Esto no me lo contó nadie. Lo vi ocurrir -y me ocurrió- este martes 3 de octubre, poco después de las 16 horas, en la sede del Banco Hipotecario del Uruguay.
Hoenir Sarthou - Voces 4 nov 2020
Detrás de las puertas giratorias, una fila para entrar, controlada por varios policías que exigían usar tapabocas. Un segundo antes de entrar, ordenaban al interesado retirárselo de la cara y mirar en cierta dirección, “para el reconocimiento facial”. Luego, subirse el tapabocas, un chorro de alcohol en gel en las manos, y uno podía ingresar al gran recinto que tiene el Banco en planta baja, donde unas decenas de personas esperaban ser atendidas, embozaladas, distantes entre sí y muy silenciosas. La escena parecía de un cuento de Ray Bradbury, pero ocurría aquí, en Fernández Crespo casi 18.
Los policías también controlaban el interior del salón. Con tapabocas negros hasta los ojos, media docena de hombres y mujeres uniformados se aseguraban de que todos los presentes cumpliéramos el “protocolo sanitario del Banco”.
El protocolo no estaba publicado en ningún lugar, de modo que uno debía deducir sus contenidos por las órdenes de los policías. Al parecer, estaba prohibido: a) estar parado; b) sentarse a menos de tres metros de otro ser viviente (los bancos de tres plazas tenían dos de ellas inhabilitadas); c) hablar con otras personas; d) que el tapabocas dejara al descubierto la nariz o parte de ella; e) acercarse al mostrador detrás del que trabajan los funcionarios; f) intentar consultar a algún funcionario sin ser previamente llamado para ello.
Los policías vigilaban, prontos para volar como halcones hambrientos hacia cualquiera que transgrediera las normas. Si uno se acercaba al mostrador para consultar, corrían presurosos a ordenarle esperar a que lo llamaran. Si uno intentaba preguntar algo a otro de los clientes, corrían para restablecer imperiosamente “la distancia física”. Si uno se quedaba parado esperando el llamado de los funcionarios, venían a decirle que debía sentarse. En suma, lo único que se podía hacer era sentarse en un banco, solo, a esperar callado y embozalado hasta oír el propio nombre en boca de algún funcionario.
En mi caso, iba con otras cinco personas por una operación que dependía de información que debía darnos el Banco. ¿Cómo cerrar un negocio entre media docena de personas estando sentados a tres metros de distancia, sin hablar y sin disponer de la información necesaria? Los policías vinieron no menos de una decena de veces a advertirnos que no podíamos acercarnos, ni hablar, ni estar parados, ni dirigirnos a los funcionarios del Banco, ni dejar que el tapabocas se nos moviera un centímetro. Con gestos adustos, elevado tono de voz y amenazas de obligarnos a salir del Banco: autoritarismo puro.
No había vivido algo tan disparatado en tiempos de Pacheco Areco, ni en plena dictadura. Tampoco ocurre todavía en todas las oficinas. Algo pasa en el BHU. Quiero creer que el Ministerio del Interior ha dado mal las instrucciones a esos funcionarios, o que los funcionarios las interpretaron muy mal.
Sin embargo, me temo que no es un hecho aislado. Varios episodios recientes de represión policial, en la Plaza Seregni y en otros paseos públicos, intervenciones en bares y fiestas “clandestinas”, y la multa a un colegio por permitir una fiesta de fin de cursos de sus alumnos, indican que una política represiva viene instalándose a pasos agigantados.
Al parecer, la consigna presidencial de “libertad con responsabilidad” ha cambiado. No sabemos exactamente cuál es la nueva consigna, pero ciertamente parece tener poco que ver con la libertad y bastante que ver con la represión.
Digámoslo con claridad: los protocolos que se están imponiendo son abiertamente inconstitucionales. El gobierno uruguayo no tiene facultades para suspender el derecho de reunión, ni para prohibir que la gente se acerque, se comunique o se visite, ni para obligar a usar tapabocas, ni para imponer cuarentenas a personas sanas, ni para impedir que se concurra a espacios públicos. O sea, las imposiciones sanitarias que están dictando el gobierno y los organismos públicos son ilegítimas. Violan derechos fundamentales sin tener ninguna legitimidad para hacerlo.
La única forma legítima para hacerlo, en ausencia de una ley, sería disponer medidas prontas de seguridad, que en definitiva son controladas y pueden ser levantadas por el Parlamento. Lo que está ocurriendo ahora es peor aún, porque se imponen restricciones típicas de un régimen de excepción sin decretar el estado de excepción. Eso redunda en que quedemos expuestos a alcaldadas de hecho del gobierno y de una serie de burócratas menores (como la policía y el Directorio del BHU) sin que nadie controle nada y sin que nadie asuma la debida responsabilidad política y jurídica por lo que se está haciendo.
Lo que está empezando a ocurrir en Uruguay tampoco es un hecho aislado. Está inserto en un marco dictatorial que viene creciendo en el mundo. Encierros, toques de queda y represión callejera siguen vigentes o están reimponiéndose en países como Argentina, España, Francia, Irlanda, entre otros.
Con el pretexto de la pandemia, se recortan cada vez más libertades, aunque la situación sanitaria no lo justifique, puesto que cada vez muere menos gente por el virus y lo único que queda en pie son los “casos”, es decir personas que dan positivo al test, aunque un enorme porcentaje de ellas estén completamente sanas. El resto lo ponen la prensa y las redes sociales, censurando opiniones adversas y difundiendo el miedo, por la vía de reproducir acríticamente las payasescas cifras y “verdades oficiales” de la OMS y de sus científicos a sueldo.
¿Cómo se explican esas políticas represivas globales cuando la situación sanitaria ni siquiera las amerita?
Cada vez es más claro que la declaración de pandemia es parte de un proyecto político (además de económico) de alcance global. Un proyecto que, como rasgo fundamental, ha cambiado la función de los Estados.
Por definición, un Estado tiene dos funciones mínimas: a) ejercer el poder regulatorio (es decir el poder de dictar las normas que regulan la vida social); b) ejercer el poder coercitivo (es decir el poder de hacer cumplir esas normas incluso mediante la fuerza).
Pues, bien, desde la pandemia, en especial desde que empezó a esbozarse la “nueva normalidad”, los Estados han ido perdiendo su poder regulatorio y aumentando su poder represivo. Los protocolos sanitarios son las nuevas reglas. Disponen qué se puede hacer y qué no. Nuestros trabajos, educación, vida social y diversión son regulados por ellos. Los protocolos sanitarios provienen de la OMS, un organismo internacional profundamente influido por la financiación que recibe de la industria farmacéutica. Los Estados después los adaptan un poco, pero resulta evidente que, si se quiere contar con la bendición de la OMS (y con la financiación del FMI), es necesario adaptarse a las políticas pandémicas, limitar la economía, recortar las libertades de la gente, difundir el miedo y comprar vacunas. Para cualquier gobernante, negarse equivale a perder financiación y a ser declarado criminal de lesa humanidad por la prensa y por las redes sociales.
¿Qué papel juegan los Estados y los gobernantes en la nueva normalidad?
Sencillo: son los matones, y en ocasiones los capataces, que imponen las decisiones del verdadero poder. Traducen los protocolos de la OMS a decretos y resoluciones oficiales y se ocupan de hacerlos cumplir, dando palo si es necesario. Algunos, sobre todo si llegaron al gobierno con buenas intenciones, tratan de aprovechar los resquicios de los protocolos para darles aire a sus pueblos. Pero todo indica que esos resquicios son cada vez más chicos y que la orden de restringir y reprimir es cada vez más severa.
En síntesis: la idea de libertad en la que nos criamos está en crisis. El autoritarismo pseudosanitario intenta imponerse recurriendo a la amenaza, a la censura, y a un demonio de incalculable peligro: los rasgos de personalidad autoritaria de cada uno de nosotros. La represión pandémica necesita y estimula a los denunciantes, a los policías profesionales o vocacionales, a los represores, y a una masa anónima y asustada que calla y aplaude cada vez que el poder reprime a los otros, a los “transgresores”.
No es posible ya pensar la política uruguaya –o la de cualquier país del mundo- prescindiendo de la nueva realidad, del nuevo centro de poder global, que se erige sobre el cuádruple eje de lo financiero, lo sanitario, lo mediático y lo represivo. En suma, no es posible analizar la política prescindiendo del carácter profundamente político de la pandemia.