03.AGO.21 | PostaPorteña 2223

CABEZA DE TURCO (1)

Por AMODIO

 

(Desde el 1 de agosto en Facebook Héctor Amodio Pérez, comenzó a publicar, recuerdos y semblanzas, páginas que recogen lo que fue su vida, desde su niñez hasta el presente. Las escribió porque siente que tiene  una deuda con quienes le creyeron y de esa forma contribuyeron a que la verdad fuera apareciendo; si bien dice ser  consciente de que mucho de lo que nos cuenta en estas entregas  no interesará a todos, siempre habrá,  quizás algunos  que encontrarán en ellas algo que les parezca interesante, al menos para conocer de primera mano lo que muchos han dicho sin fundamento a lo largo de los años  Acá va la primera entrega del Gran Cabeza de Turco)

 

Mirá vos lo que son las cosas. Tanto tiempo esperando para encontrarme contigo y cuando venía en camino puse la radio y estaba Goyeneche cantando Desencuentro. Espero que no haya sido una premonición… No te lo tomes a broma, porque te lo digo muy en serio. Eso que ni el tiro del final te va a salir da miedo, ¿no te parece?

No, no me cuesta mirar hacia atrás. Mirar para atrás me ha sido necesario, aunque la vida me ha exigido mirar para adelante, a veces para seguir viviendo, otras, simplemente para sentirme vivo, otras para seguir queriendo, otras para eludir el final que tenía señalado y que no llegó, porque en ese seguir para adelante el supuesto final me encontró un poco más allá, un poco más adelante. Quisiera dilatar lo más posible ese final, que me llegará algún día como a todos, cómo le llegó a mi padre, o como le llegó a mi abuelo, por decisión propia, seguramente cansado de ser incomprendido y de ser víctima de sí mismo.

Sí, se suicidó. ¿No lo sabías? Ya sabés que los uruguayos somos tipos difíciles, pero como todos, necesitamos de los demás. Yo también sigo siendo uruguayo, pero no por reivindicar un lugar de nacimiento, sino por sentir como me siento. Es difícil, casi imposible traspasar tantos recuerdos, tantas vivencias, tantas amarguras y desilusiones, algunas alegrías... porque un recuerdo trae a otro y así sucesivamente y a veces aparecen y se pierden a gran velocidad antes que alcance a fijarlos y no acabaría nunca.

Y hablando de recuerdos, hace ya como treinta años Alicia y yo creímos que había llegado el momento de decirle a nuestro hijo quiénes fueron sus padres, en qué creían en su juventud y en cómo gastaron parte de ella persiguiendo un sueño.” Me alcanza con saber que mis padres son ustedes, a los que conozco por sus nombres”, nos dijo un día, cuando cerca de cumplir los quince años creímos que debíamos conocernos. Era un secreto que guardamos para nosotros, que nos había mantenido unidos en los peores momentos pero que en definitiva acabó haciéndonos daño. Poco después Alicia (1) y yo nos separamos.

Lo que años antes nos parecía imposible, se había dado: ya no nos amábamos. O yo había dejado de amarla, quizás sea lo más cercano a la verdad. Sí, es posible que ella al menos me siguiera queriendo. De hecho, nunca rehízo una relación de pareja.

¿Por qué dejé de amarla? Por una serie de factores, como pasa siempre. Pequeñas cosas que se van dando, que molestan poco pero que provocan heridas a las que no damos importancia pero que un día aparecen abiertas y sangrantes, convertidas en rencor.

No, con mi otro hijo, Daniel, fue diferente. Cuando vine la primera vez, en 1997, hablamos claro. Desde tiempo antes estábamos en contacto, siempre por cartas, y nuestras viejas diferencias quedaron zanjadas. Sí, luego surgieron otras diferencias, cuando en 2013 yo decidí romper mi silencio y aparecer públicamente. Más adelante hablaremos de eso.

Mis primeros recuerdos son más o menos de 1940. Digo recuerdos, aunque a veces me parecen ensoñaciones, porque con el paso del tiempo los recuerdos también se modifican. Puedo fijar la fecha porque un año antes nació mi hermano Juan Carlos a quien todos llamamos y seguimos llamando Pancho y lo veo gateando por la vieja casa de la calle Carabela (2), cercana al Boulevard, disputándose los juguetes, que siempre conseguía quitarme ya que ante mi negativa a entregarlos empleaba la vieja táctica de llorar a gritos, lo que invariablemente provocaba la intervención de Mamá, que siempre estaba de su lado. “Tenés que dárselos”, me decía Mamá; “él es más chico que vos”.

El ser mayor me fue moldeando. De chico no te das cuenta de nada, solo sentís que tu madre tiene más consideración con tu hermano porque es menor que vos, pero tampoco sos demasiado consciente de eso. Pasados los años, demasiados como para intentar ponerle remedio, te das cuenta, o yo me di cuenta, que desde niño aprendí a dar cosas que eran mías o qué me importaban, nada más que porque otro me las pedía o yo sentía que el otro las necesitaba. Sí, tenés razón, eso me fue haciendo generoso, desprendido o aprendí a que nada me pertenecía totalmente, que no me podían pertenecer, porque era el hermano mayor.

Con la llegada de los nuevos hermanos fueron aumentando las responsabilidades que Mamá me fue adjudicando y ya no solo debía complacerlos sino que también fue necesario cuidarlos, protegerlos. Cuando nació Dafne, la mayor de mis tres hermanas yo tenía seis años, ayudaba a Mamá en tareas de la casa y tenía tres hermanos a mi cargo, ya que desde el nacimiento de Miguel, el tercero de los hijos varones, nuestra madre padeció unos malestares que la mantenían en cama muchas horas al día.

No, no recuerdo haber jugado con ella jamás. Sin embargo, recuerdo las tardes en la cocina, secando los platos que mi madre iba lavando mientras escuchábamos a Isolina Núñez (3). Mi madre era muy joven; se casó con 21 años y mi padre tenía 23. Aunque nunca lo hablamos, su niñez no debió ser ni fácil ni placentera. ¿Por qué lo pienso? Porque mi abuelo nunca tuvo una relación familiar satisfactoria para nadie. Al menos es lo que mis tías me han dicho, y algo también mi abuela. Mi madre nunca nos habló de la relación con su padre, pero hace un tiempo, a raíz del fallecimiento de la tía Haydee, la última de nuestras tías Pérez, se encontró una carta de mi madre, dirigida a mi padre cuando todavía eran novios, en la que ella le cuenta una discusión mantenida con el suyo, porque éste le decía que mi padre nunca se iba a casar, que se estaba burlando de ella. En esa carta a Mamá se la siente desvalida y angustiada.

Lo pienso porque seguramente ella tenía puestas sus ilusiones en el noviazgo, para romper el vínculo familiar. He leído esa carta docenas de veces mirando sus fotos de juventud, en las que sonríe feliz, pero no puedo dejar de pensar y sentir que detrás de esa sonrisa se escondían dudas y temores. No, ya te dije que no recuerdo haber jugado con ella nunca, pero tampoco recuerdo que lo hiciera con mis hermanos. Creo que le faltó tiempo. Bastante tenía la pobre con alimentarnos y ocuparse de la casa.

Sí tengo recuerdos de juegos con doña Fidelina, una mujer que iba a casa para ayudar en las tareas y a veces cocinar y las más de las veces con doña Mari y don Elbio, dos vecinos del viejo barrio, que al no tener hijos propios nos adoptaron como tales a nosotros. Doña Mari era una mujer muy cariñosa, siempre sonriente a la que obedecía en todo porque en todo me complacía. Don Elbio ocupaba por entonces el lugar de mi padre, a quien no veía más que los fines de semana, ya que marchaba al trabajo y volvía cuando yo estaba durmiendo.

Sí, te digo yo pero a mis hermanos les pasaba lo mismo. Hasta los seis años, que nos mudamos a la casa nueva (4), don Elbio jugó conmigo y mis hermanos seguramente como le habría gustado jugar con sus hijos, de haberlos tenido. Recuerdo los paseos por aquellas calles del Reducto, yo montado a lomos del Quico, un caballo de cartón, negro con las crines y la cola blancas, que estaba sujeto a una plataforma de madera pintada de rojo y ruedas también de madera y a don Elbio tirando de una cuerda sujeta al pescuezo del caballo. Me parece oír el traqueteo de las ruedas sobre las baldosas y el temblor de mis manos apretando las riendas.

También me enseñó a balancearme en el Coco, un pato de madera, que servía para hamacarse y a dar pedales en un auto de metal que me regaló don Herman, padre de Erwin, que luego sería esposo de la tía Nélida, hermana de mi madre y que fue mi madrina de bautismo, junto con su padre, mi abuelo. Don Herman había sido dueño de una fábrica textil en la que trabajaban mi tía Nélida y la tía Haydee, en la calle José L. Terra entre Regimiento 9 y Larrañaga. Sí, cambiaron de nombre. Hoy esas calles se llaman José María Penco y Luis Alberto de Herrera.

Según se decía la relación que tuvo con sus empleados fue excelente. A mí y a mis hermanos nos deslumbraban los juegos mecánicos que tenía y de los que disfrutamos cuando íbamos a su casa, la que era realmente espectacular para la época. Algunos de esos juguetes estuvieron muchos años en la casa que fuera de la abuela Ángela, en la calle Pestalozzi (5).  Los encontré una mañana con mis primos Maestri, a los que no conocí hasta abril de 2019, cuando concurrimos para tomar posesión de la herencia de las tías Pérez Aiello. Todos los vendimos a anticuarios y coleccionistas, cuando vendimos la casa, hace ya más de un año. Hace muchos años, ya muerto don Herman, a quien todos llamaban “El Viejo”, supe que en su casa se reunían miembros del espionaje alemán durante la Segunda Guerra Mundial, cuyo jefe, un tal Feffer, nunca llegué a conocer personalmente pero cuyo nombre aparecía cada dos por tres. Ambos eran jugadores de ajedrez y eran famosas las partidas disputadas en el café Británico, en la plaza Independencia.

En 1997, cuando mi primer regreso a Montevideo encontré entre los yuyos, al fondo del terreno que fue huerta familiar, lleno de herrumbre, el  auto a pedales que me regalara don Herman, cuando yo tenía escasos cuatro años. Ahí estaba, después de haber pasado de casa en casa para disfrute de todos los niños de la familia. Para todos, aquello era nada más que un montón de hierros, pero para mí fue la muestra del paso del tiempo. Y me dolió, claro que me dolió.

¿Por qué recuerdo a don Elbio? Porque de alguna forma ocupó el lugar de mi padre. Don Elbio era vidriero, y con restos de los vidrios de colores que pasaban por su taller me construyó un caleidoscopio que durante años fue entretenimiento mío y de mis hermanos. Tenía su taller en los fondos de la casa, que estaba muy cercana a la nuestra, en la misma calle Carabela (6), en un galpón que olía a masilla, al aceite de linaza y era un placer verlo  diamante en mano, cortando los vidrios con movimientos ligeros, como si de un mago se tratara. Su casa tenía una galería que la abarcaba a todo lo largo y que fue testigo de nuestros juegos durante los años que fuimos vecinos y cuando volvíamos de visita en algunas de las escasas salidas que hacíamos cuando nos fuimos a la casa nueva.

También de esa época son los primeros recuerdos de mi abuelo materno, Manuel Pérez Mendoza. Era un hombre alto, fuerte, con una cabeza proporcionada a su estatura, de rasgos angulosos y casi calvo, de brazos fuertes y con las manos también fuertes y nervudas, llenas de callos pero que eran capaces de acariciar con suavidad cuando me consolaban después de un golpe o caída o me levantaban como una pluma para montarse a lomos de un petiso, cuando me llevaba al Prado. En la mano derecha faltaba el dedo anular, consecuencia de un accidente cortando madera en una sierra sinfín.

Mi abuelo era ebanista, como se dice en España, pero para nosotros era simplemente un carpintero que construía muebles. Trabajó muchos años para los Gibernau, que tenían la fábrica y el local de ventas por Blandengues y Marcelino Sosa. El abuelo Memel, mote que le adjudiqué con mi media lengua, era un gran admirador de José Batlle, un político progresista y avanzado a su tiempo, impulsor de todas las conquistas sociales del Uruguay de entreguerras. No alcanzo a comprender cuánto influyó su admiración por el Pepe Batlle en la posterior separación matrimonial de mis abuelos, pero en algo tuvo que haber influido, ya que tanto mi abuela materna y sus hijas, incluyendo a mi madre, eran partidarias del partido rival, liderado por otro caudillo político, Luis Alberto de Herrera. En eso creo que el viejo Herman influyó mucho, quizás demasiado, a través de Nélida, mi madrina. No sé si conociste la actitud de Herrera por aquellos años, que llegó a ser considerada de pro nazi… bueno, no importa, era un comentario, nada más…

Antes que la separación se produjera, a mi abuelo se le criticaba mucho, sobre todo por su carácter agrio y a veces violento, según decían mis tías. Mi madre no participaba de las críticas, pero tampoco recuerdo algún comentario en defensa de su padre. Sin embargo, hoy sé que durante algún tiempo mi madre le enviaba comida, usando como mensajera a Cristina, la menor de mis hermanas. El caso es que la separación se produjo y el abuelo Memel dejó de venir a casa y yo me quedé sin los paseos al Prado y al Parque Rodó. Pero lo que no podía soportar fue quedarme sin su cariño, así que cuando mi madre me enviaba algún recado que quedaba cerca de su casa (7) me escondía y esperaba para verlo barrer la vereda, ir a comprar cigarrillos o el diario. A veces esa espera se hacía larga y tenía que inventarme una excusa para justificar la tardanza.

Hasta que un día me armé de valor y fui a su casa. Me abrió la puerta un hombre que yo desconocía, le dije quién era y que quería ver a mi abuelo Manuel. Me hizo pasar y me introdujo en la habitación que antes había sido el comedor, que daba a la calle Magested. Había allí una cama, una mesa, un par de sillas y un ropero. Sobre la mesa, una cantidad de cuadernos escritos con letra grande y bien dibujada y a su lado muchos recortes de prensa y un cenicero lleno de colillas. La habitación olía a cerrado y a tabaco negro. Pasaron unos pocos minutos y apareció mi abuelo, con algo de jabón en las mejillas, restos del afeitado. Se acercó, se encorvó para besarme y al hablarme la voz le tembló. Tenía los ojos llorosos y la cara había perdido su expresividad anterior, la que yo recordaba. Lo encontré desmejorado tanto físicamente como en su vestimenta. Se quitó los restos de jabón con una toalla que sacó del ropero, se puso una camisa y me llevó a la cocina, que ya no olía como yo recordaba.

En la vieja mesa pintada de verde, la misma en que junto a mi abuela y mis tías esperamos una noche las noticias sobre el bombardeo de Hiroshima, colocó dos tazas de las de antes, las llenó de café con leche –que tampoco olía como yo recordaba– que acompañamos con galletas marinas. Me preguntó por mis padres y por mis hermanos, con la voz de siempre, y al final me preguntó los motivos de mi visita. Nada, tenía ganas de verte, le respondí. Aproveché que Mamá me mandó a lo de Crispín (8) y vine. Ahora tengo que irme, para no demorar demasiado. Vendré otro día.

Nos levantamos, me acompañó hasta la puerta y antes de despedirnos me pidió que si quería volver otro día le pidiera permiso a Mamá. Seguro que te deja venir, afirmó. Volví a casa corriendo, fui donde mi madre y casi sin aliento le dije: vengo de casa de Memel. ¿Y eso? me respondió. Nada, que me fui a verlo a su casa, respondí todavía agitado. ¿Y por qué fuiste?, me preguntó, con un tono de voz desconocido en ella. Porque tenía ganas de verlo, nada más. Le dije que volvería otro día y me dijo que te pidiera permiso. ¿Me vas a dejar?, respondí de un tirón. Claro que te voy a dejar, pero que no se enteren tus tías ni tu abuela. Me pareció que mi madre estaba emocionada o quizás mi alegría por el permiso obtenido me lo hizo creer. El caso es que a partir de ese día iba a casa de mi abuelo dos o tres veces por semana. El me esperaba con galletas o bizcochos que comíamos en la cocina si hacía frío o en el patio, debajo de la higuera, cuando hacía calor.

No, nunca hablamos ni de sus hijas ni de su mujer, nunca salió de su boca ninguna palabra de crítica hacia ellas, pero era evidente que la separación la vivía mal. Hablamos de la escuela, de lo que iba a estudiar cuando fuera grande, de mis planes para ser aviador o bombero o jugador de fútbol... Me sentía bien con mi abuelo porque no me trataba como a un niño. Me hacía sentir que yo era importante y que pese a las circunstancias yo podía contar con él.

Un recuerdo que se mantiene nítido es una mañana  que se presentó en casa la tía Nélida, mi madrina, hecha una verdadera furia. Desde la separación, mis tías y abuela vivían en la casa que mi madrina hizo construir. Sí, la casa de la calle Pestalozzi. Se había encontrado con una antigua vecina y ésta le contó lo de mis visitas a su padre. Mi madre y mi tía discutieron un buen rato, a veces a los gritos. Yo me marché con mis hermanos a jugar a la huerta, para no oír. Mi tía se marchó sin despedirse, mi madre no me dijo una sola palabra sobre lo discutido y yo no pregunté. No, tampoco mis hermanos dijeron nada.

Seguí yendo a casa de mi abuelo, pero cuando pedí permiso para ir a casa de la abuela, mi madre me dijo que era mejor esperar unos días. Así fue como empecé a entender que los problemas de los mayores los pagamos los niños. Pero esa situación no podía durar mucho, y así fue. La encargada de hacer las paces familiares fue la menor de mis tías, Lidia, a la que todos llamábamos Nena, porque tenía unos pocos años más que sus sobrinos, y contaría en aquel entonces doce o trece años. Vino a casa una mañana y como encontrara a mi madre víctima de alguno de los achaques que padecía, se ofreció a quedarse para ayudar y acompañarnos.

Este hecho significó un cambio muy profundo en nuestras vidas. Nuestra casa estaba en un barrio de casas bajas con jardín al frente y huertas en la parte trasera. Por la derecha, mirando de frente, había un baldío de alrededor de 30 metros de ancho y 70 de fondo, absolutamente invadido por maleza que rodeaba a los álamos que crecían allí. En una de las incursiones que hice con mis hermanos por el baldío, descubrimos, más o menos en el centro del terreno, los restos de una vieja casona que había pertenecido a los antiguos dueños no sólo de esa finca, sino de la totalidad del barrio, los Jackson. Comentando este descubrimiento con otros niños compañeros de juegos y que llevaban años viviendo en la zona, nos enteramos que a esas ruinas se las conocía como El caserón, y que estaba poblado por fantasmas, muchos de los cuales solían salir por las noches a la caza de los niños que no obedecían a sus padres, o que no hacían los deberes o que se meaban en la cama.

Le conté a mi madre no sólo la existencia de las ruinas sino también lo que mis amigos habían dicho sobre sus habitantes. Fuera por sus temores a la noche, por la escasa luz eléctrica que alumbraba las calles o por la supuesta presencia de fantasmas en el terreno vecino, ella comenzó a repasar uno por uno el cierre de las puertas y ventanas, yendo incansable de una a otra hasta contagiarnos sus miedos. Tanto fue así que yo deseaba que llegara la hora de irnos a la cama. Muchos años después supe que mis hermanos tenían el mismo sentimiento. No, no creo que mi madre creyera en la existencia de fantasmas… lo que temía era a ciertos habitantes del barrio, vecinos de mala fama, que una noche nos vaciaron el gallinero. Fue cuando supimos que mi padre tenía un revólver…

La presencia de mi tía contribuyó a que esos miedos se disiparon o se disimularan, y ya no teníamos tantas prisas por irnos a dormir. Preferíamos participar de los juegos que ella organizaba, incansablemente, día tras día y noche tras noche. También me llevaba a la escuela (9), que estaba más allá de la casa en que había nacido y a la que íbamos caminando, mientras me explicaba mis curiosidades acerca de las flores, los pájaros o de cuanta cosa se me ocurriera. Pero nunca hablamos de la familia. Creo que ella y yo sabíamos que era un tema sobre el que era mejor no hablar. Pasados los años se convirtió en mi amiga y consejera, aunque yo desoyera sus consejos una y otra vez, de lo cual, obviamente, estoy arrepentido.

Sí, la recuerdo con mucho cariño. Me ayudó mucho cuando tomé la decisión de casarme con Teresa (10). Ya te hablaré de ella. Quiso prestarme algo de dinero para que me comprara un traje para la ceremonia. No lo acepté y me casé con un traje que hice reformar, de mis épocas de estudiante y al que le había dado poco uso. Creo que vivió con nosotros cerca de un año, coincidiendo su marcha con el nacimiento de Ana, la quinta hermana. Este hecho puede parecerte una contradicción, pero no lo es. Mi abuela ya padecía la cirrosis que se la llevaría años después y la Nena era necesaria en su casa.

Todavía recuerdo cuando mi madre, en la cocina de la calle Carabela, me dijo que yo, al ser el mayor de los hijos, tenía que ayudarle con las tareas de la casa. Así, aparte de cuidar de mis hermanos, aprendí a barrer, secar los platos, poner y retirar la mesa, a hacer las camas. Nunca aprendí a planchar, cosa que las diversas mujeres que han compartido su vida conmigo me han reprochado, unas más y otras menos, cuando necesité que alguna de ellas realizara esa tarea, sin tenerme en cuenta que yo realizaba todas las demás. Hasta que decidí pasar de plancha, algo que tampoco se me ha reconocido. No, a defenderse en la cocina aprendí más tarde, en otra etapa.

Tener tantas responsabilidades que se me adjudican cuando sólo tenía seis años me marcó para siempre y casi siempre para mal. Lo mismo me pasó con las expectativas que sobre mí se depositaron, las más de las veces exageradas para mis posibilidades de entonces y que al no poderlas cumplir me convirtieron en un acomplejado durante una buena parte de mi vida. Por esos años yo sufría periódicos ataques de asma y tenía, también periódicamente, cólicos hepáticos. Tanto mis padres como el resto de la familia materna me cuidaban y consolaban durante esos período yo me sentía querido, pero esa sensación desaparecía cuando yo mejoraba.

 Con la familia paterna nos veíamos de año en año, especialmente para las navidades. En mi necesidad de cariño llegué a fingir estar enfermo, sin darme cuenta, en mi inocencia e ingenuidad, que yo mismo estaba contribuyendo a crear mi propia inseguridad, inseguridad que, salvo en algunos períodos muy señalados, me ha acompañado hasta hoy. Hoy sé que mi madre tuvo mucha responsabilidad en todo eso. No, no llegué solo a esa conclusión. Antes, una psicóloga, lo dijo en relación al estudio de  las personalidades de muchos que fuimos tupamaros. Y para ser sincero conmigo mismo, tengo que reconocer que tenía razón.

Otra cosa que hoy sé que me hizo daño fue mi flacura. Por entonces, el modelo de belleza aceptado socialmente era el de ser gordo y preferentemente rubio, a pesar de que éramos un país con raíces mestizas, descendientes de los españoles que si bien nos habían colonizado se mixturaron con los indígenas y los negros esclavos. Por desear ser lo que no éramos y por lo tanto no aceptarnos como éramos, nos convertimos, en ese y otros aspectos, en una sociedad hipócrita. Esta es una característica que se mantiene hasta hoy, pero no es este el momento de explicarme.(CONTINUARÁ)

Héctor Amodio Pérez

 Alicia Renée Rey Morales, nació en Juan Lacaze, departamento de Colonia, el 13 de octubre de 1939. Formó parte de una familia de trabajadores textiles de Campomar. Realizó sus estudios en Colonia hasta que fue becada por la empresa textil y viajó a Montevideo para realizar sus estudios en la Facultad de Derecho. Como afiliada a las Juventudes Socialistas conoció a Emilio Cassinoni quien como Rector de la Universidad de la República la incorporó a su secretaría en 1962  y a Raúl Sendic quien la señaló para integrar el grupo Tupamaros en 1965. En enero de 1967 pasará a la clandestinidad tras los sucesos del 22 de diciembre de 1966, cuando el grupo Tupamaros resuelve convertirse en el Movimiento de Liberación Nacional (MLN), en el que desarrollará una intensa actividad que la llevará a ocupar puestos de responsabilidad entre 1968 y 1972. Pese a que decidió estudiar Derecho, creo que su verdadera vocación fue el Magisterio. En plena represión, la noche del 19 de mayo de 1972, físicamente disminuida, decidió entregarse a la policía que perseguía al grupo que integraba para permitirles huir. Fue un acto de grandeza que no tiene paragón en la historia del MLN. Ni los directamente beneficiados por su gesto: José Mujica Cordano, Graciela Dry y Carlos Rodríguez Ducós ni ningún miembro de la organización que ella ayudó a construir le han reconocido el gesto. Nunca se los reprocha, como nunca les reprochó las acusaciones de cobardía y de traición que cayeron sobre ella. Tampoco les recordó el papel que desempeñó en la organización de las cuatro fugas por las que 179 presos volvieron a la militancia. Cuando a iniciativa de Wassen en el Florida se iniciaron las conversaciones para la rendición de lo que quedaba del MLN, a pedido de los convocantes Jorge Manera, Eleuterio Fernández Huidobro, Mauricio Rosencof y el mismo Adolfo Wassen, fue conducida al Florida para integrar el grupo que negociaría con los mandos de las FF.AA., en esos momentos los Generales. Esteban  Cristi, Gregorio Álvarez y Florencio Gravina. En esos momentos, ninguno de los presos consideraba traidores a Alicia y a mí, por la simple razón de que Wassen había asumido su responsabilidad y lo mismo había reconocido Rodolfo Wolff Valente. Será cuando Eleuterio Fernández Huidobro vuelva del contacto con Raúl Sendic y su esposa, Graciela Jorge Panzera, que trae la consigna de “dejar las cosas como están” y Alicia es apartada de la comisión negociadora y pasará a integrar el “trío de los traidores”.

2.  Concretamente Carabela  3044.

Isolina Núñez. Nació en Montevideo, el 27 de octubre de 1894 y falleció en la misma ciudad, en 1976). Actriz y directora radioteatral entre 1940 y 1960 se consagra al género melodramático y conquista a la audiencia. Surge en el ámbito popular como actriz en el circo criollo y bailarina en la orquesta de Eduardo Arolas. Posteriormente, integra la compañía teatral de Carlos Brussa, los elencos radio teatrales de Brochazos Camperos y la Compañía Yaya Suárez Corvo de Buenos Aires. En 1943 la actriz funda la Compañía de Comedia de Isolina Núñez con la que acuña una marca, que no sólo constituyó el nombre de un elenco destacado del dial sino que involucró afectivamente a los oyentes.

4 Regimiento 9, 1680

5 Pestalozzi 3957.

6 Carabela 3028. La casa está reformada y la galería ya no existe.

7 Dr. Magested 1716.

8 Crispín y su hermano Pablo vivían por entonces en Av. San Martín, muy cerca de Camino de Las Instrucciones, en una antigua casa quinta. Allí cultivaban frutas y hortalizas que comercializaban en el local de Dr. Magested esquina Mariano Soler, cuya entrada estaba situada en la ochava, y que hoy se encuentra tapiada.

9  Escuela José Enrique Rodó, sita en Burgues y San Martín. En el turno de la mañana funcionaba la escuela Italia, a la que concurrían mi madre y sus hermanas.

10 Nelly Teresita Marchisio Asandri. Nació en Montevideo, el 28 de julio de 1937 y falleció en Buenos Aires en noviembre de 2015. Nos casamos el 19 de marzo de 1959 y nos divorciamos en 1972, por poder entregado a mi padre.


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