05.FEB.21 | PostaPorteña 2183

LA VENGANZA DE JUAN PLANCHARD (XIV)

Por Jonathan Jacubowicz

 

LA TORRE DE FUEGO


Seguí el dron con la mira telescópica, y lo vi detenerse justo arriba del agujero de la mina de uranio. Se quedó inmóvil por unos segundos. Varios guardias comenzaron a reaccionar al ruido de las hélices, señalándolo con alarma. Uno de ellos desenfundó su arma y lo apuntó, pero justo en ese momento, desde el dron, cayeron dos granadas incendiarias.

Me preparé todo lo que pude para el coñazo que venía.
Pero nada me podía preparar para lo que que sucedió. Pasaron unos cinco segundos de silencio que supuse eran los que tardaron las granadas en caer hasta el fondo de la mina. Y lo que ocurrió después jamás se olvidará en El Baúl.

Una torre, hermano, de fuego. Como cincuenta metros de candela viajando hacia arriba. Una especie de estallido bíblico, como si el infierno estuviese saliendo desde el centro de la tierra. Parecía una erupción volcánica completamente vertical, con la velocidad y la intensidad de una explosión de fuga de gas.

El calor casi me calcina. El arma se me puso tan caliente que estuve a punto de soltarla.  El suelo tembló cual terremoto.
La tierra se iluminó como si fuese de día. Y todo el que estaba cerca comenzó a correr en dirección opuesta al fuego.
Rusos, iraníes, venezolanos, un festival de valientes chorreados como nunca antes en sus vidas, corrieron como putas, alejándose de las llamas.

— ¡Adelante, Jefe! –dijo Pantera en la radio.
Cogí aire, me persigné, me metí por el hueco de la reja y arranqué a correr a toda velocidad, con el rifle por delante, apuntando hacia la casa en la que, según mis aliados, estaba lo más preciado de mi vida.

Me pasaban soldados de todo tipo por los lados pero nadie me paraba bola. Esa gente lo único que pensaba era en salvarse y se veían tan cagados que parecía que correrían dos kilómetros antes de detenerse a pensar en otra vaina.

Los presos encadenados huían en grupo, sin poder separarse. Algunos se caían y eran arrastrados por la turba. Otros intentaban liberarse y me pareció ver que algunos lo lograban y se fugaban hacia la oscuridad.

Yo seguí desplazándome en dirección a la casa, sin bajar la velocidad. La explosión y el griterío nos habían ensordecido a todos, pero de repente, un silencio se apoderó del lugar….
Sólo quedaron los ruidos de los que corríamos, y como yo era el único que iba en otra dirección, los demás comenzaron a notarme.

Entonces arrancaron los tiros:

¡TRACATRACATRACA!….

Una fiesta de disparos de alto calibre rugió desde un punto desconocido. El pánico se hizo general. La masa estaba atrapada entre el hongo de humo que se iba formando por la explosión y aquello que sonaba como una batalla campal en plena Bagdad.
Me faltaban como treinta metros para llegar a la casa cuando me tropecé y me fui de jeta. Casi me clavo el rifle en el ojo como un bolsa. Pero sin perder el ritmo, molesto conmigo mismo, me puse de pie y seguí corriendo sin mirar atrás.
Estaba a quince metros de la casa cuando vi a uno de los guardias avanzando hacia mí. Supongo que le pareció extraño ver a un hombre con un rifle corriendo en dirección opuesta.
Bajó la mano para sacar su arma, pero tardó mucho… Ni siquiera la había tocado cuando yo abrí fuego y le volé el coco.
Detrás de él vinieron dos más y cayeron también como patos. Le agarré el gustico a la vaina y decidí que ante cualquier duda dispararía. Nada ni nadie me iba a detener.
Finalmente llegué a la casa, pero al tratar de abrir la puerta la encontré cerrada con un candado. Me desplacé hacia un lado a ver si había otra entrada, pero nada, era una construcción militar, con una sola puerta y ventanas enrejadas con hierro.
Regresé a la puerta, me ubiqué de lado, apunté al candado, apreté el gatillo y solté una ráfaga… No quedó ni el recuerdo de la cerradura.

Abrí la puerta y entré a un pasillo con un escritorio vacío.No parecía haber nadie pero estaba completamente oscuro, no veía un coño, no era fácil estar seguro de nada. Utilicé la visión nocturna del rifle y seguí avanzando.

Me metí en un cuarto, revisé todos los clósets y sólo encontré unos ganchos de ropa y uniformes militares. No había ningún rastro de ella…
Entré en pánico. Sentí el mismo sabor en la boca que cuando vi la cabeza de mi madre separada de su cuerpo. Mi instinto me decía que iba a pasar por lo mismo otra vez, pero ahora con una niña… y mi instinto tenía tiempo sin equivocarse.

Seguí al siguiente cuarto y vi unas computadoras, unas impresoras, unas sillas, pero nada que se moviera. Entré por un pasillo oscuro y al final vi unas escaleras… Subí corriendo, brincando escalones de tres en tres. Llegué a una especie de depósito con cerámica de baño blanca, con una puerta de metal en el fondo…
Miré hacia dentro y casi se me sale el corazón cuando vi, bajo la puerta, lo que parecía ser el zapato de una niña.
Pero no se escuchaba nada.

— ¡Joanne! –grité y salí corriendo.

El cuarto tendría cinco o seis metros, pero al recorrerlo sentí como si pasaran veinte minutos. Toda mi existencia quedaría definida por la imagen que vería tras esa puerta.

Decidí pegarme un tiro si la encontraba sin vida. Era lo mínimo que podía hacer.
Finalmente abrí la puerta… y sólo vi oscuridad. No podía ver nada. La mente me traicionaba y entre las sombras me mostraba imágenes espantosas que me reventaban el alma de dolor. Pero cuando me arrodillé, sentí sus brazos colgándose de mi cuello con todas sus fuerzas. Puse mis manos sobre su cabeza y sentí el calor de su cabello. No hablaba, no emitía sonido alguno, pero no había duda: estaba viva.

—It’s okay… It’s okay… –le dije y la apreté con desesperación.

Agarré su rostro para mirarla y entender por qué no hablaba, y vi que estaba privada llorando y no le salía la voz. Intenté levantarla y pillé que estaba encadenada a una poceta.

Era una cadena enorme, no había chance de romperla sin un tiro. Pero el tiro podía rebotar para cualquier lado. Era demasiado peligroso.
Cogí aire profundo.
— Papá… –dijo cuando salió del terror total.
—Todo va a estar bien –le dije–, pero tengo que dispararle a la cadena.

—Okey –dijo con firmeza. La carajita era más valiente que yo

Metí el cañón del rifle en uno de los huecos de la cadena, jalé el resto para prensarla y apunté al agua de la poceta, quién sabe por qué coño…
Sabía que podía pasar cualquier cosa pero había que tomar el riesgo. La miré a los ojos de la manera más calmada posible, gallineteando sin apretar el gatillo. Me daba demasiado miedo equivocarme y terminar matándola con una bala de rebote. Me quedé como pegado tomando la decisión, hasta que ella fue la que me gritó:
— ¡Dispara!
Apreté el gatillo…
La bala reventó la cadena…
Reventó la poceta…
Se incrustó en la tubería…
Miré a Joanne.
Estaba bien.
Se levantó…
¡Estaba libre!
— ¡Vámonos! –grité y la cargué sobre mis hombros.

Bajé las escaleras corriendo, crucé el pasillo y los dos cuartos, y salimos de la casa.
Afuera se escuchaba una batalla campal. Centenares de balas volaban de un lado al otro, y pequeñas explosiones aún sonaban en la mina.
Joanne gritó llena de terror al ver lo que la rodeaba. Yo corrí con todas mis fuerzas de regreso, hacia la reja por la que había entrado.
El humo del uranio incendiado se había propagado por toda la zona. Era difícil ver, casi imposible respirar.
Joanne comenzó a toser y yo casi me vuelvo loco pensando que se me moría de asfixia.
Corrí con toda mi alma sin respirar, hasta que llegué a la reja y la crucé, e iba arrancar hacia el lugar en el que nos habíamos separado, cuando escuché la voz de Pantera en el lado opuesto:
— ¡Por aquí jefe!
Di la vuelta y salí corriendo detrás de él.
—Está comprometido eso por allá, pero vamos a tratar de salir por el río –me dijo.
Comenzamos a atravesar un bosque pantanoso lleno de palmas. Pantera me hizo relevo cargando a la niña por un tramo, y me la devolvió por otro.
Corrimos como por diez minutos, alejándonos de los tiros, alejándonos del humo…
Joanne estaba un poco más calmada y ya respiraba normalmente. Pero no podíamos bajar la velocidad, el plan había cambiado y la ruta de escape no estaba garantizada.
Al final del camino, llegamos a la orilla de un río bastante grande, como de cincuenta metros de ancho…
— ¿Brincamos? –le pregunté a Pantera.
— No, jefe, esa mierda está llena de pirañas.
— ¿Entonces qué?

— Calma que estamos lejos del peo…

— Calma un coño –dije poseído por la adrenalina.

Pantera me ignoró y agarró su radio: —Estamos en el sitio. ¿Cuál es el 54?

Pero no hubo respuesta.

Miré a Joanne, la pobre tenía los brazos llenos de cortadas que le habían causado las palmas. Pero era tan dura que ni siquiera estaba llorando. Me miraba como si yo fuese Peter Pan y ella Wendy.
— ¿Estás bien? –le pregunté por decimoquinta vez.
Me sonrió como diciendo “claro, estoy de lo mejor”, y preguntó:
— ¿Qué esperamos?
En ese momento escuchamos un motor fuera de borda.
Marvila, la mujer maravilla, se acercaba en un peñero. Se la señalé a Joanne y se emocionó.
La tipa metió el peñero hasta la orilla. Yo cargué a mi chama y la monté a bordo. Después ayudé a Pantera a empujar el peñero y, al ponerlo a flote, nos montamos. Marvila le dio la vuelta a la embarcación y comenzamos a ir a toda mierda, a favor de la corriente del río.
—Póngase esto, jefe –dijo Pantera.
Yo pensé que me estaba ofreciendo un salvavidas como el que le dan a uno en los peñeros de Morrocoy. Pero no, era un chaleco similar al de rappel que me había puesto Oscar Pérez en la casa de la rusa. Además me dio otro más pequeño para
Joanne. Se lo puse y Pantera nos amarró para que no nos pudiésemos separar.
Hubo un momento de calma, parecía que habíamos logrado el objetivo y habíamos salido airosos. Pero…
¡TRACK TRACK TRACK!
¡Nos comenzaron a disparar!

— ¡Al suelo! –gritó Pantera y yo me acosté encima de Joanne para protegerla.
— ¡La guardia! –dijo Marvila y Pantera se cagó.
Una lancha mucho más rápida que la de nosotros se acercaba, pero todavía estaba como a quinientos metros.
Desde ahí nos estaban disparando.
— ¿Dónde estás, príncipe? –preguntó Pantera en la radio y miró al cielo.
La lancha se seguía acercando, me pareció que ya estaba a cuatrocientos metros.
Joanne me miró asustada. Yo miré a Pantera y lo vi blanco de miedo. Marvila estaba enfocada en sacarle la mierda al motor. Pero no parecía posible salir de esta. Con suerte nos agarrarían vivos. Pero lo más probable era que nos mataran y nos tirasen al río.
Miré otra vez hacia la lancha y pensé que ya estaba a trescientos metros.
— ¿Y si metes el peñero a la orilla y corremos? –pregunté.

Marvila miró a los lados, evaluando mi propuesta, y eso me llenó de terror; dejaba claro que se habían agotado las opciones planificadas y yo era el nuevo estratega. Nos matarían en la orilla como a unos pajúos.

Abracé a Joanne con resignación, tratando de darle una ilusión de seguridad con la que yo ni soñaba. Ella me miró con esperanza, como si a pesar de toda esta locura, o quizá a raíz de ella, yo fuese su nuevo ídolo. Pensé que por ver esa mirada ya había valido la pena vivir. Pero también pensé que era imposible morir cuando algo tan hermoso estaba naciendo.
Alguien tenía que salvarnos.
Entonces…
Lo vimos…
El helicóptero…
Venía por nosotros…Mucho más rápido que la lancha…

Pero la lancha ya estaba a doscientos metros cuando… ¡Volvió a disparar!

Pantera agarró su rifle y comenzó a echar plomo hacia atrás. Las balas de la guardia caían cerca de nosotros, agujereando al agua. Pensé que a lo mejor le darían a una
piraña y después pensé que era un maricón por pensar en eso en ese momento.

— ¿Papá, qué pasa? –preguntó Joanne, y yo no sabía qué responderle.
—Hay otra adelante –dijo Marvila.
Levanté la mirada y vi las luces de otra lancha, a cien metros frente a nosotros. Nos tenían rodeados. Era el final. Lo habíamos logrado todo menos el escape, y nos iban a freír en aceite de girasol.
Pensé que mi vida, hasta ahora, se había tratado de eso, siempre había estado a punto: a punto de ser rico, a punto de coronar a la jeva de mi vida, a punto de salvar a mi madre, a punto de suicidarme, a punto de rescatar a mi hija… Ese era yo, el carajo que estuvo a punto de lograrlo todo pero nunca logró un coño.

Miré a Joanne con tristeza, como pidiéndole disculpas. Se escuchaban tiros por todos lados, el ruido era una salvajada.
Una bala le abrió un hueco a la parte de atrás del peñero y comenzaron a entrar litros de agua.
Pantera se lanzó al piso, para que no le volaran el coco, y se fue arrastrando hasta llegar a nosotros. Marvila también se agachó y se lanzó sobre Pantera. Entre los dos se amarraron entre ellos, y nos amarraron a nosotros a través de los chalecos.
—Agárrela duro, jefe –dijo y yo abracé a Joanne con todo mi cuerpo.
— ¿Qué va a pasar? –preguntó ella con inocencia.
Yo estaba por responderle que no sabía pero que confiara en Dios… cuando el helicóptero pasó por encima de nosotros, y sentí un tirón brutal…

Una fuerza bestial nos jaló hacia arriba, a mí y a todos, a Joanne junto a mí, a Pantera junto a Marvila… Volamos por los aires enganchados a una escalera que salía del helicóptero. Los guardias de las lanchas seguían disparando, pero el ascenso era tan vertiginoso que hacía casi imposible que nos diesen.

— ¿Estás bien? –le pregunté a Joanne cuando entendí lo que estaba pasando.
Me miró con la quijada abierta, como quien vive la vaina más arrecha de su vida, y simplemente dijo:
—Esto es lo máximo.
El viento nos sacudía el rostro, nuestros cuerpos estaban entrelazados, no tenía ni idea para dónde íbamos; pero sabía que con este equipo siempre estaría a salvo.
Después de varios minutos, cuando nos habíamos alejado del río, comenzaron a recoger la escalera. Primero subió Marvila, después Pantera, y entre los dos fueron subiéndonos a mí y a Joanne, con mucho cuidado. Finalmente nos montaron en el helicóptero.
Oscar Pérez recibió a mi hija con una de esas sonrisas que sólo sabe dar un padre cariñoso. Ella le sonrió de regreso y le chocó la mano.
— ¿Para dónde vamos? –le pregunté a Pantera.
—A una casa aliada, cerca de San Antonio –respondió.
Yo iba con ellos a dónde me llevaran, pero me sorprendió que no nos fuesen a sacar del país.
—Lo ideal sería dejarlos en Colombia –añadió–, pero sería una misión suicida. Usted sabe que Santos juega para los dos equipos.
Así es este peo, hermano, piensa mal y acertarás. No hay rey traidor ni Papa excomulgado.

Después de un rato aterrizamos en una de las montañas que bordean a San Antonio del Táchira.
Esto no había terminado.

LA IGUANA DE CHERNÓBIL

Nos recibió una humilde tachirense llamada Gioconda Mora, en una pequeña casa desde la cual le vendía chicha a la gente que subía la montaña.
Joanne se bañó con un tobito. Doña Gioconda estuvo muy atenta con ella y le regaló un poncho andino. Cuando se lo puso parecía una niña hippie californiana visitando Machu Pichu. Probó la chicha y le fascinó, pero no quería comer. Nos sentamos en un sofá en la sala, y como al minuto se quedó
dormida. Estaba agotada, había vivido tanto en tan poco tiempo. Merecía descansar.

Pantera y Oscar Pérez estaban conversando. Me acerqué a ellos y pregunté:
— ¿Cuál es el plan?
—Ahora nosotros arrancamos, jefe. Y usted mañana se va temprano para San Antonio a cruzar la frontera.
Asentí agradecido.
—Listo, hermano, no sé ni cómo agradecerles.
Oscar Pérez me ofreció su mano. Se la estreché y le di un abrazo.
—Usted es un héroe, mi pana –le dije–, hasta hoy lo dudaba pero coño, da un fresquito saber que Venezuela cuenta con un tipo así.
—No se quite crédito, hermano –respondió–. Que los uniformados seamos decentes y valientes debería ser lo normal. Pero que existan civiles dispuestos a arriesgarlo todo como usted, o como ese pueblo que sin armas se ha enfrentado a un narcoestado en la calle, es algo de lo cual Bolívar estaría orgulloso.
—Cuente conmigo para lo que sea –dije agradecido.
—Rece mucho, pues esta lucha es también espiritual.

Ahora lo más importante, para usted, es proteger a esa princesa. Y despreocúpese porque estoy seguro de que la próxima vez que nos veamos será en libertad.

Siempre que hablaba, yo esperaba que me dijese que mirase a una esquina y saludase a la cámara indiscreta. Era imposible que fuese real… En un país completamente corrompido, en el que los poderes públicos se los dividen entre el narcotráfico y el terrorismo internacional, en el que varios diputados de oposición se hacen ricos mientras sus socios financieros torturan a sus compañeros de partido, en el que todo el ejército nacional se dedica al crimen… en ese país infernal, era inimaginable que naciera un policía idealista. No podía ser cierto. Nadie lo aceptaría jamás. No merecíamos que fuese real.

Di la vuelta y miré a Pantera. Me dio un abrazo.
— ¿Por qué me pusiste un micrófono en el celular? –le pregunté calmado.
Miró al suelo, reflexionando.
—Honestamente, jefe, para protegerlo.
— ¿Cómo es eso?
—Cuando me pidieron que lo pinchase se estaba discutiendo eliminarlo, y creí que permitirles que lo monitorearan sería lo mejor para su seguridad. Pensaba que usted no tenía nada que ocultarles. Pensaba que usted era chavista.
Era la primera vez que escuchaba a alguien sugiriendo que yo no era chavista. Me sentí liberado. He pasado tantos años intentando justificarme, defendiendo a Chávez a pesar de todas las evidencias, que era un verdadero honor oír esas palabras.
Quizá ese sea el reconocimiento más grande que se le dará en el futuro a gente como yo: Un certificado que diga que uno se ha curado del chavismo.

 Ojalá algún día todos los que nos beneficiamos del crimen más grande de la historia contemporánea de América, podamos ser perdonados. Si es
necesario que nos metan presos, que nos torturen, que paguemos en carne propia lo que hicimos… que así sea.
Venezuela merece volvernos mierda y tenemos que aceptarlo.

La cagamos y somos culpables. El que diga lo contrario se está haciendo el loco. Y el que no haga todo lo que esté a su alcance para salvar lo que queda de país, nunca merecerá el perdón.

—Hermano –le dije–, usted está en la asamblea constituyente, tiene millones de euros en una piscina… ¿Cómo se llama el equipo en el que usted juega?
Me miró con cariño, se encogió de hombros y respondió:
—Si seguimos esperando por los mariquitos de la oposición, esta vaina se hunde para siempre. Sifrino no mata malandro, y usted sabe mejor que yo que con malandro no hay negociación posible. A los malandros hay que matarlos, tanto en la calle como en el palacio.

Me dio un abrazo, se dio la vuelta y se montó en el helicóptero de Oscar Pérez con Marvila y el resto del equipo.
Alzaron vuelo y arrancaron de regreso a su guarida en la insurgencia.
Yo volví al lado de Joanne y la miré durmiendo, arropada en su poncho, con sus risos dorados. Era la primera vez que dormía al lado de su padre. Le agarré la mano con fuerza, como para que nadie me la pudiese arrebatar más nunca, y me quedé dormido.

A la mañana siguiente leí en las noticias que hubo un apagón en todo el país, justo a la hora de la explosión.El gobierno le echaba la culpa a una iguana. Pensé que quizá fue una iguana de Chernóbil que se atravesó por El baúl.

Cuando se despertó Joanne, comimos sendas arepas andinas que nos preparó Doña Gioconda.
—Tengo que llamar a mi mamá –dijo Joanne.
—Apenas lleguemos a Colombia –respondí.
— ¿Me puedes explicar qué está pasando? –preguntó con más amabilidad que la que yo merecía.
—Te puedo decir que estás en mi país, y mi país es complicado.
—Dime qué pasa, Papá.

No había espacio para rodeos. Era mi primera prueba como padre: o decía la verdad o se acababa todo.
—Hay gente que me quiere hacer daño –dije–, y pensó que la mejor manera de herirme era ponerte en riesgo a ti.
— ¿Qué gente?
—La gente que gobierna mi país.
—Sólo los ladrones huyen de la policía.
—Los que te rescataron también son policías.
Se puso pensativa.
— ¿Hay policías buenos y malos? –preguntó.
—En este país casi todos son malos, pero sí, hay algunos buenos. Y tuvimos la suerte de contar con ellos.
— ¿Cómo se puede vivir en un país en el que los malos están en el gobierno? –preguntó.
Era una pregunta tan sencilla que no pude maquillar mi respuesta:
—No se puede.
Me miró con lástima… y suspiró por mi país. Se terminó la arepa y se tomó otra chicha.
—Entonces mejor nos vamos –dijo.
—Mejor –le sonreí.

Doña Gioconda nos regaló otro poncho y una gorra de lana. Le dimos un fuerte abrazo y doscientos dólares como despedida. El dólar ya había pasado largo de cien mil bolívares, valía el doble que cuando salí de la cárcel hace un
par de semanas. El salario mínimo estaba en noventa mil. Es decir, había que trabajar un mes para ganar menos de un dólar.
Doña Gioconda tenía que vender como un millón de chichas para ganar los dos billetes que le di.

Joanne y yo comenzamos a caminar montaña abajo, rumbo a San Antonio del Táchira. El plan era pasar de incógnito, como dos andinos, por el puente Simón Bolívar hacia Colombia.

San Antonio se veía hermosa desde arriba. Pero la bajada montañosa era difícil, y Joanne me agarró la mano para sostenerse.

— ¿Por qué puedes entrar y salir de la cárcel? –preguntó.
Tenía que inventar una narrativa que le permitiese aceptar la realidad, sin convertir esto en un peo enorme que llegase a oídos de Scarlet y me devolviese a la prisión.
—Salgo a veces, porque el Gobierno de los Estados Unidos me necesita.
Me miró sorprendida.
— ¿Y a veces no?
—Todavía tengo de pasar cierto tiempo en la cárcel, pero cada vez menos. Y espero que pronto me liberen completamente.
La convenció mi respuesta.
— ¿Y entonces vivirás con nosotras?
—Eso depende de tu mamá.
—Mi mamá y yo somos dos, y yo digo que sí. ¿Por qué tiene que decidir ella?
—Porque ella es tu mamá, y tienes que respetarla.
Me miró feo.
—Todo se trata de ustedes –dijo molesta.

La observé preocupado.
— ¿A qué te refieres?
—Desde bebé me dijeron que mi papá se murió. De repente te vi en Ámsterdam, y no sé por qué le pedí a mi mamá que me contase cómo fue tu muerte. Se puso a llorar y me confesó que mintió, que tú no habías muerto. Te fuimos a visitar y entendí que tú eras el de Ámsterdam, y lo primero que me pediste fue que mintiera… Te hice caso y aquí estoy, todavía no sé qué es verdad. Sé que estaba con mi mamá durmiendo en México y me desperté en un camioneta con un tipo que me montó en un avión, del avión me pasaron a un carro y después me encadenaron a una poceta… Luego apareciste tú como si fueses Spiderman, y cuando te pregunto algo me dices que todo depende de mi mamá porque ella es mi mamá y yo no importo nada…

Se le aguaron los ojos de rabia y me partió el corazón. La niña tenía razón, lo que la habíamos era caído a un mojón tras otro, en parte porque entre nosotros también nos vivíamos cayendo a coba.

—Te prometo que te voy a llevar a donde tu mamá y no te vamos a mentir más nunca.
— ¿Por qué no la puedes llamar ahora mismo?
—Porque no tengo teléfono y tú tampoco.
Bajó los ojos hacia el suelo sin saber qué más decir. Yo me detuve, la miré y supliqué:
—Perdóname, Joanne. Nada de esto debió haber pasado.
Pero estamos cerca de que se acabe, lo único que te pido es que aguantes un poco más. Confía en mí y estaremos hablando con tu mamá en un par de horas.
Me miró y me mostró el meñique.
— ¿Pinkie promise? –preguntó.
Yo no tenía idea de qué era eso.
— ¿Disculpa?
Me volteó los ojos, y me agarró el dedo meñique con el suyo.
—Cuando haces una promesa con el meñique no la puedes romper.
Apreté su meñique y sonreí:
—Ok, lo prometo.
Arrugó los ojos a modo de amenaza infantil. La carajita no era fácil, pero me tenía derretido. Se volteó y siguió caminando montaña abajo, como si estuviese tomando el mando de la excursión. 


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