!
@Zoe23
Qué?!!!!
@ScarletT45
T tengo q contar muchas cosas.
@Zoe23
Ya veo. Dónde t stás quedando?

@ScarletT45
The Beverly Hills Hotel
@Zoe23
Jajajaja

@ScarletT45
En serio.
@Zoe23
Y yo también me puedo casar con él?
@ScarletT45
Jajaja puta.
@Zoe23
Michael sabe q estás aquí?

@ScarletT45
Sí, hoy nos vimos.

@Zoe23
Q tal?
@ScarletT45
Vente para el hotel mañana y t cuento todo.

@Zoe23
Y voy a conocer al Príncipe?

@ScarletT45
No es príncipe. Y no lo vas a conocer. Tiene que salir corriendo a Venezuela esta noche… una tragedia familiar.

@Zoe23
Q pasó?

@ScarletT45
Horrible. Le mataron al Papá. Un viejito de lo + dulce. Ese país es muy loco.

@Zoe23
Y tú no vas con él?

@ScarletT45
No quiere q vaya, dice q es muy peligroso… y evidentemente tiene razón. No ha parado de llorar. No t imaginas lo q ha sido esto.

@Zoe23
Y tú cómo estás?
@ScarletT45
Confundida. Por eso quiero que vengas. Además tengo una suite increíble, solo para mí.

@Zoe23
T llamo temprano para ir.

@ScarletT45

No le digas nada a Michael, no sabe dónde m estoy quedando.

@Zoe23
Obvio.


YO SOY LA MUERTE

No fue su culpa. Estaba echando gasolina en la bomba de la principal de Las Mercedes, un lunes en la tarde, regresando de un chequeo médico en la Asociación de Profesores de la UCV. Al parecer en el carro de al lado había un secuestro y un policía de Baruta decidió investigar. Se armó un tiroteo. Se rasparon al policía, a uno de los malandros y a mi papá.

La bala atravesó el vidrio de su Caprice Classic y se le metió en el ojo izquierdo. Murió en el sitio, en el mismo Caprice Classic en el que me llevó al colegio durante años. Probablemente ni se enteró. A lo mejor escuchó un ruido, se volteó y boom… murió sin derecho a una última reflexión.

Mi único consuelo era ese. Sabía que si mi padre hubiese  muerto poco a poco, por un tiro en el pecho o desangrado, hubiese muerto pensando que todo era culpa mía. Para él yo representaba la revolución, y para él no había duda de que morir asesinado, en la Venezuela del siglo veintiuno, era morir a manos de la revolución.

La noticia salió en internet primero, en varias páginas de oposición. “Padre de empresario oficialista entre víctimas de tiroteo de Las Mercedes”.

Los comentarios de los usuarios eran escalofriantes. Todos, o casi todos, celebraban la muerte de mi padre.

“A ustedes también les toca chaburros”. “Una rata menos, ojalá los maten a todos”. “Falta que digan que la vaina es culpa de la CIA”. “Uno no debe alegrarse por la muerte de nadie pero…JAJAAAAJJJAAJ…” “No sean degenerados, porque el hijo haya sido un hijo de puta no significa que el padre merecía morir”.

No sé por qué los leía, pero no podía parar de leerlos. Cientos de personas, que nunca me habían conocido, celebraban la desgracia más grande de mi vida.

Y mi padre, que en paz descanse, probablemente los leía desde el más allá, y estaba de acuerdo con ellos: les pedía que me hirieran, que me recordaran por siempre que yo no soy inocente en este parricidio.

Empaqué mi Colt Gold Trophy con varias municiones. Scarlet se preocupó al ver que llevaría la pistola que me regaló.

—No vayas a cometer ninguna tontería –me dijo.

—No te preocupes –la calmé y le di un beso–, es solo por  precaución. Todavía no sabemos si hay algo detrás del asunto y es mejor estar protegido.

Le pedí a Scarlet que se quedara en California mientras yo iba al entierro. No quería arriesgar su vida. Desde que recibí la noticia en el muelle de Venice Beach, hasta que me despedí de ella en el aeropuerto, no había parado de llorar.

Scarlet lloró conmigo. Me acarició el cabello toda la noche, consolándome, diciendo que cuando a la gente le toca no importa dónde está… la muerte llega…

Me perseguía la imagen de mi padre con la cabeza perforada por una bala, tirado sobre un carro en Las Mercedes mientras cientos de morbosos degenerados venían a verlo. Me atormentaba la idea del camión de la morgue llegando a llevarse su cuerpo… Los oficiales revisando sus documentos, robándose el poco efectivo que tendría, embolsillándose su reloj, llamando a mi madre, pidiéndole que viniese a reconocer el cadáver... Mi madre pidiendo un taxi, temblando de miedo, rezando para que no fuese cierto… llegando a la morgue, respirando el olor a sangre de propios y ajenos… viendo el rostro agujereado del hombre con el cual había estado casada durante casi cuatro décadas… la luz de su vida… el padre de su único hijo… Mi madre arrodillada de dolor, confirmando que era en efecto el cuerpo, sin querer separarse de él… horrorizada para siempre, incapaz de volver a sentir más nunca la menor dosis de aquello que hasta ahora había conocido como felicidad…

Bienvenido al infierno, Juan Planchard. Aquí llegan aquellos que matan a su padre. Aquí torturamos a quienes destruyen el alma de sus madres. Aquí no hay dinero que te salve, no hay amor que te consuele, no hay aviones privados ni experiencias culinarias… aquí no hay sino dolor… dolor eterno que quema, que muele los huesos, que aprieta el pecho, que pica los dientes, que sabe a asfalto, que huele a bilis, que suena a uñas rasgando huesos de cuerpos mutilados…
Conseguí un Gulfstream V que me llevó directo a Venezuela desde Burbank. Al aterrizar viajé en helicóptero a La Carlota y allí me recogió Pantera. Me dio un abrazo y me dijo que lo sentía mucho.

—Ya estamos montados en el caso, jefe. A esos tipos los vamos a calcinar…

—Más les vale –contesté sin ceremonia.

De nada me serviría tener en frente al asesino de mi padre. Sería una pequeña purga en mi camino inequívoco hacia un destino maldito… no aliviaría ni un instante mi dolor ni mucho menos el de mi madre. Pero igual… lo necesitaba.

Necesitaba verle los ojos, apagárselos, sacarlo de este mundo tan horrible en el que yo estaba condenado a vivir, en el que claramente no cabíamos los dos.

Llegué a casa de mis padres, me persigné, y entré. Había más de veinte personas en la casa: amigos de mi padre, profesores de la UCV, vecinos, conocidos de mi madre, uno que otro tío lejano… Un féretro negro en el centro, cubierto de flores, y mi madre
vestida de negro con el rostro tapado con un velo, sollozando en voz baja, temblando, probablemente deshidratada tras veinticuatro horas sin dejar de llorar…

Crucé la habitación y se hizo silencio. Todos los ojos apuntaron hacia mí. Era el juicio de una clase media profesional que había sido consumida por la muerte y por el pánico. “A todos nos va a tocar”, decían sus ojos, “y es todo culpa tuya…”

Yo me había convertido en el tipo al que insultaban en las páginas webs, en las calles y hasta en el propio velorio de mi padre. “El revolucionario castigado por el hampa”. Nada importaban mis sentimientos. Nada importaba que mi vida hubiera terminado con la de mi progenitor. Solo importaba que mis intereses y los de mis semejantes habían permitido esta muerte y decenas de miles más…

Me acerqué a mi madre y me abrazó. Lloró sobre mi cuello; ella sí, generosa en su dolor, sabiendo que era también el mío. Sus lágrimas y las mías se hicieron una sola cascada de sufrimiento, de arrepentimiento, de todo lo que comience en emoción y termine en “miento”. Porque todas las palabras, son en una hora como esta, insuficientes, carecen de valor para describir ese vacío, ese fin.

El cuerpo de mi padre estaba cubierto… su rostro, evidentemente, estaba impresentable… y debo reconocer que lo agradecí… Eso de ver a mi padre muerto era más que lo que estaba capacitado para soportar. Le pregunté a mi madre si quería agua, y no fue capaz de responderme. “Qué voy a hacer yo ahora”, era lo único que repetía entre sollozos. “No te preocupes, ma, yo voy cuidar de ti”, le dije intentando consolarla.

Los presentes comenzaron a susurrar. Sé que hablaban de mí. Sé que me veían como el único asesino… Allí estaban, solemnes miembros de las academias criollas, viendo a uno de sus grandes caer a manos de una barbarie que yo había propiciado.

La caravana fúnebre emprendió el viaje por la autopista hacia el Cementerio del Este. Mi madre quiso ir en la propia carroza, acompañando a su marido en su último viaje terrenal.

En la autopista, como siempre, había tráfico. Y como si Dios quisiese burlarse de nosotros, a la altura de Petare, aunque usted no lo crea, un par de malandritos de quince años se pusieron a atracar carro por carro.

Usaban el mismo modus operandi de siempre: pistola en mano, tocaban la ventana y pedían celulares, efectivo, o cualquier cosa de valor y que fuese fácil llevarse. Pensé en agarrar mi Colt y meterle un tiro a cada uno, pero no la tenía conmigo. En medio de la locura se me  había olvidado por completo y la había dejado en mi maleta.

—Dame tu pistola –le dije a Pantera.

—Tranquilícese, jefe, estamos blindados.

—Dame la pistola.

Pantera me miró y sacudió la cabeza negativamente. —Eso no resuelve nada, jefe. Esos carajitos no son los que lo mataron.

—Dame la pistola, te dije.

—Estamos en vehículo oficial, nos podemos meter en un peo. Si usted quiere volarle el coco a alguien vuéleselo al indicado, tenga paciencia que ya se lo vamos a encontrar…

— ¡DAME LA PISTOLA! –grité a todo pulmón.

Pantera me entregó su Glock, resignado, y siguió manejando, mirando al frente, sacudiendo la cabeza negativamente, indignado.

Los malandritos estaban a dos carros de nosotros. Yo comencé a bajar la ventana. Pantera siguió hablando:

—Se va a arrepentir, jefe, tiene mucho que perder.

¿Mucho que perder? Estaba muerto en vida, ya lo había perdido todo. Le apunté a la cabeza de uno de los chamines. Y fue como si el tiempo se detuviese por un espacio eterno. Mi dedo índice sobre el gatillo se babeaba por morder el final de la vida de ese
maldito que, tarde o temprano, mataría a otro mejor que él. Matarlo era salvar a varios. Matarlo era salvar el futuro de la nación... hacer de su sangre una semilla que dé frutos para tiempos mejores… Era evitarle llantos de horror a otra madre y a otro hijo… Era comenzar a expiar mis pecados y hacer justicia indirecta.
Todo análisis moral me hizo pensar que debía apretar el gatillo. Volar en pedazos esa cabeza, poner mi grano de arena en la reconstrucción de la nación…

Respiré profundo, tuve un instante más de reflexión… y después vino la calma… La calma total necesaria para efectuar mi primer asesinato…

Comencé a apretar el gatillo…Y sonó mi celular…Bajé el arma. Miré a Pantera. Pantera subió el vidrio.

El celular siguió sonando. Era un número privado. Pensé que era Scarlet y que el destino me había salvado otra vez, a través de ella. Pero al agarrar me llevé una sorpresa.

— ¿Juan?

—Sí.

—Vera Góldiger.

—Hola.

—Me enteré… No sabes cuánto lo siento.

—Ya…

—De verdad, me puse llorar y todo.

—Gracias.

—Yo me encargo de lo demás, no te preocupes. Revisa tu cuenta en par de días. Todo se concretó.
—Okay.

—Cuídate mucho, Juancito. Ya sabes que me tienes para que necesites.

Los malandritos ni se dieron cuenta, ni se acercaron a nuestra camioneta. Desaparecieron del tránsito y regresaron al cerro de Petare.

—Provoca es matarlos a todos en ese barrio de mierda –dije con genuinos deseos de volar en pedazos toda la miseria que tenía en frente.

Así funciona el cerebro humano. Por eso es que hay guerras. Por eso es que hay muertos. Tú a mí, yo a ti… El glorioso Petare hace años que se le había volteado a la revolución. Probablemente eran todos más inocentes que yo.

—Usted se tiene que tranquilizar, jefe –dijo Pantera–, en momentos como el suyo se cometen errores que se pueden pagar toda la vida… Además, no se olvide que en esos barrios la mayoría es gente buena. Gente que no está allí por mala sino por pobre.

Hubo un largo silencio, y después de aguantar por un minuto mis ganas de llorar, dije:

—Lo único que te pido… es que si encuentran a los tipos me avises. Los quiero matar yo.

—Cuente con eso. Pero no pierda el sentido ahora. Confíe en el Señor.

El Señor. Jesucristo. El Señor y su espíritu. El Señor se sacrificó por mis pecados. Gracias, Dios. Perdóname, Señor. Perdona a tu pueblo, Señor. Somos ciegos. Siempre hemos sido ciegos. Yo era ciego y ahora puedo ver. Gracias a ti, Señor. Ten piedad de nosotros, Señor.

El entierro en el Cementerio del Este tuvo el mismo nivel de intensidad que el velorio. Polvo al polvo. Antes de lo debido. Mi padre nunca descansaría en paz porque su muerte simbolizaba su derrota como educador, como venezolano, como padre…

Al día siguiente, las elecciones de la Federación de Centros Universitarios de la UCV las ganaron los adecos, por primera vez en cincuenta y un años. La última vez había sido en 1960, cuando Rómulo Betancourt era presidente de Venezuela.

Los adecos de entonces acababan de tumbar a la dictadura de derechas del general Marcos Pérez Jiménez, el Pinochet venezolano… y habían recibido el apodo de
adecos, porque los milicos fachos decían que eran comunistas. AD eran las siglas
del partido Acción Democrática. ADECOS era la abreviación de ADCOmunistas.

El partido representó la esperanza de las mayorías por un tiempo. Después se fue degenerando hasta que se convirtió en una maquinaria de corrupción sin ideología. De esa enfermedad nació el descontento que parió la revolución.

Ahora, terminando el 2011, a menos de un año de otras elecciones presidenciales, con verdaderos comunistas en el poder y una enfermedad que carcomía a nuestro
líder; la UCV daba un giro escalofriante hacia el pasado. Un giro que a mí me horrorizaba pero que probablemente hubiese hecho sonreír a mi papá.

Volví a casa con mi madre. La acosté para que descansara. Me pidió que me quedase en la cama con ella y así lo hice. Se recostó sobre mi hombro y se quedó dormida, dejándome inmóvil, anclado al lecho sobre el cual había dormido mi progenitor por más de treinta años. En esa cama yo había sido concebido. Entre esas paredes habían reído, habían llorado, habían existido mis creadores, como una unidad.
Ahora solo estaba ella, conmigo. Yo era el hombre de la casa. El único capaz de cuidar de ella. El único que podía darle fuerza para que no se me derrumbase en un lodazal de dolor.

Me dormí junto a ella, y desperté en la oscuridad. Eran las cuatro de la mañana. Mi madre dormía aún con la ropa del entierro. La casa estaba sola. Mi padre se había ido y nunca iba a regresar.

Salí al balcón a coger aire. Desde allí se veía todo el boulevard de El Cafetal. El Ávila se adivinaba en la distancia, oscuro y solemne, testigo indiferente de nuestra violencia.

Llamé a Scarlet. No contestó. Respiré hondo.

Era difícil, en medio de todo esto, recordar que hacía apenas unos días me había casado y era el hombre más feliz del mundo. Casi no conocía a Scarlet, y ella estaba allá, en Los Ángeles, una ciudad que en este momento sonaba tan ajena, tan distante.

Pero mi teléfono sonó otra vez… y al escuchar su voz se me encogió el corazón.

—Estaba durmiendo, disculpa que no agarré.

—No te preocupes.

— ¿Cómo va eso?

—Mal.

—Me imagino.

—Ya lo enterramos.

—Ufff.

—Así es.

— ¿Y tú mamá?
—Mal. No sé qué hacer con ella.

— ¿Por qué no te la traes?

— ¿A Los Ángeles?

—Al menos unos días. No es bueno que esté en Caracas, en la casa de tu padre. Todo le recordará lo que perdió. Es importante que se distraiga… además ella no debería quedarse a vivir en ese país.

—Tú eres tan noble…

—Es lo normal.

—Déjame preguntarle cuando se despierte.

—Si quieres yo hablo con ella.

—Gracias, mi bella… ¿Y tú qué hiciste hoy?

—No mucho… fui a la universidad, y después vino una amiga aquí a la piscina a visitarme.

— ¿Cómo se llama?

—Zoe.

—Ya la conoceré.

—Se portó muy bien conmigo.

—Qué bueno. Te llamo mañana apenas me despierte.
—OK. Te amo.

—Yo también.

Colgué y respiré hondo… Su voz y el fresco urbano de la madrugada caraqueña me dio un poco de esperanza.

Quizá Pantera tenía razón y yo sí tenía “mucho que perder”. Quizá de eso se trataba la vida: de ir sumando afectos, para tener algo que perder y así evitar actuar como si nada valiese la pena.

Regresé a la cama, vi a mi madre durmiendo y me acosté junto a ella.

Desperté cuando ya había amanecido. Escuché los sollozos de mi madre fuera de la habitación. Salí del cuarto y la encontré sobre el sofá de la sala mirando el vacío.

—Hola, mamá –dije con cariño.

Se volteó y me sonrió con una larga tristeza

—Hola, tesoro. Qué bueno que estás aquí. Hace como veinte años que no dormías en mi cama.

Me besó la frente y me abrazó, un poco más fuerte que lo normal. Sus ojos
lloraban pero ya era una reacción natural, inconsciente, como si no fuesen a dejar de llorar jamás.

Cocinamos juntos unas arepitas. Ella hizo la masa y yo las fui friendo a la plancha mientras ella hacía el café.

Pasamos toda la mañana hablando de mi padre. A veces llorábamos. A veces reíamos. Pero en general lo pasamos bien… Creo que nunca en mi vida me había sentido tan cerca de mi madre. Ella solo me tenía a mí, y yo, además de a Scarlet en la distancia, solo la tenía a ella.

— ¿Qué voy a hacer ahora, Juan? –preguntó sin tener la más mínima idea–, me cortaron la vida. Yo tengo treinta y siete años con tu padre, no sé hacer nada sin él.

La invité a California. Le dije que Scarlet había sugerido que viniera, aunque sea una semana, a relajarse y a distraerse. Me dijo que lo iba a pensar pero que ella no quería arruinar mi vida. Al mediodía dijo que quería reposar, y a mí me entró una
llamada de Pantera.

—Jefe, tenemos a los sujetos identificados y ubicados.

— ¿Dónde?

—En el barrio Los Sin Techos.

— ¿Y cuál es el plan?

—El Comisario pidió reunirse con usted. Las tropas están listas pero sabe cómo es, hay que negociar.

—Dame unos días…

—Negativo, jefe. Los tipos están dateados, saben que usté está enchufado, y van a estar abandonando la zona en las próximas horas. Hay que actuar con rapidez.

—Dile al Comisario que me llame después y yo cuadro con él.

Pantera hizo un silencio, como pensando. Después dijo:

—Yo pensaba que usted quería participar en la operación.

Me dejó frío. Pero era cierto… mandar tropas a vengar la muerte de mi padre era un gesto cobarde. Si se iba a realizar la vaina, yo tenía que estar involucrado.

— ¿Dónde está el Comisario? –pregunté.

—En La Peste.

— ¿Qué vaina es esa?

—Arriba del Cementerio General del Sur, en las fosas comunes. Tienen un canario cantando hasta “el Alma Llanera” y están monitoreando la zona, preparando el procedimiento.
—No me jodas. De aquí al cementerio en esta tranca son como dos horas.

—Lo busco en la moto y llegamos corto y preciso.

“El destino baraja las cartas pero nosotros las jugamos”. Lo había dicho José Stalin, el hombre de hierro que se raspó a Hitler. Ahora lo decía yo. Las cartas sobre la mesa. La venganza servida fría, de manera casi inmediata. Podía simplemente decir que no, refugiarme en mi apartamento burgués, con mi madre, dejarle a otros el trabajo sucio… o simplemente dejar que los asesinos de mi padre escaparan.

— ¿En cuánto puedes estar aquí? –pregunté como toda respuesta.

—Ya estoy llegando, baje de una vez.

Le dejé una nota a mi madre, que aún dormía. “Vuelvo en un par de horas, cualquier cosa llámame al 04166219210”. Saqué mi Colt de la maleta, me la colgué del blue jean y me puse encima una chaqueta de cuero que parecía de paco. Agarré todas las municiones que tenía y salí de la casa.
(continuará)


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