La primera tarea del gobierno de Biden es reconstruir la imagen cinematográfica de la democracia norteamericana, para lo cual cuenta con el apoyo de la industria cultural (Hollywood y los gigantes tecnológicos) y los financistas de Wall Street.
Natalia Sierra
socióloga y académica de la PUCE /La Línea de Fuego – Ecuador 26/01/21
Lady Gaga, Jennifer López y Garth Brooks, del country pop, fue fundamental para convertir un acto político en un show mediático, con el cual creo se esperaba afirmar la democracia del espectáculo.
Mientras observaba la toma de posesión del nuevo gobierno estadounidense, recordé las tesis desarrolladas por Theodoro Adorno y Marx Horkheimer en su Dialéctica de la Ilustración. Un espectáculo al mejor estilo de la industria cultural hollywoodense tuvo lugar el día de la toma de funciones de Joe Biden y Kamala Harris. Más que un acto político de cambio de mando gubernamental parecía un show artístico, al estilo de los premios Oscar. La presencia nada inocente de Lady Gaga, Jennifer López y Garth Brooks, estrellas de la cultura de masas del pop gringo, del pop latino y del country pop, fue fundamental para convertir un acto político en un show mediático, con el cual creo se esperaba afirmar la democracia del espectáculo, la democracia de las masas mediatizadas, y con ello intentar suturar la fractura de la sociedad norteamericana.
La democracia del espectáculo, como buen producto de la industria cultural, busca que las necesidades diversas de una sociedad fracturada en clases, culturas y géneros se igualen y puedan ser satisfechas con el mismo producto cultural. El show político de la posesión del nuevo gobierno de Biden intenta encubrir las contradicciones de clases y de culturas, que se evidenciaron con el movimiento Blacks Lives Matter y con la toma del Capitolio por los llamados, por Clinton, los “deplorables”. Con la magia de las estrellas del espectáculo se quiere vaciar el contenido histórico, social y político del pueblo blanco empobrecido y convertido en deplorable, del pueblo afroamericano segregado y oprimido, del pueblo inmigrante latino explotado y humillado. En la imagen vacua de las estrellas del espectáculo desaparecen los conflictos económicos, políticos, culturales e incluso religiosos, de una sociedad y un estado capitalista con un pasado colonia y esclavista y con un presente racista y xenofóbico.
La Democracia del espectáculo produce una masa acrítica de consumidores de entretenimiento político. Dentro de esta lógica Donald Trump es un experto, su pasado mediático aportó mucho en llevarle a la presidencia y hacerle popular entre las masas de consumidores blancos, e incluso negros y latinos acostumbrados a la magia de la massmedia. Sin embrago de lo cual, su actuación mediática destapó los profundos conflictos de la sociedad norteamericana, manchando la imagen cinematográfica que Hollywood construyó del país del sueño americano. Es curioso que haya desfigurado la imagen de la casita con vallas blancas ofreciendo devolver la promesa blanca a los blancos, ofreciendo hacer a la América blanca grande otra vez. Trump definitivamente manchó la transparencia del espectáculo democrático norteamericano, cuando mediatizó su racismo, su xenofobia, su machismo sin pudor.
Biden no tiene el background mediático, así que paradójicamente para acabar con la era Trump tuvieron que montarle el espectáculo de posesión que supere a la imagen mediática de su antecesor, con la clara intención de volver a tapar las fracturas que se hicieron visibles en la era de Trump, con su torpe show mediático y su actividad en redes sociales. La primera tarea del gobierno de Biden es reconstruir la imagen cinematográfica de la democracia norteamericana, para lo cual cuenta con el apoyo de la industria cultural (Hollywood y los gigantes tecnológicos) y los financistas de Wall Street.
Es necesario volver a producir una masa compacta de consumidores que cada cuatro años consuman con sus votos las marcas políticas rojas y azules, sin crítica, sin conflicto, sin revueltas callejeras y aún más sin tomas del Capitolio. La empresa electoral en sus colores azul o rojo deben agradar a sus consumidores, encerrándoles en el circuito de manipulación y necesidad. Tienen que reconstruir la unidad del sistema político bipartidista fracturado en la era Trump, para lo cual es necesario que los consumidores asuman el anterior gobierno dentro de la fórmula de la industria cultural (orden-desorden-orden) a la que Hollywood les tiene acostumbrados.
Explico: todo era felicidad y orden en el sistema democrático norteamericano hasta Obama -claro está dentro de casa porque fuera de ella lo que el estado gringo llevaba era guerras de intervención caos y muerte, es decir desorden- hasta que llegó Trump y daña todo, llega el desorden con el que los espectadores sufren, se angustian y desean nuevamente el orden; entonces, el sistema se refuncionaliza al mejor estilo del positivismo de Parsons y vuelve el orden, la película termina con el beso entre Biden y Kamala. Aquí no ha pasado nada, todos felices con la vuelta de la democracia. El espectáculo transparente retorna después de su falla y con él desaparecen en la felicidad de las masas consumidora las diferencias y los conflictos económicos, políticos y culturales. El sueño americano retorna, se encienden las luces y el público mundial aplaude la vuelta de la democracia del espectáculo.