11.FEB.21 | PostaPorteña 2185

LA VENGANZA DE JUAN PLANCHARD (XV)

Por Jonathan Jacubowicz

 

EL ÉXODO

Llegamos a San Antonio, un pueblo grande que se cree ciudad. Pensé que era buena señal que nadie se nos quedaba mirando, pero igual me dio caga preguntar hacia dónde estaba el puente. Caminamos en la dirección en la que supuse estaba
Colombia.

Después de unas diez cuadras cambió el paisaje, alrededor seguía siendo un caserío, pero a medida que avanzábamos las calles tenían más gente. Y no hablo de gente local, hablo de personas arrastrando equipaje, bolsos, maletas, viajeros que
parecían transitar por un aeropuerto.
Comencé a estudiarlos, había venezolanos de todo tipo: desde chamos de El Cafetal, como yo, hasta familias enteras, con niños, abuelos, enfermos…

Pasados unos minutos casi no se podía caminar por la acera debido a la cantidad de gente. Estábamos todavía a tres cuadras del puente, y había miles de personas alrededor.
— ¿Para dónde va tanta gente? –preguntó Joanne.
—Para Colombia, como nosotros.
La niña nunca había visto nada parecido, y la verdad es que yo tampoco. Había decenas de desnutridos, personas decentes que trabajaban duro y que hasta hace muy poco tenían una vida digna.
—Tengo sed –dijo Joanne.

Entramos a un abasto y le compré una chicha, su nueva bebida preferida. En la entrada había una escalera y desde ahí me asomé a ver cuál era la situación alrededor del puente:
Decenas de miles de personas estaban apiñadas frente al cruce fronterizo. Venezolanos de todas las clases sociales, de todos los tipos. Muchísima gente llorando, deshidratados, trasnochados.

Agarré a Joanne de la mano y seguimos avanzando. La monté sobre mis hombros para que no la pisaran y así entramos al puente. Había tensión, la mayoría no era amable.

Se sentía un ambiente de desesperación, de todos contra todos, como si llegar a la meta dependiese de la derrota del prójimo. Mientras más avanzábamos, menos espacio había. Nos rodeaban cientos de desdentados, gente verdaderamente humilde que hasta hace unos años lloraba de emoción al ver a Chávez. Ahora escapaban muertos de hambre, enfermos, sin esperanza, pagando el fracaso de la revolución. Eran las víctimas principales de un robo histórico, los olvidados, el pueblo llano que siempre lleva la peor parte en el colapso de una nación. Pero a mí no me engañaban, ellos también eran culpables. Yo habré guisado pero casi todos ellos votaron por el tipo, una y mil veces. Se cagaron en los demás porque les gustaba la mantequilla, y con la ilusión de asistencia social de las misiones pensaron que tenían suficiente. Ahora se la calan.

Pasen hambre mamaguevos, eligieron este infierno. Y se tendrán que calar que los traten como una mierda en toda América Latina, entre otras cosas porque ustedes son una mierda, el pueblo más ignorante de la tierra, el más conejeado, el que aceptó que una banda de maleantes se tumbe cuatrocientos mil millones de dólares en nombre de los pobres.

Yo moriré por amoral pero ustedes morirán porque decidieron que todo el país lo fuera. Nunca nos dieron opción, se robaba con la revolución o se emigraba. Fueron millones los chamos clase media que quisieron ser honestos, y no pudieron ganarse el pan porque ustedes seguían imponiendo al hampa con su voto. Malditos refugiados, coman mierda, vendan su cuerpo y el de sus hijas, aguanten su humillación, paguen la rabia con la que se quisieron vengar de la gente que le echaba bola.

Ustedes también mataron a mi padre.
—A los chavistas no los deberían dejar salir –dijo un chamo que parecía de Valencia.
—Eso es cierto –contesto una doña que se veía que era chavista.
Más nadie dijo nada. No había nada que decir. Cargábamos la cruz a cuestas y jadeábamos juntos. Sin duda habría inocentes, pero sí, se tendrían que joder como la mayoría. Así funciona la democracia. Venezuela se suicidó por decisión popular.

Cuando por fin entramos al puente, calculé veinte mil personas frente a nosotros. La vaina se movía cada vez más lento. La primera alcabala de la guardia estaba como a cincuenta metros, la frontera como a cien.

Se escuchó un ruido desde adelante, una especie de murmullo colectivo de indignación. La gente se fue apilando sin poder moverse. Alguna información comenzó a viajar hacia atrás, causando desesperación. Los que estaban pegados al paso fronterizo comenzaron a retroceder. Se generó una confusión total.
El primer grupo de los que se devolvían cruzó al lado de nosotros:
—Trancaron el paso –anunció uno.
— ¿Por qué? –preguntaron varios.
—Dicen que Oscar Pérez y su gente vienen de salida y que toda la frontera está cerrada hasta nuevo aviso.

Pinga de mono. Lo último que imaginé fue que yo mismo estaba causando el revuelo. ¡Había un operativo para capturarme!
— ¿Qué pasa? –preguntó Joanne.
—Cerraron la frontera –le dije–, tenemos que ir para atrás.
La carajita estaba completamente confundida. Había pasado toda su vida en Ámsterdam, el lugar más civilizado de la historia de la civilización. Era imposible que entendiese nuestro planeta de los simios.

Los de adelante comenzaron a empujar la barricada de los guardias. Traté de devolverme pero había demasiada gente detrás de nosotros.
Se armó un griterío, y el gentío comenzó empujar hacia Colombia, tratando de embestir a los guardias para abrir la frontera a la fuerza.
Los guardias se pusieron máscaras antigas, y a los pocos segundos arrancaron a lanzar bombas lacrimógenas. A medida que caían las bombas la gente las recogía del piso y las lanzaba de regreso, pero en cuestión de segundos, el gas comenzó a cubrir el puente.

Le dije a Joanne que se tapara la boca con la camisa y me puse a empujar hacia atrás, tratando de salir del puente. Pero cuando el gas nos cubrió, comenzó una estampida.

Veinte mil personas arrancaron a correr desesperadas, tosiendo, vomitando, y… ¡nos tumbaron al piso!

Traté de cubrir a Joanne con mi cuerpo pero varias personas nos pasaron por encima. Vi cómo un pie le pisaba la cara y casi me vuelvo loco. La arrechera me llenó de fuerza y logré pararme y me puse a la lanzarle coñazos a los que venían en nuestra dirección. Un magallanero me metió una mano en la boca del estómago y me sacó el poco aire que me había dejado el gas lacrimógeno.

Me agaché y vi a Joanne llorando y vomitando chicha por culpa del gas. La levanté y comencé a correr hacia afuera.
A nuestro lado había varias tánganas, pero también grupos que ayudaban a los demás. Como yo tenía una niña en hombros, un par de tipos decentes me abrieron paso.
Unos estudiantes encapuchados entraron al puente y comenzaron a tirarles piedras a los guardias. Eso aumentó el bombardeo de gas lacrimógeno y la confusión colectiva.
Cuando logré salir del puente, otro contingente de estudiantes estaba entrando con bombas molotov y escudos de madera. Apenas los vieron, los guardias comenzaron a disparar perdigonazos.
Aumentó la locura. Las salvas sonaron como plomo verdadero y la gente entró en pánico. En cuestión de segundos se veían decenas de heridos por todos lados. La desesperación era absoluta. La mayoría había viajado por varios días para escapar del país, y ahora que estaban a un paso de ser libres, se les prohibía, incluso, escapar.
El puente se convirtió en un embudo… El gentío salía como de una olla de presión. El desastre se dispersó por todo el pueblo. Las santamarías comenzaron a cerrarse una tras otra.

Un grupo de guardias arrancó a repartir peinillazos, pero eran minoría absoluta, y la gente comenzó a rodearlos para lincharlos. Un paco echó unos tiros al aire, la turba se apartó y los guardias salieron corriendo a esconderse en la estación.
Yo me alejé todo lo que pude, con Joanne. Cuando estábamos como a cien metros del puente logramos respirar con más calma. La pobre niña seguía tosiendo y tenía los ojos rojos. Yo no sabía ni qué decirle, claramente no tenía control de la situación. Me daba una impotencia muy arrecha, ser humillado de esta manera frente a mi hija. No había chance de darle el más mínimo sentido de protección.

This is crazy –dijo Joanne y todo el mundo volteó a ver quién coño hablaba inglés.
Me hice el guevón y me alejé del puente un poco más. Me acerqué a su oído y le susurré que mejor no hablara, para no llamar la atención. Pero ya era muy tarde. A los dos minutos, veinte metros más adelante, se me acercó un gestor hablando
en inglés machucado. Eran un chamo de diecisiete años, trigueño, posiblemente colombiano.
—I can help you pass through the trocha –dijo con serenidad casi mesiánica, como si no existiese otra salvación posible en todo el mundo. 

 

KATY PERRY Y LAS FARC

Le dije que no hacía falta que me hablara en inglés.
— ¿De dónde nos visita, catire? –preguntó.
—De Caracas.
— ¿Pero la niña es gringa?
—No –mentí–, es venezolana.
—Pues le anticipo que el asunto es serio y no creo que abran la frontera hasta la semana que viene.
Lo miré, tenía cara de crimen pero no tanto. Yo posiblemente sabía mejor que él lo serio que era el asunto y estaba claro que no exageraba. Era imposible que abrieran la
frontera, al menos en los próximos días.

—Cuéntame cómo es la vaina.
—Quinientos dólares por cabeza y los pasamos en media hora.
“Por cabeza…” Por qué tenía que usar ese lenguaje justo ahora. Entiendo que no todo el mundo ha visto a su mamá decapitada pero coño, un poco de delicadeza.

Lo miré con cara de que me parecía demasiado.
—Quinientos es burda.
—Quinientos no es nada, catire, en un día normal a un caraqueño como tú la guardia le quita al menos dos cincuenta, y eso después de las dieciocho horas que pasas cogiendo sol.
Joanne me miró con desesperación. No entendía los detalles pero captó que el chamo nos estaba ofreciendo ayuda.
— ¿Por dónde sería? –pregunté.
—Por las trochas, usted no se preocupe.
— ¿Y por ahí no hay guardias?
—Para nada, muñeco, los guardias sólo cubren el puente.
Desde hace años que todo el Táchira es de las FARC.

Las FARC, mi brother, presentadas como una opción que da más confianza que la Guardia Nacional Bolivariana.

—Frank –se presentó el chamo y me ofreció la mano. Se la estreché y pregunté:

— ¿Y las FARC no cobran peaje?
Frank sonrió.
—Usted no se preocupe por eso –dijo –, va incluido en la tarifa.

Era una decisión difícil. Poner mi vida y la de mi niña en manos de las FARC parecía una locura, pero cada minuto que pasáramos en Venezuela aumentaba nuestro riesgo. Quizá era mejor malo por conocer que pésimo conocido.
— ¿Cómo sé que las FARC no me van a secuestrar? – pregunté.
Frank me miró con ironía.
—Con mi completo respeto, catire, bonito y todo pero si valiese la pena secuestrarlo, usted no estaría aquí pasando roncha.

Me hizo reír el coño de su madre.
Joanne me pidió que me agachara para hablarme en secreto. Se puso la mano entre su boca y mi oído y susurró:
—Si te está ofreciendo otra ruta, deberíamos hacerle caso.
Sus ojos me suplicaban que la sacase de ahí. Era mi primera gran decisión de padre: las FARC o la Guardia Nacional Bolivariana, dos de las organizaciones criminales más sangrientas del planeta. Si bien ideológicamente eran lo mismo, se dedicaban a lo mismo y sus cabecillas eran prácticamente los mismos; a diferencia de las FARC, los guardias me estaban buscando, y era poco probable que en eso  estuviesen coordinados con la guerrilla colombiana.
—Cuatrocientos y le damos –le dije.
—La niña habla inglés, catire, quinientos por cabeza mínimo.

—Dale pues.

Se dio la vuelta y arrancó en dirección contraria al gentío. Yo me volví a montar a Joanne en los hombros y lo seguí.
Caminamos unos treinta metros y nos adentramos en los matorrales. Me las tenía que arreglar para tener los mil dólares listos, porque si veían que tenía más, fijo me los tumbaban.
Pero sacar mi cartera con dólares cerca del puente era un peligro. Había que aguantarse y pillar el momento correcto.
—Quiero caminar –dijo Joanne y la bajé al suelo.
La chama en Ámsterdam montaba bicicleta todo el día, estaba en mejor forma que yo. Le aguantó el paso a Frank sin problema. Pero después de un rato me dijo que quería mear.
Me entró pánico, ¿cómo se hace esa vaina? Yo nunca había tenido hija, ni cuca, jamás he comprendido cómo se mea sin paloma ni de dónde sale el meado de las mujeres.
Le dije a Frank que la niña necesitaba orinar. Fue muy respetuoso y me señaló unos arbustos y se alejó. La niña se bajó el pantalón y le echó bola con experticia, estaba bien entrenada. Además aproveché el momento para sacar los mil dólares en cash, me los puse en el bolsillo, y de paso separé todas las tarjetas de crédito en todos los bolsillos que tenía.

Seguimos caminando hasta que nos encontramos a un guerrillero encapuchado uniformado en verde oliva. Detrás de él había un Jeep con dos abordo, escuchando Katty Perry: “I kissed a girl and I liked it”. Me pareció incorrecto que mi hija estuviese escuchando esas cosas. Pero pensé que no era el momento para preocuparme por su formación moral.
—No es gringo –le dijo Frank–, pero lleva los mil.
El guerrillero me miró a través de su capucha.
—Deme pues.
Saqué los billetes del bolsillo y se los di. Los contó.
—Para ver la cartera –dijo.
Miré a Frank pero Frank miró a otro lado, como si el peo no fuese con él. Joanne se asustó.

No había opción. Saqué la cartera y el guerrillero me la arrebató. Tendría unos ocho mil más en efectivo. El tipo los agarró y se los metió en el bolsillo, como si nada, y comenzó a ver mi identificación.

— ¿Y usted quién es? –preguntó.

—Un ciudadano como cualquier otro, hermano –dije–, tengo que ir a Colombia con mi hija y cerraron la frontera.
Me miró con sospecha:
— ¿Y por qué no agarra un avión?
—Porque vivo en San Cristóbal y voy a Cúcuta. No tendría sentido.
Me observó y se volteó a ver a sus colegas del Jeep. Ellos copiaron el alerta y le bajaron el volumen a Katy Perry.
El guerrillero volvió a mirarme, se quedó en silencio por unos segundos, como estudiándome.
— ¿Usted me cree mongólico o se dedica a dar papaya?
Sudé frío, no entendía qué había hecho mal, pero estaba claro que el beta iba en negativo.
—Ninguna de las dos, jefe –dije.
—Deme los papeles de la niña.
Tragué hondo… y me disculpé:
—No los tengo conmigo.
El guerrillero inclinó su cabeza hacia un lado, sorprendido:
— ¿Y eso como por qué?
—La niña los perdió, y para sacarlos en Venezuela tardan burda. Yo lo que voy es a Cúcuta por una semana.
Sonrió a través de la capucha, como si saboreara lo impensable.
—Esa niña no es hija suya, ¿cierto?
—Sí lo es, jefe.

—No me diga jefe que yo no trabajo con pedofilia.

 Casi me muero de la arrechera, pero había que controlarse.
Agradecí a Dios que Joanne no entendió.
— ¿Cómo va a decir eso? –pregunté indignado.
—Sepa que aquí no colaboramos con depravados.
—Me parece muy bien, pero ella es mi hija.
Me salió del alma y se me quebró la voz al decirlo. Pero el tipo interpretó mi emoción al revés y le pareció sospechosa, quizá porque un padre normal no sería tan emocional al decir algo tan sencillo.
— ¿Ya va a llorar? –dijo con una vocecita burlona.
Yo no sabía cómo actuar, no sabía ser padre.
El guerrillero miró a Joanne y yo lo estudié a ver si había manera de desarmarlo y pegarle un tiro. Pero uno de los del Jeep pareció leerme la mente y comenzó a caminar hacia nosotros.
El que nos interrogaba se agachó y la miró a los ojos.
Joanne le devolvió la mirada sin miedo, desafiante.
— ¿Usted es hija de él, mi amor?
Joanne lo estudió y yo le reclamé a Dios por haberme separado de ella todos estos años, pues de estar juntos sin duda le hubiese enseñado español. Probablemente nunca había escuchado a nadie hablar en mi idioma, conmigo siempre había hablado en inglés y en Ámsterdam no habían muchos latinos.
Era la hora de la verdad, una sola palabra equivocada de la niña, en inglés, y se prenderían todas las alarmas. En el mejor de los casos me castigaban por pedófilo y la secuestraban por gringa. En el peor de los casos… No quise ni imaginar cuál era
el peor…
Pero Joanne era una Jedi, y no sé cómo coño, dijo en perfecto español:
—Sí, es mi papá –y se abrazó a mi cintura con cariño.

Yo apreté el culo y le di gracias al Cristo de la Grita.
El guerrillero le sonrió, y se puso de pie.
En eso llegó el otro, el fan de Katty Perry, y se puso a revisar mi pasaporte, página por página, como si fuese un agente de inteligencia.
Finalmente llegó al sello de la Federación Rusa.
— ¿Qué hacía usted en Rusia? –preguntó con una voz mucho más grave.
Lo miré con amabilidad, el valor de Joanne Planchard me había dejado inspirado.
—Comprándole armas a ustedes, entre otras cosas –dije con suavidad.
El guerrillero me estudió sin mostrar emoción.
—Y qué… ¿Me las vino a cobrar? –preguntó.
Sonreí con camaradería.
— Hermano –dije.
— ¿Hermano? –respondió como ofendido.
—Sí, hermano. Somos hermanos aunque nos pongan fronteras.
—Yo no soy nada de ningún veneco.
—Como quiera, hermano.
— ¿Hermano?
—Está bien, primo, socio, vecino, compañero de armas, camarada, la niña está asustada y no hace falta ponerla peor…
—Usted iba bien –interrumpió.
Yo cogí aire y me preparé para el final. Hasta Frank se cagó y pensó que me iban a fusilar. El guerrillero miró a los lados y después me observó con seriedad:
—Pero ahora va mejor –añadió.
Me devolvió la cartera y los documentos.

—Gracias –respondí, y me moví como para avanzar…pero me detuvo.
—Una cosa más…
Me miró lentamente, y temí que todo había sido un juego psicológico, y ahora era que venía el coñazo. Pero finalmente dijo pausado:
—Si le preguntan, diga que por la frontera lo pasaron Los Rastrojos.
Afirmé con la cabeza,  chorreado.
—Perfecto, no hay problema –dije.
—Dele rápido que el río está bajo y cuando sube me arrepiento.
Nos señaló la ruta y seguimos a Frank por el camino indicado, en silencio.

Yo miré a Joanne con alivio y con orgullo. Ella me sonrió y me picó el ojo de manera exagerada, como una comiquita.
Era una dulzura y hacíamos el equipo perfecto.
A los minutos llegamos al río. Estaba bajo pero el agua nos llegaba a mí y a Frank hasta a la cintura. Me monté a Joanne otra vez sobre los hombros y comencé a cruzar.

No era un trecho tan largo, lo impresionante en realidad era lo corto y lo fácil que era de cruzar. Dos países idénticos separados por la nada, uno muriéndose de hambre y el otro ahí, pasivo, recibiendo refugiados a cambio de que se lleven a sus guerrilleros. Una traición bolivariana firmada en La Habana y premiada en Oslo con el Nobel de la Paz.

Las aguas del río me despedían una vez más de la tierra que me vio nacer. Yo era uno de los más buscados en Venezuela, y eso me hacía inútil para la CIA. Sin embargo, le había volado una mina de uranio a los iraníes y a los rusos, y quizá eso serviría para algo en el futuro.

Pero nada de eso importaba ya… Lo que tenía valor ahora, era que Joanne estaba bien, sana y salva, junto a su padre…


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