06.SEP.20 | PostaPorteña 2145

LAS AVENTURAS DE JUAN PLANCHARD (VII)

Por Jonathan Jakubowicz

 

LA PESTE

En la planta baja me esperaba Pantera, en una moto deportiva XR, recién lavada pero viejita. Me hizo un gesto para que me montase detrás de él.

—-¿No tienes casco? –pregunté. Me miró convencido de que lo estaba jodiendo y mientras arrancaba dijo.

—Aaaaayyyyyy, jefe, usted con sus mariqueras.

Pantera era un maestro culebreando. Del Cafetal agarramos autopista, y el hombre aprovechó una tranca fenomenal para ir a toda velocidad entre los carros. De vez en cuando uno que otro güevón se nos atravesaba y nos daba un sustito… A mí me tocaba la noble labor de patearle el espejo para que respetara…

Después de veinte minutos comiendo humo y zigzagueando, salimos de la autopista y nos adentramos en la urbanización “El Cementerio”. Alguien, algún día, debería explicarle a esa gente decente que no debe permitir que su urbanización se llame “El Cementerio”, por más importante que sea el cementerio de su urbanización. Esa vaina
es pavosa, no hay manera de que exista progreso en un lugar tan marcado por la muerte.

Definitivamente no hay progreso en El Cementerio. Es un caos absoluto, una vaina africana o asiática, un desastre sin leyes, con un gentío loco, un mercado callejero que abarrota las calles con ropa, frutas, pescados… vainas nuevas, vainas robadas, vainas buenas, vainas raras… Todo se consigue en El Cementerio. Y la mejor manera
de verlo tiene que ser en moto, respirando esos olores de mugre ancestral que hacen que uno se sienta en la Edad Media…

—En El Cementerio todo el mundo hiede a muerto –dijo Pantera.

Dejamos la avenida principal y nos adentramos en la calle que conduce al propio Cementerio General del Sur: como quinientos metros de ventas de flores de todo tipo y cientos de personas comprando como locos… como si el aroma de las flores hiciese menos grave el dolor del olor a muerto.

En las puertas del camposanto había una alcabala de la Guardia Nacional. Un guardia medio bajito y medio gafo nos hizo gestos para que bajásemos la velocidad.

Pantera le mostró su credencial y de inmediato nos dieron paso.

Entramos al Cementerio General del Sur… Sin duda el más grande de Venezuela y posiblemente uno de los más impresionantes del mundo. Cientos de tumbas de todas las clases sociales dominan varios kilómetros cuadrados con generaciones de caraqueños que encontraron allí su última morada.

A medida que uno sube, las tumbas son más nuevas pero más chimbas. Las de abajo, en su mayoría, son de la oligarquía que vivía en el centro de la ciudad a principios de siglo. Pero hay otras historias… José Gregorio Hernández, el Santo de Venezuela, fue enterrado aquí en 1919. Su tumba se convirtió en un centro de peregrinación tan
grande que, en 1975, las velas que le pusieron para rezarle causaron un incendio, y las autoridades decidieron mudarlo a la iglesia de La Candelaria.
Los restos de Armando Reverón descansan aquí desde hace una bola de años. Rómulo Gallegos, Andrés Eloy Blanco, Carlos Delgado Chalbaud, Medina Angarita,
Joaquín Crespo y Aquiles Nazoa... todos los grandes de la Venezuela de oro están en este mismo sitio.

Pero la tumba más visitada hoy en día es la del Malandro Ismael, uno de los santos más importantes de la Corte Malandra.

La Corte Malandra forma parte del culto a María Lionza, la religión más importante de Venezuela (aunque el Papa nunca lo vaya a reconocer así). La Santísima Trinidad Alternativa la constituyen María Lionza, el Cacique Guaicapuro y el Negro Felipe. Cualquiera que esté medianamente familiarizado con el culto, sabe que los billetes nuevos que sacó la revolución llevan imágenes de estos santos, aunque estén
disimulados.

Con la revolución, Venezuela dejó de ser un país subyugado a los poderes imperiales de la Iglesia de Roma y se convirtió en la meca de nuestro culto autóctono. Esa es, quizá, la contribución más grande del Comandante a nuestra independencia. Gracias a él ya casi no se reza en los templos de curas europeos, ahora somos epicentro espiritual. Nuestro Vaticano queda en Venezuela y elevamos plegarias hacia nuestros indios y negros mayores.

En el Cementerio General del Sur, detrás del panteón de María Francia, entrando a la derecha, siempre se encuentra La Niña: una chama que es guardiana de la tumba de Ismael desde que un disparo en la cabeza la dejó cuatro meses en cama.

Pantera la saludó y le compró una vela. Detuvo la moto frente a la tumba de Ismael y nos bajamos. Se persignó, encendió la vela, la puso a los pies de la estatua de Ismael, señaló su pecho varias veces mientras rezaba y se volteó a mirarme.
—Pídale que ninguno de nosotros salga herido –me dijo–, usted es jefe y a lo mejor lo escucha más que a mí.

Seguí las instrucciones de Pantera y recé a esa imagen de Ismael, un santo con una pistola en la cintura, un cigarrillo en la boca y una gorra de lado. Su efigie era un altar y estaba cubierto de ofrendas: botellas de whisky, cajas de cigarrillos, bolsitas de coca, pipas usadas con restos de crack, fotos, cartas, siluetas de besos con pintalabios…

Pantera rezó un poco más, se despidió de La Niña, nos montamos en la moto y seguimos subiendo por el cementerio.

A mitad de camino se nos unieron dos motos más. Nos escoltaron viajando en caballito, culebreando entre un laberinto de tumbas y raíces.

Subimos como por diez minutos, hasta llegar al final del cementerio. Allí nos esperaban las fosas comunes: espacios de muertos apilados, cadáveres que no fueron reclamados, peluches cuyas familias no tenían dinero para comprar una parcela individual.

Los muertos del Caracazo del 27 de febrero de 1989 fueron enterrados aquí en fosas comunes. El gobierno adeco de Carlos Andrés Pérez dijo que murieron alrededor de quinientas personas ese día, pero todo el pueblo sabe que las fuerzas militares mataron, al menos, veinte mil.

Veinte mil venezolanos que protestaban por la injusticia de nuestra indiscutiblemente injusta sociedad. Acribillados por nuestros propios hombres de uniforme…

Esa violencia cívico-militar antipobreza rompió el pacto social, condenó a muerte el sistema vigente. Fue un crimen de lesa humanidad que partió al país en dos: la Venezuela de los poderosos y la de los excluidos.

De allí nacería lo que después llamaríamos revolución. Contra el asesino de CAP se alzó el Comandante y eso se lo agradecerá el pueblo, por los siglos de los siglos,
independientemente de cómo termine esta historia.

En La Peste enterraron a miles de esos muertos a escondidas.
Con el tiempo el lugar se convirtió en destino de culto para brujos y paleros en busca de huesos humanos. Según dicen, esos huesos llevan encima el dolor del pueblo, un poder enorme para aquel que lo sepa utilizar.

Las noches de lluvia son particularmente concurridas en La Peste: los derrumbes y deslaves son frecuentes y dejan al descubierto restos humanos de todas las edades y tamaños.

Con la llegada de los cubanos al país, el culto a los huesos se intensificó: en la isla es muy popular el Palo Mayombe. Dicen que desde que abrió su tumba, el Comandante siempre carga consigo la clavícula del Libertador. Otros dicen que la enfermedad fue causada por esos huesos… a fin de cuentas, el Libertador fue un blanco oligarca, y es probable que le tenga prejuicio a nuestro zambo pobre.

La Policía Técnica Judicial utiliza La Peste para otros propósitos: cuando necesitan interrogar a un prisionero lo amarran a un poste y lo dejan pasar la noche allí, entre restos humanos, brujos cazahuesos y perros come carroña. Al día siguiente todos hablan…suplican cualquier otro castigo, y juran colaborar hasta las últimas
consecuencias con tal de no pasar otra noche allí.

En eso estaba el Comisario Cartaya, con el que yo había venido a hablar: interrogando a un pobre diablo adolescente, que quién sabe qué habría hecho o qué sabía.

Me costó verle la cara al chamo, se la habían vuelto leña.
Estaba amarrado de brazos y piernas a un poste de luz. Le habían dado palo por todos lados, le habían puesto electricidad, lo habían  descosido a coñazo limpio.

El Comisario nos vio llegando e inmediatamente nos reconoció. Estreché su mano y la sentí áspera, dura, acostumbrada a disparar… Me dio un escalofrío que luché un mundo por disimular.
Estaba en tierra de tipos fuertes, despiadados. O actuaba como ellos o sería rápidamente identificado como sifrinito cagón.

—Lo siento mucho, doctor –dijo el Comisario, y yo recordé que todo esto se trataba de mí.

El Comisario señaló al adolescente colgado.

—Le presento a alias La Liebre, doctor. Una de las joyitas que capturamos cerca del tiroteo.

Alias La Liebre, ¿uno de los asesinos de mi padre?

El Comisario debió haber visto la furia en mi mirada, pues aclaró:

—Este no es el que disparó, solo estaba cantando la zona… Pero nos ha sido de mucha utilidad para ubicar a los responsables.

Miré a La Liebre por un rato más, olí su sangre y lo vi sollozar de dolor. Noté que se había orinado encima y me pareció justo y necesario su castigo. Si esa mierda humana había contribuido a la muerte de mi papá, debía sufrir hasta el final.

Había al menos cuarenta efectivos de la PTJ a nuestro alrededor. Al ver las insignias en sus chaquetas (algunas rojas, otras azules), recordé que la PTJ ya no se llama así. Ahora se llama CCCP.

Nadie sabe qué significan esas siglas, pero supongo que son un homenaje a la Unión Soviética. Así es este país: le cambian el nombre a todo, pero todo sigue igual.

El Comisario señaló hacia el frente y yo me volteé. Ante mí estaba la vista más impresionante de Caracas, y posiblemente de todo el planeta.

La Peste está en la cima de una montaña. Si miras hacia abajo ves el enorme y escalofriante cementerio. Si miras al frente ves la torre quemada de Parque Central, un rascacielos hecho ruinas, que se erige en las alturas como monumento a la decadencia de la gran nación que alguna vez quisimos ser. A su alrededor el sucio ladrillo del gigantesco barrio de San Agustín del Sur.

Un poco más a la derecha está ese espanto de utopía arquitectónica conocida como El Helicoide, sus paredes carcomidas en pedazos, rodeados de hambre y dolor.

Si miras a tu izquierda ves la combinación de los barrios El Guarataro, San Martín, El Atlántico y la entrada al túnel Boquerón, una especie de tubo de escape para esta ciudad descompuesta por carencias e incomunicación.

Aquel que crea que nuestro problema social es solucionable, que vaya y visite La Peste. Con pararse allí encontrará su respuesta. Esto no lo arregla nadie. Ni socialismo, ni capitalismo, ni democracia, ni dictadura. Estamos ante un crimen social histórico, cometido por todos, gobernantes y gobernados. La vaina está demasiado más jodida de lo que imaginamos.

Cuando ya pensaba haberlo visto todo, el Comisario señaló hacia atrás.

Entonces entendí que la vista desde La Peste es de trescientos sesenta grados. Atrás también estábamos rodeados por pobreza crítica.

Los barrios Gran Colombia, El Triángulo, San Andrés, La Bandera, San Luis, Los Cardones, Zamora, Delgado Chalbaud, La Vega, El Carmen, San Miguel, El Milagro, La Capilla y La Ceibita… todos se ven desde las alturas de La Peste.
—Si María Corina Machado o Leopoldo López se llegan algún día a este lugar, empacan sus vainas y se van del país –dijo el Comisario con un extraño orgullo.

Los excluidos de Caracas son la inmensa mayoría de la ciudad. Toda esta gente sabe que el día que se acabe la revolución, nadie más nunca les llevará ni perrarina.

La revolución les dio médicos, que aunque sean cubanos y malos son mejores que nada. La revolución les dio misiones con comida, salarios, educación… elementos que en medio de esta realidad valen oro y son agradecidos con devoción y fidelidad.

Por un instante me sentí en paz con mis decisiones: la revolución se llevó a mi padre, pero mi padre también formó parte de la generación que ignoró a toda esta gente. Él también se refugió en ese convento académico elitesco que llaman UCV. Su muerte fue mi culpa y me hará por siempre pedazos la vida… pero también fue culpa suya y
de los suyos: nos entregaron un país enfermo, y no se puede criticar a un enfermo por actos cometidos a consecuencia de su enfermedad. Esta pobreza estaba aquí cuando comenzó la revolución. Es responsabilidad exclusiva de las democracias civiles que nos gobernaron por cuarenta años. A todos los habitantes de esta zona les ha mejorado de alguna manera la calidad de vida en la última década. Que la violencia se haya exportado al resto de la ciudad es una simple consecuencia natural del desastre que hemos heredado. Y si no se ha controlado, con fines políticos, es porque el bien mayor lo justifica.

—Detrás de esta montaña –dijo el Comisario– está el barrio “Los Sin Techo”. Es uno de los más duros de la capital. Allí se encuentran alias Ramiro y Johnny Ciencia, sujetos que están al mando de la banda “Los Tragavenados”, y que hemos identificado como autores intelectuales y materiales de la desaparición de su difunto.

Mi difunto… mi difunto padre. Era primera vez que lo escuchaba en esos términos. Muerto… un cadáver, una vaina inerte, un cuerpo sin vida, pudriéndose bajo tierra… una condición definitiva. No volverá. Más nunca me abrazará para ver televisión. Más nunca me criticará. Más nunca me dará lecciones de moral o me hablará de béisbol. Más nunca me llamará a comentar una jugada de Pujols o un jonrón de Cabrera.

Mi sed de venganza aumentó. A la culpa que sentía por su asesinato se sumó la rabia y la impotencia de que nada de esto tuviese solución, ni su muerte ni el país que lo mató. Solo quedan la sangre, las balas, la violencia que dio a luz a esta injusticia.

Miré a La Liebre… Ahí colgado, gimiendo, ignorado por los pacos, como si fuese un espantapájaros. Arriba los cuervos daban vueltas, sabían que la carne de esa Liebre pronto sería suya y la saboreaban con anticipación.

El Comisario continuó:

—A petición del funcionario Pedro Pantera Madrigal, el cuerpo técnico ha desarrollado la planificación, o previa, de un operativo cuya misión es capturar con vida o sin ella a los antisociales del caso. Sin embargo, esta es un operación de ataque tipo Alpha-
Gamma, por demás bastante delicada, pues requiere de la participación de al menos cincuenta efectivos altamente calificados, actuando con inmediatez, y una sólida dotación de armamento.

Nuestros pacos serán corruptos, pero ¡qué bonito hablan!

—El funcionario Pantera me indicó su interés por participar activamente en el operativo. ¿Es eso correcto?

—Afirmativo –dije sin dudarlo.

—Yo no estoy en condición moral para aconsejarlo al  respecto, pero de ser el caso, como se ha mencionado, le debo pedir una colaboración para el cuerpo.

Los jóvenes aquí van a estar arriesgando sus vidas, no solo para efectuar la captura, sino también para protegerlo a usted ante cualquier eventualidad.

— ¿De cuánto estamos hablando?

—Son cincuenta efectivos. Y con las municiones

—Solo dígame cuánto necesitan…

El Comisario me observó y calculó con su mirada cuánto estaría yo dispuesto a pagar por todo esto.

—Si los matamos, medio millón de bolívares fuertes. Si los agarramos vivos, y usted los mata, un millón en total.

Al cambio real eran cien mil dólares. Era una oferta irresistible… matar con mis propias manos a los asesinos de mi padre… creo que nada en el mundo me daría más paz…

—Hecho –dije como toda respuesta.

—El primer medio palo es por adelantado y efectivo.

— ¿Cuánto tiempo tengo?

—Dos horitas.

— ¿Y no le puedo hacer un giro?

—Negativo el procedimiento. Todo el país está montado sobre el caso, no podemos dejar cabos sueltos.

— ¿Acepta dólares?

—A ocho el dólar, con gusto.

—Ya resuelvo.
Cincuenta mil dólares en cash, en dos horas, nada fácil de conseguir. Llamé a la Góldiger. Será gringa y puta, pensé, pero esa jeva resuelve.

—Vera.

—Juancito.

—Necesito un favor.

—Lo que quiera.

—Cincuenta mil en cash.

— ¿Para qué?

—Un operativo.

—No te metas en problema.

—Es PTJ, gente seria.

— ¿Para cuándo necesita?

—En dos horas.

—Si quieres dame nombre de contacto y yo transfiero…

—Tiene que ser en efectivo.

— ¿Cincuenta lechugas? Muy jodido.

— ¿Y en bolívares?

—Para mañana lo que tú quieras.

—Mañana es muy tarde.

—Pregúntale si acepta oro.

— ¿Oro?
—Tengo lingotes aquí, certificados por Banco Central.

Me acerqué al Comisario.

—Hermano, lo del efectivo está duro, incluso en dólares. ¿Cómo le suenan unos lingotes de oro certificados por Banco Central?

El Comisario lo pensó por un momento y en sus ojos vi que se dio cuenta: había pedido poquito.

—Se podría considerar, pero ya estaríamos hablando de cien mil dólares por adelantado.

Le hice un gesto de que esperara y volví al teléfono.
— ¿Llegamos a cien verdes?

—Yo creo que sí. Serían diez de diez. Pero eso sí, que manden funcionario a buscarlo. Pesan una bola.

—Te mando a Pantera. Gracias. Después cuadramos.

Me volteé hacia el Comisario y le dije que ya Pantera se lo iba a traer. Pantera le pidió una escolta, por las características del envío, y el Comisario le asignó dos motorizados.

—Le vamos a pedir que siga instrucciones –continuó el Comisario–, el señor Pantera estará con usted en todo momento durante el operativo.

La noche comienza en dos horitas. Normalmente entraríamos de madrugada pero esa gente va de salida a media noche. No podemos esperar.

El Comisario me miró, como para verificar que lo estaba escuchando, y siguió:

—Vamos a tener dos comandos. Uno va a entrar por la montaña, donde entendemos que ellos no montan guardia, y otro por abajo. El factor sorpresa aquí es el más importante para golpear  primero. Pero es muy probable que se desarrolle un enfrentamiento prolongado. ¿Usted sabe disparar?

—Sí –dije, y saqué la Colt de mi cintura.

El Comisario miró la pistola como gallina que mira sal.

—Está bonita. Pero lo de ahora es un poco más serio. Se volteó hacia uno de sus hombres y le ordenó:

—Tartufo, dale una Ingram al doctor y que practique con La Liebre.

Tartufo era un negro con vitíligo que parecía un tartufo. Se acercó y me dio una Ingram MAC-10, una pequeña sub ametralladora que dispara treinta y dos balas nueve milímetros en menos de un segundo, tiene precisión hasta setenta metros de distancia y, según Tartufo, cualquier pistolero experimentado podría sacarle mil tiros en un minuto.

Me enseñaron a cargarla y a sacar y poner los cartuchos. Para mostrarme cómo se disparaba, Tartufo apuntó a La Liebre. Yo pensaba que la vaina era joda, pero sin siquiera reparar en el tipo (que estaba coñaceado, pero completamente consciente), Tartufo lanzó una ráfaga sobre las piernas amarradas del man.

La pierna derecha de La Liebre se hizo pedazos. Su batata colgó de un hilo de cartílagos bañados en sangre y él gritó como un animal herido. Era oficialmente la vaina más heavy que había visto en mi vida, pero tenía que actuar con normalidad, como lo hacían todos a mí alrededor. Como si acribillar por partes a un tipo fuese un trámite burocrático más.

Tartufo me devolvió la Ingram y me dio un cartucho nuevo. La cargué y apunté. La Liebre me miró suplicante.

En medio de su delirante dolor hizo gestos primitivos, animales. Sus enormes dientes
me contaban toda la historia de por qué le decían La Liebre. Era un enorme conejo, un peluche perforado y colgado de un poste, que había contribuido a la muerte del ser humano más importante de mi vida.

La Liebre me miraba pidiendo clemencia, suplicando piedad… gritaba “Por favor, señor, por favor, yo soy un niño”.

¿Un niño?

Yo no veía ningún niño. Era un chamo de unos quince años, eso no es ningún niño. Un niño deja de serlo cuando comienza a matar. A mí no me jodan. La mitad de los muertos de este país son menores de edad. Si nos ponemos con el cuento de que son niños, nos caemos a mojones.

—Dale pues –dijo Tartufo, y de inmediato todos los pacos pusieron sus ojos sobre mí.
Estaba claro… si yo iba a ser parte de la operación, si ellos iban a arriesgar sus vidas para protegerme, yo tenía que demostrar que estaba listo para lo que esto significaba. No me estaban enseñando a disparar la Ingram, me estaban enseñando a matar.

Nos miramos La Liebre y yo… un segundo más, como para despedirnos. Yo podía quitarle la vida antes de que alguno de los policías se la terminase de quitar. Pero él ya me había quitado mucho más. Me había quitado la paz de ver morir de viejo a mi padre. Me había sentenciado a la cadena perpetua de sentir que era yo quien lo
había asesinado. Y eso nunca se lo podría perdonar.

Apunté al pecho como para no fallar, apreté el arma con fuerza, y disparé…

¡Tracatracatracatraca!

Y otra vez… ¡Tracatracatracatracatraca!

De las treinta y dos balas le debo haber pegado seis. Pero fueron suficientes. La Liebre dejó de existir frente a mí. Sus brazos abandonaron su desesperada lucha por liberarse. Sus ojos dejaron de llorar. Sus pulmones no respiraron más. La Liebre ya no era una liebre sino un montón de carne humana amarrada a un poste.

—Tiene que amortiguar contra el pecho, doctor –dijo Tartufo–, si no se le va a mover mucho y va a ser difícil lograr el blanco.

El tono de Tartufo era didáctico. Tanto él como los treinta pacos a mi alrededor siguieron en lo suyo. Uno que otro se persignó, pero fue más un gesto automático que religioso. Aquí nadie estaría de luto por La Liebre. Moría uno más de los ciento y pico mil de la última década. Gran vaina. Uno menos.

Su cuerpo se desangraría en el poste, los cuervos se comerían su carne y los brujos se llevarían sus huesos. El resto del mundo seguiría igual. Su familia lo esperaría por unas semanas, un par de meses, lo llorarían y después se olvidarían de él o lo recordarían mejor de lo que fue…

Tartufo dio otra demostración, amortiguando el golpe de la Ingram contra su pecho, mientras las balas seguían descuartizando lo que quedaba de La Liebre. Me devolvió el arma y así fui practicando, cada vez más acertado, cada vez mejor amortiguado, hasta que La Liebre estaba dividido en cien pedazos.

Matar no era tan difícil como yo creía.

Poco después de mi entrenamiento, Pantera llegó con un maletín lleno de oro. El Comisario lo agarró y entró a una de las jaulas que tenían estacionadas por ahí. Sonó mi celular.
—Juan.

—Mamá.

— ¿Dónde andas?

—Estoy en la policía, con las averiguaciones.

— ¿Y de qué me va a servir eso?

—Algo sirve, mamá, si se hace justicia.

— ¿A qué hora vienes?

—En unas horas, antes de las nueve. Si quieres vemos la novela juntos.

—Bueno… averigua con los policías si saben dónde hay leche… y aceite... Está agotado en todos lados.

—Eskay.

—Te quiero mucho.

—Yo también.

El Comisario salió de la jaula con otro ritmo. Dio una orden y todos los pacos
dejaron lo que estaban haciendo para reunirse alrededor de él. Lo que siguió es difícil de explicar, porque no lo entendí: códigos, nombres clave, instrucciones técnicas en argot policial. Se hicieron preguntas, se dieron respuestas… se dibujaron escenarios en la tierra... se marcaron los puntos en los que se sabía, o al menos se presumía, existía vigilancia de los Tragavenados... Se llegó a acuerdos, se armaron equipos… Los equipos conversaron, discutieron, cuadraron…

Un pana una vez me dijo que nuestros pacos son los mejores del mundo. Que el problema es que no se les paga bien, y por eso son  corruptos. Pero que a la hora de resolver un peo son mejores que cualquiera.

Esta gente sin duda sabía lo que estaba haciendo.

A mí me dieron un chaleco antibalas, unos lentes de visión nocturna, un bolso con veinte cartuchos de treinta y dos balas cada uno, y mi Ingram personal. Además, me dijeron, podía cargar mi Colt como back up.

Pantera me dio un fuerte abrazo. Me miró con intensidad y me dijo:

—Usted se me pega, el mío. Ni pa’lante ni pa’trás sin que yo le diga. Y si le digo que es pa’llá es porque es pa’llá y no hay tiempo pa’discutí.

—Entendido.

—Usted es bien… Jefe –dijo y se dio dos palmadas en el pecho–, respeto pa’usted y pa’su pure.
 

LOS SIN TECHO


La noche luchaba por quitarle el cielo al sol cuando comenzamos a arrancar. Yo le eché una última mirada a los restos de La Liebre y me monté sobre la moto de Pantera. Pantera metió la chola y, junto a otros treinta efectivos en veinte motos, rodamos cerro abajo.

Es una imagen que nunca olvidaré: El Cementerio General del Sur cerrado, solo para nosotros, los muertos y los espíritus.

Los dorados rayos del atardecer caraqueño bañando las tumbas. La ciudad esperándonos abajo.

Un batallón de motorizados hacía rugir sus motores, algunos en caballito, otros echando plomazos al cielo, otros gritando con euforia; todos se llenaban del valor y la adrenalina necesaria para enfrentar una guerra alimentada por el oro y por mi
venganza.

El grupo se desvió a mitad de camino y nos dirigimos a la tumba del Santo Malandro. Se armó un círculo de motos dando vueltas alrededor de la estatua de Ismael, con todos los pacos echando plomo en dirección a Dios.

Pantera disparó su Glock. Yo también saqué mi Colt y disparé con furia hacia el cielo. Se me salían las lágrimas de la intensidad de la situación. Mi padre me miraba desde arriba. Mis balas eran caricias para sus ojos que, sin duda, lloraban por mí. Era un ritual de significado incalculable… mi comunión eterna con el alma de mi
progenitor. Si moría esa noche lo haría con dignidad.

El círculo de motos se abrió y seguimos rumbo a la salida del cementerio. Atravesamos la avenida del mercado como una manada de abejas. Todo el mundo se apartaba a nuestro paso. Sabían quiénes éramos, llevábamos la muerte a domicilio.

Salimos del mercado con la misma fuerza y nos detuvimos a dos cuadras de las puertas del barrio El Cementerio. Pantera se metió una mano en el bolsillo, sacó una bolsa de perico, se metió un pase y me la dio. Yo abrí la bolsa y me metí tres
pases seguidos, con desesperación.

Todo estaba listo. Tartufo estaba al frente. Este batallón era suyo. Ajustó su chaleco antibalas, revisó los seguros de su armamento, nos echó una mirada, hizo una seña y comenzó la operación.

Arrancaron las motos. Entramos al barrio El Cementerio por una calle estrecha y empinada. Dos centinelas nos vieron e intentaron salir corriendo. Pero los pacos de adelante los llenaron de plomo sin bajar la velocidad. Cayeron muertos sin elegancia, sin ceremonia.

El barrio Los Sin Techo queda arriba de la barriada El Cementerio. Había que atravesar al menos un kilómetro de miseria, en subida, para llegar al reino de los asesinos de mi padre.

Mi percepción se fragmentaba: el ruido de las motos, los tiros, los gritos de los vecinos, la furia con la que me jalaba la inercia, las luces de los ahorradores y los bombillos pelados, los perros ladrando… persiguiéndonos… la sangre hirviendo, el recuerdo de mi papá, La Liebre muerta, mi madre llorando y… Scarlet… un destino…
una luz en un horizonte tan negro como los brazos de la Pantera que me llevaba hacia la batalla final.

Apenas entramos a Los Sin Techo, el barrio entero quedó sin  luz. No era una falla eléctrica, era parte de la operación. De manera orquestada vi a los pacos ponerse sus lentes de visión nocturna. Me puse los míos. Seguimos subiendo, con Tartufo al mando y al frente del batallón, por callejones cada vez más estrechos en los que casi no cabían las motos. Todo se veía verde-visión-nocturna como solo lo he visto en las películas de acción.

—Llegamos, jefe –dijo Pantera.

Y no pasó ni un segundo hasta que… ¡BUUUUM!

La cabeza de Tartufo voló por los aires en pequeños pedazos.
Su cuerpo descerebrado siguió sobre la moto rodando unos quince metros hasta que chocó contra una pared. Un tiro de FAL le había volado el coco a mi mentor.

Nos bajamos de las motos y tomamos posiciones, pegados a las paredes. No hubo ni un instante de duda, ni una reacción ante la muerte de un compañero. Nos movimos por olfato, siguiendo el instinto de supervivencia, sin sentimientos, sin pensamientos… actuando por reflejo…

¡BUM! ¡BUM!

Siguieron disparando con el FAL desde arriba. Las Ingram comenzaron a escupir.

Pantera puso mi mano sobre su hombro y me hizo un gesto de que no me separara de él. A través de mis lentes de visión nocturna sus ojos brillaban verdes, el resto de su cuerpo no se veía: era una pantera.

Nos fuimos moviendo hacia arriba, siguiendo al batallón que avanzaba a punta de disparos. Los dos pacos que estaban al frente patearon la puerta de un rancho y lo llenaron de balas. Se escucharon dos tiros que parecían venir contra ellos, luego el grito desesperado de una mujer y un bebé llorando.

El siguiente grupo de pacos se desplazó hacia arriba y repitió la misma operación, casa por casa, raspándose a todo el mundo.

Desde una ventana comenzaron a disparar, bastante cerca de mí.

Uno de los nuestros se acercó a otra ventana del mismo rancho y metió una granada. La puerta voló en pedazos. No dispararon más desde allí.

Seguimos subiendo con una rapidez impresionante, era un procedimiento metódico y harto ensayado. Parecía que estábamos ganando la batalla.

Yo apretaba mi Ingram con fuerza, pero todavía no había echado el primer tiro. Tenía muchos pacos adelante y atrás. Si me ponía a disparar, podía matar a uno de los nuestros.

Cuando íbamos por la tercera casa cayó otro funcionario. La bala lo dejó boca abajo con un chorro de sangre en forma de arco saliendo de su nuca como si fuera un bebedero. En fracciones de segundos concluimos: ¡el tiro vino desde atrás!

Pantera me dio la vuelta para protegerme y se puso a disparar. Yo logré ver a un tipo corriendo por uno de los techos. Apunté, disparé una ráfaga con mi subametralladora y lo vi caer. No estoy seguro si fui yo quien dio en el blanco, pero creo que sí.

Seguimos subiendo, disparando ahora hacia arriba y hacia abajo a la vez, en una formación mucho más peligrosa para nosotros.
Las balas volaban a centímetros de nuestros cuerpos, en todas las direcciones. Pero seguíamos avanzando, parecía que éramos más y más fuertes.

Explotó una balacera en la parte de arriba del barrio. Asumimos que el otro comando de los nuestros había entrado por la montaña. El Comisario estaría al frente, echando plomo, ganándose su oro de la manera más merecida posible.

Aprovechamos la plomamentazón de arriba para aumentar la velocidad.

De repente los tiros cesaron y se hizo un horrible silencio. Solo quedaron las fuertes respiraciones de la tropa.

Pasaron veinte segundos en completa calma, y un extraño ruido comenzó a sonar. No sabíamos qué era. Parecía como si una bicicleta de niños se nos estuviese acercando con lentitud.

Pero no era eso… era diferente… era un zumbido que ninguno de nosotros había escuchado antes… Volvimos a avanzar pero ahora en silencio, con lentitud.

Dos funcionarios entraron a otro rancho y lo limpiaron a plomo. Salieron y seguimos subiendo. No hubo resistencia.

Un carajito brincó vuelto loco y comenzó a dispararnos desde un techo lejano; “¡Brujas de mierda!”, gritaba como poseído.

Sus balas impactaron a dos funcionarios en los chalecos antibala.
 Dos pacos en la vanguardia convirtieron al carajito en colador

Pantera y yo sacamos de la pista a los funcionarios impactados, arrastrándolos, dándoles cachetadas para que volvieran a espabilarse. Se recuperaron y seguimos subiendo.

El extraño ruido se hizo más intenso, y en segundos vimos la vaina más loca que habíamos visto en nuestras vidas.

“¡Culebras, el mío!”, es lo único que escuché…

Como veinte tragavenados asustadas, sueltas por el piso del barrio, deslizándose hacia nosotros.

¡Qué culillo, compadre!

Un par de pacos reaccionaron en pánico y salieron corriendo hacia abajo. En menos de dos metros los molieron a tiros.

Pantera comenzó a vaciar su Ingram sobre los animales. Las primeras dos culebras nos alcanzaron y mordieron a uno de los nuestros. Estaban muertas de miedo y atacaron en defensa propia con una fuerza impresionante. Medían como dos metros.

La furia policial se desató. Las Ingram comenzaron a lanzar cientos de balas por segundo, partiendo a las culebras en pedazos.

Desde atrás, una bala me atravesó la punta del dedo índice de la mano izquierda. Sentí el impacto con dolor pero ni siquiera me bajó el ritmo. “Me metieron un tiro en el dedo”, pensé, como si fuese algo normal. El dedo comenzó a sangrar profusamente. Me lo metí en la boca, por instinto, y noté que me habían partido el hueso. No sentía dolor, sentía grima por el hueso raspando mi lengua, la sangre chorreando por mi boca…

Dos pacos lanzaron granadas. Nos tiramos al suelo, pasamos unos segundos eternos en el piso, llenos de pánico esperando el sorpresivo mordisco de alguna culebra. Las granadas explotaron y terminaron de convertir a los reptiles en puré.
El ruido de las culebras no cesó completamente con la explosión, pero las que siguieron vivas se comenzaron a alejar o a esconder.

Seguimos avanzando, ahora con mayor dificultad porque el piso estaba lleno de sangre y restos de culebra. Pero llevábamos una furia animal. Nos habían sacado lo que nos quedaba de humanidad… nos convirtieron en máquinas de destrucción.

Lo siguiente fue una carnicería.

Quedábamos veintidós pero parecíamos mil. Las cinco casas que faltaban las vaciamos en veinte segundos. Así llegamos a un galpón en la cima del barrio. Estábamos a punto de entrar cuando Pantera se volteó a verme.

— ¿Todo bien? –preguntó susurrando.

—Tengo un tiro en el dedo, pero bien.

Pantera me miró a los ojos para ver si estaba jodiendo. Le mostré mi dedo.

—Tan bello -dijo y me picó el ojo.

Escuchamos varios tiros dentro del galpón. Después, unos segundos de silencio. La voz del Comisario se escuchó por la ventana y por las radios.

—Tenemos a los anfitriones. El castillo controlado.

El grupo respiró hondo. ¡Qué vaina tan loca!

Nuestro batallón se dividió en pares. Cada par fue a cubrir un frente diferente en el oscuro enjambre de pobreza en el que estábamos  metidos.

Pantera me hizo una señal y avanzamos. Entramos a un estrecho pasillo, como de medio metro de ancho. Lo atravesamos y llegamos a una pared. Pantera silbó hacia arriba y le contestaron.

En segundos nos lanzaron una larga escalera de metal. Subimos con cuidado un par de pisos, hasta que llegamos a un hueco que había en la pared. Por ahí nos metimos y entramos al galpón.

Había no menos de doce carajitos tiroteados en el piso. Casi todos tenían la misma edad de La Liebre, algunos eran aún menores.
Mis zapatos pisaron kilos de vidrios rotos, imagino que de las jaulas que albergaban a los reptiles. Todavía se escuchaban ruidos de serpientes en el galpón. Probablemente estarían metidas en algún hueco, muertas de miedo.

Siete funcionarios de los nuestros revisaban todos los rincones. Cada diez segundos alguno le soltaba un plomazo adicional a uno de los carajitos muertos, por si acaso.

El Comisario tenía en su poder, arrodillado bajo el cañón de su arma, a un malandrín de unos diecinueve años. Cuando me vio llegar me lo señaló y me lo presentó.

—Alias Ramiro, jefe de la banda los Tragavenados. Todo suyo, doctor, como prometimos.

Era el asesino de mi padre… frente a mí… herido, sudado, pero indudablemente vivo… con una mirada desafiante que me heló el alma: nada de lo que yo pudiese hacerle sería tan grave para él. Había convivido con la muerte desde su nacimiento y nunca pensó que llegaría a cumplir veinte años.
Cogí aire, sin mucho pensarlo, y saqué mi Colt. Si lo iba a ejecutar debía hacerlo con la pistola que me había regalado Scarlet.

Estaba agotado, con la mente nublada. Ya no sentía mi dedo, solo un fuerte calor y unos alocados latidos en las uñas, como si el corazón se me hubiese mudado a la mano herida.

Hacía apenas unas horas yo era un hombre diferente. Nunca había visto un muerto, nunca había matado. Todo había cambiado en muy poco tiempo y necesitaba descansar. Estaba rodeado de niños muertos y la boca me sabía a sangre. Necesitaba que se acabara todo esto. Rasparme a este gusano y seguir con mi vida, dejar atrás esta locura… respirar la libertad del imperio y volver a cualquiera que fuese la versión de paz interna a la que pudiese aspirar después de lo sucedido.

Apunté a su frente, lo miré con frialdad y estaba a punto de disparar, cuando sonó un teléfono: un BlackBerry que estaba tirado sobre la sangre del suelo…

Era la segunda vez, en menos de cuarenta y ocho horas, que un teléfono sonaba cuando mi dedo estaba sobre un gatillo. Pero esta vez no me importó. Este sí era el tipo que debía matar y nadie me lo iba a impedir…

Nadie… Sólo él…Alias Ramiro… con una media sonrisa… y una frase:

—Agarre la llamada, doctor. Es para usted.

El aire se me fue del pecho.

— ¿Cómo es la vaina? –pregunté agresivo, pegando mi pistola contra su sien.
El chamo se cagó de la risa. La relación de poder había cambiado…

El Comisario agarró el teléfono del piso y recibió la llamada. En el silencio sepulcral del galpón, como si nada más existiese en el universo, todos escuchamos una voz.

— ¿Eres tú, hijo?

Era la voz de mi madre.

Le arranqué el teléfono de la mano al Comisario.

— ¿Dónde estás, mamá?

La escuché respirar con dificultad.

—No lo sé… Pero… estoy bien. Me están… tratando bien. Haz lo que te digan.

Y así… se cortó la llamada…

No recuerdo muy bien lo que pasó. Sé que le reventé el rostro a coñazos a Ramiro mientras una cascada de lágrimas escapó de mis ojos y me hizo balbucear.

—Ella no hizo nada. Se le acaba de morir su marido. Es una buena mujer…

Caí de rodillas en mi desesperación.

Ramiro sonrió orgulloso y dijo en una voz horrorosamente pausada:

—Así me gusta verlo, doctor. Arrodillado frente a mis hermanos caídos… Pa’que nunca se olvide: Usted podrá ser gobierno bolivariano, pero en Los Sin Techo mandamos nosotros. Y así venga el propio Presidente… aquí lo vamos a hacé arrodillá.

NOTA DEL COMPILADOR

Lo que sigue es la traducción de los mensajes privados intercambiados,
vía Twitter, entre la señorita Scarlet y su novio Michael.


@Michael31
En q hotel estás?
@ScarletT45
No t puedo decir…

@Michael31
P q?

@ScarletT45
Pq t vas a aparecer y no quiero problemas…

@Michael31
No s tan difícil averiguar.

@ScarletT45
Diviértete intentándolo…

@Michael31
Cuándo t vuelvo a ver?

@ScarletT45
Un día d estos…

@Michael31
Ya volvió el tipo?

@ScarletT45
Sí…

@Michael31
Estás n el Four Seasons?

@ScarletT45
No. Y no t voy a decir donde estoy. Deja la idiotez.

@Michael31
Te extraño…

@ScarletT45
No empieces, Michael. Soy una mujer casada : )
(continuará)


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