29.DIC.20 | PostaPorteña 2174

LA VENGANZA DE JUAN PLANCHARD (X)

Por Jonathan Jacubowicz

 

LA TUMBA 

La luz nos dejó ciegos. Todo era blanco: las paredes, el techo, el piso, las lámparas.
Pantera salió del ascensor y comencé a seguirlo. Era un pasillo largo, como de treinta metros. Se escuchaba un ruido difícil de identificar. Parecían gritos de animales desesperados, como el que hacen las vacas en los mataderos. A medida que
nos acercábamos se hacían más inteligibles. Traté de pensar en otra cosa, pero se me fue haciendo imposible ignorar que… eran gritos de chamos que estaban torturando.

Llegamos a una reja blanca. Pantera mostró su credencial frente a una cámara, y a los segundos sonó un timbre y se abrió la reja.
Avanzamos. Lo seguí por otro pasillo largo, hasta llegar al lugar desde el cual venían los gritos. Parecía el corredor de un hospital, blanco, con mucha luz, antiséptico, desinfectado por profesionales.

Caminamos con lentitud y comencé a descubrir celdas de prisioneros a ambos lados del pasillo. Pantera me las iba señalando para que mirase lo que ocurría adentro, pero sin detenernos, sin interrumpir.
En la primera tenían a un chamo colgado del techo por los dedos. Era un carajito de quizá diecinueve años, sin duda un estudiante opositor. Estaba completamente desnudo y bajo las bolas tenía una botella de vidrio rota, como esperando su caída. Se veía que ya tenía varios dedos fracturados de tanto jalarse hacia arriba, pues si cedía, el vidrio le cortaba las bolas.
El chamo me miró, suplicando que lo liberase. Le quité la mirada, lleno de terror, pero nunca podré olvidar sus ojos.

Seguimos caminando. En la segunda celda reconocí a un chamo que se había metido en un peo con unas armas en Colombia, creo que era de origen Palestino. No llegaba a los treinta años. También estaba desnudo, amarrado a una silla de metal. Dos guardias vestidos de blanco trataban de controlarlo mientras otro le quemaba las rodillas con un soplete. Tenía las muñecas llenas de sangre, como si se hubiese intentado suicidar. Gritaba con todas sus fuerzas, tratando de patear a los guardias para liberarse.

Avanzamos y pasamos al lado de otra celda, en la cual dos guardias se estaban violando a un señor de unos sesenta años, metiéndole la punta de un fusil por el culo. El hombre lloraba desgarrado. Parecía un tipo humilde, de esos que presiden las
juntas de vecinos en los barrios. Sacudía su cabeza con dolor y sollozaba como un niño.
En la cuarta celda, un activista de derechos humanos que recuerdo haber visto en la tele, estaba colgado de una inmensa barra de hielo. Tenía los brazos morados, congelados. Apenas hacía un gesto para liberarse, un guardia viejo y aburrido le
pegaba electricidad. Tenía agujas clavadas en las uñas de los pies, y las agujas estaban conectadas a cables de cobre que lo ataban a tornillos incrustados en las paredes.

En la quinta, a un carajito de unos veinte años le habían dibujado un blanco de tiro al blanco en la espalda, lo habían amarrado a una pared, y dos guardias le lanzaban dardos que lo iban perforando. Tenía varios dardos colgando de su carne, como los toros en las corridas. Gritaba de manera desaforada.
Los guardias se cagaban de la risa compitiendo a ver quién le clavaba otro dardo en el blanco.

Se me fueron los tiempos y casi me desmayo. Me recosté sobre la pared y me tapé los oídos, tratando de ignorar los gritos, pero sentí ese olor… Ese olor maldito que había
olvidado desde la muerte de mi madre, el olor de la sangre humana. Una peste que te impregna los pulmones y te encoge el pecho, mientras todo tu cuerpo te suplica salir corriendo.
Pantera siguió hacia adelante y volteó a verme, como preguntándome si ya iba entendiendo la vaina. Asentí con dolor y solidaridad, y me sorprendió la expresión de su rostro:
Era evidente que esto era tan rudo para él como para mí. Le quise dar un abrazo, pero estábamos siendo vigilados.
Los gritos de los torturados se fueron haciendo menos identificables a medida que nos alejábamos, y eso me ayudó a calmarme… Pensé que ya había pasado lo peor. Pero esto apenas comenzaba. 

Pantera abrió otra reja y seguimos avanzando. A nuestros pies unas rejillas daban a otras celdas. Desde abajo nos miraban prisioneros que tenían en aislamiento, temblando de frío, con trash metal a todo volumen, con luces estroboscópicas por todos lados.

Pantera se detuvo frente a una de las rejillas, se volteó y me dijo:

—Tiene que mear aquí, Jefe.
Me señaló el piso… y al mirar abajo vi a un chamo que creo que era diputado opositor en la Asamblea Nacional.
— ¿Es en serio? –pregunté.
Pantera afirmó con tristeza y me dijo en un terrible inglés:
—No choice.
Me saqué la paloma, con las manos temblando, y a duras penas pude echar un chorrito. No miré hacia abajo mientras lo hacía, pero la celda era tan pequeña que sin duda estaba bañando de meado al diputado.

Recordé lo que me dijo Pantera en el ascensor y lo entendí todo: me filmaban para montarme un expediente de violación de los derechos humanos. Con estas imágenes en su poder, no era fácil traicionar a la revolución. Bastaría con mostrar ese video, en cualquier parte del mundo, para destruir mi credibilidad y posiblemente meterme preso de por vida.
Terminé de mear y Pantera siguió caminando. Llegamos al final del pasillo, cruzamos a la derecha y llegamos a otra reja.
Se parecía a las demás pero en esa había una mujer custodiando.
Pantera le mostró su credencial y nos dejaron pasar.

—Ahora es que viene lo heavy –dijo Pantera, como si acabásemos de ver Candy Candy–, la famosa Tumbita es como La Tumba pero de mujeres.
Tragué hondo. Torturar mujeres es una de las vainas más dark que puedan existir. El solo pensar que unas carajitas de la Universidad Católica estaban en manos de estos monstruos, me dio de todo. Yo era padre de una niña… si me ponía a imaginar a alguien haciéndole daño, se me llenaba el paladar de bilis y me ponía a fantasear con asesinar a todo el mundo.

Traté de armarme de valor, pero nada me preparó para lo que vería. Entramos a una sala de espera, en la que no menos de quince generales jugaban dominó escuchando Alí Primera.

Al verme se cagaron un poco, pero Pantera les hizo un gesto para calmarlos:
—Viene invitado por el General Reyes.
Me miraron de arriba a abajo. Un general de división de la vieja guardia, de unos sesenta años, rompió el silencio…

—Pásalo de una, que no se quede aquí.
—A sus órdenes, mi general –respondió Pantera.
Salimos a otro pasillo. La música fue bajando de volumen… y comencé a escuchar voces de mujeres.
Pantera se metió la mano en el bolsillo, se sacó un condón y me lo dio.
—A estas niñas se las violan cincuenta veces al día, protéjase para que no le peguen una vaina.
Lo miré atónito.
—Estás loco, brother, yo no me puedo coger a nadie aquí.
—Usted me dice, jefe, estamos bajo cámara. Yo no lo voy a obligar pero si quiere hacer negocios con los tipos, lo necesitan en salsa de hongos.

Al final del pasillo llegamos a una celda que tenía al menos veinte carajitas desnudas. Chamas de la Universidad Metropolitana, de la Católica, de la Santa María, una que parecía de Arquitectura de la UCV, otra de la Monteávila.…
Niñas que uno vería en las Gaitas del San Ignacio, pero que no eran las hijas de los grandes apellidos de la nación. Eran hijas de gente trabajadora que había echado palante con esfuerzo, gente que probablemente lo había perdido todo por la crisis y que por eso no tenía cómo pagar lo que estos verdugos pedían por liberarlas…

Estaban desnudas, intentando taparse, coñaceadas, amorateadas, en medio de jaulas separadas por barrotes, con los ojos hinchados de tanto llorar.

Pantera abrió la celda principal y ni siquiera se inmutaron. Era evidente que cada veinte minutos venía un tipo diferente a violarlas. Algunas miraron a un lado, tratando de que no las eligiera. Otras deformaron su rostro con un gesto, para parecer feas. Unas pocas me miraron curiosas, quizá sorprendidas por mi juventud, quizá porque les recordaba a alguien.

Se me aguaron los ojos, era como ver a mis antiguas compañeras de estudios convertidas en esclavas sexuales, como ver a mi hija despedazada después de una violación. No era posible que ese fuese el verdadero rostro de la revolución.

Di un paso atrás y salí de la celda, listo para irme a mi casa y no regresar nunca más. Así tuviese que pasar toda mi vida en San Quentin, nada justificaba un crimen tan horrendo.

Pero Pantera me detuvo.
— ¿Hermano, qué vaina es esta? –le pregunté.
—Un poco de culos, y su seguro de vida.
—Pero brother esto no es lógico, yo lo que quiero es hacer negocios.
—Tiene media década en el imperio y se vino directo a la cresta de la revolución… Usted sabe que yo lo quiero como a un hermano, pero tiene que reconocer que es sospechoso lo que está haciendo.

—Yo lo que ofrecí fue vender cemento…
—Y en menos de una semana ya se reunió con el número uno.
La gente está nerviosa.
— ¿Quién está nervioso?
—Todo el mundo está nervioso con usted.
— ¿Maduro está nervioso?
—Maduro cree en Sai Baba y siempre está en otro peo…
Pero él sólo es uno de los ocho comandantes que gobiernan alpaís.
— ¿Pero es el Presidente, no? 

—Del ejecutivo, sí. Pero la vaina es más complicada. Se la puedo explicar con calma mañana, pero aquí tiene que decidir si juega o no juega.
— ¿Y si piro qué?
—Pira nada, jefe, si no juega vamos de regreso y lo tendré que dejar en la tumba para que se lo cojan con un fusil.

Mi hermano Pantera, no me lo decía como amenaza, me lo decía con resignación. Estaba claro que yo no tenía opción y todo el tour tenía como objetivo montarme en la olla.
—Esas niñas –añadió– llevan ya casi medio año aquí. Se las tienen que haber violado dos mil veces. Usted entra, hace su mierda y ellas ni se dan cuenta.

Mañana es otro día, la revolución le agarra confianza y todo camina. Hágase un favor y actúe con seriedad. Pero hágalo rápido que arriba lo están observando.

Era la voz de un amigo planteándome el dilema más grande de mi vida: Violación o muerte, venceremos.

Volví a la celda y estudié a las chamas rápidamente.
Busqué a ver cuál era la mayor, la más fea, para bajar mis niveles de culpa, y me fui por una que parecía de 25 y me miraba sin tanto temor.
Pantera me abrió la celda. Me acerqué a ella y subió los hombros con resignación. Se sentó sobre una colchoneta como esperando que la agarrase a la fuerza, era evidente que había aprendido a no resistir.

Me le acerqué al oído como para besarla y le susurré: —Sígueme el juego que no te voy a hacer nada. 

Mi miró con duda, como para entender si estaba jugando con ella como parte de un fetiche extraño. Le puse la mejor cara que pude, y creo que se tranquilizó.
Se acostó y me acosté sobre ella, me bajé el pantalón, me puse el condón y sin metérselo comencé a moverme como si me la estuviese cogiendo.
Las demás chamas miraron hacia a otro lado, con resignación. Todas menos una que desde una esquina me decía:
—Lo van a pagar todo, no crean que esta mierda es así. Tarde o temprano pagarán. Ya falta poco… ¡Asquerosos!

La chama a la que supuestamente me estaba violando, se puso a llorar. Quizá la conmovió el hecho de que no la violara, pues el gesto le recordaba que había esperanza en la especie humana y eso lo hacía todo más desesperante. No imagino el estado al que tiene que haber llegado una mujer para que agradezca que no la violen. Al ver sus lágrimas, fue casi imposible no ponerme a llorar… Apresuré la acción todo lo que pude. Me hice el que estaba acabando y terminé mi show.
Ella no me miró más. Yo me levanté, me saqué el condón y lo tiré en la poceta que tenían a un lado. Me guardé la paloma y me fui mientras escuchaba:
—Vas a pagarlo. Poco hombre. No tienes madre, mamagüevo.

Por un segundo pensé que la chama que gritaba me conocía y hacía referencia a la muerte de mi madre. La miré a los ojos y ella me miró desafiante. Tenía la cara llena de golpes, se veía que cuando le tocaba lo peleaba y pagaba las consecuencias con dignidad.

Miré para otro lado y salí cabizbajo. Había cruzado una línea irreconciliable. La revolución me tenía en cámara violando a una prisionera, con las demás prisioneras como testigos. Era un criminal de lesa humanidad. Me tenían
agarrado por las bolas para siempre.

Pantera me llevó al hotel y se caló que me pusiese a llorar.
No me dijo nada. No había nada que decirme. Al llegar abrió los botones de su camioneta y me miró con compasión:
—Mañana lo busco a las seis de la mañana. Espero llevarme la sorpresa de que se fue para el norte. Pero si no, salimos temprano para la Carlota y de ahí nos vamos al Baúl.
¿El Baúl? A mí nadie me había hablado de ningún Baúl.
¿Qué vaina es esa? 

ESCLAVOS EN EL BAÚL

Pasé la noche llorando como una marica. A las tres de la mañana, pensé que ya era de día en Europa y decidí mandarle un mensaje a la única persona que me podría sacar de este nivel de obscuridad. Escribí su número en mi whassup, revisé su perfil para confirmar si era ella, pero en vez de su foto
encontré una imagen de Betty Boop.

Lo dudé por un momento, pero después pensé que sí, esa niña era lo suficientemente cool como para ser fan de Betty Boop. Pensé en escribirle, pero supuse que era muy chiquita como para leer, así que le mandé un mensaje de voz…

—Hola Joanne, es tu papá…

Se me quebró la voz y no pude decir más nada. Me arrepentí de inmediato: Era poco probable que una niña tan pequeña tuviese su propio celular, pensé que Scarlet lo escucharía primero y lo borraría. Pero después recordé que la propia niña me había dicho que la buscase por whassup.

Después de unos segundos recibí confirmación de que había llegado mi mensaje, pero todavía no estaba en el azul que indica que ya fue escuchado, y no decía si ella estaba online. Traté de pensar en otra cosa y me puse a mirar el techo, hasta que… casi me desmayo cuando llegó la notificación de su respuesta. Me puse tan nervioso que el dedo me temblaba y no lograba darle play al mensaje. Respiré profundo dos veces, para calmarme, y finalmente logré apretar el botón y escuchar su voz:
—Hola papá.

Qué bolas. Lloré lo que me quedaba por llorar. No era normal pasar de la oscuridad absoluta a la alegría, en tan poco tiempo, era demasiado para cualquiera. Me puse a pensar cómo responder. Quería que fuese mi amiga y contase conmigo, no quería asustarla. Ella no estaba para ayudarme a mí, sino yo para ayudarla a ella.
— ¿Cómo has estado? –pregunté, corto y preciso.
—Contenta –respondió.

Bien, pensé. ¡Vamos bien!.. Como decía Fidel en 1959.

— ¿Por qué? –pregunté.
— ¿No te ha dicho mi mamá?
— ¿Qué cosa?
—No sé si te puedo decir…
—A tu papá le puedes decir lo que quieras…
—Ok.
Esperé un rato, y me quedé esperando. ¿Ok? ¿Eso es todo lo que vas a decir? No me jodas, no me puedes dejar así, carajita.
— ¿No me vas a decir? –pregunté.

Pasaron unos segundos en los que el puto whassup decía offline. El wifi del hotel era una mierda y no me podía conectar por celular.

Después de una eternidad volvió la señal, y vi que le llegó mi mensaje. Pero no me había respondido nada.
Cogí aire, recordé que era la primera vez que hablaba en privado con ella. Había que ser paciente, lo peor que podía hacer era asustarla. Me concentré en renunciar a la ansiedad.
Ommmmm….Ommmmm… Pero no sirvió. Me enfoqué en mandarle mensajes mentales que la empujaran a que me respondiese, como si fuese Uri Geller doblando una cuchara.
Y funcionó:
—Mi mamá no se casa –dijo.
Carajo viejo…
Casi me da una vaina.
Me paré y subí las manos hacia el cielo y grité: ¡Gracias Señor!
Volví a agarrar el celular, y como para confirmar que mi sueño era real, le pregunté:
— ¿Por qué? 

Entonces el whassup me mostró que ella estaba recording audio, y se quedó así por un buen rato. Esperé con paciencia, y me puse a reflexionar: La niña me había sacado de la oscuridad en uno de los peores momentos de mi vida. Nunca había experimentado nada parecido, con nadie, ni siquiera con Scarlet.

—La verdad –dijo–, todo cambió el día que te vimos en la cárcel. Al salir, mi mamá estuvo unas horas muy mal pero después se puso contenta. Me dijo que yo tenía un gran papá y que ella iba a ayudarme a estar contigo.

Marico… ¿Qué te puedo decir?… Es la vida, man, diferente a lo que uno cree de carajito, cuando te lo quieres comer todo con coca y estás seguro de que eres invencible. La juventud es una droga que descoñeta la percepción, te asfixia de optimismo y te quita el oxígeno que tu cerebro necesita para entender que todo lo divertido es transitorio.
—Pues quiero que sepas –respondí– que tienes una gran mamá, y que tú papá siempre estará ahí para ella pero sobre todo para ti, porque eres lo más importante que tengo en la vida.
Una melcochita pues, qué vamos a hacer. El Juan de las orgías en Las Vegas se había convertido en papá Juan, y ninguna pepa, ningún ácido, ningún hongo me había dado nunca un rush tan brutal como aquel con el que ella me sacudía.

—You are so cute –respondió la muerganita.
Como su madre, sabía que ya me tenía por las bolas y le parecía de lo más cuchi. Solo faltaba que me pidiese real.
—Ya llegué al colegio –añadió–, y tengo que apagar el celular. Hablemos pronto.

Me dormí con una sonrisa y así me desperté, contento, armado de valor y decidido a llegar hasta lo más profundo de la organización criminal que había tomado Venezuela.
A las seis de la mañana me pasó buscando Pantera con su chofer, y arrancamos hacia la Carlota. El tráfico infernal de las mañanas caraqueñas se había esfumado con los tres millones  de refugiados que escaparon del país. Era impresionante desplazarse tan rápido. Nunca desde que nací vi tan poquita gente a primera hora de un día laboral en la capital.

—Venezuela tiene ocho gobiernos –explicó Pantera–. El de Maduro es el que lleva más power porque domina al ejecutivo, y a su alrededor gira la inteligencia Cubana.
—Okey –respondí con atención.
—Las Fuerzas Armadas Bolivarianas –siguió– están al servicio del Cartel de los Soles y operan es en eso: merca para un lado, platica para el otro.

— ¿Todos?
—Todos. El que menos carga, carga un kilo y de eso vive.
Hasta los tanques los utilizan para mover coca.
—Qué bolas.
—Están infiltrados por los cubanos y por eso tienen buena relación con Maduro, pero andan por su línea propia y Maduro hace todo lo que sea necesario para mantenerlos happy.
—Okey.
—Después está la Mafia del Arco Minero, en el centro sur del país, controlando los guisos que giran alrededor del Orinoco.
—Tengo un pana que trabaja con ellos, sacando oro.
—Ajá… Oro y otra vainas, hay de todo en ese río.
—De bolas.
—En Barinas y Apure gobierna el ELN con los Tupamarus, y el Zulia se lo dividen con Los Rastrojos.
—Esos ni los conozco –reconocí.
—Casi toda la frontera oeste es de la FARC en alianza con el Cartel de Paraguaná.
—La pinga…
—Después están los de Hezbollah –continuó–, que llevan el mando de la vicepresidencia y de la fiscalía, y controlan casi todo el sistema inmigratorio. 

— ¿Eso es nuevo?
—Ni tanto, tienen rato ahí.
—Y al hampa, ¿quién la controla?
—El Tren de Aragua se encarga de las cárceles y coordina a los colectivos en todos los centros urbanos.
—Claro…
—Por último está la mafia del Tribunal Supremo, que no tiene poder de guerra pero que se puede traer a varios abajo por las vías legales.

Me dejó con la lengua afuera. La Venezuela que conocí era de un tipo que mandaba solo, incluso después de muerto. La de ahora era una ensalada de poderes, y nada más memorizar su estructura era casi imposible.

— ¿Y los rusos qué pintan? –pregunté.
—A los rusos no les interesa el peo político, pero le venden las armas a todos los grupos, tienen concesiones en buena parte del arco minero y son intermediarios en los guisos que se están haciendo desde Turquía.
— ¿Turquía también está metida?
—De frente. Casi todo el business del oro es de ellos.
— ¿Esos son los talibanes que andan por el hotel?
—No, esos son iraníes.
— ¿Y qué tienen los iraníes?
—No tengo claro su beta interno, pero por lo que entiendo Hezbollah es como si fuera Irán. Por eso se enfocaron en dominar la mafia de los pasaportes, para que sus soldados puedan viajan por Europa y América Latina, con papeles
venezolanos. Además están metidos en el transporte de coca, triangulando con Castro junior para entrar a Florida vía La Habana, y con el cartel de Sinaloa para entrar por tierra a California.
— ¿Con el Chapo?
—El mismo, se la pasaba aquí metido en Margarita. 

Sean Penn. Todos los caminos conducen a Sean Penn.
Entramos en La Carlota y nos estaba esperando Natasha en un Mi–26 de la fuerza aérea, un helicóptero de carga militar hecho en Rusia, verdaderamente alucinante.
— ¿Cómo te fue? –preguntó sin emoción.
—Increíble –respondí sonriendo.
—Asqueroso –dijo, y me terminó de enredar el coco.
Nos montamos en la nave y otra vez mencionaron que íbamos a El Baúl.

— ¿Qué coño es El Baúl? –pregunté.
—Un pueblo de mierda en lo más profundo de Cojedes –dijo Pantera.

El ruido del helicóptero no hacia fácil conversar, por lo que estuvimos como media hora en silencio. Pasamos por encima de las montañas de Aragua y nos adentramos en los llanos del centro del país. Sobrevolamos San Juan de los Morros y seguimos hacia Cojedes. Era impresionante ver la cantidad de territorio fértil que tiene Venezuela. Una que otra tierra está sembrada, pero en su mayoría, todo está ahí como tirado, esperando a que alguien haga algo con eso.

—Bienvenido al Baúl –exclamó Natasha, comenzamos a descender, y señaló la ventana, cuando me asomé y vi un hundimiento gigantesco en la tierra, como si hubiese caído un meteorito.
—Este pueblo en la mitad de la nada –siguió Natasha–, tiene una de las reservas minerales más importantes del mundo.

Desde el cielo, dentro del cráter, se veían puntos anaranjados fosforescentes.
— ¿Qué son esos puntos? –pregunté.
— ¿Las naranjitas? –dijo con una sonrisa–, ya vas a ver.

El helicóptero siguió su descenso y poco a poco pude descubrir de qué se trataba: Eran personas con bragas anaranjadas, parecidas a las que nos ponen a los presos en Estados Unidos.

— ¿Son personas? –pregunté impresionado.
Natasha afirmó con la mirada. Volví a ver y calculé que en esa mina habrían no menos de diez mil tipos. La miré confundido:
— ¿Y por qué los visten así?
—Para que no se vayan…
— ¿Y por qué se van a ir?
La rusa me sonrió con orgullo y respondió:
—Son presos…
Lo que mi pana Avendaño me había comentado: ¡Esclavitud en plena revolución!… No podía ser.

El helicóptero aterrizó y nos bajamos en un helipuerto desde el cual se podía ver toda la mina. Era una de las imágenes más locas que había visto en mi vida: Miles de presos encadenados entre sí, trabajando en una seguidilla que
transportaba herramientas y extracciones a lo largo de toda la operación, al estilo antiguo. Parecía una escena de una película gringa de la época de los esclavos.
Natasha notó mi impresión y dijo con orgullo, como quien agradece el premio Nobel de la Paz:
—Acabamos con la delincuencia de las ciudades, vaciamos las cárceles y pusimos a los presos a trabajar.
Era demasiado frito lo que estaba escuchando. En un país en el que más de la mitad de los presos ni siquiera han sido procesados, viene la revolución y decide esclavizarlos para extraer minerales a los coñazos.

 Qué barbaridad. Después de estar encanado, uno entiende a los presos
mejor que a nadie en el mundo. Esos panas eras mis hermanos y me llenaban de compasión. Guardando las diferencias, yo también estaba siendo esclavizado por la CIA. Si bien no me tenían encadenado, y más bien andaba por el mundo cogiendo rusas, la realidad es que trabajaba sin pago, sin garantías, sin posibilidades de escapar o de renunciar.

Eran dueños de mi seguridad, de mi libertad, de mi vida. En lo que me dejasen de necesitar, me desecharían. No respondían por mí, pero siempre sabían dónde estaba. No tenía derechos, solamente obligaciones.
—Genial –le dije–, mis respetos.
—Esto es una mina de feldespato, un mineral menor que se utiliza para hacer vidrio. Del otro lado está Valle Hondo.
— ¿La cementera? –pregunté.
Se cagó de la risa y me hizo una señal de que la siguiera.
Caminé tras ella, sin saber que estaba por descubrir la pieza que cambiaría el rompecabezas geopolítico de todo el planeta. 


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