25.SEP.20 | PostaPorteña 2150

LAS AVENTURAS DE JUAN PLANCHARD (X)

Por Jonathan Jakubowicz

 

EL ELEFANTE BLANCO

Me tomó un par de días salir del país. El Comisario, que se llevó feliz sus maletines llenos de dólares, me ayudó a evitar que emprendieran una larga investigación por asesinato. La idea de una autopsia, que convirtiese el cadáver de mi mamá en picnic para médicos forenses, me horrorizaba.

La enterré junto a mi padre, en el Cementerio del Este. No hubo velorio. No hubo ceremonia de entierro. Nadie se enteró de lo ocurrido. Solo ella, mi padre, yo, dos enterradores que trabajan en el lugar y Pantera que me esperó en el estacionamiento.

No tenía más lágrimas para llorar. Enterré a mi mamá y con ella enterré mi vida, mi alegría. Mi pasado y mi presente. Me enterré a mí mismo. Nadie me rescataría de este infierno. Mi alma había dejado de existir.

Mi primer instinto fue lanzarme a una odisea en Colombia, en busca de Ramiro y su banda. Pero era un concepto absurdo. Colombia y Venezuela no son amigos. Mis contactos bolivarianos conocen gente de las FARC. Pero las FARC no son las de antes… están de retirada. Uribe y Santos les han dado demasiado plomo y casi todos los jefes están escondidos en el Hotel Alba en Caracas. Desde Venezuela comandan sus operaciones de narcotráfico, extorsión y secuestro, y movilizan a las tropas con la mayor estrategia militar posible. Pero no tienen control de las ciudades grandes colombianas y, sin duda, Ramiro y los Tragavenados son gente de ciudad.

Algún día, quizá, Ramiro se cruzará en mi camino. A lo mejor utiliza bien su dinero, crece como empresario y nuestras vías se encuentran. Pero no creo. Lo más probable es que termine muerto en un par de años por cualquier razón. Esa triste realidad es la que hace que mi desastroso intento de venganza sea tan absurdo. Pude haber salido del país con mi madre y comenzar una vida nueva en Los Ángeles. Pude esperar a que la violencia de su mundo se lo raspara por mí. Pero no…tuve que ir a defender mi honor y terminé pagando… como todos aquellos que han intentado domar al salvaje pueblo venezolano.

La cabeza de mi madre sobre un manto blanco, era la respuesta al enigma del explorador: el explorador no era el Comandante; éramos todos: civiles, militares, gobierno y oposición, industria pública y privada… todos juntos hemos creado un monstruo.

El explorador pensó que compró su perdón al haberle salvado la vida al elefante herido. Pero no, no le salvó la vida, se la jodió: el elefante fue capturado por una tribu de caníbales que lo esclavizó, que lo usó para sus rituales. Vivir como esclavo es peor que morir. Por ello el elefante reconoció al explorador como el traidor original, aquel que lo encontró en medio de una tragedia, le dio la ilusión de la vida y lo condenó a un destino mucho más infeliz que la muerte.

El elefante blanco es el pueblo venezolano: oprimido y olvidado. Ilusionado y excluido. Engañado por noble. Traicionado por fiel. Condenado a una eterna prisión por los caníbales del cuento: su miseria, su descomposición social, sus pruebas constantes de que no hay vías ni razones para progresar. En esta tierra de caníbales no hay motivos para ser honestos. No hay virtud en respetar al prójimo. No hay castigo para el malo. No hay premio para el ser moral. Solo triunfa el hábil, el abusador, el que no se detiene en consideraciones…

La nobleza de aquellos Venezolanos decentes que están en el  medio no tiene importancia. Son tontos útiles envueltos en una bomba de tiempo. Elefantes cautivos que no han notado su esclavitud, pero que no dudarán en mostrar su furia, apenas llegue el momento en el que puedan aplastarle la cabeza al explorador.

Empaqué varias maletas y me despedí de mi casa. No sabía cuánto tardaría en volver. Mucha agua tendría que pasar por esta cloaca antes de sentirme seguro y dispuesto a regresar. Me llevé mi dinero y no dejé nada que tuviese importancia.

Nos criaron en “el mejor país del mundo”, pero ya todos sabemos que es el peor. El Comandante es el pueblo, y el pueblo está enfermo. Hay quien piensa que es necesario un fratricidio para que todos entendamos, de una vez por todas, que si no progresamos todos, no progresará nadie. Pero ese fratricidio ya sucede a diario, y cada día estamos más lejos de comprender.

Me despedí del personal. Me miraron con lágrimas en los ojos. Sabían que era cuestión de tiempo: quedarían sin trabajo y volverían a ganar sueldos normales de venezolanos, aquellos con los cuales nadie puede tener una vida decente.

Pantera me llevó al aeropuerto. Cuando cruzamos el Boquerón y salimos de Caracas, le dije que el maletín que estaba en el asiento de atrás tenía los cien mil dólares que le prometí. Con eso, seguro, podría sacar a su familia del 23 de Enero y vivir por unos años, cómodo, donde quisiera.

Pero su reacción no fue la que esperaba. Ni sonrió, ni se le aguaron los ojos, ni me miró como si fuese su salvador. Más bien sacudió la cabeza, se encogió de hombros y dijo:

—Con todo respeto, jefe… Su dinero está maldito. Eso es mejor no tocarlo.
El coño de su madre. Lo que me faltaba. Ahora resulta que la maldición la lleva mi dinero.

—Ahí lo tienes –dije–, si lo quieres quemar, quémalo. Yo cumplo contigo… porque tú cumpliste conmigo.

Hizo un gesto afirmativo, de agradecimiento… no sé si planeaba quemarlo o utilizarlo. Tampoco me interesa.

El avión del testaferro del pana había regresado de Rusia la noche anterior. Salí de suelo patrio en mi nave natural, el espacio de mi primera cita con Scarlet, de mi luna de miel. Pero hasta Scarlet me sabía a mierda en ese momento.

El hombre que se había enamorado de ella ya no existía. Tendríamos que reencontrarnos para ver si era posible que yo alguna vez volviera a sentir algo en mi vida.

CANGREJERA

Scarlet me recibió en el aeropuerto LAX. El invierno había llegado al sur de California en los últimos días, y ella vestía un sobretodo gris de Chanel. Me besó y me miró con cariñosa preocupación.

— ¿Cómo estás? –preguntó. Era una pregunta tan sencilla, tan rutinaria, de tan poco
significado en condiciones normales.

—Hanging in there –le dije en inglés.

Era una expresión gringa que literalmente significa “colgando ahí”. Pensé que quizá mi vida, de aquí en adelante, se trataría de eso: mantenerse de pie. Aguantar, seguir colgado de ahí… cualquiera que fuese ese lugar llamado “ahí”

La sonrisa de Scarlet no había disminuido ni una pizca de su encanto. No puedo decir que al verla todo se arregló, porque más nunca se arreglaría todo. Pero sí sentí cierta esperanza.

Se preocupó al ver mi dedo con vendas. Le dije que no era nada, me había cortado.

En el estacionamiento, Scarlet me sorprendió con un regalo: me había comprado una Range Rover Evoque 2012, blanca, con todo el techo de vidrio. Una especie de Jaguar levantado, con todos los juguetes y accesorios. Una belleza. Yo estaba demasiado cansado como para tomar el volante. Le agradecí el detalle, monté mis maletas y le pedí que manejara.

Scarlet no sabía nada de lo de mi madre. En los días que siguieron al asesinato me había limitado a pedirle que no hiciera muchas preguntas, y prometerle que pronto estaría con ella.

Pasar del infierno que acababa de vivir, al paraíso que me estaba recibiendo, hacía que mi última semana pareciese un mal sueño. Se me ocurrió que una manera de lidiar con todo, sería pensar que solo había sido una pesadilla.

Llegamos a nuestra suite del Beverly Hills Hotel. Scarlet ya tenía una semana viviendo allí y lo había convertido en su pequeño apartamento. Se quitó el abrigo y quedó en un mono deportivo. Yo me metí a la ducha y prendí los chorros de masajes. Gradué el agua lo más caliente que pudo soportar mi cuerpo. La miré a través de los vidrios mojados, sacando la ropa de mi maleta, dividiendo lo que iría a la tintorería y colgando en el clóset lo que estaba limpio.

¿Era ella mi mujer? ¿Mi señora esposa? ¿Era este el hogar que necesitaba yo para exorcizar los demonios que me habían poseído?

Scarlet notó que mi ducha se alargaba y se acercó a verme. Me miró a los ojos y comenzó a bajar su mirada lentamente. Observó mi cuello… mis pectorales… mis abdominales… y se quedó fijamente mirando mi pene. Yo sonreí por primera vez en una semana. Pero ella no subió sus ojos para acompañar mi sonrisa. Siguió mirándome la paloma como hipnotizada, abriendo levemente su boca, cerrando un
poco los párpados, respirando cada vez más fuerte… como si estuviese luchando por controlarse y evitar lanzarse a mamarme el güevo.

Mi sonrisa desapareció y me puse muy serio a observarla. Pegó su nariz al vidrio, como para verme más de cerca. Su aliento empañó su mirada. Lamió el vidrio y con su lengua abrió una ventana para seguir mirándome el miembro (que ya para entonces estaba firme y señalándola, cual perro cazador)

La metí a la ducha con la ropa puesta y comencé a desvestirla. Le quité el sweater y la franela y descubrí sus pechos perfectos… sus pezones rosados enmarcados por un pequeño círculo de crema. Besé su barriga con desesperación y le quité los pantalones y la ropa interior.
Me arrodillé ante ella y me lancé, buscando mi salvación, sobre su monte de Venus. Metí todo su blanco y depilado bollito en mi boca y convertí todo mi dolor en un deseo brutal de darle placer. Moví mis labios sobre su clítoris, mis dientes sobre sus labios vaginales. Mi lengua entró y salió de su cuerpo con velocidad animal.

Me agarró por la parte de atrás de la cabeza y me empujó hacia adentro, jaló mi cabello hacia ella, como si quisiera meterme completo en su cuerpo. Sus gemidos acariciaron mi alma herida. Sus contracciones me hipnotizaron y me hicieron olvidarlo todo. Me perdí entré sus muslos y bebí con desesperación de la única fuente que podía salvar lo que quedaba de mi corroída y condenada humanidad.

Soltó su primer orgasmo en mi boca, gritando de un placer que mis oídos no sentían terrenal… como si del cielo me hubiesen mandado una sirena para consolarme.

Me levantó agarrando mis cabellos. Se volteó y se inclinó contra el vidrio de la ducha. Me ofreció sus nalgas redondas y rosadas, parcialmente doradas por las caricias del sol cubano sobre su hilo dental. La agarré por las caderas y fui, lentamente, entrando a su cuerpo, como quien saborea el último pedazo del postre de un manjar.
El agua de los chorros de masajes nos atacaba por todos lados. Era como hacer el amor bajo una cascada.

Scarlet me señaló un espejo en el otro extremo del cuarto y me invitó a que nos mirásemos. El vapor había humedecido los vidrios por  lo que parecíamos un mismo cuerpo en movimiento pendular. Sus tetas se adivinaban en el distante reflejo. Su rostro, cubierto por su rubia cabellera, se acercó al vidrio y me permitió ver su placer. Sus ojos entreabiertos me pedían que me la cogiera con más fuerza y así lo hice.
Una y cien veces la tomé por la cintura y tiré de su culo hacia mí. Su cuquita apretada me recibió con un calor acariciante, acurrucante, una calidez tan humana que me recordó la indiscutible realidad de nuestra unión.

Vacié mi semen dentro de ella mientras se contraía. Su vagina me chupó el miembro. ¡Era cangrejera la muchacha…! ¡Esperanza…! ¡Ironía del universo…! ¡Qué recompensa tan grande después de tanta culpa y de tanto castigo…!

Nos terminamos de bañar enjabonándonos el uno al otro. Ella frotó una esponja sobre mi espalda y fue centímetro a centímetro limpiando mi piel. Lo sentí como un despojo: la muerte, la peste, las culebras, los cementerios, los Santos Malandros, el gas de las motos, el sudor y la sangre, la humedad, la pólvora, los tiros, Ramiro, Colombia,
Pantera, el Comisario, los calabozos de la policía, la enfermería, Tartufo, mi Madre…

Scarlet limpió todas mis penas… y yo comencé a llorar.

Ella continuó su ritual de sanación. No preguntó nada. Lo supo todo. No hizo falta hablar. Mis lágrimas se fundieron con la cascada y rodaron bendecidas por sus caricias hacia el desagüe. “Está bien”, me dijo, “llora todo lo que quieras. Estoy contigo, por siempre, todo va a estar bien”.

Salimos de la ducha y me secó con la misma cautela con la que me bañó. Nos acostamos en la cama desnudos y nos dormimos abrazándonos con fuerza…

BEVERLY HILLS 90210


Al día siguiente me desperté escuchándola meterse unos pases. Eran las nueve de la mañana. No creo que me haya metido pases tan temprano en toda mi vida. Lo loco es que estaba vestida de lo más elegante. Le pregunté por qué hacía eso y me dijo:

—Hoy es mi presentación de fin de semestre, si no me jalo me pongo nerviosa. Además, mi exposición es sobre Freud y la cocaína, es lógico que la haga jalada como estaba él.

¿Freud? Dentro de mi casi completa ignorancia sobre el tema, sabía que era un psicólogo y que había dicho que el sexo era la base de todo. Pero no tenía ni idea de que fuese periquero.

Scarlet: la estudiante de psicología de la UCLA que se mete pases para no ponerse nerviosa en una presentación.

— ¿Y yo no puedo ir a tu presentación? –pregunté con inocencia.

Lo pensó por un instante, se metió otro pase y lo siguió pensando.

— Me pondría demasiado nerviosa –dijo.

— ¿Cuánta gente habrá en el público?

—Como cien personas. Son dos salones juntos.

—Daría lo que sea por verte exponiendo ante toda esa gente. Scarlet lo pensó por un rato más. Después dijo:

—Te puedo dar el nombre del auditorio… si entras a oscuras, te sientas atrás, no llamas la atención, ni me miras si te veo, puede que no me afecte.

Acepté emocionado. Qué mejor manera de pasar el día, viendo a mi Scarlet demostrar
su sabiduría en una de las mejores universidades del mundo.

Me vestí para salir, y estaba por cerrar la puerta cuando vi el estuche de la Colt. Por primera vez en mi vida en los Estados Unidos, sentía necesidad de salir con pistola. Le pregunté a Scarlet si debía llevarla y dijo que me había vuelto completamente loco.

Probablemente tenía razón. Me había vuelto loco. Pasarme el suiche y olvidar toda la violencia recién vivida, disfrutar de la PAX Americana y ser el que había sido hace unos días, sonaba mucho más fácil de lo que era.

—Te tienes que relajar – dijo Scarlet–, ya eso se acabó. Estás en California y vas a la
  universidad donde nació el movimiento hippie. Nadie ha visto una pistola ahí en toda su historia.

Scarlet agarró el cigarrillo electrónico y lo llenó de marihuana líquida. Me obligó a que me arrebatara un poco para que bajara la guardia. Me prohibió darme unos pases para que no la subiera y arrancamos para UCLA.

La dejé en la entrada de la universidad. Me indicó que buscara estacionamiento, dejara el carro y después fuera al Frank Hall, junto a la sede principal de la Escuela de Psicología.

Estacioné a un par de cuadras y fui preguntando y viendo en mapas los nombres de las escuelas del inmenso campus. Confieso que nunca había estado en una universidad gringa y me hizo bien la buena vibra. No sabía que aquí había nacido el movimiento hippie. La verdad no sabía muy bien qué coño era el movimiento hippie, pero sonaba de lo más relax. Además, según Scarlet, aquí estudiaron Jim Morrison, James Dean y Shakira. ¿Qué más se puede pedir en la vida?

Llegué al Frank Hall y entré en silencio. Era un auditorio pequeño, como para doscientas personas. La mitad de las sillas de la audiencia estaban ocupadas. Me senté en la última fila, como habíamos acordado. En el escenario había una mesa antigua dispuesta con mucha solemnidad. En ella, tres profesores también antiguos, escuchaban a un chamo de veinte años hablando una cantidad de vainas enredadas que no entendí. Detrás, en otra mesa y prevenidos al bate, había cinco estudiantes más, nerviosos, repasando su presentación mientras fingían que escuchaban la de los demás.

Entre ellos estaba Scarlet. Esa maestra sexual que me cambió la vida, esperaba sentada como una estudiante más.

Se veía concentrada, releyendo sus papeles, invirtiendo su cerebro en su futuro,
asumiendo su responsabilidad y dando la talla ante el privilegio de ser parte de esta legendaria academia.

Era difícil no enamorarse de ella. Por más que mi descenso a los infiernos
bolivarianos me hubiese dejado completamente traumatizado, la pureza de esa alma aún adolescente, llena de sed de conocimiento y un afán por vivirlo todo con intensidad, suavizó un poco mi sediento pecho con una gota de optimismo.

Pasaron veinte minutos en los que no entendí un carajo, aplaudieron a los dos que venían antes de ella y le llegó el turno a Scarlet.

Se veía muy segura, sin duda producto de los pases que se había metido. Habló sobre el doctor Freud, a quien llamó el padre del psicoanálisis. Explicó cómo Freud pasó las dos décadas en las que  desarrolló su famosa teoría, recomendando la coca como estimulante y como analgésico. Según Scarlet, Freud consideraba a la cocaína como la cura para muchos de los problemas mentales de los individuos. El pana había descubierto que si le das coca a un paciente, se pone a hablar como un perico, y como lo que más cura a la gente enrollada es hablar sobre sus problemas, todos salían curados después de unos buenos pasecitos y una buena charla.

Creo que Freud descubrió algo que media Caracas podía confirmar. Sabemos que somos la sociedad con menos suicidios en el mundo, pero nunca se me había ocurrido que era porque todos nos caemos a pases.

Lo cierto es que Scarlet se la comió, y al final todos aplaudimos su presentación. Un profesor le advirtió que Freud después renegó del uso de la coca. Ella replicó que lo hizo en 1896, más de una década después de haber publicado sus trabajos sobre los beneficios del perico; mucho después de haber desarrollado toda la base de su
teoría del psicoanálisis.

Scarlet fue felicitada por los profesores y volvió a tomar asiento, mientras otro comenzaba su presentación.

Yo estaba lejos de ella, pero podía sentir su felicidad. Con esto terminaba su semestre y podía comenzar sus vacaciones, su nueva vida junto a mí. Sin duda se daría un banquete psicoanalizando mi cerebro destruido.

Como no entendía las siguientes presentaciones, salí del auditorio a coger aire. Me senté en una pequeña plaza que había frente al lugar, saqué mi cigarrillo de monte electrónico y le di unas pataditas.

Frente a mí pasaban estudiantes de todas las nacionalidades.

Arriba de mí, en los árboles, jugaban las ardillas. Un vientecito pacheco se mezclaba con los rabiosos rayos de sol, creando una temperatura perfecta. El monte estaba bueno. Todo estaba bien. Todo menos yo, que seguía vacío, dolido, pensando en mis padres como recuerdo, sin poder asimilar que de verdad más nunca en mi vida los
volvería a ver.

Un par de estudiantes salieron a fumarse unos pangolas. Al ver mi cigarrillo electrónico se lo tripearon. Preguntaron qué hacía allí y les dije que había venido a ver a Scarlet, mi esposa, en su presentación.

Uno de ellos puso cara de shock y se regresó al auditorio. A los veinte segundos volvió con un gringo alto, blanco, de pelo catire oscuro y los hombros grandes. Parecía el quarterback del equipo de futbol americano de la UCLA y probablemente lo era. Se me presentó. Me dijo que se llamaba Michael y que había sido novio de Scarlet por dos años, hasta que ella terminó con él hace dos semanas.

Michael era arrogante, y si algo había aprendido yo en los últimos días, es que no existe nada más absurdo que la arrogancia. Ser arrogante implica ignorar por completo la batalla perdida que todos al nacer emprendemos contra la muerte. No importa quién seas, qué tan grandes sean tus hombros, qué tanto dinero tengas, qué tan bien te esté yendo o te esté por ir; tarde o temprano, como yo y como todos, incluso aquellos que no tienen nada… te vas a morir. Esa batalla no la vas a ganar. No la ha ganado nunca nadie. Por eso es importante bajar la cabeza de vez en cuando. No somos tan especiales. Somos unos futuros muertos. Y eso no se debe olvidar jamás.

Le dije que lamentaba que las cosas no hubiesen funcionado para ellos. Le aclaré que no estaba interesado en hablar con él, pues mi relación con Scarlet no se basaba en su pasado, sino en su futuro.

— ¿Pero tú sabes que Scarlet es prostituta? –preguntó con una sonrisa irónica.

Lo miré en silencio. Pensé en matarlo, con una naturalidad tan grande que me asustó a mí mismo. Traté de calmarme. Luché por recordar cómo hubiese reaccionado yo antes de haberme convertido en asesino. Pero no fue fácil. Lo lógico, sentía, era meterle un tiro en la frente y no preocuparme más por él.

Pero era tan predecible su actitud de ex novio, llamando prostituta a la jeva que lo dejó, que pensé que no valía la pena tanta rabia. Respondí con mucha calma.

—Hace unos días le metieron a mi papá una bala en el ojo y lo mataron. Dos días después le cortaron la cabeza a mi mamá. No creo que sea bueno, en este momento, que te pares frente a mí a insultar a la futura madre de mis hijos.

A Michael se le aguó el guarapo. Le hablaba de cosas que él nunca había imaginado, y lo hacía con una calma y un dolor que lo convencieron de que lo que decía era cierto. Sus dos compañeros, a su lado, lo tomaron del hombro y le aconsejaron dejar eso hasta ahí.

— ¿Me estás amenazando? –preguntó Michael, supongo que por las dudas.

—Te estoy invitando –dije–, a que me des un motivo para usar tu cuerpo como vehículo para vengar toda esa maldad que recibí de gente mucho más violenta que tú.

El gringo se cagó y sus panas se chorrearon. En ese momento salió Scarlet y, tras ella, el resto del auditorio.

Scarlet nos miró, a Michael y a mí frente a frente; y se asustó. Me sentí en un episodio de Beverly Hills 90210. Había algo tan banal en todo el drama, que me pareció de lo más relajante.

Scarlet me tomó de la mano y comenzamos a caminar hacia fuera del campus. Michael nos vio ir, en silencio.

—Estuvo increíble tu presentación –le dije.

— ¿Te gustó de verdad?

—Por supuesto, ¡estuvo buenísima!

—Sí, me dieron una A.

—Pues tenemos que celebrar.

Me besó y caminamos, abrazados en silencio.

(continuará)


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