28.SEP.20 | PostaPorteña 2151

La Sombra Del Cóndor

Por Ramón Paravís

 

Poco debe haber más atroz que el terrorismo de estado, y la dictadura militar de fines del siglo XX lo ejercitó sin pudores. Cuesta creerle a la saga de almanaques: terminó hace cuatro décadas y media la dictadura. Pero no terminó, ni terminará.

Ramón Paravís  - extramuros - sept 2020

Su supervivencia emocional tiene un rédito político que hace difícil la eutanasia. Es un territorio de debate simbólico, un campo humeante de sentimientos y creencias, un neblinoso pantano donde pueden hallarse, si uno busca bien, las raíces de todo lo malo, lo feo, lo injusto y -esto no es menor- se observará, por contraste y en la acera de enfrente, el florecimiento de lo bueno, lo bello, lo que la justicia manda. 

Esta visión maniquea diseña un relato a su medida, con realidades recortadas o, si es preciso, borradas de un golpe. Enérgicas apelaciones a lo emocional buscan disimular las realidades ignoradas, omitidas o directamente tergiversadas. Palabras grandilocuentes, consignas muy amadas y falsas, reductos de una sensibilidad añeja y más bien tosca, tal vez aún adolescente. Se elabora de ese modo simplista la narración de una geometría perfecta según la cual el frenteamplismo combatió y derrotó a la dictadura poco menos que en régimen de monopolio y, tanto lo ha repetido, que da la impresión, en ocasiones, de que ya no mienten tanto, sino que de veras se han creído su cuentito y lo recitan más convencidos cada día, sin atender las evidencias en contrario con las que tropiecen.

Sólo así se comprende “El Zumarán del voto verde” que alucinó el presidente del Frente Amplio en ocasión de la muerte de Alberto Zumarán. El presidente del Frente Amplio -que en este numeral no es únicamente el ciudadano Javier Miranda, sino una mentalidad o espíritu que lo posee a él y a otros muchos presididos por él y por él representados- en la emergencia, observa con simpatía la trayectoria de Alberto Zumarán, en especial su desempeño a la salida de la dictadura (1980-1984) y su defensa estatista frente a la ley de empresas públicas (1991-1992) y, a los efectos de legitimarlo para una aprobación afectiva, lo despoja de las aristas más incómodas para los frentistas, recorta y quita, emprolija un poco, baraja y da. Puesto a construirse un muerto ideal, el presidente del Frente Amplio soslaya que el dirigente wilsonista fue uno de los redactores de la ley de caducidad y uno de los defensores del voto amarillo. Esto, que solo tiene el mérito modesto de ser la verdad, importa poco y no alcanza con obviarlo, no; además, la memoria tergiversa sin contemplaciones y, luego de tres golpecitos de pensamiento mágico, lo devuelve corregido y mejorado y un poco más, pues no se ha limitado a ajustarle la corbata. El suyo es un Zumarán que no es tal, sino lo opuesto; uno conveniente y nuevo que obtiene redondamente la simpatía del frenteamplista; ese sobre el cual, a partir de su pulimento, el frenteamplismo está dispuesto a disertar, repetir, escribir, repetir, enseñar, repetir: “el Zumarán del voto verde”. 

El Zumarán real no es lo bastante plausible para el presidente de los frentistas: la ley de caducidad es la línea divisoria y los territorios que delimita son políticos, pero también son éticos, según su interpretación del mundo. 

Es desde esa postura ética -correcta y superior- que el presidente del Frente Amplio elabora su recuerdo de Zumarán: lo quita del sitio diabólico en que lo ubicó Germán Araújo aquella noche triste y lo deposita en un santoral, justo al lado del irrespetuoso y expulsado senador del micrófono. Así se enhebra -repitiendo inexactitudes fulgurosamente-, desde la memoria y hasta las declaraciones públicas una visión de la historia en el cual la verdad es, sin más, alegremente despreciada.

Pretende la izquierda establecer una especie de narración ética y catálogo moral del país, donde el límite preciso de los bandos en pugna es la ley de caducidad. Para ello, primero tiene que estipular un olvido estratégico, una amnesia dirigida a borrar su participación en la segunda instancia de las negociaciones del Club Naval y a lo allí acordado en forma tácita y expresa. La mitología frentista de fogón le debe un análisis sereno a la figura del Gral. Seregni y a la participación, negociadora claramente, que adoptó en la salida de los 80. No es aceptable un perfil de Wilson Ferreira sin la ley de caducidad, aunque a algunos blancos irrite; lo mismo vale para Seregni y el pacto del Club Naval, aunque disguste a casi toda la cofradía frentista. Ni a unos ni a otros satisface el líder en sus muestras de máximo realismo político.

Es nada seria esa técnica de fragmentación manipulatoria por la cual la mirada izquierdista esquiva la idea de proceso, la sucesión de los eventos, la relación entre una secuencia y la siguiente; así, la ley de caducidad aparece descontextualizada, un sueño malo del que no participaron los frentistas, aunque estuvieron en las negociaciones con los militares y, por lo menos, dejaron el tema de su juzgamiento muy en suspenso para habilitar la salida democrática. Ese es el hecho, sencillamente cierto, y se entiende el malestar: la ronda final del Club Naval y la ley de caducidad van, naturalmente enlazadas. Los frentistas participaron en la primera y los blancos no; los blancos, a regañadientes, terminaron legislando en el sentido del silencio que fue pacto en el Club Naval y la izquierda se desmarcó, trazando su nueva, impoluta -desde entonces- identidad moral. 

Ni pizca de reconciliación, ni generosidad, ni grandeza ha podido nunca la izquierda ver en los dos pronunciamientos populares al respecto. Todo debate jurídico, toda consideración de técnica legal se vuelve estéril cuando se tiene presente ese extremo: por dos veces, el cuerpo electoral optó mayoritariamente por la solución contraria a la propugnada por el frentismo. No conforme con ignorar esos hechos, la capacidad negadora llega al punto de imaginar, sin siquiera quererlo, un militante contra ley que el difunto redactó.

La necesidad de la historia fue, para el presidente de los frenteamplistas, más importante y sobrepujadora que la historia misma.

2      Cualquier pronunciamiento judicial sobre violaciones de los derechos humanos es fruto de encendido debate, aunque el debate no es tal en puridad, ni es jurídico tampoco: es descarga emocional, expectativa legítima que no ha tenido respuesta del sistema, para unos; para otros, es el imperativo de apelar a la razonabilidad y cierre definitivo de heridas, pero sin ofrecer solución.

Cuanto más nos alejamos de la dictadura, más difícil se vuelve resolver el asunto sanamente y acaso no sea empresa posible para los implicados y sus allegados más inmediatos en el tiempo. 

El mérito de las sentencias no puede ser apreciado sin conocimientos de derecho y una detenida lectura de los respectivos expedientes. Es y ha sido la oportunidad, sin duda, el punto más discutible y eso muestra que lo jurídico tiene un lugar meramente instrumental y secundario. Ocurre que esa lastimadura, además, conlleva alto beneficio político en su explotación y es manjar seguro de apetitos sectoriales. Así, el progresismo ensaya con cada instancia la revivificación de su leyenda épica de resistencia y martirologio, cobra identidad remozada a la vez que redefine al enemigo, que vuelve a ser -ninguno más apreciado- la dictadura. Recuérdese que el comportamiento frentista ha sido al respecto, por decir lo menos y sin atribuir intenciones, contradictorio: el juicio y castigo a los culpables de dichos crímenes parece un propósito de pancarta y cae ante la dilatada estancia de Eleuterio Fernández Huidobro en la cartera de defensa nacional.

Uno de los militares que recibió su grado de general de manos del ministro tupamaro, Guido Manini Ríos, también lleva agua para su molino y cuestiona la oportunidad -siempre- y  el mérito -a veces- de esos fallos, anunciando hace poco el propósito de una iniciativa legal para su obstáculo. También esto es maniobra política, por cierto, y busca un rédito en tal sentido: la fundamentación legal de los juicios actuales no reposa en la ley interpretativa de la ley de caducidad, sino en la adopción de derecho internacional como derecho interno.

Esta circunstancia platea una mayor y, lejos de perder terreno, el militar retirado redobló su apuesta y puso encima de la mesa un tema olvidado (el de la soberanía). De este modo, sigue pautando la agenda política y emite señales inequívocas, con intencionalidad electoral inmediata. El Gral. Manini Ríos quiere despegarse de la dictadura, pero irá en auxilio de aquellos que son blanco directo de la lucha que contra la dictadura hace hoy la izquierda; la familia militar es bastante más que un feudo electoral para Manini. Esto reedita el enfrentamiento en términos que a la izquierda conviene maniqueos y que permite a su adversario ir, también, puliendo su identidad política. La polarización de las tensiones les conviene solo a ellos.

3    Bien poco hace, a fines de julio, dos policías fueron formalizados con arresto domiciliario, imputados del delito de abuso de funciones, por haber hecho uso de picana eléctrica con un detenido en la vía pública. Repicó la palabra picana en todos los muros y, con ella, todos los temores, todas las oscuridades. Por eso las formalizaciones parecen insuficientes y a poco saben las medidas que se tomen a nivel administrativo, así sea la baja.

A calabozo meado, a ropas ensangrentadas, a capucha, a torturador es que suena entre nosotros la palabra picana. Sin embargo, no parece tan tenebrosa cuando la ley de procedimiento policial, aprobada por la primera administración Vázquez, la designa muy coquetamente como “equipamiento neutralizante no letal denominado ‘stun guns’ y ‘stun baton’, con función de disuasión, defensa y protección”; la norma establece que “Dichos dispositivos podrán ser utilizados por el personal policial, previa capacitación, y en aquellos casos o situaciones en los que se requiera proceder a neutralizar a un individuo, ya sea por su peligrosidad o resistencia, a fin de evitar un daño propio o ajeno. Los distintos servicios, en particular los establecimientos carcelarios y centros de reclusión del país y las correspondientes unidades ejecutoras, instruirán al personal sobre la forma y condiciones de la utilización de los mismos, así como también dispondrán quiénes están autorizados a emplearlos.” (art. 165).

El ministro del interior fue requerido por los periodistas; muy alborotados ellos. Entonces explicó que están legalmente autorizadas, pero que no hay orden al respecto. En dos palabras: están prohibidas. Su uso está legalizado desde la  ley de procedimiento policial que propició el progresismo en 2008, pero no hubo ninguna orden en el sentido de implementar su uso, razón por la cual están prohibidas (igual que los lanzallamas, los lanzamisiles atómicos de bolsillo y todo lo que no ha sido expresamente autorizado por el ministerio) en tanto implementos de uso policial.

Ahora bien, el equipamiento neutralizante no letal de referencia recibió su bautismo de bienvenida a la vida institucional con la llegada del progresismo al poder. Puede esa corriente política reclamar para sí el privilegio de la iniciativa, pero no fue la única en votarlo. “Estoy absorto -ironizó Mujica, presidente de la Asamblea General en esta escena en que se cuentan los votos.- 112 en 112.”, unanimidad.

Voto verde, caducidad, picana; la dictadura latiendo, en fin, fuera del tiempo: negocio redondo para la teología progresista. El encuadre mítico es imprescindible para fundamentar y justificar la acción política. Aún así, es difícil que suene verosímil y no denuncie apolillado sesentismo el llamado programático de la progresía “a enfrentar desde la Intendencia de Montevideo los embates del programa restaurador de privilegios de un gobierno nacional de derecha”, cuando lo que está pasando en las páginas de la realidad es que sus candidatos (en número trinitario que hace palidecer aquellas listas de único postulante de la edad dorada y los discursos principistas de entonces), ni separados ni juntos tienen la honestidad cívica de aceptar un debate con Laura Raffo; todo es cálculo y tilinguearía electoral, salvo en la letra. Honestidad cívica, sí; se trata de eso. Aunque, mejor, exhortar a combatir, derecha, reaccionario, resistencia, asesinos, impunidad, etc. Miedo y esperanza, y miedo.

La dictadura está ahí, cuarenta y cinco años atrás de lo que tendremos delante. 

No puede morir la dictadura, porque en su entraña se gesta la épica de la resistencia y sobre la épica de la resistencia construye la izquierda su identidad sensible, su razón de ser, su justificación ética, su misión salvífica y todo lo demás, incluida la curatela de nuestros vuelos de colibrí bajo la sombra aquella.


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