24.ENE.21 | PostaPorteña 2180

LA VENGANZA DE JUAN PLANCHARD (XII)

Por Jonathan Jacubowicz

 

ALEGRE DESPERTAR


Echarle un polvo a la jeva de uno, mientras se está preso, debe ser una de las vainas más románticas de la vida.
Claramente, en ese contexto la hembra no está contigo por interés, y no son muchos los hombres que pueden afirmar que de perderlo absolutamente todo, tendrían una pareja que se quedaría a su lado incondicionalmente.

El cuarto de visitas conyugales en San Quentin es una habitación privada. No todos los presos tienen acceso a ella, de hecho es un peo que te permitan utilizarla, en especial si fuiste condenado por intento de asesinato. Cuando me dijeron que Scarlet había pedido que el encuentro fuese en el cuarto de visitas conyugales, supuse que Scarlet venía por lo suyo. Por más que sea, nuestro amor siempre fue muy físico y era lógico que volviera a serlo.

Me arreglé todo lo que pude y cogí aire para armarme de valor. Cuando me sacaron de la celda, se me hizo inevitable pensar en todas las formas de prisión que acababa de presenciar: Los presos políticos de La Tumba, las niñas de La Tumbita, los esclavos de El Baúl, los asesinos de San Quentin… Había una línea que nos unía a todos… Una línea que nos separaba de lo que pudimos ser.

Es fácil distinguir la justicia que cae sobre los culpables, como yo, de la injusticia y el abuso de poder que castiga a los presos políticos. Pero… ¿y los esclavos? ¿Qué clase de país tiene esclavos en el siglo veintiuno? ¿Cómo hemos llegado a eso?

Es cierto que los médicos cubanos son esclavos de los Castro y eso nunca le ha molestado a nadie. Pero es diferente, los médicos cubanos no están encadenados. Si no se escapan es porque tienen miedo o porque son cómplices de su propia esclavitud.  ¿Pero nuestros presos? La mayoría son víctimas de un monstruo social que nunca les dio oportunidades, ni siquiera los juzgó, simplemente los tragó y los escupió para que trabajen y mueran.


La libertad es un fantasma ladrón, es imposible verlo cuando vive contigo, pero se lo lleva todo cuando desaparece.
Nadie debería estar preso, la pena de muerte es mucho más piadosa que la pérdida de la libertad. Al que piense lo contrario le sugiero que pase un año preso. Yo se lo pago.

Cuando entré a mi habitación conyugal y vi la cama, de inmediato preparé mi estrategia. Todas las posiciones, todas las vulgaridades que le gustaban a mi amada, entraron al tambor de mi revolver, listo para disparar. Pero cuando se abrió la puerta y la vi entrar, entendí que no había venido sola.
A su lado, la verdadera mujer de mi vida me sonreía con timidez.

—Hola Joanne –dije cuando cerraron la puerta.
Le tomó un instante responder. Estaba completamente roja, cohibida.
—Salúdalo –le dijo Scarlet.
Me miró con timidez, y susurró:
—Hola papá.
Se me fue el aliento a la garganta y solté un chasquido de llanto.
—Hola mi amor –dije y abrí mis brazos.

Joanne corrió hacia mí y me abrazó con fuerza, como si tuviese toda la vida esperando ese momento. Yo lloré sin poder contenerme. Le besé la frente, la cabeza, la apreté con desesperación contra mi pecho…
Scarlet también lloraba. Éramos finalmente una familia, la que siempre debimos ser. Los errores del pasado se sentían tan fáciles de borrar. De qué vale el rencor si el perdón nos devuelve la vida.
— ¿Cómo has estado? –le pregunté a mi hija.
—Contenta –dijo.
—Yo también.
—Mi mami no se va a casar –sentenció.

Entendí rápidamente que Joanne me lo había contado por whassup sin permiso, y ahora me tocaba actuar como si me acabase de enterar. Pero no miré a Scarlet, ésta era una conversación entre mi hija y yo… Lo correcto era hablarle como si su madre no estuviese ahí:
—Pues me alegra mucho, mi vida, ojalá tu mami espere por mí.

Joanne sonrió y se me abrazó al cuello otra vez. La niña tenía toda su vida añorando un padre y yo, sin saberlo, tenía toda mi vida añorando una hija. Su mirada noble y calurosa me hizo recordar a mi mamá: Amable y sensible, cariñosa e inteligente. Joanne era tan bella como Scarlet, pero en su alma era una Planchard. Una Planchard de los buenos, de los académicos, de los trabajadores honestos, de los que yo fui antes de contraer esa maldita enfermedad llamada chavismo.

Le pregunté qué le gustaba y me enumeró como cien sabores de helado, quince películas, diez cantantes… Jugamos mímica y me puso a hacer como flamingo, como rana, como elefante. Mientras más ridiculeces le hacía, más se reía…

Lo que hubiese dado porque la viesen mis padres. Todo mi dolor desaparecería para siempre. Le hablé de ellos. Le expliqué que ambos eran educadores, mi mamá daba clases en una escuela primaria y mi papá en una gran universidad.
Subrayé lo importante que era aprender y prepararse para el futuro. Me dijo que le gustaba estudiar sobre los animales, que amaba los acuarios.
Scarlet nos miraba con fascinación, en completo silencio, conociendo una faceta de mí que nunca había imaginado.
Aquel periquero rumbero que conoció, resultó tener sensibilidad de padre. Era inesperado para ella, pero también para mí.

Cuando nos avisaron que sólo nos quedaba un minuto, Joanne me dijo que le encantaba ir a la playa y que estaba emocionada porque al día siguiente se iban para México.

Miré a Scarlet preocupado y me explicó que iban a Cabo San Lucas, una ciudad resort en la península de Baja California. No me gustó la idea. Los gringos creen que ir a Cabo es súper seguro, pero yo conozco a los mexicanos. Te cuidan cuando les conviene, pero a la hora negra te venden sin pensarlo. El propio Karl Marx dijo que los mexicanos son unos flojos de mierda cuya única esperanza está en que los yanquis los dominen. Y todo lo que dijo Marx es cierto.

Por primera vez sentí lo que es ser un padre de familia. Si hubiese podido les habría prohibido ir. Pero como nuestro seno familiar apenas comenzaba, sólo les pedí que tuviesen cuidado y que se quedasen siempre en el hotel.

Llegó la hora de despedirse y Joanne me dio otro abrazo.
—Siempre he pensado en ti, papá –me dijo.
—Gracias, mi niña. Perdona que no te haya podido dar lo que mereces, te juro que ahora todo va a cambiar y seremos la familia que siempre debiste tener.
—Espero verte pronto, yo sé que puedes salir –me dijo y me picó el ojo.
Se lo piqué de regreso y le prometí:
—Nos veremos antes de lo que imaginas.
Scarlet arrugó un poco los labios, como deseando que fuese cierto lo que decíamos. Le di un abrazo con fuerza y Joanne se metió en el medio y gritó:
— ¡Sándwich familiar!
Scarlet me miró con sus ojos verdes y su sonrisa calmada, y yo besé sus labios con completa naturalidad, como si nada hubiese pasado y estuviésemos juntos como el primer día. Me acarició el rostro y le dije que la amaba.
—I love you too –dijo convencida.

Y así salieron de la habitación, llenas de alegría.
Después de un minuto llegó un guardia, me recogió y me llevó por los mismos pasillos por los que había venido desde mi celda. Pero mi mente ahora pensaba todo lo contrario a lo que había pensado entonces. No sólo agradecía no haber muerto, sino que de algún modo también agradecía haber estado preso. Incluso pensé que el mundo fuese mejor si cada cierto tiempo encerraran a la gente en la cárcel. Dicen que hombre sin hija no es gente. Yo añadiría que hombre que siempre ha sido libre no tiene idea de lo que significa la libertad, y por tanto, probablemente, no la merece. 

 LA PUTA ELÉCTRICA

Al día siguiente, en mi celda, recibí una llamada de Natasha:
— ¿Cómo te fue en Brasil?
Me pareció rara la pregunta, y recordé que me había amenazado con ponerme un iraní en el culo, por lo que quizá me había espiado.
—No fui a Brasil –dije con sequedad–, no hizo falta.
— ¿Por qué?
—Porque la transacción es sencilla y la cuadré desde Panamá en una línea segura.
— ¿Y ahora dónde andas?
—En Los Ángeles.
— ¿Por qué?
—Porque vine a cerrar unas vainas, no creas que tu cementera es mi único trabajo.
—Uy, qué hombre tan misterioso. ¿Cuál es el plan?
—Necesito dos palos en dólares por delante. Todo lo demás puede ser en petro, si así lo prefieren.
— ¿Para quién son los dólares?
—Tengo que mover personal, maquinaria, camiones, permisología,… en Brasil nadie acepta petros.
—Vente a Caracas y cuadramos.
—Dale. Te aviso cuando llegue.

Natasha sonaba preocupada, pero eso no era poco común en guisos de alta magnitud. Uno siempre siente que todo se va a caer, o que todos te están engañando.
La Goldigger se tiró una semana cuadrando lo del cemento y yo no quería volver a Venezuela sin tenerlo listo. A los ocho días llegué a Caracas.

Natasha me pidió que fuera a verla en su apartamento.
Vivía en un penthouse del ala residencial del antiguo Four Seasons, en la Plaza Francia de Altamira.
Agarré uno de los taxis del hotel y llegué a verla al principio de la noche. La jeva me abrió vestida como para rumbear, lo cual generalmente significa vestida para culear.
Entré y me la caí a latas. Le agarré el culo por debajo de la minifalda y la levanté sobre la mesa de la cocina. Estaba listo para penetrarla cuando me empujó y me apartó.

—Primero los negocios –dijo y se bajó la falda, toda recatada la muy puta.
—No seas ridícula –sonreí–, primero el polvo y después el vuelto.
—Ven –dijo y salió de la cocina.
La seguí por el pasillo y entramos a una habitación desde la que se veía el obelisco de la plaza. Era un cuarto pequeño, con una silla en el medio. Las paredes estaban cubiertas de terciopelo vino tinto, con varios ganchos de metal de los que colgaban correas de cuero, vibradores, máscaras, fuetes, látigos, esposas, mordazas, bolas chinas, látex, pinchos; todo muy limpio y de muy alto nivel.
Cerró la puerta y con un gesto me ordenó que me sentara en la silla. Como yo andaba medio angustiado, pensé que no me vendrían mal unos fuetazos para liberar la tensión. La jeva estaba muy buena, y era obvio que la dominación era su fuerte.

La silla tenía cinturones de cuero para cada brazo y para cada pierna. Me senté y Natasha me los fue amarrando, uno por uno, mientras arrastraba sus labios por mi piel. Era como un pulpo, con una mano cerraba una hebilla y con la otra me iba acariciando, y así lo hizo con cada una de mis extremidades. Luego se separó de mi cuerpo y desfiló a mí alrededor, dándome la espalda, mirando a la pared, como si estuviese eligiendo cautelosamente el juguete con el que me iba a castigar. Finalmente agarró un látigo, lo observó como si nunca lo hubiese visto, y sin previo aviso soltó un latigazo brutal contra el terciopelo… El coñazo se escuchó hasta en la Cota Mil…

La vaina era en serio, nivel ruso, y me mentalicé para aguantar con todo y disfrutar con yodo.
Soltó el látigo, se acercó y me comenzó a lamer la cara. No sé qué coño hacia pero por donde pasaba su lengua me erizaba los pelos. Cada movimiento me excitaba, me hipnotizaba…
Olía divino… Pero no era un asunto de perfume, era su piel la que olía a sexo fuerte…

De repente me metió un bofetón que casi me noquea. La miré y me sonrió con cariño infantil, se me montó encima como para consolarme y yo traté de agarrarla, pero ya era muy tarde, la perra me había amarrado brazos y piernas. Estaba totalmente cautivo, a su merced y vuelto loco del queso.
Me cayó a latas por un rato largo, me subió la camisa, se levantó la falda, me pegó la cuca pelada en la barriga y la fue deslizando hacia arriba, por el pecho, por cuello, por la barbilla, hasta ponérmela frente al rostro; pero cuando estaba a punto de besársela me la quitó, me dio otro bofetón y se me bajó de encima.

Volvió a caminar alrededor de mí y se detuvo a mis espaldas. Sacó otra correa y me amarró el cuello a la silla, dejándome completamente inmóvil.
Esa parte ya no era tan sexy, pues sentía que en cualquier momento me podía estrangular.
—Un poco mucho –murmuré nervioso.
—No tienes idea –respondió.
Me metió la mano en el bolsillo, me sacó el celular y lo apagó.
—Para jugar se necesitan dos –dije un poco molesto.
—Nadie está jugando –musitó con seriedad.

Se apartó y agarró un control remoto, apretó un botón y las cortinas de terciopelo rojo que estaban frente a mí, se abrieron dando paso a un televisor enorme.
Tardó unos segundos en aparecer la imagen. Pensé que me pondría una porno rusa medio cochina, que revelaría aún más sobre su enfermedad sexual. Pero no… Cuando la imagen se formó sobre el televisor, pude reconocer lo más preciado que tenía en la vida…
Joanne, mi hija, mi niñita de seis años, amarrada a una silla como yo, muerta de miedo, sola, mirando a los lados sin saber cómo había llegado hasta ahí. Su mirada suplicaba que la dejasen volver a casa, con su mamá.

— ¿Qué es eso, vale? ¿Tú estás loca? –protesté casi llorando.
—Loco estás tú, querido –respondió.
— ¿Qué te hice yo?
—Te metiste en el corazón de una operación ruso–iraní, y te fuiste directo a hablar con Mike Pompeo.
Me cagué. La información era tan precisa, pero mi instinto amateur fue la negación.
— ¿De qué hablas?
—No seas ridículo, Juan, yo misma escuché la conversación –replicó–. ¿Recuerdas cuando le diste tu celular a Pantera?
Me mostró mi celular, abrió el protector y señaló un pequeño micrófono pegado a la parte de abajo, casi imposible de detectar.

Miré hacia abajo. Era el final, sin duda, no tenía chance ni de negar, ni de ganar. Y lo de menos era yo, el verdadero horror era imaginar lo que le harían a mi hija. En mi mente explotó la imagen de la cabeza de mi madre en el puente sobre el lago de Maracaibo. Me quería morir. Mis acciones ya estaban dañando a mi hija, como lo hicieron con mis padres…
Nunca me lo perdonaría.
—Ella no tiene nada que ver –dije implorando piedad.
—Yo sé.
—Es una niñita, Natasha, déjala ir, por favor.
Apagó el televisor y me miró.
—Depende de ti…

—Yo hago lo que sea –dije convencido.

—Tienes acceso a Pompeo, lo cual es interesante para nosotros.
—Listo –le dije–, dime lo que necesitas y lo consigo. Si quieres lo mato, lo espío…

Me miró con una sonrisa.
—Eres demasiado fácil –dijo–, pero es difícil confiar en ti después de todo.
Se puso de rodillas frente a mí.
—Yo estaba preso en California –supliqué–, me obligaron a hacer esta vaina, yo soy revolucionario por convicción, siempre he odiado a los gringos, haría lo que sea por el socialismo. Pero la presión fue muy heavy.
—Algunos hemos soportado presión, incluso estando presos –respondió con resentimiento.

La jeva había sacrificado hasta su clítoris por su causa, no había manera de que mi acuerdo carcelario la conmoviera.
Se me acercó arrodillada y comenzó a desabrocharme el pantalón. Yo no sabía qué coño hacer. Ella tenía completo control sobre mí, física y moralmente. Tenía razón en verme como traidor absoluto, sin duda pensaba que merecía morir.
Pero si había una parte de ella que me consideraba útil para un proyecto más ambicioso, yo tenía que hacer todo lo necesario para ganarme su confianza.
Me bajó el pantalón y el bóxer, agarró mi palo completamente flácido y se lo metió en la boca. Pensé que no tenía mejor opción que echarle un polvo, seguir acercándome a ella y tratar de ser el mejor agente doble de la historia.

Era difícil concentrarse, ya lo del avión se había sentido como una violación pero esto era otro nivel. La rusa le daba vueltas a mi paloma con su lengua y yo no sabía si llorar o reír, si sentir placer o dolor. Estaba claro que para ella el sexo era una herramienta de poder, pero también estaba claro que sabía dar placer. Y poco a poco, casi a mi pesar, comencé a excitarme.

Me miraba a los ojos mientras me lo mamaba, pero no era la típica mirada seductora de una buena mamadora de guevo, era una mirada de odio. Como si envidiase mi placer, como si yo fuese el culpable de su desgracia física. Era muy arrecho sentirse tan vulnerable, tan detestado, y a la vez, pensar que te tienes que excitar porque de eso depende tu vida y la de tu hija.

Supuse que de esto se trataba una violación en tercer grado, cuando la víctima no puede hacer nada para detenerla, por lo cual le sigue la corriente al violador. De pana, es preferible que te violen y ya. Esto era como ser cómplice de tu propia violación. Pero coño, por más que sea, la jeva sabía mamarlo y me lo mamó como por cinco minutos, y lo logró.
Me paró la verga firme y robusta y me la siguió mamando por dos minutos más… Cuando vio que la tenía completamente lista para echar un polvo, se detuvo y se la sacó de la boca.
Asumí que su próximo movimiento sería sentarse encima mío para que la cogiera. Ya a estas alturas me provocaba, no sólo por razones sexuales sino, sobre todo, para demostrarle mi compromiso con el sueño revolucionario.

Pero la jeva no se me montó encima. Se quedó arrodillada y metió su mano debajo de la silla, pasó un suiche y sacó un cable con una punta de cobre que parecía… ¡Un fuckin cable eléctrico!
—Sorry Juan –dijo.
— ¿Qué es eso? –pregunté en pánico.
Apretó un botón y de la punta del cable salió un hilo de electricidad.
—No pana, estás loca –grité.
—Loco estás tú –replicó y…
¡Me pegó la electricidad en la paloma!

Gritar, compañero. Tú no sabes lo que es gritar. Tú crees que sabes lo que es gritar, pero tú no sabes lo que es gritar.
Gritar sin querer gritar, simplemente porque el cuerpo se está contrayendo completamente y en esa contracción participa los pulmones. Era como un orgasmo prolongado pero al revés, en el que no sentía placer sino dolor en cada parte de mi cuerpo. Todos mis órganos se sacudían como el de los ejecutados en las antiguas sillas eléctricas… Y el calor… hasta la lengua me quemaba el paladar….

Después de lo que se sintió como cinco o seis años, la rusa alejó el cable de mi palo y apagó el suiche. Por varios segundos seguí sintiendo la electricidad, subiendo y bajándome por todos lados. A mi pene flácido y oscuro, le salía humo. Estaba quemado, electrocutado.
Natasha se puso de pie:
—Es poco probable que puedas tener hijos después de esto –dijo calmada–, por lo que tu querida niña se convierte en alguien aún más preciado para ti.
Se me puso detrás y me cerró la boca con un tirro negro de electricista. Yo no tenía fuerzas para resistir, ni para protestar.
Ella continuó hablando con frialdad:
—Voy un rato a Miraflores y regreso a explicarte lo que vamos a hacer.

Y así, como si nada, salió de la habitación.
La escuché caminando hacia la cocina. Se sirvió un vaso de agua, agarró su cartera y sus llaves; y se fue del apartamento dando un portazo.

El silencio que dejó era sepulcral. Mi cuerpo parecía desmayado. Mi mente estaba en blanco. Mi corazón me retumbaba en la sien, en los hombros, en la garganta.
Normalmente me hubiese querido matar, encontrar la manera de escabullirme para suicidarme. Pero ahora tenía una hija, cautiva, por culpa mía. Había que hacer todo lo posible para salvarla.

Pensé en Pantera, me dolió mucho que le pusiera un micrófono a mi celular. Pero supuse que era inevitable traicionarme. Hay dos tipos de venezolanos, los que se van del país apenas pueden, y los que se quedan porque quieren. Yo piré apenas pude. Pantera ya tenía dinero para irse a cualquier lado, pero no se iba porque se quería quedar. Esa diferencia es más grande de lo que parece, y es una brecha que nos separará por siempre, a todo el país, pero en particular a Pantera y a mí.
Era normal que él hiciese lo necesario para sobrevivir en esta tierra, su tierra.

Pensé en Joanne, ¿cómo habían llegado a ella? No era difícil imaginarlo, si me tenían pillado el celular sabían quién era y que iba para México. Fuckin México, tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos. Yo sabía que no debían ir para allá. Maldita sea. A estas alturas Scarlet estaría desesperada, suplicándoles a los cómplices de la policía local que la ayudasen a localizar a su hija. Nadie en el hotel sabría qué decirle. Toda la región fingiría demencia.
Intenté mover mis manos, pero no había manera de soltarse. Traté de calmarme y enfocarme para estar listo cuando ella llegara. Había que convencerla de que superara mi error. Explicarle que así como la había engañado a ella, podría engañar a cualquier gringo. Estaba en una posición privilegiada dentro de la CIA y eso era una oportunidad de oro para la revolución.
Pasé unos segundos así, pensando, planificando, respirando profundo. Hasta que escuché un ruido en la puerta… 


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