06.DIC.20 | PostaPorteña 2169

LA VENGANZA DE JUAN PLANCHARD (VIII)

Por Jonathan Jacubowicz

 

RUMBEANDO CON MADURO

Al llegar al hotel Baltschug Kempinski las gemelas se bajaron de la limo y tomaron un taxi, como si nada. Natasha no me comentó nada del sexo que acababa de presenciar.
Simplemente me dijo que iba directo para una reunión en el Kremlin y me mandaría a buscar en un par de horas.

Entré por el VIP y un mayordomo me llevó a mi habitación. La ventana de mi cuarto daba hacia el río Moscova, con la basílica de San Basilio y el Kremlin de fondo.
El hotel tenía como cien años de antigüedad y había servido para hospedar a todos los revolucionarios del último siglo.

Eché una vomitadita chola para tratar de bajar el efecto de la curda, y me di un baño para quitarme de encima el avión, la saliva y el flujo vaginal de las rusas.

Al salir me puse a mirar por la ventana y me entró un culillo horrible. Era demasiado bueno como para ser verdad, que me estuviesen invitando a una reunión del alto mando en el Kremlin. Había la posibilidad de que me hubiesen descubierto y quisieran utilizarme para mandarle información falsa a la CIA. Era una idea aterradora, pero era menos absurda que la noción de que me llevarían a ver a Maduro para cuadrar un negocio de cemento, en un momento en el que había una guerra a muerte dentro de la revolución.

En el televisor decía “Welcome” y unas letras rusas. Les tomé una foto con Google Translate y vi que era el nombre completo de Natasha. Le hice copy y paste y me puse a buscar información sobre ella en ruso, y fui leyendo algunas vainas que Google traducía automáticamente.


El abuelo de Natasha se crió en la Unión Soviética durante la postguerra, pasando más hambre que piojo en peluche; pero con el tiempo fue creciendo en influencia dentro del partido Comunista. A finales de los años setenta, el man se convirtió en uno de los testaferros del líder soviético Leonid Brezhnev, y gracias a eso logró tener la exclusividad de la producción de zapatos para toda la población del país. Escúchese bien: Una sola fábrica en toda la URSS producía los zapatos que utilizaban los casi trescientos millones de habitantes del imperio soviético. Tamaño de guiso.

En lo que comenzó la Perestroika, la población de Rusia entró en una movida de querer zapatos gringos. El abuelo de Natasha se cagó y pensó que el guiso se le venía abajo. Pero su hijo (el papá de Natasha), lo convenció de utilizar sus conexiones para traerse marcas occidentales, como Nike y Puma, en exclusiva, y con eso fueron aumentando su fortuna de manera descomunal.

Cuando terminó de caer el comunismo, ya eran multimillonarios, y se han mantenido entre los más ricos de Rusia desde entonces. Algunos cálculos dicen que la familia
tiene diecisiete mil millones de dólares, casi el doble que Diosdado. Pero, aparentemente, Natasha se había peleado con su papá y había hecho su propia vida, como aventurera en varios lugares del mundo. Por ningún lado salía nada de que
estuvo presa en Egipto o de sus conexiones con Venezuela. Se la describía como una socialité venida a menos, que no se llevaba bien con su familia y que, por ello, había tenido dificultades económicas.

Le mandé un texto a la Goldigger y le pregunté si podía hablar con ella. Me contestó que ni se me ocurriera, que en Moscú me estaban observando y grabando todo el día, y que de hecho era mejor que borrara ese mensaje.

Demasiada paranoia la vaina. Miré alrededor, para ver si había cámaras o grabadoras. Había muchas vainas sospechosas. Pero decidí tomármelo con calma y echarle bola a lo que viniese.

Al rato me buscaron en la limo Maserati, pero sin gemelas, y cuando comenzamos a rodar noté que no íbamos hacia el Kremlin. Aquí fue, mi pana, pensé: Mínimo me meten en los calabozos de la KGB a torturarme hasta que sapee a todo el mundo, y después me venden por partes. Aunque la verdad era que yo estaba dispuesto a sapearles lo que quisieran, sin tortura, con tal de que me ayudasen a escapar de los gringos.

Pronto llegamos a un restaurante llamado “Bon”, rodeado de limosinas y carros oficiales, entre los cuales estaba la caravana diplomática de Venezuela con nuestro tricolor nacional.

Me recibió un agente del servicio secreto de Rusia, me guió hacia la puerta y entramos a un lugar más extraño que el coño: oscuro, medio sado maso pero elegante, me recordó un pelo a la mansión de Sade de Nueva York pero en una versión más gánster. Con decir que las lámparas estaban hechas con unas Kalishnikovs a las que les montaban un bombillo encima.

Las paredes eran negras, con vitrales góticos, y los asientos una mezcla del estilo patotero americano con el vampirismo tártaro. Un happy pop ruso sonaba con su cursilería acomplejada, a todo volumen. Habían cerrado el restaurante para la ocasión.

En la mesa principal estaban sentados Saab y Natasha con cuatro tipos que no conocía… y frente a ellos… de espaldas a mí… el gigante gentil que había heredado del Comandante Supremo el privilegio de conducir la revolución que cambió la
historia del siglo veintiuno: Nicolás Maduro.

¡Ladies and gentlemen, we got him!
Saab se puso de pie para saludarme. Maduro se volteó y me miró.
— ¿Cómo está Presidente? –dije con mucho respeto.
—Epa, chamo, qué bolas –respondió poniéndose de pie. Me dio un fuerte abrazo que casi me saca el aire.
—No sabía que eras tú, camarada, qué locura –exclamó con alegría.

A Saab le salió una sonrisa de oreja a oreja al ver que no era paja que Maduro me conocía.
Me presentaron a todos los presentes, pero yo estaba demasiado cagado como para retener quién era quién. Algunos hablaban persa, otros ruso, y otros español. Era evidente que ya habían comido y me habían invitado a unirme al final de la
cena.
—Este es un encuentro épico –dijo Maduro–, acabamos de llegar a un acuerdo que cambiará por completo la historia, no sólo de nuestra economía sino de la economía mundial.

—Qué bueno, Presidente, me alegra mucho –contesté.

—Me encantó la idea del señor Saab, de poner el experimento a prueba con su compañía de cemento.

Miré a Saab sin tener puta de idea de cuál era el experimento.

— ¡Vamos a tener nuestra propia criptomoneda!–exclamó Maduro con una emoción contagiosa.
— ¡Qué bueno, qué bueno! –repetí yo como un loro tartamudo.

—Vea, Don Juan –dijo Saab–, le hemos propuesto al Presidente una moneda similar al bitcoin pero respaldada por las riquezas naturales de Venezuela.

— ¡San Petro! –Gritó Maduro–, como el Soviet de Petrogrado, que era el centro neurálgico de todos los Soviets.
—La idea –siguió Saab– es utilizar la adquisición de su cementera como piloto, y comprarla con petros.
Poco a poco iba entendiendo la vaina y me cuadraba más por qué me querían ahí: Yo era una especie de conejillo de indias para una nueva modalidad de guiso internacional.
—Pero esta moneda –dije–, ¿se puede cambiar a otras monedas?
—Es un como un bono petrolero pero detallado –intervino Natasha–, sin intermediarios y, lo más importante, sin pasar por el dólar ni por la banca internacional.

—Se llama petro también por el petróleo –dijo Maduro–, es la mejor manera de combatir el bloqueo del imperio y alcanzar nuestra independencia económica.

—Bueno, yo le echo bola –dije a sabiendas de que no era ni mi dinero, ni mi cemento–, pero tendrían que explicarnos bien cómo funciona la vaina.

—Fue en Libia que nos conocimos, ¿no? –preguntó Maduro con su sonrisa lateral.

—Claro, con el señor Gaddafi.

Se cagó de la risa y miró a Saab.

—El gran Comandante Muammar Gaddafi, si hubiese tenido al petro, todavía estaría en el poder. A ese lo jodieron los europeos, al congelarle el dinero.
Todo el mundo afirmó, completamente de acuerdo.

Era un poco deprimente la vaina, la verdad. Cuando visité al Comandante en Miraflores sentí que estaba frente a un profeta. Su enigma del elefante blanco todavía me persigue y me hace reflexionar. Pero Maduro no es ningún profeta. Es un
carajo campechano y risueño, amable, infantil. Cuando habla uno siente que todos a su alrededor intentan hacerle sentir importante, pero en el fondo lo consideran un idiota.

Obvio que no es fácil heredar ese trono. Por más que sea El Comandante nos permitió enriquecernos de manera alocada, mientras el pueblo pensaba que los defendía, y los intelectuales de Europa alababan su compromiso como campeón de los pobres.

Pero este tipo, Maduro… digamos que… no es el tipo. No es el tipo para defender el legado del Comandante. Todo el fervor revolucionario que me causaba Moscú me lo quitaba su alegría natural. Porque en el fondo, eso es lo que saca la piedra, la felicidad de Maduro. El Comandante era un tipo histérico, siempre andaba arrecho y esa arrechera era la que hacía contagiosa su lucha contra la burguesía. En cambio Maduro está contento y se le nota, sabe que la vida lo ha tratado bien y parece tener la firme
convicción de que todos los problemas se terminarán resolviendo solos, tarde o temprano. Está en Moscú rodeado de gente seria de otro país, vendiendo nuestro petróleo detallado para sobrevivir en el poder un poco más. Me mira con cariño porque sabe que yo sé quién es: Un tipo que nunca estará triste, ni siquiera si termina preso.

Para él ya la vida valió la pena. Se convirtió en uno de sus héroes, el presidente
de una nación rebelde sancionada por el imperio, un narcoestado que le late en la cueva al Tío Sam.

— ¿Te quieres regresar a Venezuela con nosotros? –me preguntó, de repente. 

Yo acababa de llegar a Moscú. Había tanto que ver, tanto que descubrir. Lo que menos quería en el mundo era regresarme a Venezuela. Pero al mirar a Saab y a Natasha, los
dos me pelaron los ojos con un mensaje claro: “ni se te ocurra decir que no”.

Así fue cómo terminé abordo del Airbus A319-100 Presidencial, el que compró Chávez y Maduro utiliza para viajes largos. Un avión construido para ciento cincuenta
pasajeros que había sido convertido en apartamento aéreo: Tenía dos habitaciones con duchas de masajes, una sala de cine en la que también se podía hacer karaoke, una barbería, una cocina, y una sala de juegos con una mesa de ping pong, una maquinita original de pinball de Terminator, y un futbolito. 

SEAN PENN Y LAS BURRAS

Todavía no se me había pasado la pea, cuando me encontré jugando futbolito con un Maduro sin camisa y en interiores

Ovejita, volando desde Moscú hacia Maiquetía.

— ¿Tú sabías que el ethereum es un programa de Putin? – me preguntó.

—No, la verdad no sabía –respondí, sin tener ni puta idea de lo que me hablaba.

—La FSB, que es como la KGB de ahora, tiene un servicio de inteligencia cibernética arrechísimo. Y crearon el ethereum, que es un como una competencia del bitcoin, y con eso se están haciendo algunas de las fortunas más grandes de Rusia.
—Interesante.
—Y el petro irá de la mano del bitcoin y del ethereum.
Pero es aún más sólido porque tiene valor real en materia prima. Escúchame lo que te digo, nos viene un boom económico similar al de la década pasada, pero no por el
petróleo, sino por la criptomoneda. Vamos a convertirnos en la Suiza de las criptomonedas, y con eso habrá CLAP para todo el país y vendrá el período de calma que todos merecemos.

Había cierto grado de coherencia en la propuesta del tipo.
Si Venezuela se convertía en el centro digital de lavado de dinero de todas las agrupaciones ilegales del planeta, le entraría muchísimo dinero al gobierno.

Al terminar el juego, abrió la nevera y se sirvió un vaso de leche. Era una imagen conmovedora. Un hombre de dos metros que rige los destinos de casi treinta millones de personas, toma leche semidesnudo en un jet mientras sueña con cambiar el sistema monetario del planeta.

—Me dio gusto verte, hermano –dijo–. Tú me haces recordar al Comandante. Creo que no te había visto desde que nos dejó.

—Es posible, Presidente –respondí –a mí también me hace mucha falta el hombre.

—Nadie imagina la bondad de ese ser humano. No hay una noche en la que no me vaya a dormir pensando que seguro fueron los yankees los que lo mataron.

Yo me metí en el viaje paranoico del tipo, y dije lo primero que se me ocurrió:

—Yo creo que fue Sean Penn.
Me miró sorprendido.
— ¿Cómo es eso?
—Yo creo que Sean Penn es agente del imperio y se lo mandaron al Comandante para que le inoculara la enfermedad.

El tipo se quedó loco. Miró al suelo, luego al vaso de leche, tomó un trago y levantó el rostro para mirarme. Tenía los bigotes llenos de leche.

—Tú sabes que a mí me sorprendió mucho una foto que vi –dijo–, en la que Sean Penn aparece con Shimón Peres, cuando éste era presidente de la entidad sionista.

Me quedé frío. Yo había lanzado mi teoría sin mucho fundamento, pero esto la llevaba a otra dimensión.
Maduro sacó su iPhone, buscó alguna vaina conectado al wifi del avión y me mostró en la pantalla una foto de Sean Penn estrechando la mano de Shimón Peres, en una oficina llena de trofeos… con la bandera de Israel de fondo.

—¿Qué hace un hombre –preguntó– que se dice comunista, que es amigo de Fidel y de Cristina, de Evo y de nuestro Comandante supremo; en la entidad sionista, y encima con esta actitud?
—Como si le estuviesen dando una medalla –añadí.
Maduro miró la imagen con infinita tristeza.
—Está clarísimo –continuó–, lo mataron los sionistas por todo lo que hacía El Comandante por los camaradas de Hezbollah, y por el intercambio de uranio con Irán. 

El uranio. ¿Qué coño pasa con el uranio?
—Seguramente –dije–, vea el documental de Netflix de Kate del Castillo, pareciera insinuar que Sean Penn ayudó a la DEA a atrapar al Chapo.

—Me lo creo –replicó pensativo–, tiene que ser así. Sean Penn… El actor favorito del Comandante. Parece mentira…

¿La DEA? Puede ser. La verdad es que nosotros siempre estamos pendientes de la CIA pero la DEA es la que más daño nos ha hecho. ¿Pero qué tienen que ver los sionistas con la DEA?

—No sería malo investigarlo.
—Ya ponemos eso en marcha, camarada. Fíjese que Oscar Pérez también colaboró con la DEA y ese hombre es evangélico, y tú sabes que todos los evangélicos son sionistas.
—No sabía –dije como por reflejo, sorprendido de que el propio Maduro estuviese preocupado por Oscar Pérez.

— ¿Y Danny Glover? –preguntó.
—No lo sé, no lo creo.
Se puso a hacer un search y movió la cabeza negativamente.
—Ahí está, mira, Danny Glover pidiendo boicot al Festival del cine de Tel Aviv. Eso es lo lógico. Al enemigo ni agua…

Se puso a pensar e hizo otra búsqueda.
—Ay coño –dijo mirando su pantalla.
— ¿Qué pasó?
Me mostró otra foto…
—Naomi Campbell. A mí esa negra siempre me dio mala espina.
En la pantalla había varias imágenes de Naomi Campbell con Shimón Peres.

Maduro comenzó a entrar en pánico.
—Ya va, espérate una vaina… 

Se lanzó otro search, hiperventilando, como si toda su vida dependiese de lo que estaba por descubrir.
—Ay coño, no, no, no… –dijo como un niño.
Se le aguaron los ojos y me mostró una foto de… ¡Oliver Stone con Shimón Peres!

—Será que todas estas estrellas que visitaban al Comandante –murmuró Maduro–, ¡¿eran agentes del Mossad?!

Me dio un escalofrío. Yo le había lanzado mi teoría sobre Sean Penn para pantallear, pero en el proceso parecía haber resuelto el enigma más grande de la revolución.

—Esto es muy grave –sentenció.
Se quedó en silencio por unos segundos. Luego unió sus labios haciendo puchero, cogió aire por la nariz, y no aguantó más…
Rompió a llorar. Lloró como un niño. Lloró de soledad, de miedo, de desesperación. Lloró porque se sentía desnudo.
—La traición… La traición… –repitió varias veces, entre sollozos.


Sus lágrimas se juntaron con la leche en sus bigotes. Yo no sabía dónde meterme. Era demasiado heavy toda la vaina y creo que, de los nervios, me comenzó a picar la nalga derecha donde tenía el chip de la Goldigger. Pensé que quizá el bicho
tenía un micrófono y me picaba porque estaban escuchando a Maduro en Washington y no aguantaban la risa.

—La traición –seguía diciendo el tipo, y yo me sentía traidor.

Me acerqué a la nevera, saqué el pote de leche y le serví otro vaso. Se la tomó, poco a poco, y eso lo fue calmando.
—Coja aire –dije gesticulando la respiración del yoga.
Me hizo caso, y después de un rato desesperantemente largo, en el que casi me da un ataque de risa de los nervios, el tipo se calmó… y me dio un abrazo.

—Muchas gracias, hermano –dijo–, qué importante información la que me acabas de dar. A veces el diablo trae cara de amigo. No podemos confiar en nadie ciegamente.

Me miró fijamente a los ojos, y de repente le cambió la expresión, como si lo que acababa de decir le hubiese llegado al cerebro en ese momento.

— ¿Y tú qué haces aquí? –preguntó, y la preocupación cubrió su rostro. A diferencia de Chávez, Maduro era pésimo escondiendo sus emociones.
— ¿Aquí en su avión? –pregunté.
Se apartó de mí.
— ¿Tú por qué estabas en la reunión de Moscú? –preguntó en un tono amenazante.
—Me invitó el señor Saab –respondí–, pues estamos negociando una cementera y quería que fuese el primer negocio en la nueva criptomoneda.

Maduro me estudió.
—Yo la verdad es que tenía tiempo sin verlo a usted –dijo con cierto acento colombiano, casi listo para ahorcarme.
Tragué hondo, sin ocultar mi miedo pues sería más sospechoso ocultarlo que mostrarlo. Me armé de valor y le dije:

—Señor Presidente, con todo respeto, usted me invitó a viajar en su avión. Si le incomoda mi presencia, me disculpo.
Maduro pasó como treinta segundos mirándome fijamente, como si me intentase leer el alma. Después bajó un poco la guardia.
— ¿Dónde fue que nos conocimos? –preguntó.
—En Trípoli.
— ¿Con Muammar?
—El mismo….
—Espera… Tú eres…. ¿El de la fiesta del chivo?
Intenté aguantar la risa. Pero Maduro no aguantó y soltó una carcajada, y me reí con él. 

—El fucking chivo –gritó–, ¡qué bolas! Se me había olvidado el chivo.
Se siguió riendo y continuó:
—Ese Muammar era un bicho, nos puso a todos a coger chivo.
—A todos no –dije riéndome.
—Es cierto, es cierto. Además, se ve que tú eres demasiado sifrinito como para coger chivo.
—Las burras son mi límite –dije y casi se mea de la risa.
— ¡Las burras son mi límite! –Proclamó–, ¡qué vaina más buena! ¡Me voy a hacer una franela que diga eso: “Las burras son mi límite”!

Me reí con gusto. Maduro era un tipo pana. Era fácil entender por qué era tan bueno creando consenso entre los hijos de Chávez, a pesar de que muchos de ellos se odian entre sí.
— ¡Qué bueno verte, hermano! –Continuó–, disculpa la mala nota, la verdad es que me puso paranoico lo de Sean Penn. Hay que investigar eso.

—Se entiende, Presidente, no hay disculpa necesaria; por el contrario, yo agradezco la confianza.
—Gran palabra esa, confianza. ¿Y tú no has ido para Valle Hondo?
—Todavía no.
—Diles que te lleven.
—Si usted lo autoriza.
—Es que tienes que ver esa vaina, es impresionante. Todo un trabajo de ingeniería, es como Volver al Futuro o Blade Runner. Lo que yo daría porque el pueblo lo viese.
—Mañana mismo lo sugiero.
—No sugiera nada, usted lo exige. Diga que el Presidente personalmente lo invitó.
—Así será, Presidente. 

Me dio otro abrazo.
—La fiesta del chivo… se me había olvidado esa vaina. Lo más arrecho es que no nos cogimos una chiva sino un chivo…
Qué vaina tan loca. Gracias por todo, por el recuerdo. Me hacía falta.
Y así, repitiendo una vez más “las burras son mi límite”, se fue riendo a dormir a su cuarto.
Yo me quedé inmóvil, respirando profundo, unos minutos.
Guardé la leche, me fui al cuarto que me habían asignado, y me acosté mirando al techo, tratando de procesar todo lo que acababa de vivir.

Aterrizamos en Venezuela después de una bola de horas cruzando medio mundo. En Maiquetía nos esperaban dos caravanas, una presidencial para él y la otra para mí.
Me llevaron a mi hotel. Llegué a mí habitación y me acosté con un jet lag gigantesco. Horas después, al prender el televisor, Maduro estaba en cadena nacional.

— ¡San Petro! –exclamaba al anunciar que la revolución entraba en la era de las criptomonedas.
Supuse que nadie repararía mucho en eso. Todo el mundo asumía que lo del petro era una alegoría al petróleo nada más, así de hecho estaba planteado. Pero el bolsa gritaba ¡San Petro! porque al bolsa siempre le traiciona el subconsciente, y a él lo que le importaba era su metáfora disparatada del Soviet de Petrogrado.

Todos los políticos y opinadores de oficio se burlaron de la criptomoneda de Maduro. Nadie calculó el tamaño del guiso.
Siempre es fácil menospreciar sus planes, porque está claro que Maduro no es nuestro Stalin, es nuestro Forrest Gump: Un tipo limitado pero oportuno, que se sabe en el lugar indicado a la hora indicada, que disfruta de los pequeños triunfos sin dejar que las derrotas lo depriman y por eso siempre cuenta con la suerte, esa mujer maravillosa e injusta que tiende a enamorarse de aquellos que confían en ella.


Al día siguiente una criptomoneda llamada petrodollar subió su valor dos mil por ciento… porque los inversionistas  incautos de todo el planeta pensaron que se trataba de la de Maduro.

De eso tampoco se habló en Venezuela. Todo el país estaba pendiente de República Dominicana, donde Rodríguez Zapatero había cuadrado un supuesto diálogo entre el gobierno y un grupo que incluía opositores conejos y opositores cómplices. Como siempre, se le veía la mano equivocada al mago mientras escondía la moneda.
En la noche salí para California a ver a Scarlet.


NOTA DEL COMPILADOR

Lo que sigue es la transcripción de los mensajes de WhatsApp intercambiados entre Pantera y Natasha.
NATASHA
Estimado Constituyentista, me urge hacerle una pregunta. Le habla Natasha Sokolova.
PANTERA
A su servicio, Doctora.
NATASHA
¿Entiendo que usted conoce bien al Señor Juan Planchard?
PANTERA
Afirmativo.
NATASHA 

¿Es de su confianza?
PANTERA
Fue mi jefe por muchos años. Pasó tiempo en el norte y regresó hace poco.
NATASHA
Hay gente preocupada por sus intenciones.
PANTERA
Entiendo. Si quiere nos reunimos y conversamos. 
 


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