Y la ley se introdujo para que abundara la transgresión.
–Romanos, 5:20
La foto del cumple de mi querida Fabiola nos partió el alma, también, por la revelación de ese lugar íntimo, hermético a la confesión, donde el argentino descendiente de europeos muertos de hambre desenvaina la espada aspiracional con la que se abre paso para saltearse una cola y exceptuarse un trámite, si se le alfombra de dignidad el acomodo, y más, si se lo viste de mérito. Iluminados por leds universales, cálidas, vestidos como para una confirmación en Vicente López, los asistentes contagian una argentinidad profunda en una postal perfectamente despolitizada, sin dedos en ve, con arreglos florales y una mamá con su ternero en brazos.
Si el living comedor es profundamente mersa, ello no lo hace peronista, ni kirchnerista, ni menemista, ni montonero: es un reservado cualquiera de La Parolaccia, donde se despiden del año esos grupos que se arman en los gimnasios, integrados por personas aterrorizadas por el peso, por las enfermedades, por el sexo, por cómo serán vistas y oídas, o representadas en sueños, o en conversaciones que no oirán, y que están dispuestas a cualquier sacrificio o endeudamiento para pagarse la mesada de Silestone.
El que sobra, generacionalmente, es nuestro cacique Paja Brava, que como bien dice Víctor Hugo pasaba por allí y se adosó a la celebración sin querer.
Es que Alberto cuando no pasa y se queda, te wasapea para que vayas a contarle de primera mano por qué estás angustiada, compañera que estás buena. Pero yo sé que un día recogerán su nombre depreciado, como figura histórica, y emergerá la piedad por un hombre menoscabado que no buscó lo que alcanzó y que debió su destino a una mujer que no conoce la bondad. Cristina es su artífice y su desgracia.
Durante el breve espacio de cuatro días de 2019, los que mediaron entre que Cristina le presentó la propuesta de hacerlo presidente y acompañarlo como vice, y la mañana de un sábado increíble en que dieron a conocer públicamente la fórmula con un video narrado con la voz sutilmente ronca y actuadamente cheta del cuadrazo, Alberto viajó un millón de veces al futuro a observar el funcionamiento del vínculo teniendo como enorme background el intenso pasado en común.
Aun cuando la proyección le devolviera un repetido “va a ser imposible”, no pudo renunciar a la oferta porque no se renuncia a la meta sexual común de su manada, la presidencia, por lo tanto se predispuso al sistema de constante humillación pública a cambio de una muy mínima oportunidad de autonomía y a cambio de los atributos (firmar y violar decretos, entre tantos) que, por tratarse de un político sin votos, nunca le habrían tocado.
Alberto ya sabía muy bien que no hay forma de parasitar al kirchnerismo sin experimentar dolor.
Entonces, su mínima oportunidad de independencia la podría obtener si al menos bajaba la inflación, si la economía crecía un puntito, o dos, pero no se terminaba de emplumar que apareció el virus chino para reordenarle las prioridades y su objetivo incumplible pasó a ser sacarla barata en muertos por millón.
Pero, claro, su éxito, con o sin pandemia, no iba a depender sólo de su scouting de funcionarios idóneos con las decisiones justas; dependía, en buena medida, de cómo un hombre, reiteradamente separado y repetidamente emparejado, lidiara con esta versión olímpica de vagina dentada, porque la vicepresidenta iba a jugar al elástico para tenerlo sometido y que, sin fracasar del todo, jamás triunfe, ni módicamente.
La distribución de la foto muestra que ni lo que [Alberto] creía tener y merecer, el margen de impunidad presidencial de hacer lo que se le antoje en interiores, lo tiene disponible.
LA PREGUNTA DEL MILLÓN DE SELFIES
La foto revela también que la cuarentena que renovaban sin mayores explicaciones, y el terrorismo sanitario que inoculaban en sociedad con los medios de comunicación amigos y enemigos, no procuraba evitar contagios ni muertes sino condicionar la opinión pública para que reinara el estado de excepción y así estar más sueltos para hacer negocios proporcionales a la desgracia que auspiciaban.
Con ciudadanos desinfectando peras y manzanas y eligiendo mascarillas, y conectándose a los zooms con niños sobreexcitados por atracones de azúcar y dibujitos, todos los inventos paracientíficos fueron posibles, así como el negocio con los rusos, y algo crucial, pero menos consciente: se pudo disimular enormemente la carencia profesional en toda la gestión de gobierno.
La sodomización de la oposición ya estaba asegurada porque también cayó rendida a los pies del covid, por el respeto reverencial a los organismos internacionales a los cuales todo diputado panrepublicano que hable de corrido aspira.
La mayoría de la población se fanatizó con el virus, lo bautizaron el bicho, y se pusieron el barbijo con toda obediencia, aun en los autos y en calles despejadas, y dejaron de besar a sus amigos, y usaron el puñito para saludar, y tras coger el mínimo síntoma, una febrícula, corrieron entusiastas a los centros de testeo, y hay familias que se comenzaron a hisopar locamente hasta dar positivo y retroalimentar una máquina de escribir colectiva de miedos y solidaridades.
Cualquiera que participe de un chat de mamis, con o sin papis, conoce los niveles de delirio alcanzados, el bombardeo en Dresden que gente sana le presentó a sus hijos sanos por un virus respiratorio de baja letalidad general, y prácticamente nula en menores de 40 años.
No dudo que en el grupo de amigos de Fabiola la pasión por el covid prendió igual que en cualquier otro chat de amigos del gimnasio Megatlon, pero por tratarse de un instrumento ideológico inyectado desde el poder, la cercanía al vértice de la pirámide que experimentaron esa noche los hizo sentir inmunizados y por eso nadie tiene siquiera el barbijo colgando en la foto.
La pregunta del millón de selfies, querida Fabiola, es por qué la repetida indiferencia popular a tanta malversación institucional.
¿Por qué el malestar queda atrapado en el buffer de las redes sociales y no gana la calle?
¿Por qué las masas no tomaron las escuelas por asalto y dejaron estupidizar a sus niños durante un año y medio?
¿Por qué no funcionó el mecanismo inhibitorio de ¡fotos, no! durante los 39 de nuestra primera dama?
Mi tesis: porque la inmensa mayoría de la población considera que aun con la vida incómoda que puede llevar en términos de infraestructura urbana, de transporte, de educación pública de mala calidad, de seguridad insuficiente, cree, pese a todo, estar carteado.
Que tiene más de lo que merece, aunque tenga poco y aunque lo poco se deprecie año a año haciendo una curva inexorable hacia el último hoyo.
Un empleado público cree estar carteado porque tiene el sueldo acreditado todos los fines de mes, pero el bancario también porque tiene un régimen tolerable, en ambientes acondicionados, sillas ergonómicas y la sensación de una carrera; el profesional también cree estar carteado porque en la intimidad entiende que pudo concretar algo que otro no pudo concretar y observa, y celebra, más la diferencia que el mérito.
Todo el mundo cree que recibe un beneficio adicional que lo exceptúa del derecho al pataleo, y Alberto, el que más, por tener más de lo que podía aspirar siendo un portaborse de la política, sin carisma, sin ideas, y por tener una mujer joven y mona, su querida Fabiola.
Por eso no la pudre.
Periodista y escritor argentino. Trabajó en Página/12, Rolling Stone, Noticias Urbanas y Veintiuno, y publicó artículos en Los Trabajos Prácticos, El DiarioAR y La Política Online, entre otros. Autor de The Palermo Manifesto (2008).