11.AGO.21 | PostaPorteña 2225

CABEZA DE TURCO (3)

Por AMODIO

 

La Directora dudó un instante pero ante la firmeza de mi abuelo se acercó a la puerta, llamó a una niña que estaba cerca y le ordenó que fuera a la clase de 4º A y le dijera a la señora Ofelia que se acercara a la Dirección. En realidad pudo hacerlo ella. Le bastaba con acercarse a la puerta, porque la clase de 4º A estaba pegada a la Dirección. Los tres nos mantuvimos en silencio hasta que la maestra apareció por la puerta. Mi abuelo la miró de arriba a abajo y preguntó: ¿es usted la maestra a la que mi nieto le tiró un tintero? Sí, respondió ella. Y se lo tiró antes o después que usted lo paseara por toda la clase tirándole de las orejas? Silencio.

Entonces continuó mi abuelo: tengo entendido que es usted la misma maestra que hace unos meses humilló a mi nieto ante sus compañeros. ¿Es así?  Continuó el silencio.

Mirando a una y otra, mi abuelo continuó: ustedes abusan del poder que tienen porque se consideran fuertes, pero fuertes autoritariamente, no moralmente. Si ustedes tuvieran autoridad moral, no usarían la fuerza. Yo no tengo autoridad pero soy más fuerte que ustedes. Tanto que podría pasearlas a las dos juntas cada una de una oreja sólo porque soy fuerte. ¿Les parece justo? Pues bien, sepan ustedes...

 ... Y les habló de Artigas, de José Pedro Varela, de José Batlle, de Rodó... En fin, el primer mitin político al que asistí fue el de mi abuelo. Una lección magistral acerca de la historia y sus protagonistas de los cien años anteriores, evidenciando un conocimiento profundo de los temas que trataba, con naturalidad pero con la firmeza del que sabe que la razón le asiste.

Cuando mi abuelo acabó su exposición dijo con rotundidad: espero que este incidente haya sido el último. Silencio fue la respuesta que recibió. Mi abuelo se despidió no sin antes darme un beso. Todos entendimos el resultado de la reunión y me ordenaron que marchara a clase. Ellas se quedaron en la Dirección y nunca supe qué dijeron.

Durante el tiempo que vivió mi abuelo hablamos poco de ese tema en particular, pero sí lo hicimos acerca de las desigualdades sociales en general y él me hablaba de gente que había tratado esos temas y que yo desconocía. Marx, Engels, Bakunin, Kropopkin, Lenin, Trotsky, Batlle, etc., personajes que con el paso del tiempo se convertirían en familiares a fuerza de leerlos y releerlos.

 Bueno, es posible que tengas razón. Yo también en algún momento me hice esa pregunta y creo que la respuesta está en que nadie nos ha enseñado a ser padres y que recién cuando sos abuelo tenés una idea acerca de los niños… claro, el paso de los años te hace entender muchas cosas. Yo sé que para mi madre cuatro hijos antes de cumplir los 30 fue demasiado complicado.

Yo hacía lo que podía, siempre siguiendo sus requerimientos: Héctor, esto o aquello o esto otro… claro que la comprendo. ¿Cómo no la voy a comprender? Si solo con vestirnos y darnos de comer ya estaba cumplida… y hacernos la ropa, porque mi madre nos hacía los pantalones, las camperas, nos tejía las tricotas mientras nosotros dormíamos. Y creo que es lógico que ella buscara sosegarnos amenazándonos con el castigo cuando Papá llegara… y casi nunca llegaba… pero una noche llegó.

Estábamos por irnos a la cama, ya teníamos los porrones de ginebra con el agua caliente y surgió una pelea con mi hermano Pancho porque no quería devolverme dos lápices de colores, uno rojo y el otro azul que mi compañera de banco, Celsa Castro (21) me había regalado esa misma tarde. Ni a mí ni a mis hermanos nos faltó nunca el material escolar, porque mi padre era amigo de los Mosca y si nos faltaba algo lo comprábamos en lo de Visconti (22) y ya ves, nos peleábamos nada más que porque éramos niños

Sí, puede ser que yo peleara por algo que me habían regalado, porque después de todo eran dos lápices que ni punta tenían todavía… El caso es que defendí estos lápices todo lo que pude hasta que Papá se decidió a intervenir y quiso saber por qué yo tenía esos dos lápices nuevos, sin estrenar, que él no me había comprado. Me los regalaron en la escuela, mi compañera de banco, le dije. Mi padre no me creyó, me dijo que eran mentiras mías, que seguro se los habría  robado y ante mi insistencia en negarlo me amagó una cachetada pero terminó pegándome en una pierna. No sé qué me dolió más, si el golpe o que no me creyera y tiré al suelo unos de los porrones… no, no se rompió porque el suelo era de madera y debajo estaba hueco, como las casas antiguas, con sótano, pero ante mi reacción me dio unas cuantas palmadas más, para que aprendiera a no contestarle.

Y mañana vamos a la escuela a comprobarlo, me dijo. Claro que fuimos. La maestra era la de 3º, Israel Fugasot, hermana de Blanca, la que luego tuve en 5º. Mi padre habló con ella en la puerta de la clase, un salón construido añadido a una de las paredes, achicando el patio del recreo. No sé lo que le dijo, pero la maestra llamó a Celsa y le mostró los lápices y vi cómo ella asentía con un gesto. La maestra me devolvió los lápices y mi padre se fue. Quiso saludarme pero yo me fui a mi banco. No, nunca lo hablamos, pero nunca más me pegó.

Cuando yo tenía once años, en 1948, y a raíz del asesinato en Colombia de Eliécer Gaitán (23), mi abuelo me habló del imperialismo. Quizás hoy pueda parecer extraño que un adulto hablara con un niño de once años de estos temas, pero entonces, por lo menos en mi caso, no lo fue. Me apasionaba oírlo y aunque en ese momento no entendiera todo lo que me explicaba, con el paso de los años, ya metido en la lucha sindical y más tarde en la política, comprobé por propia experiencia las verdades que mi abuelo me dijera diez o doce años antes.

Tenés razón. A mi abuelo debo el impulso moral que me llevó a la militancia, a no callarme ante las injusticias. Mantuve con él la mejor de las relaciones y aún hoy lo siento cercano y ha sido protagonista de algunas cosas que escribí. Esa relación se mantuvo hasta 1955. Un año antes yo había empezado a trabajar como ayudante de mi padre en el oficio en el que he trabajado hasta hoy, Artes Gráficas. A mi abuelo consulté la conveniencia de dejar los estudios y trabajar, cosa que no hice con mi padre. A éste le había planteado en 1950, al pasar a la enseñanza secundaria, mi deseo de hacer lo que hoy en España se llama Formación Profesional y entonces era Universidad del Trabajo.

Yo a esa altura quería ser mecánico tornero. Era un artista con la lima. Recuerdo un trompo que hice con un trozo de madera de roble sacado de un poste de alambrado que encontré descartado en un rincón de la huerta.  El trompito bailaba como si fuera hecho a torno. Ni con esas mi padre accedió a mis deseos: yo tenía que ser médico, ingeniero o arquitecto. Al final, no fui ni una cosa ni la otra.

No te conviene dejar los estudios, opinó mi abuelo. La cultura es fundamental para defenderse en la vida y tener un título ayuda mucho. Pero se puede ser culto sin ir a la universidad, vos mismo me lo dijiste, le respondí. Además, no me gusta estudiar. Quiero trabajar. Tengo quince años y quiero ganarme la vida. En cuanto sea mayor de edad me iré de casa. Al final, después de hablar mucho sobre el tema, me convenció y acordamos que terminaría la secundaria. Después veríamos.

Yo había observado que mi abuelo no quería hablar de su vida ni de las circunstancias que la habían rodeado. Dos o tres años después, hablando de su juventud, me confesó que estaba escribiendo algo sobre el tema. Ya lo leerás, me dijo señalando los cuadernos que viera la primera vez que fuera a su casa.

A esa altura mi abuelo tenía 65 años y en los dos o tres últimos años había envejecido mucho. Mantenía buena salud, pero algo en su interior lo iba matando. Yo no supe darme cuenta.

Una mañana quemó los cuadernos que contenían su vida. Hizo una hoguera debajo de la higuera del patio trasero, sin importarle quemar las madreselvas que daban a la casa vecina. Sobre la mesa de su habitación dejó una nota de despedida y se marchó dejando la puerta de la casa abierta. La misma vecina que avisara a mi tía de mis visitas al abuelo, que había, según ella, notado en él cosas raras, al verlo haciendo fuego y verlo muy nervioso, entró en la casa encontrando la nota. Corriendo llegó a mi casa y le entregó la nota a mi madre, quien a los gritos me contó lo que sabía, en presencia de la vecina.

¿Qué podemos hacer, adónde irá?, se preguntó mi madre. Como un relámpago recordé que en alguna oportunidad mi abuelo había mencionado que tirarse en las vías del tren era un recurso para terminar con los problemas. Cuando lo escuché decir eso, en medio de una conversación distendida, no les di el significado que en ese momento se me aparecía con claridad. Corrí hacia el galpón donde mi padre guardaba la moto y decidí el camino a recorrer. Las vías más cercanas quedaban lejos de su casa y quizás llegara a tiempo. Lo encontré en la esquina de Agraciada y Capurro, a doscientos metros del paso a nivel. Lo adelanté, estacioné la moto y fui a su encuentro.

Sí, fue como una premonición. ¿Qué hacés por aquí? le dije como si lo encontrara por casualidad. Nada, dando un paseo, me respondió. Vení, vamos a casa, le dije, agarrando una de sus manos. Se dejó llevar.  Habíamos invertido los papeles. Ahora era el nieto quien le daba protección. Encontramos un taxi y lo llevé a casa.

Abrazó a mi madre, preguntó por los otros nietos y lloró durante unos minutos. De pronto, como si nada hubiese pasado, cambió de conversación, fuimos a la huerta para que viera cómo había crecido, le mostramos los gallineros, las parras, las flores... y recordamos los días que él y el abuelo Andrés, el italiano, dieron vuelta el terreno a fuerza de pala, sacando la tierra negra fértil que se encontraba debajo de la arcillosa de la superficie.

Vamos a comer, dijo mi madre un rato después. Comimos, repitió postre y anunció que se marchaba. No, le dije yo, te quedás hasta mañana, por lo menos. Estoy bien, no te preocupes, estoy bien, insistió. Al final, nos convenció y lo dejamos marchar. Yo puse como condición acompañarlo las cuadras que separaban nuestras casas. Fuimos andando despacio, hablando de cosas intrascendentes. ¿Querés entrar? me dijo mientras abría la puerta. Vengo mañana, respondí, tengo que ir a buscar la moto. Pasó un tiempo durante el cual mantuvimos una relación intermitente, no me preguntes por qué. El caso es que un día nos enteramos de su muerte. Se arrojó al paso de un camión.

Durante años me sentí responsable de su muerte y me culpé por haberlo dejado solo, por no haber estado cerca suyo, porque de haberlo hecho quizás me habría dado cuenta de lo que estaba pasando… no lo sé. No puedo dejar de emocionarme cuando lo recuerdo y algunas veces, en momentos de desesperación en los que he pensado en el suicidio me parece oír la voz de mi madre diciéndome ¡sos igual que tu abuelo!, palabras que ponían punto y final a alguna discusión.

Sí, varias veces lo he pensado, pero solo lo intenté una vez, en 1972. Creí que me iban a torturar y lo intenté. No, nunca pensé que fuera un acto de cobardía. Creo que es más un acto de desesperación, de no encontrar una salida. Se tarda un segundo entre la decisión y la puesta en práctica. Si pensás más no lo hacés. Es lo que creo.

El primer día de clase del sexto curso, nos fue presentada por la directora la que sería nuestra maestra. Esta era una ceremonia de protocolo que se cumplía cada vez que una maestra se incorporaba al plantel escolar. Nos quedamos pasmados de asombro. Acostumbrados al resto no podíamos creer que esa mujer tan joven y francamente hermosa fuera nuestra maestra. Selva Pardo (24) se llamaba. Y digo que era hermosa no porque fuera bella, sino que lo era porque la hermosura emanaba de ella, no era una cuestión física solamente. Fue un ejemplo de magisterio libre, nos enseñó a pensar, a elegir, nos despertó el deseo de saber, de aprender, nos enseñó a convivir. Nos enseñó a escuchar, a escucharnos, a querernos y así aprendimos a quererla.

Recuerdo como si hubiera sido ayer. Yo tenía una compañera, Ana María Louro, un año mayor que el resto de alumnos. Era una niña que había repetido el curso porque había faltado mucho por causas que nunca supe. La señora Selva, seguramente siguiendo el método Montessori nos había enseñado a trabajar en grupo, y yo me había precipitado a integrarme en el de Ana María. La llamaba a su casa casi todos los días, con el dinero que mi madre me daba para la merienda del recreo y que yo no gastaba. En 1949 eran pocas las casas particulares que tenían teléfono y había que llamar desde teléfonos públicos, situados en casas de comercio (25). Una mañana, la llamé y le dije: te quiero, y colgué.

Héctor Amodio Pérez

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21 Recuerdo su nombre pero no estoy seguro de su apellido. Vivía en Carabela y Fomento, y no recuerdo haber compartido curso más adelante.

22 Visconti era un comercio de librería y artículos escolares que estaba en San Martín 2781.

23 Jorge Eliécer Gaitán Ayala  nació en Bogotá, el 23 de enero de 1903 y murió en la misma ciudad el 9 de abril de 1948. Fue un jurista, escritor, activista, orador y político  Fue rector de la Universidad Libre entre 1936 y 1939, ? de la cual, además, fue catedrático de Derecho Penal desde 1931 hasta su muerte. Fue alcalde de Bogotá en el año 1936, titular en dos ministerios: el de Educación en 1940 y el de  Trabajo en  1944. Fue congresista durante varios períodos entre 1929 y 1948. También fue candidato presidencial disidente del Partido Liberal en las elecciones de 1946 y su posterior jefe único, además que iba a ser el candidato oficial del partido para las presidenciales de 1950, que finalmente se desarrollaron en 1949 debido a su asesinato. Gaitán se forjó una reputación como orador y defensor de causas populares, que consolidó gracias a sus intervenciones en el debate sobre la Masacre de las Bananeras de 1928. ? Se le considera el político más influyente de Colombia a finales de los años 40 y una de las figuras más importantes de la historia del país. Su asesinato produciría enormes protestas populares inicialmente en Bogotá; conocidas como el Bogotazo, y luego a nivel nacional iniciando un periodo sangriento en la historia del país conocido como La Violencia. ?Las hipótesis sobre el crimen de Gaitán han variado con el pasar de los años; desde la teoría del asesino solitario hasta que fue producto de una conspiración internacional para evitar la llegada del socialismo al poder en Colombia

24 Selva Pardo de Castellanos es el nombre con que la recuerdo y recordaré siempre. Si no me equivoco, empleaba el método Montessori de enseñanza. El método Montessori es un modelo educativo ideado por la educadora y médica italiana María Montessori a finales del Siglo XIX y principios del XX. Inicialmente, María Montessori trabajó con niños pobres de un barrio de Roma y con niños con algún tipo de discapacidad en un hospital.? Se interesó en niños marginados por la sociedad y vio los progresos que iban logrando gracias a su pedagogía, por lo que la educadora comprendió que este método podría aplicarse igual para todos los niños, ya que les ayudaba en el desarrollo personal de la independencia, la libertad con límites, el respeto en la psicología natural y el desarrollo físico y social del niño. Su libro El método Montessori fue publicado en 1912. Este modelo educativo se caracteriza en poner énfasis en la actividad dirigida por el niño y en la observación clínica por parte del maestro. Esta observación tiene la intención de adaptar el entorno de aprendizaje del niño a su nivel de desarrollo. El propósito básico de este método es liberar el potencial de cada niño para que se autodesarrolle en un ambiente adecuado. El método nació de la idea de ayudar al niño a obtener un desarrollo integral, para lograr un máximo grado en sus capacidades intelectuales, físicas y espirituales. Por ello, se trabaja sobre bases científicas en relación con el desarrollo físico y psíquico del niño. María Montessori basó su método en el trabajo del niño y en la colaboración con el adulto. Así, la escuela no es «un lugar donde el maestro transmite conocimientos», sino «un lugar donde la inteligencia y la parte psíquica del niño se desarrollará a través de un trabajo libre con material didáctico especializado».

25 En la esquina de Dr. Magested y Mariano Soler, en diagonal con el Once Estrellas, estaba situado el bar Dos Hermanos. La entrada al bar estaba en la ochava sobre Mariano Soler, mientras que al almacén se entraba por Dr. Magested 1696. En el almacén se encontraba el teléfono público.


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