06.MAR.21 | PostaPorteña 2190

Cada Propuesta Tiene Su Historia

Por Remolachero /W.S.

 

Trataremos de rescatar de la práctica de nuestros pueblos originarios las mejores enseñanzas, apelando a las síntesis aportadas por diversas fuentes que no siempre tuvimos el cuidado de registrar. Por tanto no somos inventores de nada sino apenas recopiladores militantes de algunos conocimientos que yacen en la ancestral memoria y el sentido común de la gente.

El Remolachero

 

HISTORICIDAD DE LAS PROPUESTAS POLÍTICAS

 

                                       (A modo de introducción)

Toda propuesta política tiene su contexto histórico que la explica y justifica. Si hacemos una analogía con las ciencias experimentales, la propuesta oficia de hipótesis, cuya verificación con la práctica en las condiciones concretas, dará un resultado verdadero (efectivo, positivo) o falso (inocuo o negativo). Por tanto, siendo esas condiciones concretas que le sirven de contexto algo relativamente ajeno a nuestra voluntad, dicho planteo puede ser adecuado (correcto) en un momento dado e inadecuado (o desubicado) en otro distinto. La adecuación al momento histórico concreto hace, pues, a su justeza. De ahí que debamos analizar los planteos que andan en la vuelta (sin desmedro de los líderes que los plantearon) desde una visión que incorpore su historicidad como un elemento que nos permita juzgar de su adecuación (o no) a los cambiantes tiempos que nos toca vivir como actores comprometidos con la época, motivados además con una intención de cambio revolucionario efectivo (para diferenciarlo de la mera reforma)

Por otra parte, cambio revolucionario no quiere decir necesariamente cambio violento. Un planteo inadecuado, por violento que sea, seguirá siendo inadecuado. La violencia es una cuestión de forma, y la validez del contenido no pasa por una validación formal, sino por la calidad del cambio implicado. La historia nos muestra procesos violentos (como Nicaragua y El Salvador) que no desembocaron en cambios revolucionarios; y a la vez, observamos cambios pacíficos (parlamentarios) que significaron verdaderas revoluciones (como la abolición de la esclavitud que dejó atrás la época esclavista o el voto universal que superó el voto censatario feudal, por más que en algunas casos estuvieran precedidos por movilizaciones violentas)

El carácter violento tiene más que ver con los obstáculos al cambio que con el carácter mismo del cambio. Si pasamos revista a la historia reciente, veremos que las monarquías europeas, parlamentarias algunas y absolutistas otras, determinaron a los partidos socialistas del momento a desplegar luchas radicales (huelga general e insurrección) francamente revolucionarias, que tuvieron su concreción en Octubre del 17. Pero a medida que las monarquías dieron paso a gobiernos parlamentarios y democráticos permitiendo la expresión política de los pueblos, la vía revolucionaria violenta cedió paso a las reformas políticas socialdemócratas. Sólo en países periféricos semicoloniales o muy dependientes, observamos la manifestación de la vía armada, una de cuyas últimas concreciones fue la revolución cubana.

A su influjo proliferaron por toda América Latina movimientos revolucionarios que, movidos por la contradicción imperio-nación, (con su expresión local como oligarquía-pueblo), desarrollaron acciones violentas tendientes a lograr la liberación nacional seguida del socialismo. Todas fueron derrotadas, en virtud del tamaño del enemigo que enfrentaban (Cuba fue sólo la excepción que confirma –hasta por ahí nomás- la regla). Si tenemos que aprender de la historia, debemos concluir que la práctica como criterio de verdad demuestra que fue un camino equivocado. Un breve análisis histórico nos revela que las colonias hispanas no lucharon ni se liberaron como naciones individuales, sino que desarrollaron una lucha continental contra el imperio colonial. (La contradicción debería ser, entonces, imperio-“multinación”)

 Por consiguiente, la “liberación nacional”, como lo siguen sosteniendo algunas organizaciones de nuestro medio, pareciera no ser, pues, un planteo político correcto, (error que costó sangrientos sufrimientos a nuestros pueblos y obliga a las direcciones revolucionarias a apuntar con más certeza en sus estrategias).

Pero su pretendida consecuencia -el “socialismo nacional”- tampoco, porque es una contradicción en los términos (una “contradicción con patas”). La nación (más exactamente el estado-nación) es un concepto burgués que nació con el capitalismo y es una forma para la acumulación capitalista, el ámbito de acción (o coto de caza) de la clase dominante. (Cuando la burguesía mundial superó los límites nacionales extendiendo su ámbito de acción a todo el planeta con la globalización, su antagonista debería hacer, por lo menos, otro tanto). El socialismo, por el contrario, es internacional por definición; es intrínsecamente internacionalista. Más aún, excluye la idea de nación; está en las antípodas de la nación y sus fines. Ninguna “independencia nacional como paso previo al socialismo” ha podido superar la categoría de capitalismo de estado, como lo demuestra un siglo de historia de las “vías nacionales” soviética, china, cubana, venezolana, etc., ni han podido alcanzar el grado de universalidad requerido por la teoría socialista; precisamente porque son nacionales por definición. La independencia nacional es una ruptura dentro del marco, no se sale del sistema; y el socialismo, por el contrario, implica otro sistema diferente. Hoy no existe ninguna “nación socialista” (ese contrasentido) como tampoco podrá haber una unión de naciones-estados socialistas ni una nación-estado mundial socialista (una aberración)

El único sistema centralizado posible es el capitalismo. La centralización tiene indudablemente sus ventajas, pero ahoga la libertad de los pueblos, acarrea la subordinación política a la autoridad y la dependencia económica, todas “virtudes” antisocialistas. El socialismo es posible sólo como “antisistema”, como un conjunto de no-naciones, no-estados; sería lo contrario de la homogeneidad, una expresión de la multidiversidad.

Volviendo a la historia de nuestro continente, la progresiva independización económica posterior (actual) de nuestros países (aunque imperfecta) y su resultante en el plano político, inauguró un período de ascenso de opciones populares más o menos avanzadas en los diversos gobiernos latinoamericanos. En este proceso, no sólo por razones de posibilidad histórico-política la violencia revolucionaria está hoy fuera de lugar, sino también por exigencias técnicas, como lo es la de enfrentar al Imperio enemigo con armas por lo menos parecidas (no olvidar que la guerra es una ciencia, y no encararla como tal es conducir a las fuerzas propias al sacrificio). En resumen, la revolución violenta, clásica, como propuesta política, no va (al menos por ahora). Va sí el cambio, por las vías que lo hacen posible: las político-electorales y las sociales, (sin desmedro de la resistencia popular a las leyes más regresivas)

Pero si atendemos a lo que nos enseña la historia, estos cambios “desde arriba” tienen sus limitantes. En efecto, como ya vimos, todos los cambios intentados por los gobiernos que se plantearon una transformación socialista no culminaron en tales cambios, sino en meras reformas sin salirse del sistema; no pasaron de la calidad de capitalismo de estado. Incluso los que llegaron violentamente (Cuba, después de 50 años, todavía tiene moneda, salario, plusvalía, empleados, sindicatos, propiedad de los medios de producción, Estado, partido político, es decir, todos los “adornos” que caracterizan una sociedad capitalista, siguiendo el camino de la URSS). Cabe preguntarse entonces, ¿qué es un cambio que se sale del sistema?

En rigor, es el que cambia las relaciones sociales de producción capitalistas por otras relaciones socialistas. Pero junto con ello, también, todas las consecuencias que conlleva: tales como el abandono de la relación patrón-obrero y la condición subalterna de éste respecto al propietario del medio de producción (en este caso el Estado); la transformación del mercado de bienes que caracteriza al sistema mercantil y por consiguiente del uso del dinero como medio de cambio; el debilitamiento del Estado hasta su extinción y junto con él la subordinación a la autoridad política que presupone esa estructura burocrática; la superación de las fronteras nacionales cumpliendo la vocación internacionalista del socialismo, etc. etc.

Los izquierdistas ortodoxos podrían argüir que el contexto internacional y la omnipresencia del Imperio no lo permiten; pero entonces tendrían que admitir que las condiciones históricas concretas no están dadas para la instauración del socialismo en el mundo de hoy. “¡Pero esto es un proceso y lo estamos transitando!”, gritarán enseguida. Pero, contesto, si seguimos transitando este proceso el fin lógico será el de ir “liberando” más países por la vía electoral para conformar una asociación de repúblicas “progresistas” (tipo ALBA) que se pondrán a comerciar entre ellas, en mejores términos de intercambio que con los países centrales y de esa manera cada una seguirá desarrollándose con la ayuda de las inversiones y la complementación productiva de las demás. Sin embargo, sin negar su valor, ese desarrollo nunca trascenderá el marco capitalista, por más que se autodenomine “Socialismo del Siglo 21”

Porque el capital es un instrumento de reproducción del sistema; y para ello necesita circular, para lo cual utiliza el aparato del estado, en donde los burócratas-tecnócratas-planificadores a su servicio se transforman en estamento social (“capa especial de hombres” según Lenin) con intereses adquiridos. La “obediencia debida” se convierte en razón de Estado y la diferenciación social persiste. (No está demás advertir sobre las tendencias totalitarias, despóticas y dictatoriales que se producen en todo proceso “revolucionario” de ese tipo). Y además, porque los cambios “desde arriba” están sujetos a otros condicionamientos: así, por ej., las superestructuras jurídico-políticas con normas y leyes que ciñen como un corsé limitando las posibilidades de “hacer más”; las burocracias heredadas y creadas que muchas veces no quieren “hacer más”; las representaciones de los diferentes sectores sociales (con intereses económicos antagónicos) consiguientes a la forma democrático-representativa, etc. Todo lo cual, de acuerdo a lo que nos muestra la realidad histórica, imposibilita salirse del sistema pues son partes constitutivas (engranajes) del mismo. La consecuencia de su rotundo fracaso es inevitablemente la vuelta de gobiernos de derecha, por involución (o implosión) o por vía electoral, como lo vemos hoy

Pese a las evidentes limitaciones del “Socialismo del siglo 21”, observamos en nuestro escenario una variada gama de planteos políticos y sindicales -a cuál de ellos más “radical”- que se proponen alcanzar el “socialismo nacional” a través de nacionalizaciones de bancos, empresas y comercio exterior, reforma agraria, redistribución de la riqueza con equidad y justicia social etc., mediante expropiaciones y aumentos dictados de los salarios y demás. Sin duda, todas medidas inspiradas en una ética universal plausible, muy confrontativas -y autoritarias-, pero que resultan impracticables en el marco de relaciones vigente y no conducirán nunca al socialismo. Se trata de la “izquierda hirsuta”, un progresismo más radicalizado y ruidoso opositor al progresismo moderado en cuestión de grados, pero que en rigor tampoco cambia el marco de relaciones de producción, ya que semejante “igualdad” puede alcanzarse bajo éstas relaciones capitalistas si existiera la voluntad política de hacerlo.

Pero además de no ser transformadoras en este sentido, ninguna de esas propuestas es nueva en nuestra historia. Las nacionalizaciones son de principios del siglo pasado, (del viejo Batlle y Ordóñez), y las modificaciones que acarrearon no produjeron ningún cambio del sistema ni tampoco estaba en sus intenciones hacerlo. Por el contrario, imprimieron un fuerte impulso a la modernización del desarrollo capitalista criollo.

A su vez, la Ley 11.029 que dio origen al Instituto de Colonización es de mediados del siglo pasado y fue promovida por otros sectores de la clase dominante, no para cambiar el sistema precisamente, sino para obtener similares resultados en el agro, convirtiéndose luego en mero agente del mercado de tierras. También los topes al latifundio son de otro miembro de la clase dominante (como lo fue Wilson Ferreira Aldunate). Y medidas como el impuesto a la productividad media (Improme) y las retenciones (detracciones) agitadas hoy como novedades de último momento por tecnócratas “de izquierda”, son también de mediados del siglo pasado, promulgadas por una de las administraciones más derechistas (Pacheco Areco)

A lo largo de esta historia, todas las fuerzas del cambio han apuntado siempre a ocupar el gobierno (a tomar el poder) de una u otra forma para, desde allí, efectuar los cambios que quería. En efecto, durante un siglo entero, la izquierda (desde la fundación del Partido Socialista en 1910 y tras su escisión en 1921 con la creación del Partido Comunista) se planteó acumular votos con la única y expresa finalidad de llegar al gobierno. Para ello hizo propuestas, más o menos parecidas, dirigidas a los sectores sociales más humildes. Pasado ese siglo de acumulación, una vez que logra apoyar sus asentaderas en los mullidos sillones que había ocupado la oligarquía criolla y ve los millonarios capitales que debe empezar a manejar, se les cruzan los ojos. Entonces se le mezclan los viejos objetivos socialistas con los actuales imperativos capitalistas y pierde el rumbo estratégico. El mareo y la miopía le impiden ver más allá de los estrechos límites de la nación y pierden de vista sus principios internacionalistas junto con la referencia de clase obrera (muy endeble, parece). Intentará, pues, también aquí, construir el socialismo nacional, pero no trascenderá, tampoco, el marco actual.

Las consecuencias del período de acumulación de la izquierda continúan, por inercia, hasta después de alcanzado el tan ansiado gobierno, con una repetición de las consignas viejas, ahora ya inadecuadas. Su influjo se hace sentir principalmente a nivel de los proletarios, que deberían ser los protagonistas más interesados en el cambio del sistema. Pero la rémora (“herencia maldita”) del período de la acumulación castra su rol protagónico de los cambios. La táctica sindical -de hecho economicista-, camina por la senda de la aceptación del marco capitalista, reivindicando más empleo y mejor salario, es decir, más explotación y en mejores condiciones. Se limita a aceptarlo con la pretensión, apenas, de embridar (“enfrenar”) al poder absoluto de los patrones en el ámbito laboral, a través de leyes y mesas de negociación que suavicen las relaciones de explotación. Su Central nunca se propondrá romper el marco buscando la “sociedad sin explotados ni explotadores” que predica su lema. Porque los sindicatos sólo pueden existir en una economía de mercado, es decir, en éste marco (en el otro no tienen sentido). Si hicieran algo por destruirlo, desaparecerían y la dirigencia sindical perdería sus privilegios, su posición y poder personal. Se justifican sólo porque siguen sirviendo para la acumulación de la izquierda tradicional (y sus propios intereses económicos corporativos), a despecho de su cacareada independencia de clase (muy objetable cuando incorpora a sectores trabajadores que exceden a la clase obrera propiamente dicha, inventando una “clase trabajadora” que no existe como categoría).

Pero si el tiempo de la acumulación ha terminado y su objetivo fue alcanzado, entonces el viejo discurso de la izquierda debería cambiar: -cambiar por propuestas que realmente apunten a transformar las relaciones de producción, en vez de incrementarlas con más empleos dependientes y mejores sueldos; -promover relaciones de cooperación en el trabajo (emprendimientos sociales), en vez de la instalación de más empresas privadas casi siempre con inversión extranjera; -incentivar la solidaridad práctica entre los trabajadores (la gauchada recíproca, el canje de trabajo y de bienes de consumo), en vez de incentivar el comercio de sus relaciones; -modificar el régimen de propiedad de los medios de producción, principalmente de la tierra, propiciando la propiedad social, en vez de privatizar las fuentes de la riqueza; -fomentar la apropiación social del producto de los emprendimientos productivos, en vez del aumento de los salarios y el crecimiento de la plusvalía privada; -crear mecanismos de intercambio que escapen a las leyes de mercado con la invención de otros medios de cambio (cheques de tiempo de trabajo), en vez de continuar basando todo el funcionamiento de la sociedad sobre el fetiche-moneda que posibilita la acumulación del trabajo ajeno.

A la vez, situar el “país” en los tiempos que atraviesa el mundo con igual espíritu de cambio, buscando romper los límites artificiales que nos han impuesto las clases dominantes, y atendiendo la grave degradación del planeta producida por esas mismas clases: -para empezar, mejorando la eficiencia energética y junto con ello reducir drásticamente la emisión de gases de efecto invernadero por la vía de la transformación de los procesos industriales. -elegir cuidadosamente las industrias que realmente interesa establecer para la satisfacción de las necesidades de la gente radicada en su entorno (en vez de para satisfacer las necesidades de las potencias desarrolladas). -cumplir con la gestión social del agua (Constitución, artículo 47) y los territorios circundantes en un ordenamiento territorial basado en las cuencas hidrográficas, que va a unir necesariamente a las poblaciones integradas en la atención de su hábitat común, incluyendo los cursos de agua limítrofes con los países vecinos, rompiendo de esa manera los límites geográficos artificiales impuestos. -y terminar con la defensa de la semilla natural asegurando la imprescindible soberanía alimentaria de los pueblos que viven de ella.

En fin, procurar un cambio civilizatorio, fabricar una nueva arquitectura de relaciones humanas con una economía social totalmente distinta, planificación que debe correr por cuenta exclusiva de la clase obrera (aquellos trabajadores implicados directamente en la generación y transformación de la riqueza) protagonizando verdaderamente los cambios. Un programa político que efectivamente socialice relaciones de producción e “internacionalice” relaciones humanas. Que se expanda como mancha de aceite pasando por encima de fronteras, destruyendo a su paso la sociedad mercantil y construyendo en su lugar otra sociedad fraterna y solidaria, como una creación colectiva desde abajo, no impuesta desde arriba por la prepotencia del poder económico ni del fusil revolucionario. Pero que sin duda tendrá que aprontarse para defender su “NO-patria”, “SÍ” verdaderamente socialista, con el fusil humilde y pacífico de los que trabajan y protagonizan sus verdaderos y propios cambios; porque seguramente el “bloqueo” de la reacción mundial –con la anuencia de los burgueses y tecnócratas locales- será a muerte.

Sin embargo, todas estas propuestas políticas, como otras que planteen cambios reales y efectivos del sistema, son imposibles de efectuar por el camino elegido por las fuerzas del cambio, es decir, desde los resortes del Estado; por varias razones. Sin ser exhaustivos: -en primer lugar, porque el juego de la democracia, que se traduce en la autoridad de una minoría mayor sobre las demás minorías menores, implica la dominación de un sector social sobre los demás; y el recurso de la imposición no puede aceptarse en el “reino de la libertad”, es decir, en el socialismo; -en segundo lugar, porque el Estado es, por definición, el aparato de esta dominación, represión y control político; -siguiendo, porque esa lógica impone que la dinámica interna y el ejercicio de la autoridad política del Estado, lejos de llevar a su deseable extinción, se fortalezca, se acreciente en su relación de dominio, volviéndose opresiva; -además, porque la actividad profesional de gobernar acarrea intereses adquiridos que conllevan privilegios personales que devendrán en diferenciación social y se deberán defender por quienes los detentan; -por otra parte, porque además del cúmulo de relaciones internas con su población, el Estado establece complejas relaciones externas con otros similares, legitimando el orden mundial y coadyuvando al mantenimiento del sistema. Todo esto sin entrar en los aspectos éticos que implica este camino en la construcción de otras relaciones humanas de convivencia social.

Existe, en cambio, otro camino distinto, contrapuesto al que ha emprendido con reiterado fracaso la izquierda tradicional. Se trata de la creación de espacios comunes de trabajo y convivencia, a los que hemos denominado “lugares comunes”. No es nada nuevo en la historia de la Humanidad. Por el contrario, es una práctica antiquísima que ha perdurado hasta nuestros días en numerosos lugares, donde no ha sido contaminada por el capitalismo y a pesar de él, demostrando con su existencia su propia viabilidad. No expondremos, entonces, una nueva teoría del socialismo ni nada que se le parezca. Trataremos de rescatar de la práctica de nuestros pueblos originarios las mejores enseñanzas, apelando a las síntesis aportadas por diversas fuentes que no siempre tuvimos el cuidado de registrar. Por tanto no somos inventores de nada sino apenas recopiladores militantes de algunos conocimientos que yacen en la ancestral memoria y el sentido común de la gente.

Convencidos de que la cuestión está entre seguir predicando (inútilmente) el socialismo para dentro de otros 200 años o empezar a practicarlo cotidianamente en los resquicios posibles, en vez de seguir alimentando el sistema que nos aprisiona. El quid de la cuestión radica, pues, en tomar conciencia de que hay aspectos de nuestras relaciones socio-económicas que se pueden desarrollar por fuera de las relaciones capitalistas, es decir, escapando a las leyes de mercado, e incentivar su práctica.

La toma de conciencia de que hay otras relaciones humanas más humanas (valga la redundancia) y naturales es el primer paso del cambio.

W.S, Uruguay  febrero de 2021

tomado  Patancha -4 marzo, 2021


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