Hubo un intento de bloquear cuentas de redes sociales que convocaran a marchar, pero esto también resultó contraproducente. Y las numerosas detenciones y el alto nivel de violencia de la represión del sábado lo fue más. El gobierno busca acallar las débiles voces disidentes, pero termina por potenciarlas y unificarlas aun en su heterogeneidad ideológica. Logra de esta forma darle entidad a quien Putin ni siquiera nombra.
Por Ignacio E. Hutin 26 de enero de 2021 CADAL
Rusia vio este fin de semana las mayores protestas en casi una década, con cerca de 120 mil manifestantes desperdigados por el inmenso territorio eurasiático en una convocatoria notablemente federal. El principal reclamo era la liberación de Alekséi Navalni, abogado, bloguero y la cara más visible de la oposición al gobierno de Vladimir Putin. Se registraron escenas de violenta represión policial y fueron detenidas más de 3500 personas, oficialmente por formar parte de manifestaciones ilegales, es decir sin permiso del propio gobierno.
Navalni regresó a Rusia el domingo 17 de enero después de pasar cinco meses en Alemania. Había sido trasladado a un hospital de Berlín luego de ser envenenado, según el gobierno alemán, con Novichok, un agente químico nervioso desarrollado en la Unión Soviética. El Kremlin negó cualquier relación con el atentado e incluso el presidente ruso, que no pronuncia siquiera el nombre de Navalni en público, dijo en diciembre que si hubiera querido matarlo, el político opositor estaría muerto.
Al aterrizar en Moscú, hace apenas una semana, fue detenido y permanecerá bajo custodia por al menos 30 días. Se lo acusa de haber infringido los términos de libertad condicional impuestos en una condena de 2013 por malversación de fondos: no se presentó en forma regular ante la corte mientras se encontraba en tratamiento en Alemania. Si bien el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) dictaminó que el juicio en contra de Navalni no había sido justo, que había tenido motivaciones políticas, y ordenó anular la sentencia, la corte rusa sostuvo la pena de 5 años de prisión en suspenso en 2017. Cuando al año siguiente el bloguero quiso presentarse como candidato en las elecciones presidenciales, la Corte Suprema se lo prohibió por aquella condena.
Sería un error creer que las protestas del fin de semana se deben exclusivamente a la nueva detención de Navalni, incluso que son un apoyo concreto al opositor o a sus proyectos electorales. Él es la cara más visible de un movimiento extremadamente heterogéneo en términos políticos e ideológicos, que va desde el liberalismo al comunismo, y que tan sólo tiene en común a un rival: Putin. Los reclamos van más allá de la liberación de Navalni y apuntan a la corrupción endémica, a la eternización del presidente en el poder, a la falta de libertades y también de alternativas políticas.
Es por esto que tampoco pueden interpretarse las protestas como el nacimiento de una oposición viable electoralmente, más aun considerando que, antes de que se prohibiera su candidatura en 2018, Navalni tenía una intención de voto que rondaba apenas el 5%. Su única participación electoral fue en 2013 como candidato a alcalde de Moscú, una ciudad en la que Putin no obtiene sus mejores resultados. Salió segundo y obtuvo el 27%.
La pregunta entonces es por qué el gobierno ruso se empeña en deslegitimar y debilitar a alguien que no representa una amenaza electoral, que no es un rival a su altura. Podría haber forzado sin problemas a que la Corte acatara el fallo del TEDH y permitiera la participación de Navalni en 2018. Los previsiblemente magros resultados hubieran servido al Kremlin para mostrar una imagen democrática, pero al mismo tiempo de solidez propia y de falta de apoyo a la oposición. Pero no, se optó por acallar completamente la voz de un candidato débil. Y así se lo fortaleció.
Algo similar ocurrió esta semana, primero con la detención del bloguero a su regreso a Moscú y luego con la violenta represión en las manifestaciones. Navalni sabía que sería apresado en el aeropuerto, por eso se mostró en redes sociales en forma decidida, valiente, como un luchador inalterable aun camino a la derrota. Es difícil no empatizar con ese personaje. Ya detenido, mientras buena parte del planeta hablaba de él, su equipo difundió un informe exhaustivo sobre el “Palacio de Putin”, el edificio residencial privado más grande del país y probablemente el más lujoso. El informe fue acompañado por un video que fue visto por más de 80 millones de personas en apenas cuatro días. Así el accionar torpe del gobierno ruso se convirtió en publicidad gratuita para Navalni y su autoproclamada cruzada anticorrupción.
Durante la semana hubo un intento de bloquear cuentas de redes sociales que convocaran a marchar, pero esto también resultó contraproducente. Y las numerosas detenciones y el alto nivel de violencia de la represión del sábado lo fue más.
El gobierno busca acallar las débiles voces disidentes, pero termina por potenciarlas y unificarlas aun en su heterogeneidad ideológica. Logra de esta forma darle entidad a quien Putin ni siquiera nombra. Esta estrategia es difícil de entender, especialmente si se consideran los antecedentes de 2020 en la vecina Bielorrusia. Allí el presidente Aleksandr Lukashenko ordenó la represión salvaje contra manifestantes, en las protestas que sucedieron a unas elecciones claramente fraudulentas. Su gobierno perdió apoyo y legitimidad, y las convocatorias continúan hasta hoy.
A diferencia de lo que sucede en Bielorrusia, el movimiento opositor ruso sigue siendo muy minoritario, aunque eso podría cambiar. La semana que inicia tendrá nuevas protestas, y la tarea del Kremlin será evitar que las detenciones y las imágenes de violencia policial se traduzcan en un mayor apoyo a los manifestantes. El domingo 24 por la mañana el vocero del gobierno Dmitri Peskov mostró una estrategia basada en tres argumentos: que las protestas fueron ilegales y se llevaron a cabo durante una pandemia, por lo que las detenciones son legítimas; que la cantidad de gente que participó es irrelevante comparada con la cantidad de votos que recibió Putin; y que hubo injerencia del gobierno de Estados Unidos para promover las protestas.
Respecto a este último punto, el Kremlin recibió una ayuda un tanto inesperada: el Departamento de Estado norteamericano difundió un comunicado en el que hablaba de “permanecer hombro a hombro junto a nuestros aliados y socios” en Rusia. Esta suerte de salvavidas de plomo habilita al Kremlin a decir que Navalni y sus seguidores son “aliados y socios” del extranjero. Como si esto fuera poco, la Embajada de Estados Unidos en Moscú publicó información sobre las protestas el día anterior, incluyendo puntos de la convocatoria. Un error no forzado que el gobierno ruso puede capitalizar.
Mientras tanto Putin no aparece, prefiere resguardarse, ajeno a todo, inaccesible, fuerte. Sabe que Navalni puede tener repercusión en redes sociales y que puede movilizar a sus simpatizantes, pero que no representa una amenaza real a su poder, al menos hasta ahora. Pero si el bloguero opositor logra convertirse en un símbolo, en una víctima del sistema, incluso en una especie de mártir, y si demuestra habilidad suficiente como para unificar a todos los que cuestionan al Kremlin, entonces sí tiene alguna chance de cambiar el escenario.
La obsesión de George Soros y su Fundación Open Society Foundation (OSF) es conseguir infiltrarse en Rusia para proceder a su balcanización, pues Rusia sería para Soros la “ballena blanca que lleva décadas intentando cazar” (Tyler Durden en el portal Zero Hedge)
Germán Gorraiz López - Analista
El COVID-19 y el colapso de la economía rusa
Con Putin asistimos a la implementación del oficialismo, doctrina política que conjuga las ideas expansionistas del nacionalismo ruso, las bendiciones de la todopoderosa Iglesia Ortodoxa, los impagables servicios del FSB (sucesor del KGB), la exuberante liquidez monetaria conseguida por las empresas energéticas (GAZPROM) y parte del ideario jruschoviano simbolizado en un poder Presidencialista con claros tintes autocráticos, gobierno sustentado en sólidas estrategias de cohesión como la manipulación de masas mediante el férreo control de los medios de comunicación ,el culto a la personalidad y el dogmatismo ideológico.
Sin embargo, la implementación de sanciones por EEUU, el colapso del rublo, la caída del precio del petróleo y la subida de impuestos serían misiles en la línea de flotación de la supervivencia económica del Gobierno de Putin pues implicará serias dificultades para conseguir financiación externa y un aumento en las partidas de gasto en la compra de equipos, componentes y electrónica occidentales. Además, la irrupción de la pandemia del COVID habría afectado a un 70% de las pymes rusas y se estima para el 2021 una caída del PIB del 5% que tendría como efectos colaterales el aumento de la tasa del paro hasta el 8%, una pérdida real de ingresos del 7% y una inflación cercana al 9%. Ello agudizará la pérdida de poder adquisitivo de la ciudadanía rusa así como la drástica reducción del sector público y la consiguiente merma de las prestaciones sociales que harán desaparecer a la clase media.
Así, los recortes habrían provocado la agudización de la fractura social al quedar amplias capas de la población obligadas a vivir en umbrales de pobreza y depender de los subsidios sociales (20 millones de personas), debiendo destinar amplias partidas de las reservas para subsanar el rampante Déficit del Plan de Pensiones, quedando así diluidos los efectos benéficos de sus objetivos de impulsar la Vivienda y Sanidad Públicas, Reducción de Impuestos y el Cambio de tendencia Demográfica.
Asimismo, la estructura económica rusa controla solo 2,5% de las exportaciones mundiales y adolece de una excesiva dependencia de las exportaciones de gas y petróleo a lo que habría que añadir la obsoleta planificación estatal herencia de la época jruscheviana, pues el complejo militar, los proyectos espaciales y las subvenciones a la agricultura siguen acaparando la mayoría del presupuesto ruso condenando a la inanición financiera a la industria ligera y la producción de alimentos.
¿Revolución de colores contra Putin?
Putin estableció como prioridad tras su primer nombramiento como Presidente en el año 2000, la Modernización de las Fuerzas Armadas, Infraestructuras de Transporte y Energéticas y el Desarrollo de Nuevas Tecnologías,(aeroespacial; robótica; biomedicina; biocombustibles y nanotecnología) con un presupuesto hasta el 2020 que alcanzaría la cifra ionosférica de 410.000 millones de euros, lo que aunado con la rampante corrupción de las élites, la carestía de la vida y el militarismo habría provocado una pérdida sensible de la popularidad de Putin.
La Administración Biden quiere evitar a toda costa que Putin se perpetúe en el poder hasta el 2036 por lo que no sería descartable una Revolución de Colores alentada por EEUU para movilizar a la sociedad rusa contra la carestía de la vida y la rampante corrupción y que tendría como iceberg las recientes protestas convocadas por el movimiento “Fondo de Lucha contra la Corrupción” tras la detención de su líder Alekséi Navalni, pudiendo reeditarse los disturbios y protestas sucedidas con Jruschov (represión del levantamiento de obreros de Novocherkaask, 1962.
Asimismo, se estaría gestando una trama endógena con el objetivo confeso de debilitar el otrora poder omnímodo de Putin en el Partido y en la Administración y posteriormente lograr su defenestración política mediante un golpe de mano incruento.
Dicha trama tendría la paternidad del Club de las Islas pilotado por George Soros y del exiliado ex-empresario petrolero Jodorkovski (Rusia Abierta) quien moverá a sus peones estratégicamente situados en puestos claves de la Administración, Mass Media, FSB y Ejército para tras una intensa campaña mediática contra Putin, lograr que el Tribunal Supremo ruso lo acuse formalmente de los mismos cargos con los que decapitó a la camarilla oligarca: abuso de poder, corrupción y delitos fiscales, culto a la personalidad y errores políticos, reviviendo el golpe de mano contra Jruschov y su sustitución por Leoniv Brézhnev (1964).