EL BARCO DE SAAB
Al llegar a Paris, la rusa me trató como a un socio más, como si nada hubiese pasado. En una sola tirada me había traumatizado física y mentalmente, nunca más volvería a ser el mismo. Pero para ella no fue más que una transacción.
Nos llevaron al hotel Royal Monceau, un clásico renovado por Philippe Starck. En París todo es medio gay, y eso me ayudó a estar en paz con la pérdida de mi virginidad anal.
Quedamos en vernos en el lobby en la noche, para ir a cenar con su socio. Subí a mi habitación y mientras me duchaba, me llené de tristeza. Uno siempre piensa en sí mismo pero nadie imagina cómo sufren los demás. Había escuchado sobre la
ablación genital de mujeres en países de mierda, pero que se lo hiciesen a una chama civilizada, y a modo de tortura, era un horror inimaginable. ¿Qué tipo de enemigos había encontrado Natasha en Egipto? No podía pensar en otra cosa, lo que debe
haber sido para ella ese momento. Toda su amargura nacía de ahí, esa dureza que la hacía tan atractiva era puro dolor y pura ausencia. Estaba incapacitada para sentir placer, yo no podría imaginar una desgracia mayor. Para qué coño quiere vivir uno si no es para sentir placer.
Inevitablemente toda esta diatriba me puso a pensar en Scarlet. Yo en París, ella en Ámsterdam. Estábamos a cinco horas en tren, a una hora y pico en avión. Es cierto que yo tenía un chip en el culo y la Goldigger me lo había prohibido, pero coño, estaba tan cerca. Podría darle la vuelta y justificar el viaje, aunque sea para espiarla de lejos, a ella y a la niña, su hija, ¿mi hija?
Salí del baño, me vestí, metí en la caja fuerte los cien mil dólares que me devolvió Pantera, bajé al business center para que la CIA no monitoreara mi computadora, y me puse a tratar de ubicar a Scarlet en internet.
No era fácil manejar Google en francés para buscar páginas de direcciones en holandés. Pero, después de un par de minutos, logré volver a su perfil de Facebook. Otra vez miré sus fotos y la foto de la niña. Me metí en su Instagram y pasé como media hora enfermo viendo a Scarlet. Era una sensación indescriptible. Si cuando la conocí me sentía solo, cómo me podía sentir ahora que lo había perdido todo. Mis padres habían sido asesinados. No tenía hermanos. Mi única amiga era mi jefa. No existía ninguna relación afectiva en mi vida.
Me había convertido en un robot. Lo único que quedaba en mi alma, que aún estuviese vivo, era su recuerdo, su piel, su furioso e insaciable deseo sexual y su inteligencia infinita.
Sin darme cuenta mis lágrimas comenzaron a bañar mi rostro. Mis dedos temblaron al acariciar el teclado para pasar de una imagen a la otra, como si en ellas estuviese todo lo que me faltaba. Mi vida no estaba en París persiguiendo fortunas, héroes o criminales… Mi vida estaba en ella… Con ella… Para ella… Así fuese lo último que intentase, tenía que tratar de reconquistarla.
58 de la calle Lijnbaanssteeg, la dirección apareció en las páginas blancas, sencilla, corta, poética. La busqué en Google Earth y me ubiqué en el mapa. Conozco bien Ámsterdam. Por muchos años me acercaba allí durante el fin de semana del
cumpleaños de la reina, cuando todos los holandeses se vestían de anaranjado y las calles se hacían peatonales para rumbear.
En mi opinión es la mejor fiesta urbana del planeta.
El edificio de Scarlet quedaba relativamente cerca de la estación central. Tenía que encontrar la manera de acercarme.
Verla de lejos. Respirar el mismo aire que salía de sus pulmones. Seguirla. Saber qué hizo con mis reales. Al final se lo llevó todo, la muy hija de puta. Todo el cash, todas la
propiedades. Era mi esposa, por más que sea, debe haber sido una mantequilla para ella poner todo a su nombre. ¿Pero lo habrá reinvertido? ¿Vivirá con un hombre? ¿Con el padre de esa niña? ¿O era esa niña su sobrina? Hay muchas jevas que publican fotos en Facebook con niñas, como si fueran sus hijas, pero al final no lo son. Había que averiguarlo todo.
Se hacía tarde y me tenía que alistar para la cena. Sabía que no le podría ganar a los franceses si me vestía con alguno de sus diseñadores locales maricones, necesitaba el apoyo de un italiano. Me fui para Ermenegildo Zegna y ahí me hicieron un traje de tres lucas, no muy ostentoso, que reflejaba un tono azul eléctrico. Me lucía, sabía que dejaría a la rusa pidiendo chicharrón.
Bajé al lobby y me recibió un chofer con una nota de Natasha que decía que ella y su socio me esperarían “en el barco”. Me pareció buena señal y me fui con el tipo. El barco en cuestión se llamaba “Inclusion Sociale” y estaba en el Port de la Bourdonnais, al lado de la torre Eiffel.
Hacía un frío del carajo, pero eso le daba aún más caché a la vaina. De hecho pensé que no sólo Planchard sino también la palabra caché venía del francés. A lo mejor yo tenía más en común de lo que imaginaba con esta tierra de jevas orgiásticas y galanes con tufo.
Afuera del barco, unas modelos africanas tenían una lista. Mi nombre estaba pero como Jean Planchard. Pensé que era buen nombre para un espía: Jean–Marie Planchard. Avisaron por walkie talkie que había llegado, recibieron una instrucción y me pidieron que esperara ahí, pues me venían a buscar.
Miré alrededor y vi, en la entrada del muelle, una pared con el rostro del Ché Guevara sobre la bandera arcoíris del orgullo gay. Me dio paja el Ché, por más que sea, pasó toda su vida fusilando maricos y después de muerto lo convirtieron en símbolo gay. Eso se llama karma, mi pana.
Al minuto llegó Natasha, me miró el traje italiano e hizo un gesto de aprobación. Me dio un abrazo y un beso en la frente como para seguirme humillando:
—Vamos de una que el gentío está llegando y se nos va a distraer el hombre.
La seguí por unas escaleras hacia abajo, y entramos a una especie de recepción, con una pequeña tarima en la que me pareció ver a Manu Chao probando sonido. Era un barco antiguo para navegar ríos de París, con espacios para rumbear y paredes blancas en las que se proyectaban clásicos del cine de propaganda soviético. Había como cien invitados. Algunos parecían arroceros, pero la mayoría tenía pinta de ser gente importante.
Pasamos por un pasillo, y una caballota con el pelo teñido de amarillo y pinta de venezolana, me ofreció una champaña. Se la acepté y vi que estaba en traje de gala con una banda que decía Miss Zulia, igual a las que les ponen a los culos en el Miss Venezuela. Natasha me hizo señas de que no me detuviese y la siguiera, y así lo hice, pero a medida que avancé fui notando que todas las mesoneras de la fiesta tenían bandas del Miss Venezuela: Miss Guarico, Miss Amazonas, Miss Miranda… Un poco de hembras de un metro ochenta, ofreciéndole champaña y pasapalos a los invitados, con sonrisas enormes que irradiaban alegría, sus narices operadas de la manera que le gusta a Osmel, y esa cadencia particular con la que caminan después de meses de entrenamiento y de hambre. Me tomó un minuto comprender la vaina, pero estaba clarísimo: no eran unos culos locales que habían disfrazado de Misses, eran las fuckin concursantes del Miss Venezuela en persona. Cualquier venezolano se hubiese dado cuenta inmediatamente.
Al final del pasillo, Natasha le ordenó a unos guardias de seguridad enormes que me dejaran pasar. Me revisaron por todos lados, sin delicadeza, y me dirigieron hacia unas
escaleras en espiral.
—Por aquí –señaló Natasha y comenzó a bajar.
Al final de las escaleras había dos guardias más, y me volvieron a revisar. Esta vez me pidieron el pasaporte y se lo dieron a otro guardia que le tomó una foto y lo chequeó en una computadora. Finalmente me lo devolvieron y nos dejaron pasar. Caminamos por un pasillo, llegamos a donde un mayordomo que saludó a Natasha con un gesto, y nos abrió una puerta de caoba negra.
Llegamos a un salón privado, oscuro, elegante, sin música.
En el centro había una mesa redonda de mármol con un busto de Lenin tallado en la piedra. Saab estaba sentado con Miss Monagas de un lado y Miss Dependencias Federales del otro.
Era un tipo elegante y carismático, con un traje blanco de John Galiano, el cabello engominado hacia atrás y un habano Rey de Dinamarca en la boca. Cuando entré me pareció que lo sorprendí metiéndole el dedo a Miss Dependencias Federales, bajo la mesa. Pero aparte de ese detalle, se notaba en completo control de la situación.
—Juan, conoce a Fernando Saab; Fernando, conoce a Juan Planchard –dijo Natasha, un poco nerviosa.
PARÍS SIN DUDAMEL
Saab se sacó el tabaco y lo dejó reposar sobre la pequeña corona dorada con la que vienen los Rey de Dinamarca. Se puso de pie, me sonrió, me ofreció su mano y dijo con un acento extraño, entre Sirio y Colombiano:
—Bienvenido a París, hermano, gracias por venir.
—Al contrario, gracias por la invitación.
—Siéntese por favor.
Natasha le hizo un gesto a las Misses para que piraran, y ellas obedecieron. Cerró la puerta tras ellas y nos quedamos solos los tres.
Saab sacó una botella de coñac LOUIS XIII y me sirvió en un vaso de cristal.
— ¿Conoces el Louis XIII? –preguntó.
Yo lo miré con calidez y respondí:
—Lo conozco de vista.
Se rió sabroso, como si mi respuesta fuese suficiente para agarrarme cariño. Le sirvió otro vaso igual a Natasha, y se sirvió uno para él.
—Casi cien años tiene ese coñac en esta botella –dijo–.
Imagínate eso nada más: un grupo de franceses en 1921, en la ciudad de coñac, trabajando con todo el cariño del mundo pensando que alguien, un siglo después, apreciaría su obra maestra.
—Increíble –comenté–. ¿Cien años tiene, de verdad?
—No le miento –dijo y mostró la fecha en la botella.
—Nunca lo había pensado de esa manera. Qué belleza – exclamé con sinceridad.
Saab era muy filosófico y caluroso, uno sentía que lo conocía desde hace años y que fácilmente se podría hacer su amigo; pero a la vez era obvio que, si te equivocabas con él, te mataría despacio, escuchando música clásica, con una hoja de acero de Damasco.
Levantó su copa para brindar:
— ¿Entonces tú eres el que nos va a ayudar a tapar el uranio con el cemento?
Natasha se frikeó al escuchar semejante frasecita, pero yo fingí demencia:
—Aquí estamos para servirle, maestro.
Apenas mojé los labios en el Louis XIII, entendí que todo lo que había bebido en mi vida anterior era agua sucia. Ese es el problema con el dinero, no te hace feliz pero te quita la tristeza.
—Yo no te conozco, ni a ti ni a nadie que haya hecho negocios contigo –advirtió –, pero Natasha habla bien de ti.
—Me alegra mucho –dije genuinamente sorprendido.
— ¿Tu parles français?
—No, lamentablemente.
—Planchard es francés.
—Yo sé, pero yo soy Venezolano.
—Lo siento mucho –dijo y yo intenté tragarme la arrechera, pero se me notó –. No se ponga así. Yo también técnicamente lo soy, y no por eso me siento poca cosa.
Era extraño su tono, como si asumiera que ser venezolano fuese una vergüenza, y no tuviera ni que explicar por qué.
Creo que de hecho interpretó mi reacción como arrechera por ser venezolano, no como arrechera por lo que había dicho.
—Yo estoy muy orgulloso de ser Venezolano –dije, y Saab soltó una carcajada, seguro de que lo estaba jodiendo.
—Venezuela es El Dorado –proclamó–, y si algo hemos aprendido los sirios es que a El Dorado no se llega sin indios.
¿A cuánto vende el cemento?
Supuse que se refería a la leyenda de El Dorado y que me estaba diciendo indio a mí, a Jean–Marie Planchard.
—Quince millones y medio por las setecientas mil toneladas. Es lo que cuesta.
Hizo una pausa y sacó números mentales.
— ¿Y cómo se maneja el envío?
—Los brasileños me lo dejan en la frontera, en Santa Elena de Uairén… De ahí en adelante, en Venezuela, podríamos utilizar al ejército.
—Ni que fuera cocaína –dijo y se cagó de la risa.
Yo también me reí.
—Digamos que por envío son cinco millones más y yo me encargo de eso –añadió relajado–, páseme factura por veinte millones. Pero eso sí, se lo pagamos en bitcoins.
En la cárcel había escuchado sobre el bitcoin, a los presos les encantaba, pero yo nunca entendí qué era, y Saab se dio cuenta.
— ¿No maneja bitcoins? –preguntó preocupado, y miró a la rusa.
—Lo manejo, maestro, pero no para cantidades como esa.
—Pues bienvenido al siglo veintiuno. Ya el bolívar no existe y el dólar es muy complicado. Rublos o riales no creo que quiera y en euros no le voy a pagar. Ahora vaya y disfrute que reservé a Miss Monagas para usted. Y no olvide que con nosotros su palabra importa más que cualquier cosa.
—No se preocupe, ha sido un placer –dije y me levanté.
Natasha me hizo un gesto de complicidad y salimos de la habitación.
— ¿Cómo lo ves? –le pregunté cuando ya estábamos afuera.
—Perfecto, le caíste bien.
Me guió por un pasillo y me abrió la puerta de un cuarto.
Entré y vi a Miss Monagas sentada en la cama, lista para ser cogida. Natasha me miró con una sonrisa:
—Dale tranquilo y con calma, y ahora que salgas hablamos. Bienvenido a la familia. Comenzó a cerrar la puerta, pero yo la detuve.
— ¿Qué es esto? –pregunté molesto.
— ¿Qué es qué? –replicó sorprendida.
—No ando pendiente de tirar aquí –dije con firmeza.
—Te están brindando una niña preciosa, ¿te vas a negar?
Me hablaba con un tono amable pero amenazante.
—Yo no junto los negocios con el sexo –respondí con seriedad, y se cagó de la risa.
Miré a Miss Monagas y a su cuerpo escultural, esperando pacientemente con sonrisa de primera finalista. Pero no le quería echar un polvo, estaba demasiado nervioso y la chama estaba actuando como una esclava sexual. Yo nunca he tenido peo con la prostitución, pero esto estaba más allá. Y era una Miss, coño, tampoco así. Venezuela se respeta.
—De pana que no –le dije a Natasha –, está bella la niña y todo, pero no quiero tirar obligado, y además… nosotros acabamos de tener un momento muy especial.
La rusa pareció estremecerse por mis palabras, y en el frío habitual de su rostro se asomó cierta inocencia. Por primera vez pude visualizar a la niña llena de ilusiones que había sido alguna vez. Para ella el sexo se había convertido en algo mecánico, en una simple herramienta de interrogatorio. No estaba acostumbrada a que alguien le dijese que lo que había vivido con ella era especial.
—Como quieras –dijo y abrió la puerta.
La miré con cariño, sin tratar de seducirla. Más allá del aroma a crimen que impregnaba todos sus movimientos, era imposible para mí olvidar su historia, y eso me hacía capaz de perdonarle cualquier cosa. Pienso que se dio cuenta y lo agradeció. Le agarré la mano, como para recordarle que en mí tendría siempre a un amigo, y bajó la mirada. Parecía confundida, como si sintiese que todos sus años de entrenamiento le estuviesen fallando conmigo.
Salí de la habitación, la tomé de la mano y la traje detrás mío hasta llegar a cubierta. La fiesta se había llenado y estaba prendida. Manu Chao cantaba en vivo: “Me gustan los aviones, me gustas tú”. Pero nadie bailaba, casi todos parecían estar hablando de negocios, aunque todos tenían pinta de comunistas.
— ¿Quién es toda esta gente? –le pregunté a Natasha.
Ella miró alrededor.
—La crema y nata de la revolución del siglo veintiuno – respondió, con orgullo.
— ¿En serio?
Natasha me sonrió con ternura, como si parte de lo que le gustase de mí fuese mi ingenuidad. Movió el rostro y apuntó a tres caballeros muy elegantes:
—Esos tres británicos que ves ahí son Jeremy Corbyn, George Galloway y Ken Livingstone. Ellos son los que cuadraron con El Comandante el guiso de la gasolina gratis para los buses de Londres. Chávez les dio treinta millones de dólares para ese programa, y esa apenas es la cifra que se anunció. Lo que les pasó en comisiones y financiamiento indirecto debe ser al menos diez veces esa suma, pues logró convertir a Corbyn en líder del Partido Laborista, el principal de oposición británica. Y si todo sale bien, puede que sea el próximo Primer Ministro del Reino Unido.
—Una vainita…
—Ese que ves ahí es Juan Carlos Monedero, el operador principal del chavismo en España…
— ¿Y Pablo Iglesias?
—Ya debe venir por ahí.
Me señaló a otro grupo:
—Esos que ves junto a tu embajador Isaías Rodríguez, son los capos del Movimiento Cinco Estrellas de Italia. Se le ha ayudado mucho desde su fundación, y tenemos fe en que entrarán a la coalición de gobierno el año que viene. No son tan de izquierda como quisiéramos, pero manejan los sindicatos y eso en Italia es oro.
Se me había olvidado Isaías, qué bolas.
—Detrás de ellos –continuó– ves a López Obrador. La revolución se ha gastado una fortuna en él, con la esperanza de que algún día gobierne México. Yo creo que es un idiota y una pérdida de capital, pero tiene socios en común con Maduro y eso tiene sus ventajas.
— ¿Quién es el que está con él?
—El de la derecha es Ignacio Ramonet, uno de los intelectuales franceses que más negocios montó con Chávez; y el de la izquierda Jean-Luc Melenchon, el Pablo Iglesias de Francia.
—Por ahí también veo a Zapatero.
—Correcto, y esa que está con él es Florencia Kirchner.
— ¿La loquita gótica esa?
—Cuidado con lo que dices, puede que sea la más rica de todo el barco.
Nunca se podrá poner en duda la capacidad que tuvo El Comandante para crear una red de poder internacional. Todos parecían conocerse y tenerse cariño. Incluso los que menos pintaban parecían intelectuales de esos que sí saben sobre Marx, y sobre la importancia que tienen las alianzas entre los trabajadores.
Natasha y Saab no eran chaborros de Barinas, eran verdaderos profesionales, formados en las mejores escuelas de París, Moscú y Teherán. Se veía que se rasparían hasta a sus madres sin pensarlo, y que se movían en peos que podían
desatar guerras nucleares: “Tapar el Uranio con cemento”, había dicho el tipo. Yo no estaba seguro de lo que significaba, pero sonaba a confesión de crimen frente a un agente de la CIA.
En ese momento entró el demente de Pablo Iglesias.
—Joder, Juan, ¿cómo has estado? –me dijo y me abrazó.
Natasha me miró sorprendida por el calor con el que me saludaba Pablito. Ella ya me estaba agarrando confianza, pero en ese momento entendió que sería un error subestimarme. Yo no era ningún recién llegado.
Conocí a Pablito cuando era un humilde profesor de la Complutense, y se la pasaba viniendo a Caracas a plantear la formación de un frente revolucionario en España.
Pero nadie le paraba mucha bola.
La revolución tenía una relación estrecha con Rodríguez Zapatero; quien había llegado al poder gracias a que Irán se voló los trenes de Atocha tres días antes de las elecciones del 2004. Pero a mí a veces me encasquetaban a Pablo porque al tipo le gustaban las pepas y yo estaba súper conectado con los raves de Huguito, el hijo del Comandante. Al final Pablito se hizo pana de Huguito, y lo jodió tanto que le sacaron un chequecito. Lo pusieron en contacto con los iraníes y entre todos le financiaron un partido político que todavía no había llegado muy lejos, pero cada vez se acercaba más al poder.
—Conoce a mi amiga Natasha –dije y la señalé.
Pablo le estrechó la mano, con respeto.
—Un placer, Pablo Iglesias.
—Natasha Sokolova.
—Joder, qué gusto. He escuchado mucho de usted.
—Espero que nada bueno.
—Solo lo bueno.
— ¿Y ustedes de dónde se conocen? –preguntó Natasha.
Su presencia ponía nervioso a Pablo, claramente ella estaba más cerca que él del centro de poder.
–Pablo tiene –contesté– desde el dos mil siete diciéndome que llegará a ser Primer Ministro de España.
Natasha se rio y Pablo se sonrojó, pero de inmediato replicó:
—Llegaremos, os juro que llegaremos y más pronto de lo que creéis.
—No lo dudo –respondió Natasha.
—Hablando de duda –le pregunté a Pablo, cambiando el tema para ayudarlo–, ¿no has visto a Dudamel?
—Dudamel se volteó, tío –dijo con molestia.
— ¿En serio?
—Sí, tío, el año pasado en las protestas, ¿que no le habéis pillado?
—No, la verdad estaba en otro peo.
— ¿Qué otro peo?
—Una vaina personal.
Pablo miró a Natasha buscando aprobación, pero ella volteó hacia otro lado, sin interés.
—Pues sí –añadió Pablo–, lo perdimos al muy traidor.
Supongo que no aguantó la presión en el imperio. Nadie le daba tanta legitimidad internacional a la revolución como Dudamel. Perderlo era como perder el alma.
¿Qué demonios había hecho Maduro para perder a Dudamel?
— ¿Y Maradona? –pregunté.
—Maradona sigue con nosotros.
Era un alivio. El día en que se voltee Maradona se acabará el sueño.
—Los dejo, queridos –dijo Natasha y comenzó a despedirse.
Recordé que en los raves caraqueños no había peor espanta culos que Pablo Iglesias. Entre el dragón y el acento gallego, era terrible rumbear con él.
—Te llamo mañana –susurró Natasha y se fue hacia el interior del barco, supongo que a ver a Saab.
Me saqué a Pablo de encima lo más rápido que pude, y me di una vuelta más por la fiesta, haciéndome el guevón para salir del barco. Les eché una última mirada a todos, como para que no saliese nunca de mi memoria ese mapa del mundo real, y me entró una sensación rara. Toda esa cuerda de bichos se habían hecho millonarios gracias a Venezuela. Sentí que si Jean–Marie Planchard pusiera un explosivo en ese barco, se salvarían millones de vidas venezolanas.
Quizá la CIA se me había subido a la cabeza o me había lavado el cerebro. Quizá me había poseído el espíritu de Bolívar, quien con un ejército de esclavos se fue a la guerra para dejar de pagarle impuestos a los europeos que explotaban nuestra tierra. “El Dorado my ass” había dicho Bolívar y ahora lo digo yo. Venezuela se respeta. Y lo que sea que tenga que hacer todo venezolano para sacar a estos lambucios de nuestra tierra, está justificado.
Pasé por el hotel, me eché un baño chola, me vestí y me fui directo al aeropuerto para agarrar el próximo vuelo hacia Ámsterdam.
ÁMSTERDAM SIN HONGOS
Aterricé en Ámsterdam cuando amanecía. Cogí el tren del aeropuerto a la estación central y salí a caminar por el Damrak, mientras la ciudad despertaba.
Tenía demasiados recuerdos de Ámsterdam. Hace unos años era para mí una especie de Meca a la cual ir a rumbear, drogarse y coger catiras a precios razonables. Papas con mayonesa y tres comidas chinas al día, shows de sexo en vivo en las noches y, a veces, cuando uno se sentía cultural, meterse unos hongos alucinógenos para ir al Museo Van Gogh. A mí no es que me guste el arte, pero Van Gogh en hongos es otra
vaina. Girasoles que dan vueltas y te observan. El tipo no hacía cuadros para que uno los mirara sino para que los cuadros lo miraran a uno. Y todo lo hacía con hongos, pues en Holanda siempre ha habido más vacas que personas, y
drogadicto que se respete sabe que donde hay mierda de vaca hay hongos. Por eso la gente de Mérida siempre está contenta.
Si usted nunca ha probado hongos alucinógenos hágase un favor y los prueba. La vaina no sólo te saca de control y te pone a reír por cinco o seis horas, sino que además te desenrolla el coco como por tres meses. Es imposible deprimirse por un trimestre entero después de meterse hongos, el que me consiga algo en el mundo que tenga un efecto comparable, que me lo venda.
Pero en Ámsterdam ya no venden hongos legales. Los locales se obstinaron de ver a los turistas gringos riendo fuera de control, y decidieron guardarse ese tesoro para ellos mismos. Lo que sí es legal todavía es el monte. Los famosos Coffee Shops siguen funcionando sin misterio y con estilo para todos los gustos. Hay uno al salir de la estación central llamado “Central”, que abre a las siete de la mañana. Me fui directo y me sorprendió ver que estaba bastante full, pero no de turistas sino de gente que venía a darse un toque técnico antes de ir a trabajar.
Me pasaron el menú y cuando me vieron indeciso me recomendaron una híbrida predominantemente Sativa llamada Mako Haze, que había ganado hace unos años el Cannabis Cup como mejor monte para comenzar el día. Me faché una vara delgada y seguí caminando por el Damrak mientras me la fumaba.
Era una nota medianamente eufórica sin paranoia, ideal para superar el trasnocho y prepararme para lo que podía ser el reencuentro más importante de mi vida.
Fui caminando lentamente, planificándolo todo.
Obviamente no podía permitir que Scarlet me viera. Pero había que encontrar la manera de verla salir de su casa. Lo primero era quedarse afuera, esperando, pero si no salía la muy perra habría que mandarle una pizza o algo por el estilo.
Me compré un pasamontañas con tapaboca, no sólo por el frío sino también para tener con qué cubrirme el rostro, en caso de que la vaina se pusiese chiquita.
Me dirigí lentamente al 58 de la calle Lijnbaanssteeg, que estaba a pocos minutos de la estación. Al rato entré en el turbo que da la mezcla del THC con el frío, reflexionando sobre mis pasos y el absurdo de toda la misión. La jeva fijo ya estaba casada por la Iglesia y apenas se acordaba de mí. Pero tenía que verla. Era más fuerte que yo. Hay elefantes nómadas en África que, durante las sequías, caminan por kilómetros hasta
llegar a un lago. Nadie entiende cómo saben llegar a ese lago, pues nunca antes han ido. Y la respuesta que da la ciencia, es el instinto. Algo le dice a esos putos elefantes que si caminan kilómetros en esa dirección encontrarán agua.
Y lo mismo me pasaba a mí. No había manera de racionalizar mis acciones, pero mi instinto me decía que tenía que venir a verla.
Fui bajando por la calle Lijnbaanssteeg y, un pelo antes de la casa de Scarlet, encontré una panadería llamada Amour Bakery. Así es mi vida, un fuckin cliché recién salido de una novela de Leonardo Padrón, en la que frente a la casa de la protagonista hay una panadería llamada Amour.
Entré y pedí un croissant de chocolate, para bajar la moncha. Me estaba por sentar en la barra a esperar que me lo calentaran, cuando una niña de unos seis años me tocó la
espalda para llamar mi atención:
—Debería pedir el croissant de almendra –dijo en perfecto inglés–, es mucho mejor que el de chocolate.
La niña vestía uniforme escolar y pude notar en su suéter un sello de la Escuela Británica de Ámsterdam. Era rubia, tenía dos crinejas y los ojos verdes esmeralda. No pude reconocer su acento, pero pensé que ninguna niña gringa le hablaría con esa confianza a un extraño, a menos que tuviese mucho tiempo viviendo en Europa.
Cuando vio que me quedé pegado mirándola chasqueó el pulgar con el dedo índice para despertarme. Me reí y le hice caso, cambié mi orden y pedí el croissant de almendra.
—A lo mejor debería pedir también un café –dijo con picardía.
Le hice caso y pedí un café. Sonrió orgullosa al ver que yo seguía sus instrucciones. Le pregunté si quería algo y me respondió con seriedad de adulto:
—De querer, quiero muchas cosas, pero mi mamá tiene una cuenta aquí y sólo me puedo llevar un croissant. Gracias.
Le dijo un par de vainas a la holandesa que nos atendía, y me dejó completamente loco cuando… ¡recibió el croissant de chocolate! ¡El que yo había pedido antes! ¡El último que quedaba! Me había recomendado el de almendra para que no
le quitara el de chocolate… la muy ratica.
—Mañana puede pedir el de chocolate si quiere –dijo y me picó el ojo, por si no me había quedado claro que me estafó.
Abrí la boca asombrado, riendo con admiración por las habilidades de la pilluela. Ella me miró con orgullo y se despidió con un legendario:
—Welcome to Amsterdam.
Se dio la vuelta y salió del restaurant. Yo la seguí con la mirada, fascinado por la facilidad con la que me había malandreado. Cruzó la calle, le pegó un par de mordiscos al croissant de chocolate y lo puso dentro de la cesta que guindaba del volante de una bicicleta rosada. Abrió el candado de combinación que amarraba su bici a un poste. Se puso unos audífonos inalámbricos plateados, buscó en su celular algún track musical, y le dio play. Agarró el croissant de chocolate, le dio otro mordisco… Y ahí fue que, a su lado…
La vi…
Mi sueño…
Mi pasión…
Mi destructora…
La culpable de mi tragedia y mi única posible salvación:
Scarlet… se paró frente a la niña del croissant… Le arregló el uniforme, le apretó las crinejas, le limpió el bigote de chocolate que recién se le había formado…
Vestía un abrigo de lana azul turquesa, unos denim nevados, unas botas peludas rosadas, una bufanda negra…
Estaba a diez metros de mí. Con acercarme un poco podría tocarla. Apenas la vi olvidé todo lo malo y recordé su cariño, el sentido que todo cobraba al estar entre sus brazos. La tenía… tan cerca… era como una aparición… mi amada, tan bella como antes, gozando del dinero y de la libertad que me robó. Mi Scarlet, la de siempre pero ahora con una hija, una niña que aún sin conocerme ya me había estafado, que se
llamaba Joanne y tenía una edad que hacía sospechar que quizá… Tan solo quizá… De nuestro amor infinito había quedado algo más que el recuerdo.
Scarlet se montó en otra bicicleta y abrió el candado de combinación que la amarraba al poste. Le dio un casco a la niña y se puso otro. Le preguntó si estaba lista, en inglés. Y al escuchar que sí, arrancaron las dos, en bicicleta, calle abajo.
Yo salí tras ellas como hipnotizado. Ni siquiera me tapé la boca con el pasamontañas. Si Scarlet se hubiese volteado en ese momento me hubiese reconocido de inmediato, y parte de mí quería que así fuera. Que me saludara. Que me abrazara y me preguntara cómo era posible que estuviese allí. Que me pidiese explicaciones y yo le contase las vainas locas que me estaban pasando, y le dijese que si lo que quería era todo mi dinero, tan solo me lo hubiese pedido y yo se lo hubiese dado.
Aumentaron el ritmo y yo aumenté mi paso al perseguirlas.
La ruta de las bicicletas en Ámsterdam es casi tan importante y concurrida como la de los carros. Pensé en palearme una bici, pero todas estaban encadenadas.
Se empezaron a alejar de mí, y yo entré en desesperación, como si se me estuviesen escapando para siempre. Así fue que mi instinto otra vez superó a mi razón, y arranqué a correr tras ellas, a toda velocidad.
Había pasado seis años preso, soñando con este momento.
Nada ni nadie podría detenerme. Corrí con desenfreno, con euforia, con furia. Corrí con alegría, con toda la fuerza que me daba mi cuerpo…
Pero no había avanzado ni quince metros cuando una figura de dos metros, con un sobretodo negro, me tackleó y me metió empujado a un carro.
El carro aceleró y el tipo se me sentó encima. Sacó una jeringa y me clavó la aguja en el cuello.
En un par de segundos me quedé dormido…