09.AGO.21 | PostaPorteña 2224

CABEZA DE TURCO (2)

Por AMODIO

 

Mi madre era delgada y morena, de pelo negro y ya lucía las profundas ojeras que heredé. En mí predominan los genes de los Pérez y me parezco mucho a ella. Fuera por los convencionalismos de entonces o por otra razón que se me escapa, ella aspiraba a que yo fuera como el primo Andrés, al que terminé por odiar, tras sufrir tantas comparaciones. El primo Andrés era, según mi madre, el modelo a seguir en todo: en los juegos, en la escuela, en su forma de comportarse. Era hijo del tío Valentín y la tía Eulalia, a la que todos llamábamos Lala y tenía dos hermanas, Susana y Graciela. Dibujaba muy bien y con el tiempo se hizo pintor de éxito, cuando ya había emigrado a los Estados Unidos, donde murió en plena juventud. Estudiaba piano con Baranda Reyes, que según tengo entendido daba clases para ricos e iba a nadar al Neptuno.

 

No, sus padres no eran ricos. El tío Valentín, que en realidad se llamaba Juan, trabajaba en el Diario Español y era comercial de avisos. Tenían un buen pasar, pero la tía Lala tenía delirios de grandeza y el tío trabajaba para satisfacerlos. La tía no descansó hasta que vendieron la casa del Cerrito y se mudaron a Malvín, en Ámsterdam y Velsen, pegada a la sede del Unión Atlética (11). Mi tío tampoco descansó hasta conseguirlo y un infarto se lo llevó, joven aún. Con Andrés me reconcilié en 1964. Fue una reconciliación de esas raras, porque ambos sabíamos que la distancia nos impediría continuar esa amistad que nacía. Yo ya estaba separado de Teresa. Vino a casa para despedirse de nosotros, una tarde de calor y estuvimos horas sentados en el jardín, hablando de nuestras cosas pasadas y de las posiblemente futuras.

 

A las primas las traté poco. De Susana pude haber estado enamorado. Y sí, tengo que haberlo estado, porque de otra forma no habría sufrido por el distanciamiento, casi desprecio con el que me trataba, que fue disminuyendo con el paso de los años pero que no se lo tuve en cuenta, porque ya estaba enamorado de Beatriz y ella iba a casarse bien, nada menos que con el hijo de un diputado de la Democracia Cristiana, de apellido Brena. Cuando leyó Palabra de Amodio me reprochó la mención que hago de su hermano. No lo hizo directamente, sino a través de una de mis hermanas, Dafne, concretamente. Poco después apareció por Montevideo y quedamos en vernos en La Pasiva, en Benito Blanco y Avenida Brasil, pero no apareció. Me dolió, porque fue ella la que me pidió el encuentro y yo dejé cosas para ir a verla, así que me quedé sin saber si seguía tan hermosa como yo la recordaba.

 

La peor experiencia de mi infancia fue en la escuela. Yo iba a la escuela pública, y aunque en uno de sus preceptos se decía que todos éramos iguales, en la práctica había diferencias sustanciales. Es cierto que todos vestíamos el mismo uniforme, túnica blanca y moña azul, pero el estatus social saltaba a la vista en cuanto se fuera algo observador: los pudientes cambiaban de túnica un par de veces a la semana, para estar siempre impolutos, calzaban zapatos de calidad y los llevaban siempre limpios y lucían el cabello cuidadosamente peinado. El resto, no.

 

Cierto, tenés razón. Es lógico que quienes tenían padres con mayor poder adquisitivo fueran mejor vestidos, estuvieran mejor cuidados y mejor alimentados, pero resulta que siempre, los hijos de quienes tenían más dinero eran los elegidos para actuar en las fiestas de fin de curso, eran seleccionados para concurrir al cine o al teatro y para representar a la escuela en cualquier evento que anduviera por allí, siempre y cuando el evento no fuera deportivo, porque entonces los elegidos éramos algunos de los desarrapados del resto.

 

La escuela, como te dije, era la José Enrique Rodó, y estaba dirigida por una maestra, Elvira Nardechia (12), que compaginaba su docencia en la escuela pública con la dirección del José Pedro Varela, un colegio que aunque laico era completamente elitista. Esta señora quiso trasladar la imagen del colegio privado a la escuela pública y constantemente planteaba quejas, bien ella directamente o a través de alguna de las maestras de su misma cuerda, sobre la forma en que algunos asistíamos a la escuela.

Una de esas maestras, la señora Ofelia (13), cuando yo estaba en cuarto curso, es decir, andaba más cerca de los diez que de los nueve años, cuando volvimos del recreo, me hizo pasar al frente. Me levanté rápido y me dirigí al pizarrón, seguro y confiado porque había preparado los temas con mucha dedicación. Me dijo que no, al pizarrón no. Ponete allí, me dijo señalando un lugar junto a su mesa.

 

Mirarlo bien, dijo mientras iba nombrando y señalando. El pelo, sucio y descuidado, la túnica, manchada y arrugada, las rodillas están sucias y las medias y los zapatos peor no se pueden tener. Quiero que todos tomen nota porque así es como no se puede venir a la escuela.

Mi bochorno fue absoluto. Me quedé en silencio, mirando las puntas de mis zapatos, los únicos que tenía y que me servían para todo y a todas horas. Ni siquiera oí cuando me ordenó volver a mi asiento, por lo que tuvo que repetir la orden. En el aula se hizo un gran silencio y en las dos horas que quedaban para la salida permanecí mirando la tapa del pupitre, ajeno a todo.

 

Creo que fue la primera vez que sentí odio hacia alguien, y no me preocupó demostrarlo. Si bien me ponía de pie cuando la maestra iniciaba la clase diaria, no respondía a sus “buenas tardes, niños”. No, en casa no dije nada. ¿Cómo iba a decirle a mi madre que me habían humillado por ser pobre? Claro, la gente cree que por ser niños no sufrimos, que la infancia es toda alegría, y eso es falso.

 

Yo creo que ella se dio cuenta que no la saludaba y se fue generando entre nosotros una relación de enfrentamiento diario, aunque sin palabras. Me di cuenta porque nuestras miradas se cruzaban y si yo percibía desprecio de su parte trataba de hacerle ver que no me importaba y la insultaba en silencio. Hasta que un día se me acercó y me preguntó acerca del tema que estaba tratando. No sé, le dije en un tono que sonó desafiante aunque esa no era mi intención. Me salió así, sólo  por el desprecio que sentía por esa mujer. Desprecio y miedo, porque todos le temíamos, en mayor o menor medida. Incluso le temían los que nunca harían nada para provocar su ira.

 

 Yo estaba sentado en el lado izquierdo de la fila, más o menos por el medio y ella se acercó por el lado derecho. Le ordenó a mi compañero, Hugo Medina, tan pobre, deslucido y flaco como yo que se levantara. Entonces estiró su brazo izquierdo, me agarró de la oreja derecha y me sacó del asiento. Así que me llevó al pizarrón, sin soltarme y me ordenó escribir cincuenta veces debo atender en clase.

 

No lo escribo, le respondí. Se levantó un murmullo, rápidamente acallado por sus gritos. Repetí lo que dijiste, me ordenó. Que no lo escribo, le respondí ahora sí, desafiante. Se me quedó mirando no dando crédito a lo que había oído, pero reaccionó rápido. Se acercó y con la mano derecha me agarró de la oreja izquierda y recorrimos la distancia hasta mi asiento de esa manera, mientras mi cabeza respondía a cada uno de los tirones que ella iba dando. Cuando llegamos a mi asiento, Medina se levantó para darme paso, pero ella lo hizo sentar y continuó andando. Llegamos así al final de la fila, dimos la vuelta por el lado izquierdo y me sentó mientras daba un último tirón.

Cuando se alejaba, vi el tintero y yo, que casi nunca fallaba una pedrada, fallé. Voló el tintero junto a su cabeza, manche de tinta su uniforme, rompí el vidrio de la puerta que separaba nuestra clase de la contigua del 5º A y me quedé esperándola. Tardó en reaccionar y cuando lo hizo me echó de clase y me llevó a la Dirección.

 

 Este mocoso me tiró un tintero y por poco me parte la cabeza, dijo y se marchó, sin darme tiempo a replicar. Pero ella me tiró de las orejas, le dije a la Directora mientras se las mostraba, seguro que estarían hinchadas y rojas, tal era el ardor que sentía. Pero un alumno no puede hacer eso, ella es la maestra y merece tu respeto, y dio por zanjada la cuestión. Tomó una pluma, una de aquellas plumas elegantes que más parecían de adorno y escribió una nota para que la entregara en casa. Que venga tu madre a verme mañana, ordenó. Mi madre no puede venir. Que venga tu padre. Mi padre trabaja. Que venga otro familiar, pero mañana mismo. Y ahora sales y te sientas en esa silla, delante de la puerta.

Esa era la culminación del castigo, la exposición pública. Pero ya no sentía ni bochorno ni dolor ni nada. Estaba orgulloso de mí y de que me vieran así, sentado frente a la Dirección, señal inequívoca de haber cometido algo grave.

 

Cuando llegó la hora de la salida ya sabía lo que haría. Iría a ver a mi abuelo y le contaría lo sucedido. Cuando entré en la clase para recoger mis cosas, me crucé con Eros (14), el hijo de la maestra, que me dio un empujón que casi me hace caer. Otros compañeros me miraron y en sus sonrisas creí ver algo de complicidad y admiración. Salimos y  no me acordé de Eros, hasta que éste me asaltó por detrás, empujándome y haciéndome caer al suelo. Me levanté como pude y con la cartera intenté cubrirme de los golpes. Lo conseguí con algunos, pero otros me alcanzaron de lleno. Aquello era una pelea muy desigual. El tal Eros era el doble que yo y estaba cebado por su madre para mantenerlo gordo y rozagante.

Tenía una sola salida: huir, pero la presencia silenciosa de mis hermanos me lo impidió. Entonces lo vi claro: sabía que una patada en los huevos era muy dolorosa, porque jugando había recibido alguna y no lo pensé dos veces. Lo alcancé de lleno en la entrepierna. No dijo ni una palabra, se dobló por la cintura y allí se quedó, arrodillado en mitad de la vereda, y mientras algunos transeúntes que presenciaron la desigual pelea se acercaron a socorrerlo, yo recogí mi cartera y mis hermanos y nos fuimos a casa del abuelo Memel.

 

Por el camino hice valer mi condición de hermano mayor y los convencí de que me esperarían en la esquina del Once Estrellas (15), que a esas horas estaba lleno de niños de la escuela cercana. Y sí, algunas veces conseguí contar con su complicidad. Nunca me olvidaré el día que los tres fuimos al León de Caprera (16) y junto a la fiambrera, en el suelo, encontramos un billete de cinco pesos. No se nos ocurrió nada mejor que gastarlos en el bazar La Marina (17), que estaba enfrente, cerca de la panadería Artigas (18).

 

 Nos compramos cien bolitas, de aquellas multicolores, que repartimos entre los tres. No decimos nada en casa, les dije mientras hacía el reparto. Fue de las pocas complicidades que les pedí. No, en las bolitas nos gastamos la mitad. Con la otra mitad compramos Colibríes, aquellos chocolatines de Saint, rellenos de crema de menta.

 

¿Cómo venís a estas horas? ¿Qué pasa? me preguntó el abuelo asombrado. Le conté todo lo sucedido con la maestra, el bochorno pasado anteriormente y la humillación de ese día. El abuelo Memel me escuchó en silencio. Luego se levantó y de la heladera trajo dos trozos de hielo envueltos en servilletas. Te acordarás que entonces hasta las servilletas de la cocina estaban bordadas. Estas tenían flores.

 

Me los acercó y me dijo tomá, ponételos en las orejas para que Mamá no te las vea hinchadas. Lo que hiciste está bien, no se puede uno quedar quieto ante los abusos. Yo iré mañana a la escuela, no te preocupes. Los que tienen poder pueden caer en el abuso y siempre abusan de los más débiles. Siempre ha sido así, pero eso no quiere decir que tengamos que aceptarlo. Vos te rebelaste contra un abuso de poder, sólo te defendiste. Sos un rebelde.

 

La conversación con mi abuelo me gustó mucho, pero sobre todo la palabra rebelde. Sos un rebelde. Como él, pensé luego, cuando en la soledad de mi cama, intentando dormir recordé sus palabras y la tranquilidad con que las dijo. Es un rebelde, habían dicho mis tías sobre su padre. Está así por ser rebelde.

 

A la mañana siguiente, a medida que se acercaba la hora de salir para la escuela, un nerviosismo al principio débil me fue ganando. Siguiendo las instrucciones del abuelo no dije nada en casa, y realicé todo como si nada pasara. Estaba ansioso por llegar a la escuela, por lo que salí de casa un poco antes de lo que acostumbraba, llevando, como siempre, a mis hermanos Pancho y Miguel. Mis hermanos entraron a la escuela mientras yo compraba los bizcochos para la hora del recreo, en la panadería La Granada (19), que estaba al lado, por el lado de Burgues. Mi abuelo ya estaba esperándome en la esquina de enfrente, donde está la farmacia Centenario (20) y al verlo, desde lejos, me pareció más grande y fuerte aún. ¡Qué orgullo sentí al entrar a la escuela agarrado de su mano! Pero, sobre todo, ¡qué seguro!

 

 No, mis hermanos no lo vieron y él se hizo el distraído. Era un secreto entre nosotros. Nos dirigimos a la Dirección, mi abuelo pidió permiso y entramos. Se presentó, extendió la nota que la Directora me entregara y se negó a sentarse en la silla que la Directora le ofreció. Yo permanecí a su lado, mientras la Directora fue hablando del respeto al maestro, de los deberes del alumno hacia los mayores, etc., etc. Perdone, señora, le dijo mi abuelo. ¿Usted estaba en la clase cuando mi nieto le tiró el tintero a la maestra?  No, por supuesto, respondió ella. Entonces mi abuelo le dijo ¿usted puede hacerla venir un momento?

Héctor Amodio Pérez

 

11  Ámsterdam 1454.

12  En la 51ª Sesión ordinaria del 3 de noviembre de 1992, en la Cámara de Senadores,con motivo de haberse cumplido en el mes de octubre del corriente 50 años de la fundación de la Sociedad Uruguaya de Enseñanza "José Pedro Varela" y, por consiguiente, de su Colegio Nacional, se la menciona como fundadora de dicha institución.

13  No recuerdo su apellido, solo que a su nombre se le agregaba de Dimitrius.

14  Eros Dimitrius.

15  El Once Estrellas era un club deportivo, dedicado especialmente al voleibol cuya sede y pista deportiva estaban en la esquina de Dr. Magested y Mariano Soler. Ese predio hoy está ocupado por un edificio de apartamentos.

16  El León de Caprera es el bar situado en Luis Alberto de Herrera 4098 esquina Burgues.

17  Luis Alberto de Herrera 4101. En su lugar hoy está instalada la ferretería Atahualpa.

18  Luis Alberto de Herrera 4113. Hace años que permanece cerrada.

19  La panadería La Granada estaba en Burgues 2747.

20  Ocupa el local de San Martín 2751, que hace proa en la esquina de Burgues y San Martín.


Comunicate