09.NOV.20 | PostaPorteña 2162

LA VENGANZA DE JUAN PLANCHARD (IV)

Por Jonathan Jacubowicz

 

MORCILLA EN EL ALAZÁN


La Goldigger me mandó el archivo de la CIA sobre Fernando Saab, el socio de la rusa. Daba escalofríos la vaina, no era un empresario del montón que se beneficiaba de los guisos revolucionarios, el tipo estaba en todo:

Desde la creación de la red CLAP, con la que Maduro había lavado mil quinientos millones de dólares, hasta los acuerdos que Chávez cuadró con el presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, para traerse a las FARC para Venezuela y pacificar al hermano país. La CIA tenía pruebas que implicaban a Saab como testaferro del propio Maduro, con contratos en oro, petróleo, construcción, carbón y medicinas, y como uno de los principales operadores de Hezbollah en la región. Estaba en el centro de la relación de Venezuela con Irán, y por eso su famosa fábrica de bicicletas, y su cementera Valle Hondo, eran de tanto de interés para EEUU.

Según el documento, Saab nació hace cuarenta y cinco años en As–Suwayda, una ciudad al sur de Siria, a la cual llaman “pequeña Venezuela” porque en ella habitan un cuarto de millón de venezolanos. Pensé que era un error, pues nunca había escuchado nada parecido. Imaginar que en Siria viven más venezolanos que en Miami me pareció absurdo. Pero de inmediato lo busqué en Google y vi que era verdad, hay una
pequeña Venezuela en Siria y nadie lo sabe.

Pero el Comandante Chávez sí lo sabía. Si en la misma búsqueda de Google ves los videos, te aparece un discurso que dio el 4 de septiembre del 2009, que explica muchas cosas que todo venezolano debería comprender.
Lo cierto es que As–Suwayda no había sufrido por la guerra civil en Siria y la CIA la describía como una especie de Andorra, un paraíso sin ley, o con la ley a favor de quien la sepa mover.

Avendaño me pasó buscando en una camioneta Acura respetable y fuimos al restaurante El Alazán en Altamira, un clásico de la cuarta república que recientemente se convirtió en un centro de guisos revolucionarios. Afuera siempre se habían visto carros de lujo, pero ahora estaba full de Ferraris y Bentleys, hasta camionetas Masseratti.

Llegamos como media hora antes que la rusa, y después de años comiendo basura carcelaria gringa, yo me dispuse a devorar casi un litro fondo blanco de guasacaca. (salsa, mezcla de aguacate, tomate, cebolla, ajo, cilantro y picante) Hundir las arepitas, la yuca sancochada o la morcilla en esa mágica y misteriosa substancia que sin duda humilla al guacamole, y hace que todo sepa a patria, me erizó los pelos y me hizo pensar en mi mamá. Me puse sentimental. Toda mi infancia olía a guasacaca….

Estaba a punto de ponerme a llorar cuando entró la rusa. Era una tipa de treinta y pico, con el pelo castaño y los ojos amarillos, como Ana de Armas. Vestía un traje negro con una blusa turquesa de la colección de verano de Versace. Era un pelo más alta que yo y llevaba tacones, por lo cual tenía que mirarla hacia arriba. Hablaba perfecto español y con acento venezolano, sin duda tenía tiempo operando en el país. En ningún momento trataba de verse dura. Todo lo contrario, era tan amigable que uno quedaba desarmado, pero eso era lo que más intimidaba. No transmitía un aire sexual pero daba queso.
Yo he tratado con mujeres fuertes, la Goldigger entre ellas. Pero esto era otro nivel. Se veía que tenía decenas de muertos encima.

La rusa pidió punta trasera y champaña rosada. ¿Quién coño toma champaña rosada? Se puso a contestar un par de emails en su celular, como para dejar claro que le sabía a mierda que yo la hubiese estado esperando. Y finalmente, después de que le trajeron su trago y se echó un palito, me preguntó:

— ¿Qué lo trae por Venezuela?

Era duro estar en El Alazán y que una rusa te pregunte qué coño haces en tu tierra. Ella sin duda quería dejar claro que me había investigado, y eso la ponía por encima del chaborreo al que estaba acostumbrado en la revolución que conocí. Pero yo
también venía preparado con un plan para entrarle:
—Tengo un contacto en Brasil que le vendía cemento a Odebrecht.

Me miró con cara rara, volteó a ver a Avendaño y le dijo riéndose:

—Mal comienzo.
Avendaño se rió también y me miró como si estuviera a punto de matarme.
—Calma –les dije–, el asunto no es con Odebrecht, sólo les estoy dando un poco de historia.
La rusa se reclinó a tomar champaña y escuchar sin interés.
—El tema es que los tipos tienen setecientas mil toneladas de arena que se les quedaron frías después de que explotó el peo de Lula, y no saben qué hacer con ellas.
— ¿Y Odebrecht ya las pagó? –preguntó la rusa, un poco más interesada.
—Pagó una parte, la idea es negociar la otra.
— ¿Y para qué quiero yo arena? –preguntó–. Aquí nadie está construyendo.
—No necesariamente para construir –respondí–, pero se rumorean unas elecciones presidenciales para el 2018, y a Maduro no le vendría nada mal inaugurar una cementera como Valle Hondo.

Al escuchar las palabras Valle Hondo, le cambió la cara.
La vi pasar de la paranoia a la rabia, y de la rabia a un pequeño entusiasmo con sospecha.
— ¿Y cómo sabe usted de Valle Hondo? –preguntó.
—Simplemente averigüé cuáles cementeras quedaban por inaugurarse desde que el comandante nacionalizó el cemento, y encontré la suya y pensé que le podía interesar.
Se bajó la champaña de un trago y me miró con lentitud, como midiéndome.
— ¿Cuánto tiempo tiene en Estados Unidos? –preguntó.
—Voy y vengo desde hace muchos años.
—Pero entiendo que tiene rato que no nos visita. 

—Un par de años, sí, he estado haciendo vida por allá y la verdad no se me había presentado la necesidad.
—Entiendo que se fue por un problema… con una banda delictiva…
Era difícil ser agente de la CIA utilizando mi propia identidad. Hubiese preferido que me mandasen a Afganistán, que tener que hablar de mi desgracia como parte de mi trabajo.
Afortunadamente, la rusa notó que era un tema difícil para mí y decidió cambiarlo:
— ¿Le gustan los gringos?
—Los gringos no –dije–, las gringas.
Solté una carcajada pero ella no se rió.
—Las gringas son unas frígidas –dijo y se sirvió otra copa.
Yo mordí una yuca frita y la paloma se me paró un poquito.

—Usted sabe que yo no puedo entrar a Estados Unidos – susurró pausadamente.
—No lo sabía –respondí.
—Ya… Y ahora que lo sabe, ¿no le parece una estupidez para usted, que tiene intereses en el imperio, estar haciendo negocios con alguien como yo?
La miré con atención, agarré mi copa y me bebí la mitad, reflexionando.
—Pues posiblemente sí –dije con sinceridad.
A la rusa le gustó mi respuesta.
—Pero hay maneras de hacer las cosas –añadí –, mis socios en Brasil tienen ese inventario frío, están quebrados y les cuesta una fortuna mantener los depósitos. Si le soy sincero, yo no estoy dispuesto a asociarme formalmente con usted, pero una operación tan sencilla como esta, le puede dejar a cada lado unos cinco o seis millones de dólares; y el Presidente podría inaugurar su cementera con bombos y platillos.

A la rusa le cambió la cara. Ya no me miraba con sospecha sino con cariño.

— ¿Usted conoce París? –preguntó para mi sorpresa.
—Menos que Madrid y que Londres, pero sí, conozco París –respondí.

— ¿Entiendo que también conocía al Comandante?
Supuse que Avendaño le había dicho eso para cuadrar la reunión. La imagen de “antiguo amigo del Comandante” me daba cierto poder moral sobre toda la comunidad.
—Lo conocía –respondí con tristeza–, todo lo que lo pude conocer. Se nos fue muy pronto.

Se me quebró la voz y parecí sincero, en parte porque lo era. Extrañaba al Comandante. Sigo pensando que era un iluminado. Con errores, sin duda, como todo soñador. Pero nadie sino él pudo lograr que nos hiciésemos millonarios en tan poco tiempo, y esa vaina se agradece. Estoy seguro que si estuviese vivo nos guiaría por un mejor camino. Todo sería diferente si Sean Penn no le hubiese inoculado la enfermedad.
La rusa me estudió con nostalgia. Me dio la impresión de que había pasado un buen tiempo con el tipo y se sentía cercana a mí porque yo conocía su valor de primera mano.
—Si me puede mostrar documentación que garantice acceso al cemento que menciona –dijo–, me gustaría llevarlo el lunes a París, para discutirlo allá, en persona, con mi socio.
No mostré mucha emoción.
—El lunes –repetí, e hice como si revisara mentalmente mi agenda. Era viernes por la noche y yo no tenía más nada que hacer en la vida. Pensé que la Goldigger me podría facilitar documentación para sustentar la vaina. Y sí, también pensé que París estaba a un par de horas de Ámsterdam… Y en Ámsterdam estaba… ella.
—Deme un día para confirmarle, pero no creo que haya problema.

El lunes el dólar amaneció a ochenta y dos mil, y yo bajé a Maiquetía a montarme en el Falcon 900 de la rusa, rumbo a París. 

 

ARPONEADO EN EL AIRE

—Eres un crack –dijo la Goldigger por teléfono cuando yo estaba llegando a la rampa cuatro.

— ¿Tú crees que me presente a Saab? –pregunté.
—De bolas, imposible que te lleve a Paris para otra cosa.
—A lo mejor le gusté a la rusita.
—No creo.
— ¿Por qué? –reclamé indignado.—Esas jevas no tiran por gusto, no te hagas ilusiones.
—Está muy buena.
—Whatever, (lo que sea) tú ahora te coges a lo que camine.
—Deja la alevosía que apenas tengo tres días en esto y ya te ubiqué al objetivo.
—Ni James Bond, Juancito. Gracias por hacerme quedar bien.
—Pásame más real a la cuenta, por si acaso.
—Déjame ver qué puedo hacer. A lo mejor te giro algo mío. Ya te mandé todos los documentos, incluso vainas de Odebrecht. Tremenda idea by the way.

El Dassault Falcon 900 es un avión francés comparable al Gulfstream IV, pero más eficiente y un pelín más espacioso. Yo nunca me había montado en uno. En los viejos tiempos me movía en un Challenger 300, que compartía con el testaferro de un pana. A los revolucionarios de mi época les gustaban las vainas gringas.

La rusa del Alazán no era la rusa que se montó en el avión francés. Es decir, era la misma tipa, pero ahora traía un vestido Yves Saint Laurent, y llevaba en la mano un sobretodo de Balmain. Había una rusa para el trópico y otra rusa para París.
Tenía demasiada clase y me hizo sentir chaborro(un poco mal vestido, no bien combinadas las prendas)
Normalmente me hubiese lanzado sobre una hembra de este calibre pero ésta me tenía cohibido. Era una vaina rara, como si yo fuese la mujer y ella fuese el hombre. Quizá la cárcel me había mariqueado. Por más que sea, fueron seis años viendo puro tipo, al final ya sabía distinguir un hombre feo de uno hermoso.

Es muy arrecho estar en plena misión para salvar el mundo, y que tu mente esté ocupada en decidir si eres el hombre o la mujer de la pareja. Nada de eso, Juan. Póngase serio. La tipa lo que está es un pelo más elegante que tú, pero eso en París lo resolvemos.
Despegamos hacia Europa, a eso de las diez de la noche.
La rusa abrió una Armand de Brignac Rosa imperial… Con estilo.
—Mañana van a meter presos a todos los directivos de CITGO –dijo como para impresionarme.
Yo sonreí, sin mostrar posición alguna.
—Es en serio –confirmó.
— ¿Los gringos? –Pregunté con indignación–, ¿qué quieren, una guerra?
La rusa sacudió su cabeza negativamente, despacito.
—La propia revolución los va a meter presos, por ladrones –sentenció.

Todo lo que decía parecía ponerme a prueba. Hasta donde yo sabía, la revolución nunca metía a nadie preso por corrupción, era uno de los lineamientos que nos dio Fidel para asegurar la fidelidad del gremio.

— ¿Y eso por qué? –pregunté.
La rusa hizo un largo silencio.
—La cosa no está bien, amigo Planchard. ¿Sabía que Planchard es un apellido Francés?
—Sí, mis antepasados vinieron de Normandía. Pero hace mucho tiempo. Yo soy venezolano de pura cepa.
—La revolución está quebrada, no se pueden pagar las deudas. Somos varios haciendo lo posible por asesorar pero la realidad es que se lo roban todo. Es difícil ayudar a un adicto, y hay un problema de adicción en el alto mando.

— ¿Cocaína?
—Ojalá fuera tan sencillo. Hay una adicción al dinero. En los cálculos más conservadores se habla de la desaparición de noventa mil millones de dólares en dieciocho años de revolución. Otros dicen que son cuatrocientos mil millones.
¿Quién necesita tanto dinero? No somos tantos entre los cuales se dividió el botín

Si usted se pone a sacar cuentas, la mayoría de los revolucionarios de nuestro nivel tenemos entre cinco y cuarenta millones. Son cifras razonables. Pero cuando se
estudia a los que están más arriba, es completamente absurdo.
¿Sabe lo difícil que es llegar a noventa mil millones de dólares? Y además, ¿para qué? ¿Existe algo que no se pueda comprar con mil millones? 

Es un problema de adicción. Cleptomanía a una escala sin precedentes, en ningún país del mundo. Yo, personalmente, he cuadrado préstamos iraníes y he sido testigo de grandes negocios rusos que tienen una hoja de ruta y un proyecto de por medio; pero a los seis meses, no queda nada. Se lo roban todo. No es que no terminan las obras, es que no llegan ni a la mitad. A veces ni las comienzan. Así
no se puede trabajar.
La tipa tenía razón, los números no mienten. Pero lo que más me llamaba la atención era su frustración. Uno siempre asume que los poderes extranjeros son parte fundamental de todo el guiso revolucionario, pero su arrechera hacía pensar que incluso las peores organizaciones criminales de la tierra, estaban horrorizadas con la corrupción venezolana.

—Y lo de CITGO, ¿sería como una medida para intentar controlar esa adicción? –pregunté curioso.
—El cincuenta y un por cierto de CITGO fue ofrecido a la banca norteamericana en garantía por una deuda que no se va a pagar. Cuando los bancos gringos entiendan que los reales no vienen, van a querer embargarla, y eso hay que evitarlo como sea pues sería un jaque para Venezuela. Nuestro plan es decir que la deuda la contrajo la directiva de la empresa sin autorización del país. 

Yo no soy experto en banca internacional, pero me costaba creer que los bancos se tragarían esa cómica. Aunque también es cierto que con tal de recibir algo de los pagos de la deuda, aunque sea por partes, los bancos son capaces de aceptar cualquier locura.

— ¿Usted está casado? –preguntó y yo me cagué.

—Estoy, digamos, separado.
—Bien –respondió con una sonrisa.
Se terminó de beber la copa rosada, la puso sobre la mesa, bajó la mano hasta llegar a su pantorrilla, y de ahí sacó un revolver Nagant treinta y ocho. Suspiró y me apuntó a la cara, y se quedó así por unos segundos.
Luego se puso de pie, caminó hacia mi asiento y se me montó encima. Me acercó su rostro y rozó mis labios con su pistola, pegó su boca a mi oído y me lo acarició con la lengua.
—Abre la boca –susurró.
Yo seguí instrucciones y sentí el cañón frío entrando entre mis dientes. Era una vaina muy rara, si me iba a matar no lo iba a hacer en su avión, por lo que no me cagué por completo.
Pero revólver en boca es revólver en boca, hasta a la femme Nikita se le puede escapar un tiro.
La rusa me observó el rostro con detenimiento, como si lo estuviese desnudando con la mirada. Después se acercó y me lamió el labio inferior, al lado del arma. Bajó su otra mano y comenzó a desabrocharme el pantalón. Me sacó la paloma y yo mismo me sorprendí de tenerla parada. Había algo que funcionaba en la combinación de la piel dura de la rusa escultural sobre mi cuerpo, y la pistola dentro mi boca.
Se subió el vestido y con una habilidad que denotaba años de experiencia, se metió mi miembro en la cuca y me comenzó a cabalgar.

Yo básicamente estaba inmóvil, dando guevo y recibiendo pistola en un intercambio internacional equitativo, sin ningún chance de negociación, experimentando una mezcla muy arrecha de placer con miedo. Y la verdad es que me encantó.
Pensé que uno siempre debería tirar a punto de morir. En general todo se debería hacer como si uno estuviese a punto de morir.

— ¿Para quién trabajas? –me preguntó entre gemidos de placer. Sacó su pistola de mi boca para dejarme contestar, pero me la puso debajo de la barbilla, empujando mi cabeza hacia atrás.
—En este momento, para ti –dije y la hice sonreír.

Se bajó el vestido y me mostró unas teticas pequeñas pero preciosas. Se las mamé con cariño. Tenía los pezones del mismo color que el resto de la piel, casi sin areola. Se los mordí y le dolió, pero pareció gustarle. Me agarró la boca como para que no pudiera cerrarla y me fue pasando un pezón por todo el labio, recorriéndolo en forma circular. Después cambió de teta y me hizo lo mismo pero en dirección
contraria. No pude aguantar más, le agarré ambos senos y me metí sus dos pezones en la boca. Me instalé a mamárselas por un buen rato y ella fue aumentando la velocidad de su cabalgata.

Le metí una nalgada y exhaló con intensidad. Poco a poco me iba dejando tomar el control, pero sin quitarme la pistola de encima. Le bajé más el vestido y descubrí que tenía cicatrices en el estómago. Pero no parecían de una operación, parecían cuchilladas callejeras. Se las tapó apenas notó que las estaba mirando.
Me armé de valor y me levanté, sin dejárselo de incrustar.
Caminé y la puse sobre el asiento que estaba al frente y me la seguí cogiendo, pero ahora encima de ella. Le di un bofetón en la cara y después la besé. Me lamió con movimientos rápidos y cortos, como si estuviese imaginando que mi boca era una
cuca y me la estuviese mamando.

Me puso la pistola en la sien y yo comencé a darle con todo, metiéndoselo lo más duro que podía. Finalmente fui sintiendo que tomaba el control. ¡El gran Juan estaba de
regreso, no joda! ¡Firme y con maña, fuerte y con saña!
Entonces la jeva bajó la otra mano y acarició toda mi espalda hasta llegar a mis nalgas, y en un movimiento inesperado, que nadie me había hecho en la vida, me arponeó. 

Así es, compadre. Mientras me cogía a la rusa más bella del mundo con una pistola en la sien, la muy hija de puta me metió el índice por ese culo y me desvirgó para siempre.
Y lo más heavy de la vaina es que me gustó. Pero no es que me gustó un poquito, es que en cuestión de segundos me hizo acabar con un orgasmo alocado que no pude evitar imaginar era el que sentían los maricos cuando recibían palo.
La jeva estaba lejos de llegar al orgasmo, pero no había nada que hacer, era imposible aguantarse para esperarla. Me había violado por la boca y por el culo, y no había acabado.
Nunca antes me había sentido tan débil en el sexo.
Dejó la pistola sobre una mesa, al lado de la silla, como si ya me tuviese confianza. La besé por unos segundos y me acarició con cariño.
—No acabaste –reconocí con culpa.
—No te preocupes –susurró con tristeza–, yo nunca acabo.


La miré preocupado. Hizo unos segundos de silencio, pero después notó que mi curiosidad se mantenía. Me observó como evaluando si debía decirme lo que me quería decir, y soltó la frase post polvo más heavy que yo escucharía en toda
mi vida:
—Estuve presa en Egipto y me mutilaron el clítoris. 
 ( continúa)


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