18.DIC.20 | PostaPorteña 2172

Agustín Tosco, Entre Su Propia Épica Y La Impostura Ajena

Por Jorge Sigal

 

Uno de los líderes de la izquierda de mi juventud que recuerdo con mayor admiración es Agustín Tosco. La épica de su breve historia crece en contraste con ciertas imposturas que tiñen hoy su legado moral y lo reducen a un eslogan publicitario

Jorge Sigal / La Nación el 14 de diciembre de 2020

Secretario general del Sindicato de Luz y Fuerza de Córdoba en los años 70, “el Gringo” era un tótem para la izquierda no peronista en aquellos tiempos de furia. Gigantón, delgado, de rasgos europeos, su estampa parecía emerger de una postal de la Revolución Francesa. Solía encabezar las marchas obreras enfundado en su mameluco de operario raso; trabajaba por la mañana en la Empresa Provincial de Energía Eléctrica (EPEC) e iba al sindicato por la tarde; vivía en una casa modesta y se había criado en un hogar de clase media baja con piso de tierra, pero donde jamás faltó una biblioteca. Era un obrero ilustrado.

Tosco abrevó en el marxismo, pero no era mesiánico. Así como se enfrentó como pocos con José Ignacio Rucci, líder de la CGT nacional y emblema de la denominada “burocracia sindical”, no dudó en condenar enérgicamente su asesinato cuando un comando montonero lo acribilló, el 25 de septiembre de 1973, para escarmentar a Juan Domingo Perón.

Tampoco aceptó plegarse a la fuga de partisanos presos junto a él en la cárcel de Trelew, en 1972 (y que terminó en una masacre perpetrada por las fuerzas de seguridad), porque no creía en las “acciones aisladas de las masas”. Aunque trataron de seducirlo muchas veces, rechazó con énfasis a los grupos terroristas de izquierda. La última vez que lo hizo fue cuando, ya gravemente enfermo, el ERP (brazo armado del PRT, Partido Revolucionario del Pueblo) ofreció trasladarlo a un hospital de campaña en el monte tucumano, donde esa facción insurgente había instalado su cabecera de playa para “la toma del poder”.

Sorpresivamente, la imagen del líder gremial combativo volvió en los últimos tiempos a la escena pública en boca de Máximo Kirchner durante una sesión de la Cámara de Diputados. El hijo de la vicepresidenta tuvo al menos la prudencia de advertir que hacía la invocación gracias a la ayuda de “compañeros y compañeras” que siempre tratan de “desasnarme”. La aclaración parece imprescindible, ya que unir a Tosco con las prácticas políticas del kirchnerismo resulta, como mínimo, una brutalidad.

Pretender la utilización de la corta vida del legendario dirigente del Cordobazo (murió a los 45 años por una enfermedad encefálica, en la clandestinidad, el 15 de noviembre de 1975) para alimentar la mística de un conglomerado de activistas rentados, algunos de ellos dueños de fortunas injustificables, muchachones más afectos a la rosca que a la ilustración, es en realidad un contundente ejemplo de maniqueísmo utilitario. Relato insustancial.

Mucho más absurdo resulta ese maridaje retórico con el clasismo proletario, en estos días en que ha trascendido la renovada alianza del hijo del poder con Hugo y Pablo Moyano para escarmentar al gobierno de la ciudad de Buenos Aires.

Unir el ideario de Tosco con este tipo de prácticas mafiosas solo es posible en cabezas disociadas. Que los militantes tomen en serio esa alquimia discursiva solo puede atribuirse a carencias afectivas.

Tuve la oportunidad de conocer a Tosco apenas un mes antes de su muerte. Con captura recomendada por una Justicia dócil al poder de turno (el tercer gobierno peronista gobernó de 1973 a 1976 casi por completo bajo leyes de excepción), sentenciado a muerte por el Comando Libertadores de América, versión cordobesa de la sangrienta Triple A, el Gringo se alojó por unas horas en nuestro pequeño departamento familiar de la calle Rivadavia y Pichincha. Había llegado, camuflado con una peluca, un rato antes a la estación Retiro junto a un grupo de dirigentes de su gremio, entre los que se encontraba mi amigo Alberto Caffaratti –secuestrado y asesinado. Entendí que, en realidad, no quería (o no podía) quedarse dormido a pesar de que se lo notaba agobiado y débil; me impactó su enorme curiosidad pocos meses después–, para ser atendido en secreto por médicos del Partido Comunista. Luego de un fugaz e improvisado almuerzo preparado por mi madre, mantuve una amena charla a solas con aquel “pasajero” en fuga. Aunque sufría de jaquecas que lo enceguecían, se mostró interesado en saber mi opinión sobre la situación política del país, me consultó sobre los libros que poblaban la biblioteca de mi cuarto y acerca de la vida universitaria que entonces yo transitaba. Entendí que, en realidad, no quería –o no podía– quedarse dormido a pesar de que se lo notaba agobiado y débil. Me impactó su enorme curiosidad. Pero mucho más, su humildad casi monacal. Cuando sus compañeros se lo llevaron por fin de aquel improvisado refugio, no tuve tiempo de procesar el significado de la insólita visita. Ni siquiera de los riesgos que había corrido mi familia: la Argentina se había transformado en un lodazal de sangre y yo había albergado a uno de los hombres más buscados del país.

La mayoría de aquellos sindicalistas que acompañaron ese día al dirigente cordobés fueron detenidos o secuestrados en el horrible verano de 1975-1976. La cacería se desató dos meses después de enterrar a Tosco, luego de trasladar su cadáver en un auto particular –simulando que era un acompañante– desde Buenos Aires, lugar en el que falleció (aunque su certificado de defunción diga otra cosa), hasta la capital cordobesa. En el sepelio, al que concurrieron unas diez mil personas, quedó registrada otra imagen del país bárbaro: una brutal represión policial obligó a sus compañeros a esconder el cuerpo en un panteón extraño hasta que, finalmente, se le dio furtiva sepultura en los días posteriores.

Un año antes, el Consejo Superior del Movimiento Nacional Justicialista (MING) había emitido precisas “directivas” para enfrentar “la guerra desencadenada contra nuestras organizaciones y dirigentes por los grupos marxistas, terroristas y subversivos”. La noche había comenzado a cerrarse. La biografía de los hombres públicos se construye con tiempo. Cualquier intento de apresurar el paso de la historia estará contaminado por las pasiones, los partidismos y las mezquindades. Tosco fue un actor importante de un momento de inusitado vértigo político y social.

Acorralado por la violencia demencial que trataba de arrastrarlo hacia el molino de los iluminados y vanguardistas, perseguido y encarcelado muchas veces, en minoría frente a una dirigencia gremial que lo consideraba un cuerpo extraño, supo sin embargo tender puentes hacia la política con amplitud: en las pocas horas que estuvo en mi casa, a una de las personas que aguardaba contactar con mayor ansiedad era al entonces senador radical Hipólito Solari Yrigoyen, a quien consideraba su amigo. Su figura puede ser controversial. ¿Cuál no la es de esa Argentina desgarrada de los años de plomo? Sin embargo, si pasa la prueba del olvido, su imagen se parecerá más, seguramente, a la que pintó en imponente retrato el artista Juan Carlos Castagnino, la del guerrero insumiso que soportó con dignidad los barrotes de la cárcel y la oscuridad de su final, que a la que los farsantes posmodernos pretenden usurpar para alimentar su proyecto autoritario. 


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