17.JUN.21 | PostaPorteña 2212

Los Prolegómenos de la traición (III)

Por R.J.B.

 

Me tocó crecer en aquel barrio áspero y arrabalero, cuyos confines se confundían con los de Villa Española y en el que hasta bien entrados los setenta, algunos aún usaban el caballo como medio de transporte. Territorio hostil para la cana”, en el que no eran infrecuentes los duelos a cuchillo en plena vía pública. Un lugar en el que malevos y rufianes se mezclaban con la gente de trabajo en pacífica vecindad. Cuestión de respeto y tolerancia, eso hacía que aquellos dos mundos tan diversos no entraran en conflicto.

Códigos de comportamiento: una ley que, sin estar escrita, todos conocíamos y aplicábamos. Quienes vivían de lo ajeno jamás robaban en nuestras casas y aquellos que crecimos en hogares de laburantes no nos metíamos en los asuntos de la gente de avería.

Según una de las definiciones del diccionario, código es un conjunto de costumbres y normas que rigen o valoran el comportamiento humano. Por tanto, una de las mayores contribuciones de aquel barrio en mi formación, fue aportarme una serie de principios o patrones de conducta para poder desenvolverme en cualquier ambiente o situación. Códigos, premisas que no se deben violar. La lealtad por sobre todo y junto a ésta, el respeto por el compañero de senda, de laburo o el amigo. Jamás caer en la vileza de delatar pues no existe cosa peor.

Entonces, ¿qué nos queda por opción?¿Saber perder -cuando toca- o alinearse con el ganador?

Ahí está la cuestión, pero como siempre, todo depende de las circunstancias que condicionan las vidas de las personas o de una comunidad. En el análisis, un detalle que no resulta menor, tiene que ver con los aspectos culturales que dan forma a la idiosincrasia de los grupos sociales. A pesar de la tan mentada globalización, no es lo mismo el juicio de un canadiense que el de un habitante de Malaui y difícilmente puedan coincidir, a la hora de valorar, la visión de un sueco y la de un haitiano.

Ya en el año 1946, acaso en forma tangencial, el magistral Jorge Luis Borges nos ilustró al respecto. En un ensayo que tituló “Nuestro pobre individualismo” (“Otras Inquisiciones”) decía: “El argentino, a diferencia de los americanos del Norte y de casi todos los europeos, no se identifica con el Estado. Ello puede atribuirse a la circunstancia de que, en este país, los gobiernos suelen ser pésimos o al hecho general que el Estado es una inconcebible abstracción; lo cierto es que el argentino es un individuo, no un ciudadano.”

Al reproducir estas líneas y teniendo en claro las enormes semejanzas que existen entre quienes habitamos en ambas orillas del Plata, no puedo evitar la tentación de sustituir la palabra argentino por otra que también encaja: rioplatense. Pero continuando con la exposición de Borges, doy paso al siguiente pasaje: “Los films elaborados en Hollywood repetidamente proponen a la admiración el caso de un hombre -generalmente, un periodista- que busca la amistad de un criminal para entregarlo a la policía; el argentino, para quien la amistad es una pasión y la policía una mafia, siente que ese ‘héroe’ es un incomprensible canalla.”

Canallas, antihéroes o delatores, todas definiciones que encajan en el sórdido territorio de la Traición. Pero también hay lugar para los impostores, los traficantes de ilusiones o los manipuladores de opinión.

Y si de traiciones hablamos, podemos coincidir en que todas y cada una de ellas, hacen parte de la peor Historia de la humanidad. Son tantas que ni siquiera la sumatoria de todas las páginas de la enorme cantidad de biblias que hoy se cuentan en el mundo, alcanzarían para relatarlas y aun así, al bucear en esas aguas, uno debe ser cauteloso para no ser arrastrado por el peligroso remolino de la falsedad.

En mi afán por abordar un tema que se me ha vuelto obsesión, el tiempo y los hechos, que han marcado la Historia reciente de este país, me han enseñado que es preciso tener en cuenta que no siempre lo que se da por cierto es verdad y que muchas veces, detrás de una condena pública por delación, se oculta la manipulación de uno o varios individuos que se favorecen de esa acusación.

No es difícil de entender. Las más de las veces, dependemos de la presentación de los hechos o peor, de aquellos que aportan el relato y por tanto, de los intereses que persiguen o representan. Gatillo fácil y funcional, adulterar la narración en pos de ocultar sus propias  miserias y delaciones.

Otra vez, todo depende del relato y del relator. Si lo que anima a este último es su afán por ceñirse a la verdad, su versión será respetable. Pero si lo suyo supone un intento por adjudicarles a otros la exclusiva responsabilidad en sucesos en los que a él mismo le cupo una determinante e indecorosa participación, no sólo queda descalificado, sino que más que ninguno, merece el apelativo de traidor.

Códigos que uno aprendió y que aunque no estén escritos, todos conocemos.

Si nos toca perder, perdemos todos; pero nunca ganar -o salvarse- a costillas de condenar a otro.

Jamás culpar a quien tuvo que aflojar -o cantar- igual que lo hicieron los demás.

Porque en la partitura de aquel concierto, todos tuvieron su parte. Para mal o para peor.

R.J.B.

 

(Nota De Posta: acá las primeras partes de este trabajo)

La patria que nos quedó (I)  AQUÍ

“Los prolegómenos de la traición” (II)  AQUÍ


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