06.ENE.21 | PostaPorteña 2176

LA VENGANZA DE JUAN PLANCHARD (XI)

Por Jonathan Jacubowicz

 

AERO TERROR


Caminamos por quince minutos hasta llegar al otro extremo del terreno. Ahí nos encontramos con una reja de seguridad custodiada por quince soldados, divididos en tres grupos, con uniformes militares diferentes: el de la FANB, el del Ejército Ruso, y el de las Fuerzas Quds Iraníes.

Todos se le cuadraron a Natasha. Los venezolanos abrieron la reja y nos pidieron la cédula a mí y a Pantera, y pasaron los documentos por una base de datos que tenían en un Ipad Pro, con internet satelital. Después de unos segundos le mostraron el resultado a los rusos y a los iraníes, y nos dejaron pasar.
Avanzamos como diez minutos más, con un calor horrible, y vimos otro cráter en la tierra, mucho más profundo pero súper angosto. Era una especie de túnel al centro de la tierra, de unos diez metros de diámetro y como quinientos de profundidad. Estaba repleto de trabajadores, pero estos no eran esclavos, parecían gente seria, con formación técnica.

—La idea es hacerle un techo a esta mina –dijo Natasha–, ese ha sido mi plan desde el primer día, pero el deseo de ser precavidos fue menor que el apuro por obtener el material, y tuvimos que arrancar sin techo. Pero pronto nos vamos a
expandir hacia los lados y habrá que taparlo.

— ¿Por qué lo necesitan tapar, por el calor? –pregunté con inocencia.

Natasha y Pantera sonrieron.

—Hay cosas que no se le pueden mostrar a los gringos – dijo la rusa y señaló al cielo.

Asentí como sabiendo de qué me hablaba y no hice más preguntas al respecto. Pero, al verla distraída, marqué la locación en la memoria del iPhone y me sentí como Jason Bourne.
—Yo lo puedo facturar como para una cementera, pero eso tendrá su costo –dije en tono de hombre de negocios.

En petro todo es negociable –respondió Natasha–, como viste en Moscú, están locos por ponerlo a prueba. La adquisición de la empresa puede que tarde un poco pero yo sugeriría apurarse con el primer envío, así los mantenemos calientes.

— ¿Y por qué será que el Presidente quiere que yo vea esta instalación?
Natasha miró a Pantera

— ¿Nos esperas afuera para hablar de numeritos?

A Pantera no le gustó mucho la idea, pero Natasha era home club y había que respetar.
—Espero afuera de la reja, pero no afuera del negocio – advirtió Pantera.
—Ya eso está hablado –respondió Natasha–, pero llévate su celular. Ahí sí me terminé de cagar, o me habían pillado o me estaban por pillar.

Pantera me miró y me picó el ojo, pero como ya no era mi pana humilde sino un bicho raro, rico y amargado, no supe cómo interpretar su gesto. Le entregué mi celular como quien entrega su vida y lo vi partir.

Natasha esperó que se alejara, se me acercó y me comenzó a hablar muy bajito, casi susurrado:
—El Presidente Maduro no tiene soberanía sobre este territorio.
— ¿Y eso qué significa? –protesté.
—Significa lo que significa. Esto es una concesión clasificada de interés militar, no hay ningún venezolano trabajando aquí. Y si llegas a entrar, verás que en nada se parece a Venezuela.

— ¿Me trajiste hasta acá y no me vas a mostrar la vaina?

— ¿Y tú por qué quieres verla tanto?

—Ni idea, la verdad. A estas alturas es curiosidad. 

—Si la vez, vas a tener a un iraní metido en el culo por el resto de tu vida.

—Coño, entonces mejor no –repliqué riendo.

Natasha, como siempre, reaccionó bien a mi retirada. — ¿Cuál es el valor real del cargamento? –preguntó.


Le eché una ojeada al hueco.
—Con dos palos en materiales y dos en transporte, lo cubres cómodo.
—Yo puedo sacar cuarenta y cinco millones de dólares en petros. Te podría dejar uno para que lo dividas con Pantera.
La miré confundido.

— ¿Y los demás treinta y siete?
—Me los giras después de veinticuatro horas y yo lo reparto entre los míos.
Sacudí mi cabeza, y dije en tono decepcionado:
—Primero, no es lógico que yo comparta comisión con Pantera.

—Si no fuese por él no estarías aquí –replicó indignada.
Una parte de mí seguía siendo clasista y no soportaba que Pantera fuese considerado como igual a mí. Era mi chofer, coño… Pero lo que decía Natasha era cierto.
—Ponle cinco pa’ él y cinco pa’ mí y cerramos –dije relajado, y Natasha se sonrió.
—Te puedo dar dos a ti y uno a él, para que no te acomplejes. Yo entiendo el rollo social.
—No es eso.
—Sí es eso.
—Dame cuatro y cerramos.
Natasha lo consideró, miró alrededor, y dijo como distraída:
—Si me aceptas tres, te muestro Valle Hondo.

—Cuatro y nos vamos –respondí–, a mí qué me importa Valle Hondo.

Le gustó mi respuesta. Pero insistió:

—Tres y te lo muestro.
—Yo ya no quiero ver nada, yo no soy minero ni me interesa esa nichería. Con cuatro me voy a vivir a Europa y me retiro.
Natasha extendió su mano.
—Si eres agente de la CIA, eres el mejor del mundo –dijo sonriendo.
Le di la mano y le devolví la sonrisa.

—Muchas gracias, si me puedes poner eso por escrito me ayudaría mucho por allá en Virginia.
Natasha se rió con gusto, y por primera vez me miró con ojos de amor. Sus ilusiones habían sido destruidas por el cinismo de la realidad, pero la niña rica de Moscú todavía tenía alma y parecía estar dispuesta a mostrarla frente a mí.

—En otra vida hubiésemos sido felices juntos –me dijo y pensé que quizás tenía razón.
—El ser humano siempre está a un paso de comenzar otra vida –respondí suavemente.
Me miró con tristeza, con anhelo. Como si enamorarse de mi significase la muerte… y con todo y eso lo estuviese considerando.

Se dio la vuelta y caminó hacia lo que parecía una caseta de vigilancia. La seguí emocionado. Hasta entonces no me había creído el papel de agente de la CIA, pero sin duda estaba avanzando en mi investigación, y en parte gracias a mi incomparable conocimiento del género femenino. Además estaba por coronar unos buenos reales, pero esta vez trabajando para el imperio. Pensé que finalmente mi padre estaría orgulloso de mí.

Al llegar a la caseta, Natasha puso un código. Se abrió una reja y después la puerta de vidrio de un ascensor panorámico. 

Me dio paso y entramos, apretó el botón más bajo y comenzamos a descender.

Como por diez segundos había oscuridad total y afuera del vidrio sólo veíamos cemento. Pero después nos adentramos en la mina y todo fue tomando un aire futurista. Estaba iluminada con leds de un verde fosforescente fortísimo, y había una cadena de técnicos especializados, rodeados de aparatos tecnológicos.

—La extracción de uranio –dijo Natasha y yo apreté el culo–, es similar a la de los demás minerales, pero tiene una particularidad muy grande…
La miré esperando a que continuara, y así lo hizo:
—Es necesaria la utilización de instrumentos y personal especializado que detecten los isótopos radioactivos.

Pinga de mono, brother. Estaba en una mina radioactiva con una espía rusa, en el pleno corazón geológico de la nación.
—Antes del Comandante Chávez –siguió–, se pensaba que en Venezuela no había uranio. Pero su líder tuvo la sabiduría de invitar a los iraníes a explorar y ellos encontraron lo que se estima son las quintas reservas más grandes del planeta.
La miré impresionado. Habíamos bajado como quince pisos y en el recorrido vimos no menos de quinientos trabajadores, entre mineros y técnicos.

—La verdad yo no sé mucho de minería –dije con sinceridad–, pero esto está alucinante.
El uranio es la base del poder nuclear, la única herramienta que tienen los pueblos libres para defenderse de los poderes imperiales. Sin poder atómico, Corea del Norte ya hubiese sido invadida. Y eso, precisamente, es lo que quiere evitar el gobierno revolucionario iraní.

— ¿Pero qué tan grande es esta operación para Venezuela?
—Te lo pongo de esta manera: Desde que descubrimos el uranio… la cocaína y el petróleo pasaron a un segundo plano dentro de la revolución. 

El ascensor se detuvo. Natasha insertó una llave para abrir un compartimiento, sacó dos cascos y me puso uno en la cabeza. Apretó un botón, se abrieron las puertas y salimos.
Maduro no había exagerado, la escena parecía sacada de una película de ciencia ficción. Poleas y ascensores transportaban piezas de uranio en todas las direcciones.
—El mineral en bruto –continuó la rusa–, es dividido en base a la intensidad de los isótopos. Los de alto nivel de radioactividad son llevados a un espacio separado, donde son procesados por un equipo de técnicos nucleares. Desde ahí los empaquetan en contenedores de metal y los montan sobre una correa transportadora para sacarlos de aquí.
La mayor parte de la operación se realizaba a través de máquinas, pero había cientos de trabajadores alrededor nuestro, y todos hablaban persa.

Natasha saludó a un tipo con mucha clase y pinta de científico. Se pusieron a hablar en persa, y la verdad es que me dio mucho queso ver cómo Natasha hablaba otro idioma más con tanta fluidez. Después de un rato se volteó hacia mí y me dijo:
—Este es el hombre a cargo de toda la operación, el Ingeniero Bahman Darbandi. Lamentablemente no habla español.
Ofrecí mi mano pero me la rechazó, supongo que porque la suya estaba radioactiva. Se disculpó con un gesto y dijo una vaina en persa.

—Dice que bienvenido –aclaró Natasha.
—Muchas gracias –contesté con cara de turista–, muy impresionante la operación.
Natasha se lo tradujo. El tipo sonrió agradecido y le respondió algo, y ella pareció gratamente sorprendida.
—Va saliendo un vagón y te está invitando a que te montes –dijo–, tienes suerte.

Caminamos unos veinte metros, pasamos por al lado de una sala de rezo, en la que había varios mineros arrodillados pegándole la frente a unas alfombras persas; y llegamos a un túnel oscuro con varios vagones de carga sobre unos rieles de tren. Nos abrieron la puerta del último vagón y nos sentaron en la parte de adelante. Natasha me miró con orgullo:
—Una tonelada de uranio llevamos atrás.
— ¿Pero no va a explotar esta vaina?
—Quizás –se rió.

El vagón arrancó y fue desarrollando velocidad rápidamente. Miré alrededor, tratando de procesar lo que veía… Era imposible de creer. ¿Cómo coño va a haber un tren subterráneo en la mitad de los llanos venezolanos? ¿De qué me están hablando? Y lo más loco eran los técnicos que trabajaban en la operación, todos eran extranjeros, y actuaban como si fuese normal que estuviésemos moviéndonos a toda velocidad, bajo tierra, en pleno Cojedes.
Natasha vio mi cara de incredulidad e intentó explicarme la vaina:
—A lo mejor recuerdas que Chávez le dio siete mil quinientos millones de dólares a Diosdado para que hiciera un tren de cuatrocientos ochenta kilómetros, desde Tinaco hasta Anaco…

—Algo me acuerdo…
—Era uno de los proyectos más ambiciosos de la revolución y se anunció con bombos y platillos en cadena nacional. Pero al final no se hizo porque Diosdado se quedó con casi todos los reales… y el resto los invirtió aquí.

— ¿Este tren es de Diosdado?
—Del Cartel de los Soles, para ser exactos.
— ¿Pero quién lo construyó?
—Ingeniería rusa, mano de obra china.
— ¿Ningún venezolano? –reclamé con fervor nacional. Natasha se rió burlona. 

—Habría que estar muy loco para poner a un venezolano a construir en una zona llena de material explosivo.
Qué desprecio nos tienen, mi pana, qué cagada.
— ¿Y se puede saber a dónde vamos? –pregunté.
—Al Aeropuerto Ezequiel Zamora, en San Carlos.

Yo no tenía mi celular, por lo que no podía chequear ninguna de esas informaciones. Pero tú que estás relajadex en tu casa leyendo esta vaina bien depinga, dale una buscadita tanto al proyecto del tren Tinaco-Anaco, como al aeropuerto Ezequiel Zamora, para que veas que toda esta mierda nos la montaron frente a nuestras narices.

Después de viajar como cuarenta minutos, llegamos a una estación, y el tren se detuvo. Los técnicos que nos recibieron no eran iraníes, eran rusos.
Bajamos y nos pidieron que pasáramos a una sala de espera. Desde ahí pudimos ver cómo movían el vagón a otros rieles, y sobre esos rieles a un ascensor de carga. Al rato el ascensor se cerró y comenzó a subir.
—Ven para que veas –dijo Natasha.
La seguí y nos montamos en un ascensor pequeño.

Mientras subíamos la miré y me sonrió sin decir nada, con orgullo, como invitándome a ser parte de esa maravilla que, con tanto esfuerzo, había ayudado a construir.
El ascensor se abrió en la mitad de un hangar, en un aeropuerto militar. Desde ahí no se podía ver la magnitud de la pista, pero todo alrededor estaba pepito, como si lo acabasen de construir. Yo nunca había oído hablar de un aeropuerto en Cojedes. De hecho no creo que salgan vuelos civiles desde ahí.
Pero en el centro del hangar había un Airbus A340–200, de una aerolínea llamada Mahan Air. El avión había sido acondicionado para llevar carga, y lo estaban llenando con los contenedores metálicos de uranio.

—Lo cierran con veintiocho toneladas y así vuela para Damasco. Ahí se divide la carga entre Teherán y Moscú. 

No tuve que disimular mi impresión, porque a cualquiera la operación le hubiese parecido descomunal.
—Increíble –celebré.
—El mundo cambió, querido Juan. Ya nada puede detener a la revolución internacional.
Tragué hondo. De pana era demasiado. Me dio una mezcla de orgullo y de pánico comprender la importancia estratégica de mi humilde país en la geopolítica del planeta. Y ni hablar de la responsabilidad que tenía de comunicarles esta vainita a mis nuevos jefes. 

MI PEO CON POMPEO

Salí de Caracas rumbo a Sao Paulo, con escala en Panamá.
En teoría en Brasil me iba a reunir con mis socios de Odebrecht. Pero apenas aterricé en Panamá, dos agentes de protocolo me llevaron al piso de abajo y ahí me montaron en un carro sin placas, manejado por Carlos Iván, el mismo tipo que me recogió en mi primer viaje al salir de la cárcel.

El pana era un maestro culebreando por la tranca infernal panameña. Me puso “Patria” de Rubén Blades a todo volumen, y se tiró como cuarenta minutos rodando hasta que llegamos al antiguo aeropuerto de Howard, una base militar gringa que sirvió de sede para el Comando Sur desde 1941 hasta el 2000.
Me bajé del carro y la Goldigger me recibió con un abrazo.

—Estoy muy orgullosa de ti –dijo con afecto.
—Todavía no me creo la vaina –respondí.
— En diez minutos hablamos con el jefe.
— ¿Con Trump?
—No. Con Mike Pompeo, el director de la CIA. Trump no pinta nada en esto todavía.
—Ya… ¿Y qué le digo?
—Dile todo lo que viste.
—Voy a necesitar el cemento.
—Está claro. Hay que ver cómo lo pagamos porque esa mierda del petro es basura.
—Puedo pedir que me den una parte en dólares.
—Dile eso a Pompeo, quiero que te agarre confianza.
Caminamos hacia el hangar y yo me preparé para ver una escena de James Bond, con cientos de agentes en oficinas tecnológicas, pero lo que había era unos piches escritorios grises de colegio público, un par de computadoras Dell y dos gringos con cara de contables.

Al rato comenzó la conferencia y apareció Mike Pompeo en pantalla. La verdad el hombre no tenía pinta de espía, parecía el típico carajo que juega fútbol en el equipo de veteranos del Centro Italo Venezolano. Un tipo sangre liviana y simpaticón, era imposible entender que ese era el director de la CIA.

A su lado había otra pantalla en la que veía una imagen satelital de lo que supuse era El Baúl.
Pompeo me dio las gracias, pero me dijo que trackearon mis coordenadas y sólo encontraron la mina de feldespato.
—La de uranio está justo al lado de la de feldespato –dije en el inglés carcelario que había perfeccionado en San Quentin.

Me tomó un momento ubicarme en la imagen satelital:
— ¿Se pueden acercar un poco a la izquierda? –pregunté.
Pompeo le hizo una señal al técnico, y este movió la la imagen hacia la izquierda. Claramente se veía la mina mayor, pero era imposible ubicar el hueco de la de uranio.
Al verme perdido, todos se comenzaron a mirar, y subió la tensión de la reunión. Si resultaba que yo era un habla paja, la vergüenza para la Goldigger sería total.
— ¿Por qué lado te bajaste? –preguntó ella en tono didáctico.
—Creo que aquí –dije y señalé un punto en la pantalla.
— ¿Nos pueden dar 80 grados en la lateral derecha? –pidió, y la imagen se movió lentamente.
—Aquí nos bajamos del helicóptero –señalé–, nos quedamos un momento viendo la mina de feldespato y después nos fuimos para atrás.
—Un poco más wide por favor –solicitó la Goldigger.

Se abrió la toma y vi el terreno. Se me había olvidado que caminamos como diez minutos, pero finalmente pude ver la reja a la que llegamos.
—Esa reja –dije–ahí habían soldados rusos e iraníes. Todos pusieron atención. Alguien, a quien yo no veía, dibujó un círculo sobre la imagen y preguntó si me refería a ese lugar.

—Ese mismo, eso que ves ahí es una reja. Y si te mueves más adentro, encuentras una caseta con un ascensor.
La cámara se movió y, efectivamente, vimos la caseta, pero se veía sumamente pequeña.

—La mina está al lado de esa caseta –añadí–, pero te tienes que acercar más. Desde ahí no se ve.
El operador seleccionó alrededor de la caseta y se acercó, pero todavía no se distinguía nada.
— ¿Estás seguro de que es esa? –preguntó la Goldigger.
—Seguro, pero se tiene que acercar más.
La imagen se acercó todo lo que pudo y finalmente, al lado de la caseta, apareció…
— ¡Ahí está! –grité.
— ¿Dónde? –dijo la Goldigger.
—Esa sombra, ese hueco que vez ahí, es un túnel como de diez pisos hacia abajo.
Todos se miraron, dudosos.
— ¿Ese pequeño agujero es una mina de uranio? –preguntó Pompeo.

—Es enorme hacia abajo, y se va expandiendo hacia los lados bajo tierra. El hueco de arriba lo hicieron lo más pequeño posible precisamente porque saben que ustedes los están pillando. Y para eso quieren el cemento, para hacerle un
techo y expandirse.
Pompeo le preguntó a un especialista si era posible tener una mina vertical, y le dijeron que sí, que incluso hay minas de seiscientos metros de profundidad.

—Juan –dijo Pompeo–, ¿supongo que no tomaste ninguna foto?

—Me quitaron el teléfono antes de entrar. Pero si pueden traquear la zona alrededor, es posible que noten un tren subterráneo que se lleva el uranio a un aeropuerto en San Carlos, desde el cual sale para Damasco.

Se cagaron de la risa, y yo me arreché. Entendía que parecía ridículo lo que estaba diciendo pero coño, era cierto.
Miré a la Goldigger, molesto. Me hizo un gesto de que me calmase. Pero no le paré bola.
—Casi me matan por llegar ahí –dije muy serio–, y sin duda me matarán si se enteran que estoy aquí. Al menos no se rían.

Pompeo me miró sorprendido por mi arrechera. No sé si le pareció buena o mala señal, pero me habló sin arrogancia:
—Con todo respeto, Juan, la información que nos estás dando suena como salida de una película, y como fuente de inteligencia es inconclusa.

—Pero es cierta.

—Puede que lo sea, pero así como está yo no se la puedo llevar a mi jefe. La mitad de mi Departamento de Estado quiere mejorar las relaciones con Rusia, y buscarán cualquier excusa para cerrar este expediente. Se agradece tu esfuerzo, pero si esto es todo lo que tienes, será necesario profundizar la infiltración…

—Señor Pompeo, con todo respeto, yo vi con mis propios ojos cómo sacaban una tonelada de uranio en un tren y lo metían en un Airbus A340–200.
— ¿Cómo se llama el aeropuerto? –preguntó el técnico.
—Ezequiel Zamora –respondí–, Aeropuerto Ezequiel Zamora en San Carlos, Cojedes.
La cámara se movió rápidamente, como hace Google Earth cuando uno pone una ciudad, y llegó el aeropuerto.
Seguidamente el técnico hizo una búsqueda en una base de datos aeronáuticos.
—Me tengo que ir a otra reunión –dijo Pompeo y comenzó a ponerse de pie.

La Goldigger me miró como que todo estaba perdido, y yo me quería pegar un tiro. Todo ese esfuerzo para un coño. Capaz ni me aprobaban los reales para el cemento y medejaban forever alone como a un pajúo.

Pero de repente, el técnico interrumpió:
—Esperen –dijo.
Todo el mundo se detuvo en seco.
—Hay un vuelo de Mahan Air –continuó–, que sale cada nueve días desde ahí para Damasco.
— ¡Ahí está marico! –grité, y la Goldigger me pidió que le bajara dos.
Pompeo se acercó a la pantalla, y la cara le comenzó a cambiar.

—Frecuentemente –siguió el técnico–, el vuelo hace una parada en el Aeropuerto Las Piedras de Punto Fijo.
—Esa es la sede del Cartel de Paraguaná –dijo la Goldigger.

—En ocasiones –añadió el técnico–, se ha parado en Maiquetía, pero también lo tengo haciendo escala en África, en la Isla de Cabo Verde, y en el caribe, en la Isla de Granada.

— ¿Granada? –preguntó Pompeo–, ¿qué estamos, en los ochenta? ¿Qué coño hacen en Granada?
—Casi siempre la ruta es de San Carlos a Damasco –dijo el técnico–, pero da la impresión de que hacen variaciones aleatorias, posiblemente para que sea más difícil de traquear.
Pompeo analizó la información con detenimiento y después dijo, impresionado:
—Esto sí es algo, Juan. Buen trabajo.

Le pinté una paloma a la Goldigger fuera de cámara, y sin dejar de mirar a Pompeo, solté relajado:
—A sus órdenes, Jefe.
Pompeo volteó a verme.
¿Tú conoces a Leopoldo López? –preguntó. 

—He estado en un par de rumbas con él, hace años. Me lo han presentado, pero no somos amigos ni nada.

—Denle a Juan lo que necesita para el transfer de cemento –dijo y todos tomaron nota–, hagamos un tracking del posible recorrido subterráneo. Y Vera, por favor, coméntale a Juan el plan de Leopoldo, me gustaría saber su opinión.

—Con gusto, director –dijo la Goldigger.
Pompeo me sonrió y se despidió diciendo:
—Juan, espero verte en persona pronto.
—Será un honor para mí –respondí.

Se cortó la comunicación y la Goldigger me dio un abrazo.
Casi lloro de la emoción. Qué arrecha la vaina.
— ¿Es en serio lo del tren? –preguntó.
—Te lo juro, Vera, yo no voy a inventar una vaina así.
—Es muy heavy lo que estás diciendo.
— ¿Cuál es el plan de Leopoldo?
—Ya va, déjame procesar este peo, eres una fuckin estrella, mi amor.
—Aprendí de la mejor.

Se cagó de la risa. Sacó un cooler de debajo de la mesa, abrió unas birras y brindamos.
Era demasiado sabrosa la sensación. Siempre había querido sentirme parte de algo importante, pero esto era otro nivel: había dejado loco al puto director de la CIA.

— ¿Cuál es el plan de Leopoldo? –le volví a preguntar cuando estábamos más relajados.
La Goldigger subió las cejas, como si a ella misma no le convenciera. Y comenzó a explicar:
—El año que viene se supone que hay elecciones presidenciales, pero Maduro sabe que no tiene chance y va a hacer una mamarrachada. A lo mejor lanza a Henri Falcón o algún otro chavista encubierto, harán campaña y todo, pero
obviamente le darán la reelección.

Abrió otra birra, se tomó un trago, y continuó:

—Todo va a ser tan ridículo que será fácil convencer al mundo de que no reconozca la elección como legítima. Y ahí viene lo interesante –hizo una pausa y siguió–. Hay una herramienta en la constitución vigente que permite que en un caso como ese se declare la elección como desierta. Es decir, si nadie reconoce el sistema electoral, la Asamblea Nacional puede determinar que no hubo elección en el lapso correspondiente. Y entonces el poder ejecutivo lo asumiría el Presidente de la Asamblea Nacional bajo el título de Presidente Encargado o Interino.

—Ok…
—A partir de enero la Presidencia de la Asamblea le toca a Voluntad Popular, por lo que el Presidente Encargado sería un man de Leopoldo.

—Está interesante –dije–, pero el gobierno se pasa por el culo la constitución.
—Yo sé, pero el mundo no. Y Leopoldo quiere convencer a los gringos de que reconozcan a ese Presidente Interino como líder legítimo del país hasta que se hagan elecciones libres.

— ¿Y eso para qué sirve?
—Leopoldo dice que si los gringos lo hacen, los militares se van a voltear.
Me cagué de la risa.
—Los militares no se van a voltear
–dije–, Maduro no pinta tanto como parece. No es como Chávez, hay ocho gobiernos en Venezuela.

—Yo pienso lo mismo. Pero Pompeo cree que vale la pena intentarlo. Su peo es Tillerson, el Secretario de Estado, trabaja para Exxon Mobil y la compañía está a punto de cuadrar el guiso del siglo para sacar petróleo de Guyana. Lo que menos quiere es un peo con Maduro.

— ¿Y Trump qué pinta? 

—Trump lo que quiere es ganar la reelección en Florida y sabe que un rollo con Venezuela lo ayudaría.
— ¿Pero va a invadir o no?
—Hasta hace cinco minutos te hubiese dicho que no, ese man hace mucha bulla pero es demasiado pacifista y ve a todo el que no sea gringo como indio. Pero si podemos demostrar que hay aviones iraníes sacando uranio de Venezuela, hasta Lady Gaga va a querer invadir.
—Hay que moverse con lo del cemento.
—Tienes que hace un toque técnico en San Quentin.
— ¿Por qué?
—Tú mujer…
— ¿Qué dijo?
—Te quiere ver otra vez…

NOTA DEL COMPILADOR

Lo que sigue es la transcripción de los mensajes de Whassup intercambiados entre Natasha y un operador, no identificado, en Brasil.

NATASHA
Dime.
BRASIL 45
No llegó el hombre.
NATASHA
¿Seguro?
BRASIL45
Lo esperamos cerca de la puerta del avión, sin ser detectados, como usted pidió… y no salió nunca. La aerolínea confirmó que no venía abordo.

NATASHA

Copiado. Les aviso si necesito algo más. (160)


Comunicate