27.ENE.21 | PostaPorteña 2181

LA VENGANZA DE JUAN PLANCHARD (XIII)

Por Jonathan Jacubowicz

 

EL GATO VOLADOR

No era el ruido de una llave, era como si alguien estuviese tratando de forzar la cerradura.
Me entró culillo, en Venezuela siempre puede llegar alguien peor que el que te acaba de electrocutar la paloma.
Pero no había nada que hacer, solo esperar y rezar.
Finalmente abrieron la puerta. Escuché unos pasos fuertes, de hombre, y casi me hago pupú cuando vi entrar en la habitación a un tipo alto, encapuchado, con el uniforme de la Brigada de Acciones Especiales del CCCP, con un chaleco antibalas y todo el cuerpo forrado de armas, cuchillos, linternas, esposas…
—¿Juan Planchard? –preguntó en una voz suave.
Asentí con la cabeza.
—Ya lo vamos a sacar de aquí –dijo y caminó hacia la ventana.
Abrió el vidrio y sacó de su espalda una especie de tubo de metal con un disparador adjunto. Apuntó hacia el obelisco, apretó el gatillo y del tubo salió volando un chupón amarrado a una cuerda. No pude ver dónde pegó, pero el hombre chequeó la tensión de la cuerda y pareció satisfecho.

Dio unos pasos por la habitación y amarró el tubo con la cuerda a una columna. Volvió a chequear la tensión, probó jalando con fuerza y nuevamente se vio complacido.
Se volteó, caminó hacia mí y comenzó a desabrochar las correas que me ataban. Me liberó las manos y me subí el pantalón.
—Levante los brazos –dijo y le hice caso.
Me puso un chaleco y lo amarró al que tenía puesto.
—Nos vamos –dijo con voz firme.
A estas alturas yo pensaba que era un bicho de la CIA, aunque me parecía muy raro que la CIA mandase a un venezolano vestido con el uniforme de la policía científica bolivariana. Pero su voz serena y su clara formación técnica me dieron calma, sentí que era de mi equipo, sin duda más de mi equipo que la loca de mierda rusa esa.

Con mi cuerpo enganchado al suyo, se acercó a la ventana y enchufó el chaleco a la cuerda. Ahí entendí cuál era el plan:Una línea de rappel nos conectaba con el obelisco de la plaza.

Me dio un vértigo arrechísimo, pero antes de que me diese tiempo de cagarme, el carajo brincó…
El penthouse estaba en un piso veinte. Cualquier resbalón, cualquier falla en el chupón que nos unía al obelisco, sería fatal.

Todo Chacao estaba a nuestros pies. Volábamos a una velocidad vertiginosa. No tenía ni idea de cómo íbamos a frenar. Pero confiaba por instinto en ese hombre que lo estaba arriesgando todo para salvarme. Pensé que todavía quedaban héroes en este país, y eso me pintó la cara de color esperanza.

Me puse cursi y todo, comencé a tararear “llevo tú luz y mi aroma en tu piel”, hasta que… ¡Boom!

El tipo amortiguó el impacto contra el obelisco, y nos deslizó por una cuerda que caía desde nuestro punto de aterrizaje hasta el suelo.
Cuando tocamos piso nos recibieron dos funcionarios vestidos igual que él, nos desamarraron y se montaron en un par de motos Kawasaki KLR650.
El encapuchado que me rescató señaló a un tercer funcionario, que esperaba por mí. Cuando me volteé a verlo, escuché su voz:
—Véngase jefe, chola.
¡Yo sabía, no joda, Pantera no me iba a dejar morir!
Corrí hacia su moto, me monté y salimos a toda mierda por la plaza en dirección a la autopista.
Éramos tres motos con seis personas a bordo.
Zigzagueamos entre los carros, pasamos al lado del viejo cine Altamira y pillamos que en la entrada de la autopista había una alcabala de la Guardia Nacional.

Pero los míos no disminuyeron la velocidad.
—Agárrese jefe –dijo Pantera.
Las tres motos esquivaron la alcabala por la derecha y se lanzaron cerro abajo por el monte que va en paralelo a la autopista.
Los guardias se quedaron locos, sacaron sus bichas y ¡PAH PAH PAH! ¡Abrieron fuego!
Escuché los zumbidos de las balas pasándonos cerquita, por todos lados.
Entramos a la autopista rumbo al oeste, rodando a toda máquina. Pensé que salimos lisos y nos habíamos escapado, hasta grité celebrando con euforia. Pero al pasar por debajo del puente que va al Tamanaco, nos empezaron a disparar desde arriba.
Le pegaron a un carro que venía detrás de nosotros y el carro se coleó y conectó con una camioneta que venía en el canal de al lado.
No vi el coñazo, pero sonaron como seis carros más estrellándose uno tras otro.
Seguimos palante a toda mierda y no sé de dónde coño salieron tres guardias nacionales, con motos Kawasaki igualitas a las nuestras, a perseguirnos por la autopista.
—Agarre la bicha, jefe –me dijo Pantera y se tocó la pistola que tenía en la cintura.
La agarré, la cargué y me preparé para echar plomo. Los guardias llevaban una velocidad respetable, pero los nuestros eran mucho más arriesgados. Seguimos por la autopista y pasamos entre Plaza Venezuela y la UCV, la zona más oscura de toda la ruta… cualquier mal movimiento podía ser fatal.

Un guardia se nos fue acercando. Pantera maniobró y logró que un Corola y un Caprice Classic nos separaran de él. Pero el guardia les dio la vuelta y se nos vino encima. Pantera lo pilló y frenó de repente… y así obligó al guardia a pasarnos de lado. Entonces Pantera cruzó dos canales hacia la derecha, de un solo coñazo, y se montó en el hombrillo.

El guardia comenzó a moverse en la misma dirección. Pantera lo estuvo midiendo por dos, cinco, diez segundos; hasta que se lanzó por completo hacia el otro lado…

La confusión hizo que el guardia se moviera en falso… Se le fue el timón y perdió el control de la moto, cayó al pavimento y rodó como treinta veces sobre su cuerpo… Al final levantó la cabeza y al segundo le pasó un camión por encima y lo aplastó.

Pasamos por las torres de Parque Central, bordeando el río Guaire. Quedaban dos guardias persiguiéndonos.

Uno de ellos se nos fue acercando por la lateral izquierda.
Yo me volteé a verlo justo cuando el tipo sacó una pistola, y… ¡PAO PAO!
¡Soltó dos plomazos en nuestra dirección!
Pantera se movió bruscamente y la moto se nos coleó…
Nos fuimos de lado y estábamos a punto de rodar cuando chocamos contra una pickup que nos hizo rebotar, y no sé cómo coño Pantera logró retomar el control otra vez.
La pickup metió un frenazo y un Jeep se le clavó por detrás. El coñazo levantó a la pickup. El Jeep trató de frenar pero no pudo, y la parte de atrás de la pickup se le incrustó de frente, reventándole el parabrisas.
Pantera aprovechó la cortina y se lanzó otra vez para el hombrillo.
— ¡Dele plomo, jefe, dele plomo! –me gritó.
Me volteé sobre el torso, sostuve la pistola firme con la mano derecha, me apoyé en la izquierda y apunté… pero no tenía buena mira… había dos carros a mi lado y el guardia se estaba escondiendo tras ellos.
Lancé un tiro al aire y el chofer de uno de los carros se cagó, frenó y se coleó.
El guardia reaccionó antes que yo y nos disparó: PAO PAO… Pero no nos dio… de milagro…

— ¡Dele jefe, coño! –vociferó Pantera y yo me volví loco: ¡PAH PAH PAH PAH PAH!

Le vacié la bicha completa, y no sé si le di, o si simplemente lo asusté, lo cierto es que perdió el ritmo… Intentó maniobrar como por cinco segundos, y cuando parecía que iba a lograr enderezar la Kawasaki, se fue de boca; rodó como veinte metros hasta que se salió de la ruta, voló diez metros más y aterrizó de cabeza en el Guaire.
Pantera metió la máquina completa.
El tercer guardia, al ver que estaba sólo, disminuyó la velocidad y se fue quedando atrás de nosotros. Pero el muy traidor nos comenzó a echar plomo, desde lejos: BLUM! BLUM!

Las motos de los nuestros se movieron en todas las direcciones para esquivar las balas. Tendría una Ingram o alguna automática de alto calibre, porque los proyectiles caían por todos lados.
Me cagué en serio, el carajo estaba practicando tiro al blanco con nosotros. Los míos abrieron fuego contra él, pero apuntando hacia atrás y con las luces de todos los carros obstruyendo la vista, no era fácil. El guardia tenía ventaja.
— ¡Recargue y dele, jefe! –gritó Pantera y señaló el cartucho.

Lo agarré, saqué el seguro, metí el backup, cargué la bicha, me volteé, y comencé a disparar yo también, como pude.
Se armó una plomamentazón. Me encomendé a Cristo, acepté que iba a morir y supliqué que me perdonara. Pero de inmediato recordé a Joanne y sentí que no… yo no podía dejarme matar así.
Volví a recargar, me giré y eché plomo, implorándole a Dios que guiara mis balas hacia el coco de ese guardia hijo de puta.
No sé si ocurrió, pero uno de los proyectiles del tipo dio en el retrovisor lateral de una Toyota vieja. El carajo que manejaba la camioneta se chorreó, se tiró hacia un lado y le dio a una Terios. Pero el de la Terios también reaccionó pésimo y se terminó volteando y arrastrándose por el asfalto echando chispas, como veinte metros, hasta que se estrelló contra una barrera del barrio La Coromoto.

El guardia finalmente se cagó y se quedó atrás, y nosotros seguimos adelante, sin confiarnos. Salimos de la autopista por la Yaguara. Le sacaron lo que le quedaba de máquina a las motos en la ruta que va a hacia El Junquito.

Después de como media hora rodando, llegamos a una casa medio escondida, en el kilómetro dieciséis del sector Araguaney. Allí otros oficiales que nos estaban esperando metieron las motos detrás de unos arbustos. Nos bajamos y caminamos chola hasta entrar por la puerta de atrás.
Yo no sabía ni cómo ni a quién agradecerle, pues hasta ahora sólo entendía que mi vida la había salvado Pantera con un grupo de encapuchados. Pero entonces, el líder, el hombre que había entrado a casa de la rusa para liberarme, el que había saltado en rappel para rescatarme; se quitó la capucha y se me acercó para saludar.

Yo no podía creer lo que veía: Sus ojos de gato, sus facciones blancas en piel trigueña… La firmeza de un guerrero con formación, que no teme ser amable porque se sabe capaz de todo… El mito, la leyenda… El último gran héroe venezolano, me estrechó la mano y se presentó:

—Inspector Oscar Pérez, para servirle. 

 

DIOS ES NUESTRO ESCUDO

Subimos al segundo piso de la casa y encontramos un grupo de oficiales comiendo chino que nos saludaron con cordialidad. Me ofrecieron unas lumpias y me las zampé fondo blanco. Era una casa típica clase media de la zona, con techo triangular de madera. No tenían muchos muebles y se notaba que dormían en el piso. El armamento estaba en un rincón, colocado de manera muy disciplinada. Más allá del espíritu rebelde, estos no eran guerrilleros, eran funcionarios de la división más preparada de la policía del país.
Pantera me hizo una señal de que lo siguiera y nos sentamos en la mesa de la sala.
—Tienen a su hija, jefe –dijo sin ceremonia.
—Yo sé.
—Está ubicada en una de las cabañas de alojamiento de la guardia, en la mina de Valle Hondo.
Me dio escalofríos imaginar a mi niña rodeada de guardias.
Después de mi visita a la tumbita me quedó claro que nuestros militares son mucho más pervertidos que nuestros presos.
Oscar Pérez se acercó a nosotros. En la luz de la sala, noté que tenía el cabello decolorado como un raver. Abrió un mapa de la mina e hizo un círculo alrededor del lugar donde estaba mi hija.
—Cuando vean que me escapé –dije–, la van a matar.
—No les sirve de nada muerta –replicó Oscar Pérez.
Eran las mismas palabras que hace unos años me había dicho el comisario de la policía, cuando secuestraron a mi mamá.
—Les sirve de venganza –respondí.
Miró al suelo y pareció reflexionar. Respiró profundo, se volteó a verme y me dijo con firmeza:

—Le podemos ayudar con un operativo de rescate.

—Por favor –supliqué agradecido.
—Pero tenemos que salir ahora mismo, cada minuto cuenta.
—Listo. Sólo dígame cuánto es.
Me miró extrañado.
—Aquí no estamos haciendo nada por dinero –dijo y señaló a Pantera–, los gastos operativos ya los pagó el señor.
Miré a Pantera, me puse emocional y estuve a punto de decirle cuánto lo quería, y lo importante que era esto para mí, cuando me interrumpió:
—No se me ponga cariñoso, jefe, no hay tiempo.
— ¡Luis! –Gritó Oscar Pérez a uno de los que estaba comiendo chino–, prepara la aeronave que vamos saliendo.

Rodamos como tres kilómetros en las motos, hasta llegar a un terreno baldío en el que encontramos un helicóptero privado bastante viejo. Tenía las hélices encendidas, pero las luces apagadas. No era el mismo con el que Pérez había levantado su bandera que pedía libertad.

—Vamos a tener que volar a oscuras –dijo Oscar Pérez antes de montarnos–, no hay ningún otro helicóptero en el cielo nocturno de todo el país. Si ven una sola luz nos reconocen y nos bajan. Toca mantenerse en altura mínima.

Sonaba como un suicidio, volar desde El Junquito a Cojedes a oscuras, sin luces, sin ser detectados… Yo estaba dispuesto a lo que sea, no tenía nada que perder y mi hija estaba de por medio. Pero… y él… ¿qué podía ganar de todo esto?
Se sentó en el asiento del piloto. A su lado iba otro funcionario, de copiloto, y Pantera y yo nos sentamos atrás junto a una jeva morena, fuerte, ruda, también de la Brigada de Acciones Especiales. Le decían Marvila, la Mujer Maravilla.
El helicóptero estaba decente a nivel tecnológico. Tenía varias pantallas con radares que iluminaban nuestros rostros y hacían que todo alrededor pareciera más oscuro.

—Procedemos con el ascenso –dijo Oscar Pérez y comenzamos a volar.
Se fue directo a cruzar la montaña y desde ahí nos mantuvimos por zonas despobladas rumbo a Cojedes.
Ya había pasado más de una hora desde mi rescate, pero tenía la esperanza de que Natasha todavía no hubiese regresado de Miraflores. Nadie tenía por qué haberse enterado de que piré. La persecución por la autopista no fue causada por mi fuga sino por la alcabala de Altamira.
El vuelo se sintió como una montaña rusa, debido a la necesidad de mantenernos cerca del suelo. Yo no sé cómo hacía el hombre, a lo mejor sus ojos de gato le permitían ver en la oscuridad. Nunca estuvimos a más de treinta metros de altura. Cuando cruzábamos por encima de un cerro, subíamos con él, y cuando bajábamos lo hacíamos pegaditos a la tierra.

Finalmente aterrizamos en un sector llamado Las Queseras, en las afueras de El Baúl. Nos recibieron otros oficiales del BAE, estaba claro que la red de Oscar Pérez tenía presencia en todo el país.
Entramos a una casa que parecía abandonada y nos pusimos a mear. No quiero ni hablar de las condiciones en las que tenía mi paloma: No era chorizo, era morcilla. Muy triste. Inaceptable.

Oscar Pérez estaba a mí lado y no pude evitar preguntarle:
— ¿Por qué me está ayudando, hermano?
Lo pensó, y tras un silencio contestó:
—Yo tengo tres hijos, si aceptamos que a usted le secuestren a su hija, vendrán por los míos después.
No era un tipo dado a grandes discursos, parecía simplemente un hombre que tenía clara la barrera entre el bien y el mal, esa que nunca hemos podido comprender la mayoría de los venezolanos.
—Además, lo que usted encontró tiene un gran valor – continuó–, y a lo mejor les podemos hacer algo de daño esta noche.

— ¿Cómo vamos a llegar para allá?
— ¿Usted sabe cabalgar? –preguntó y yo me cagué de la risa.
Pero la vaina era en serio, el plan de los tipos era llegar a caballo. Yo de carajito había agarrado unas clases de equitación en el Izcaragua Country Club, pero no me había montado en un caballo en más de veinte años.

Me dieron una yegua llamada Jamaica, y arrancamos en caravana por caminos semi pantanosos. Cuatro hombres y una mujer, a caballo, cruzando la noche para rescatar a una niña en el corazón de una operación criminal de dos potencias militares. No parecía que teníamos chance, pero había algo medio loco en lo artesanal del operativo, que lo hacía sentir correcto.
— ¿Usted piensa –me preguntó Pantera desde su caballo–, que hay elementos explosivos en esa mina?
—Yo no sé nada de química ni de minería, pero entiendo que el uranio se utiliza para hacer bombas. Supongo que el que explota no es el uranio en estado natural, pero coño; es como la hoja de coca, no será perico pero igualito te despierta.
—El plan es el siguiente, jefe –dijo mientras todos escuchaban–, vamos a generar una explosión que debería poner a todo el mundo a correr.
—Copiado…
—Por el lado opuesto a la explosión, abriremos otro frente, de manera que todo el que se aleje de las llamas, se encontrará con nosotros.
—Pero sin matar a nadie –añadió Oscar Pérez.
—Sin matar a nadie, inspector, estamos claros –confirmó Pantera.
—Si el señor Planchard se ve obligado a actuar para salvar la vida de la niña, eso es otra cosa –aclaró Oscar Pérez.
—Así es, inspector –afirmó Pantera con respeto.

No era menor el honor que me hacían: todos estaban ahí para protegerme, pero yo era el único que tenía permiso para matar.

—Mientras nosotros generamos el frente –continuó Pantera–, el señor Planchard va a entrar por el medio, directo a la casa donde está su niña.
—Ustedes me dicen a dónde y yo le doy –afirmé.
—Si todo sale bien habrá un sándwich entre nuestro frente y la explosión, por lo que usted debería tener toda la pista para la incursión, el rescate y la retirada.
—Y una vez que tenga a la niña, ¿para dónde voy?
—Se devuelve por donde vino y se la trae hacia donde estamos nosotros.
— ¿Y nadie viene conmigo?
—Estamos para apoyarlo, jefe, pero si alguno de nosotros cae en esta batalla, se nos viene abajo toda la insurgencia.
—Está claro –dije sin pensarlo–, demasiado están haciendo por mí.
Cabalgamos como veinte minutos hasta que llegamos a unas acacias rojas. Marvila, la mujer maravilla, abrió un bolso que cargaba a sus espaldas, sacó un dron y comenzó a prepararlo para el vuelo. Después de armarlo, le colocó dos granadas incendiarias en la parte de abajo.
Me dieron un radio con audífono, un chaleco antibalas y una AK–103, que es una Kalashnikov liviana, con mira láser y visión telescópica nocturna.
Yo no hallaba cómo agradecerles, pero nadie actuaba como si estuviese allí por mí, todos creían en la lucha con un nivel de idealismo del que yo jamás había sido testigo.

Oscar Pérez puso su brazo sobre mi hombro derecho y Pantera me abrazó por el izquierdo. Los otros dos funcionarios se unieron y formamos un círculo mirando al suelo, como los jugadores de fútbol americano antes de una jugada. La unión me daba fuerza y la adrenalina me estaba por reventar el pecho. Entonces Oscar Pérez comenzó a rezar:

—Tomando en cuenta la misericordia de Dios, hermanos, les ruego que cada uno de ustedes, en adoración espiritual, ofrezca su cuerpo como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios. No se amolden al mundo actual, sino sean transformados mediante la renovación de su mente. Así podrán comprobar cuál es la voluntad del creador, buena, bendita y perfecta.
Todos respondimos “Amén”, y cada uno fue tomando su posición y preparando su armamento.
Me dieron unas tenazas para abrir rejas y me indicaron que caminase cincuenta metros pegado a una barrera de matorrales, después de lo cual me ubicaría en línea directa con el objetivo.
—Nos avisa cuando esté en posición, jefe –dijo Pantera–, dele derechito que cuando llegue a una reja, verá una casa justo en frente. Ahí adentro encontrará a su cachorra.
—Dios te bendiga, hermano –le dije.
Oscar Pérez se volteó al escucharme y añadió:
—Dios es nuestro escudo.
—Así es –respondí.

Levanté mi AK–103 y me desplacé apuntando hacia adelante, no porque me creyese Rambo (que me lo creía), sino porque la visión nocturna de la bicha era la única manera de ver para dónde iba.
Esta zona no era tan pantanosa, era más fácil desplazarse por ahí. Caminé como un minuto y efectivamente me topé con una reja.
—Estoy en el sitio –dije por la radio.
—Copiado, jefe, vaya abriéndole un hueco a la reja y yo le aviso cuándo entrar. Una vez tenga a la niña se regresa por la misma línea, y yo lo recibo.
Saqué las tenazas y fui partiendo el metal del enrejado. Abrí un hueco lo suficientemente grande como para pasar. Comencé a observar la geografía del lugar con mi mira nocturna, ajustando la visión telescópica. Estaba cerca del lugar en el que había aterrizado con la rusa. A mi derecha estaba la mina de uranio, a mi izquierda la de feldespato, y justo en frente, a unos cincuenta metros, una cabaña en la que veía una luz prendida y un guardia. Tenía en la mira al guardia, y pensé que ese hijo de puta quizá había tocado a mi hija. Sentí una rabia que nunca antes había sentido, y me dejé llevar por ella. Sabía que el rescate que estaba por emprender no lo podría lograr sin odio, hacia él y hacia toda su descendencia.

Voy por ti, maldito. Voy por ti.

Alrededor de la casa y cerca de la mina de feldespato, había no menos de cien personas entre guardias, mineros, capataces y presos. Parecía imposible penetrar el lugar sin ser acribillado. Pero los nuestros tenían un plan y había que confiar en ellos.
Comencé a escuchar el sonido del dron agarrando vuelo.
Después de unos segundos lo vi pasar por encima de mí, a toda velocidad, en dirección a la mina de uranio.


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