26.DIC.20 | PostaPorteña 2173

LA VENGANZA DE JUAN PLANCHARD (IX)

Por Jonathan Jacubowicz

 

El AMOR

Regresar a la cárcel fue una vaina muy bizarra. Tenía un par de semanas afuera, acostumbrado a hoteles de lujo, comida exquisita y duchas de masajes. Pero a pesar de que no me devolvieron a mi celda, para no poner a sospechar a quienes me conocían; cuando me dieron mi uniforme de preso y me encerraron a solas, sentí que regresaba a casa.

Había calma entre esas cuatro paredes alejadas de todo peligro, sin engaños ni confusiones, sin mentiras ni agendas ocultas; me daban la posibilidad de relajarme y aceptar mi verdad: Estoy en San Quentin pagando condena porque le metí un tiro en el culo a un gringo. Tan sencillo como eso, sin estrategia, sin interpretaciones.

El encierro también me dio tiempo para reflexionar. Pensé que desde que salí hasta que llegué, a pesar de que mis actos giraban alrededor de Venezuela, casi todos aquellos con quienes interactué eran extranjeros. Nuestro país se ha convertido en el escenario de una guerra de potencias que se cagan en nosotros. Nos subieron a ligas mayores pero sólo para recoger pelotas. Somos la mascota del equipo.

A la mañana siguiente, me despertaron para decirme que tenía visita. Le di gracias a Cristo por haberme sacado de la cárcel justo las dos semanas previas a la visita de Scarlet. Hace apenas unos días yo era un hombre quebrado, y hubiese sido
decepcionante para ella verme así. Ahora era un tipo que se movía entre la gente más rica del mundo, y eso cambiaría mi manera de actuar con ella. La pobreza es inocultable pero el billete también se nota. Muéstrame un rostro y te diré cuánto
tiene en su cuenta bancaria.

Me pusieron las esposas y me guiaron por varios pasillos.
Caminé como media hora, pasé por dos edificios, quince puertas de seguridad, un gimnasio, una cafetería… hasta que finalmente llegué al cuarto de las visitas.
Estaba full. Había como veinte reclusos sentados frente a las ventanillas, hablando con sus seres queridos a través de un auricular. Me ubicaron en un cubículo cerrado, con un vidrio que reflejaba mi imagen. Esperé un rato mirándome la cara…anhelando ver otra vez a esa hechicera maldita que por años intenté sacar de mi mente, sin lograrlo, a pesar del tamaño del daño que me había ocasionado.

Lo primero que vi fueron sus dedos. La ventanilla estaba atascada de su lado, y ella tuvo que meter las manos para empujarla y abrirla. Sus uñas estaban pintadas de verde manzana. Su mano derecha hacía fuerza, pero no lograba mover la ventanilla, y yo no podía ayudarla porque un vidrio me separaba de ella. Todo el drama debe haber durado pocos segundos, pero para mí fue una eternidad, no por impaciencia sino por placer. El placer de ver sus dedos era suficiente como para que valiese la pena respirar. Cada una de sus cutículas me seguía estremeciendo. Cada milímetro de su piel, cada peca, cada curva de sus huellas dactilares, todo en ella sabía a vida y
me sacudía… Sí… la jeva me había jodido, pero ¡qué jeva, man! 

Te lo juro que no cambiaría nada de lo que viví con ella. Finalmente abrió la ventada de golpe e hizo un ruido horrible. Eso la hizo asustarse y soltar una carcajada…

Así me miró por primera vez, en medio de una sonrisa cómplice que borraba por completo lo que podría haber sido un momento incómodo para los dos.
Yo también sonreí embobado por su presencia. Ella miró abajo, todavía sonriendo pero recordando que la situación no era de risa. Sintió vergüenza y miró a un lado, donde estaba el auricular. Lo agarró y con un gesto me invitó a agarrar el mío.

Puse el teléfono sobre mi oído y la miré fijamente. Ella también me miró. Pasamos así unos segundos… en un silencio que ninguno se atrevía a interrumpir.
—Qué bella estás –dije finalmente.
Volteó hacia otro lado y se le aguaron los ojos. Sacudió la cabeza como diciéndose a sí misma que no….
Se puso una mano sobre la boca para intentar no llorar, y sacó fuerza, no sé de dónde, para sonreír. La chama estaba peor que yo. Era increíble.

—Te extraño –soltó como un susurro. 

Qué bolas. La amo.

La amo tanto.

Decidí parecer fuerte. Por más que sea yo estaba ahí por culpa de ella. Era demasiado decente de mi parte calarme que me viniese a visitar. Pero que encima haya venido a decirme que me extrañaba… era una vaina que rayaba en la tortura psicológica.

— ¿Por qué no viniste antes? –pregunté.

Me quitó la mirada. Era obvio que no había venido antes porque lo lógico era que no viniese nunca.

—Me caso en dos semanas –dijo como respuesta.

La miré sin mostrar emoción.
— ¿Y qué quieres, que te dé mi bendición? –pregunté con frialdad.
Dijo que no con un gesto de tristeza. No sabía qué decirme.

—A lo mejor no debí haber venido –respondió.
Scarlet ya no era una carajita. A los veinticinco años se había convertido en la mujer que siempre imaginé cuando la conocí. Pero había algo diferente. Había un vacío en su mirada. Un miedo. Como si la promesa de ser que movía sus primeros años, se hubiese extinguido ante la realidad de estar.
Tenía todo lo que siempre soñó, pero no se sentía como lo había soñado.

—Yo también te sigo amando –dije sin pensar lo que decía.
La chama soltó una risa nerviosa y ahí sí, se puso a llorar.
—Perdóname –suplicó–, lo siento tanto. No sé por qué lo hice, era muy joven… Tenía tanta presión.
Se deshizo en emociones. Mi princesa escarlata estaba arrepentida, soñando con volver atrás para cambiarlo todo y estar a mi lado. 

—No te cases –le dije, como quien da una orden.

Ella cerró los ojos y negó con la cabeza, como si fuese imposible cambiar esa decisión. Luego sin abrir los ojos añadió:

—Te faltan nueve años de condena.
La muy puta, me tiene aquí desde hace seis años, me pide disculpas, le digo que me espere y me dice “sorry, te falta burda”.
Abrió los ojos, y cambiando el tono dijo:
—Hay alguien a quien quiero que conozcas.
Miró hacia atrás, le hizo un gesto a alguien para que viniera y… así fue como…
Lentamente…
Se fue acercando a nosotros…
Una imagen…
Una aparición…
Unos pies…
Un torso…
Un rostro…
Joanne…
Mi Joanne…
Se sentó al lado de Scarlet y escuchó cómo su mamá le decía:

—Joanne, quiero que conozcas a tu papá.
Se me fue lo que me quedaba de aliento…
Era la niña del croissant de chocolate. Mi hija. Mi ser. Mi todo. Mi sentido de vivir. Mitad Scarlet, mitad yo. El ser biológico perfecto. Mi hogar y mi destino. La única razón por
la cual valía la pena todo lo vivido y lo por vivir. Scarlet le dio el auricular.

— ¿Tú? –preguntó Joanne confundida. 

Me había reconocido. Me acababa de ver, cómo no me iba a reconocer.
—No es posible –susurró.

Scarlet se puso nerviosa. Pensó que su niña estaba actuando con rebeldía y me estaba despreciando.
—No seas así, Joanne –dijo con tono de madre incomprensiva.
—Mamá, él estaba en Ámsterdam hace unos días.
Scarlet la miró como regañándola:
—Estás confundida, no seas tontita y salúdalo que nos queda poco tiempo.

Joanne me miró, esperando que lo confirmara. Scarlet le hizo un ademán, como pidiéndole que actuase emocional para que tuviésemos el momento memorable que nos merecíamos todos. Yo aproveché su distracción y puse mi dedo índice sobre mis labios y con ese gesto le pedí a Joanne que no dijese nada sobre nuestro primer encuentro.
Joanne inmediatamente me pilló la seña y comenzó a actuar.
—Disculpa, perdón, me debo haber confundido. Es… Muy bueno conocerte…


Yo estaba hecho un manojo de emociones. No sólo se había confirmado mi instinto de que era mi hija. No sólo quedaba asegurado para siempre que en una parte del universo viviría la suma indivisible entre Scarlet y yo; sino que además, por las circunstancias, ya había un secreto entre nosotros, y eso abría las puertas de una amistad.

—Te puedo mostrar todas las pruebas de ADN –dijo Scarlet–, es tuya, y no quisiera volverla a apartar de ti.
Miré a Joanne sin poder contener mi alegría.
—Hola linda –dije–, disculpa que no he podido estar contigo. Pero te prometo que eso va a comenzar a cambiar.
Sonrió emocionada.

— ¿Aquí te dejan usar whassup? –preguntó.

—No siempre, pero si me das tú número, yo me las arreglo.
— ¡Un minuto! –gritó uno de los guardias.

Scarlet se molestó, pensó que era un momento demasiado especial como para cortarlo de repente. Pero Joanne y yo ya teníamos nuestro secreto. Ella sabía que si había aparecido en su pastelería una vez, podía volver a aparecer. Me recitó su
número de teléfono y a mí, que nunca recuerdo un coño, se me quedó grabado en lo más profundo de la mente.
—No te imaginas la felicidad que me da conocerte –le dije con una sonrisa.

—A mí también –me contestó sin poder ocultar su ilusión.
Creo que a Scarlet la frikeó un pelo ver nuestro nivel de confianza inmediata. Sintió remordimiento por habernos separado. Pero yo no le guardé rencor. Todo había salido como estaba escrito en nuestro destino. A estas alturas yo lo único que tenía que hacer era cumplir con mi misión y negociar mi libertad.


Cuando el guardia dijo que quedaban diez segundos, Scarlet volvió a tomar el auricular.
—Gracias –me dijo.
—No te cases –le respondí y me miró con vértigo.
— ¿Por qué me dices eso? –protestó.
—El destino baraja las cartas, pero nosotros las jugamos – repliqué y se cortó la comunicación.

Las ventanillas se comenzaron a cerrar. Scarlet me miró sin aliento, pero yo dejé de mirarla para ver a mi hija. “Yo te escribo” le dije con un gesto.

Me picó el ojo y me mostró su pulgar derecho, igual que lo había hecho al estafarme el croissant de chocolate.
Cuando se terminó de cerrar la ventanilla, pensé que era el hombre más feliz del mundo. 

EL PADRINO GENERAL

Al día siguiente salí para Caracas, contento y enfocado. Mi misión ya no solamente era una oportunidad para redimirme sino mi pasaporte hacia una vida soñada. Llegué a mi cuarto en el hotel y abrí una de las botellitas de ron Cacique del mini bar. Miré por la ventana y pillé al gran conglomerado del crimen internacional que hacía negocios en la piscina. Era una imagen que normalmente me hubiese dado un rush de adrenalina, la revolución siempre ha tenido aroma a muerte y esa combinación de riesgo con gozadera es la que me había seducido desde mis inicios. Pero por primera vez, al verlos, sentí miedo… no por mí sino por ella. Mi hija. Era muy heavy la sensación. Tenía una niña preciosa que llevaba mi sangre y la de mis difuntos. Era una responsabilidad espiritual, moral, genética… Una responsabilidad que sólo podría asumir estando vivo, y no hay nada menos recomendable para aquel que quiera permanecer vivo, que hacer negocios en la Venezuela socialista.

Natasha me llamó y me invitó a una fiesta en un penthouse en Plaza Venezuela.
—Hay un General que es mi padrino en todo esto, y quiere conocerte para ver si terminamos de cuadrar la adquisición.

La rusa me buscó en el hotel y llegamos chola a un edificio antiguo, completamente tomado por la policía política.
Muchos militares que se han mudado a El Country o a La Lagunita, pero hay otros que han convertido viejos apartamentos de las zonas en las que vivían cuando eran
pobres, en vainas alucinantes.

El General Reyes era uno de ellos. Se había criado en Pinto Salinas y desde chiquito, al visitar Plaza Venezuela, sentía que estaba en el corazón de una metrópolis que lo
excluía. Ahora vivía en un apartamento de tres pisos con vista a la Plaza de su infancia, y se sentía como el rey de la nación.

—Aquí abajo está La Tumba –me dijo Natasha al bajarnos del carro.

Yo sabía muy poco sobre La Tumba, la principal cárcel de torturas de la revolución, y Natasha se dio cuenta:

— ¿Nunca has estado en La Tumba?
—No, la verdad.
—Si el General se anima te damos un tour, es un proyecto nuestro.
— ¿Cómo que nuestro?
—De los rusos, nosotros la modelamos basándonos en la Lefortovo de Moscú.
—Ya…
—Si te portas bien, hacemos un toque técnico en La Tumbita.
— ¿Y eso qué es?
—Es como La Tumba pero de mujeres. Está llena de estudiantes de universidades privadas, niñas bien que andaban marchando con Leopoldo y Freddy, y las capturaron, y los padres no hay podido pagar lo que se pide por ellas.

Natasha lo describía con una fascinación extraña. Era difícil entender por qué una tipa tan poderosa presumía de tener unas carajitas presas. Pensé incluso que se veía reflejada en ellas, socialités venidas a menos. Después comprendí que todo era parte de una estrategia de extorsión de la cual yo mismo estaba por ser víctima.

Entramos al penthouse del General Reyes y mi primera sorpresa fue que no había nadie. Natasha me había dicho que veníamos a una rumba, pero claramente me había mentido.
Una soldada cubana en uniforme militar, sin insignias, nos abrió la puerta y con un gesto nos pidió que esperásemos sentados en un sofá.
El piso era del granito original que ponían en los edificios clase media en los años sesenta. Estaba lleno de muebles Natuzzi verdes, rodeados de cortinas rojas, como del Lido de París. Había una mesa de pool con una cafetera turca sobre el fieltro, y en la pared un televisor de sesenta y cinco pulgadas, enmarcado en madera tallada como si fuese una obra de arte. 

Se abrió una puerta y vi entrar a un general gordo, con cejas de gallego. Y cuál fue mi sorpresa al ver que, detrás de él, venía Pantera. WTF?

Natasha y yo nos pusimos de pie.
—Doctor –dijo Pantera mientras me extendía su mano con una sonrisa–, tengo media hora hablando maravillas de usted.
Lo saludé con alivio, me señaló al general y continuó:
—Aquí mi General Michael Reyes me citó para preguntarme por usted, y le dije que era de mi completa confianza.

Le estreché la mano al General, uno de los hombres más poderosos del cartel más importante del país, las Fuerzas Armadas Nacionales Bolivarianas.
—Aquí estamos para servirle, mi General –dije con toda la simpatía de la que fui capaz.
— ¿Ya pasó por La Tumbita? –preguntó.
—Todavía no.
—Yo no tengo mucho tiempo para atenderlo, pero el señor aquí, y en especial la señorita, son de mi total y absoluta confianza. Pase por La Tumbita y cuadre todo con ellos, yo lo que quería era conocerlo.

—Perfecto, mi General. Hace días estaba justamente con el Presidente en su avión y me pidió que fuese para Valle Hondo, dijo que es algo verdaderamente impresionante.

Natasha subió las cejas, sorprendida.
— ¿Y cómo para qué quiere ir para allá? –murmuró el General, con cierta alarma.
—Con todo respeto, mi General –respondí–, yo no he dicho que quiera ir, solamente que el Presidente me invitó.
Claro que, para mí, sería útil porque me ayudaría a dar información más específica del proyecto a mis socios, pero si es un asunto delicado puedo comprenderlo. 

Me miró sin mostrar emoción. Luego volteó a ver a Pantera, quien no supo cómo reaccionar y miró a otro lado, como si no fuese con él.

La vaina se puso tensa y el silencio se extendió por unos segundos. Después El General volvió volteó a verme y señaló a Pantera:
—Estamos claros que aquí el Constituyentista Pedro Pantera Madrigal tiene su agenda copada, pero incluso tomando en consideración esa consideración, en vista de que
no podemos correr ningún riesgo, se lo hemos asignado a usted durante todo este proceso.

Miré a Pantera y me observó sin cordialidad, como reprochando que lo hubiese metido en este peo.
— ¿Qué pasó, hermano? –Le pregunté–, ¿hay alguna duda sobre mí?

A Pantera le cambió la cara. Creo que recordó todo lo que había hecho por él.

—No, jefe, doctor, lo que pasa es que responder por otros es duro. Pero yo ya le dije al General quién es usted, y que es como mi hermano.

El General miró a Pantera y le dijo:
—Dele una vuelta por La Tumba y otra por La Tumbita. Mientras tanto yo me comunico con el Presidente y, si lo que el ciudadano dice es cierto, le aviso para que mañana lo lleven a Valle Hondo.

— ¿Yo mismo lo llevo? –preguntó Pantera.
— ¿Algún problema? –respondió Reyes.
—Para nada, mi General. El caballero aquí es costilla mía.

El General miró a Natasha.
—Usted mejor se queda por aquí, pues eso abajo está full de hombres, y tenemos que cuadrar varias cosas.
Natasha pareció sorprendida de que la dejasen por fuera. Pantera me hizo un gesto de que piremos y se puso de pie. Yo obedecí, me paré y dije tratando de sonar calmado: 

—Gracias por la confianza, mi General.

—Gran palabra esa –dijo el General–, confianza… Siga derechito y será cierta pronto.

Pantera me agarró del brazo y salimos poco a poco del apartamento. Caminamos por un largo pasillo hasta llegar al que supuse era el ascensor de servicio. Pantera apretó el botón y las puertas se abrieron. Las paredes estaban cubiertas por láminas de metal, parecía el ascensor de una cárcel. Entramos solos, nos paramos en silencio uno al lado del otro, y mientras se cerraban las puertas, sentí que era el final. Lo típico en
cualquier película de mafia sería que, tras haber descubierto que yo trabajaba para la CIA, pusieran a Pantera a darme el tiro de gracia. Un final trágico pero satisfactorio desde el punto de vista moral, con mi propio pana traicionándome por traidor; para que al público le quedase claro que el código de honor del crimen no hace excepciones.

— ¿Qué es lo que está buscando usted, jefe? –preguntó con una voz muy preocupada, que nunca le había escuchado.
Lo miré, pero no quería devolverme la mirada.
—Lo de siempre, bro, hacer negocios. ¿Por qué lo dices?
El penthouse estaba en el piso diez. El ascensor tenía como treinta años y bajaba muy lento. Pantera continuó:
—Usted acaba de regresar a la pista, y se está metiendo de una con los tipos más rudos de toda la partida.

Después de pasar por planta baja, el ascensor no se detuvo y siguió bajando.
—Es la oportunidad que se me dio –dije con miedo.
Pantera negó con la cabeza, como decepcionado.
—Sepa que para donde vamos, lo van filmar, y todo quedará registrado en un archivo que permanecerá en posesión de ellos.

— ¿De qué me hablas?
Una vez que se cometen crímenes contra la humanidad, con testigos –siguió Pantera–, no hay salida, uno cae junto con la revolución.

—Me estás cagando, men.
El ascensor finalmente se detuvo, como cinco pisos bajo tierra. Pantera se volteó y me miró con los ojos aguados.
—Se hubiese quedado en el norte, Jefe –dijo, y se abrió la puerta del ascensor. 


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