Beatriz apareció en mi vida a los diecisiete años. Su casa estaba de camino a la de mi abuela y cuando la conocí ella estaba apoyada en la reja que separaba el porche de la vereda, en la calle Mariano Soler (44) Hola, le dije. Yo no estaba acostumbrado a que las niñas respondieran a mis saludos, por lo que su ¡hola! me sorprendió. Estaba anocheciendo en ese día de verano y yo gozaba de un permiso especial, como de vacaciones, que mi madre me concede de vez en cuando y que yo ocupaba en ir a cenar con mi abuela materna y las tías.
Antes de la cena tomábamos mate en el jardín, mientras escuchábamos música española e italiana dirigida a las comunidades de emigrantes. De ahí viene mi afición a la ópera y la zarzuela. Mi abuela era napolitana y tenía una voz muy dulce, dulzura que se acentuaba cuando entonaba alguna tarantela recuerdo de su niñez. Me contaba historias de cosechas, de paisajes, de costumbres casi olvidadas.
Nunca estuve en Nápoles, pero estoy seguro que de ir reconoceré los paisajes que ella me describió y todavía mantengo en mi memoria. Pancho sí lo hizo, igual que con Amalfi, cuna de nuestro padre. Nunca supe qué experiencias trajo de esas visitas, reservándome el placer de descubrirlas por mí mismo, algún día.
A partir del día en que conocí a Beatriz, día a día, más o menos a la misma hora, con razón o sin ella, pasaba frente a su casa para saludarla y comprobar que me seguía respondiendo. Una de esas veces me detuve, le pregunté su nombre, dónde estudiaba y respondí a su curiosidad sobre mí. Eran conversaciones fugaces, pero yo me marchaba esperando que llegara el día siguiente para que se repitieran.
Una tarde me dijo que me marchara y que al día siguiente la esperara en casa de una amiga, de la que me dio las señas, en la calle Guillermo Tell, a unos pasos de su casa. Al día siguiente estaba yo en el sitio convenido y a la hora establecida. Pocos minutos después salió acompañada de su amiga y por señas me indicó que las siguiera. Al torcer la primera esquina, Carabela en dirección a Pestalozzi, me estaban esperando y comenzamos un paseo por las calles del barrio. Beatriz y yo íbamos delante y su amiga nos seguía a una distancia prudencial, dándonos a entender que no se inmiscuía en nuestra conversación, y cuyo fin único era conocernos.
Fue de esa forma, que se repetiría otras veces, que empezamos nuestra corta relación. Quiero hacer una acotación: hoy suena extraño, a imposible, que una pareja de entre quince y diecisiete años se planteara que una relación a esas edades iba a ser definitiva. Nosotros, en aquella época lo creíamos. Durante un tiempo se mantuvo esa rutina, siempre acompañados por aquella amiga de la que olvidé su nombre, pero que siempre respetó la escasa intimidad que disfrutábamos. Hasta que una tarde Beatriz no acudió a la cita. Sí lo hizo su amiga, que me dijo que Beatriz no volvería. Bajo ningún concepto sus padres estaban dispuestos a consentir que su hija mantuviera relaciones conmigo, ni siquiera las simplemente amistosas.
¿Por qué? pregunté. ¿Por qué?, insistí. Porque su madre te desprecia, dice que sos un “chino”, poca cosa para su hija, fue su respuesta. Esto fue muy doloroso. Tuvo dos efectos: aumentar mi rechazo hacia la sociedad que me discriminaba por ser quien era y en mi inconsciente la convertí a ella en el símbolo de esa sociedad hipócrita. No, no la culpé a ella. Era una niña ¿y qué otra cosa podía hacer? Pero era un ejemplo más de lo injusto del mundo que me rodeaba.
Durante un tiempo seguí pasando delante de su casa, pero ella no estuvo nunca. Su madre debió prohibirle salir y ella obedeció. Después intenté verla a la salida de las clases, pero su madre la acompañaba. Hasta que un día recibí la visita de su amiga para pedirme que no insistiera en verla, que me lo pedía en nombre de ella. Así terminó otro sueño más.
Una tarde me encontré con ella. Yo bajaba del ómnibus en Larrañaga y Darwin. Era sábado, ya estaba casado con Teresa y había nacido Daniel. Yo iba a casa de mis padres y ella estaba para subir y nos cruzamos en ese momento. Nos miramos. No supe qué decirle y se marchó. Creo que ella esperó alguna palabra mía, un gesto, algo. No sé, no sé por qué lo hice. Sí, puede ser que fuera una reacción de rechazo. Ahora que lo decís... puede ser. Yo estaba casado, tenía un hijo, trabajo y estaba afiliado al partido Socialista. Puede que tengas razón, nunca lo había pensado: ella representaba la sociedad que me rechazaba y yo con mis veinticinco años me creí un triunfador. No sabía la que me esperaba...
La primera vez que volví a Montevideo, en 1997, rehíce aquel camino. También era verano, anochecía, yo ya no era aquel jovencito lleno de ilusiones que aunque fallidas no impedían que nacieran otras, mi abuela había muerto muchos años atrás y Beatriz no estaba. La casa de su vieja amiga estaba a oscuras y seguramente deshabitada. Volví sobre mis pasos y me detuve frente a su casa, en la que se adivinaba una luz interior.
A mis espaldas se abrió una puerta y apareció un vecino. Después de saludarlo le dije que era un viejo amigo de Beatriz, que volvía de España después de muchos años y que me gustaría verla. No vive aquí, me dijo. Su padre murió, ella se casó y su madre vive sola. Pregúntele a ella. No, le respondí. Es mejor que no lo haga, ya me echó hace cuarenta años.
La he recordado muchas veces durante estos años, obsesionado por saber no solo de su vida, sino qué habrá pensado de mí. Sobre todo, que habría sido de mí, de mi vida, si mi relación con ella hubiese proseguido. No, cuando me separé de Teresa no pensé en ella. Ya estaba en otra cosa y eran otras las mujeres que estaban en mi vida. Sí, compañeras todas. Bueno, si lo decís así parece que yo solo pensara en las mujeres... pero es verdad, las quise a todas, pero porque eran compañeras, no por otra cosa. Para que veas, también quise a mis compañeros, a todos, por la misma razón y nadie puede decir que me gustaran los hombres...
Claro, ponete en mi lugar. Por educación siempre tuve devoción por las mujeres y siempre busqué apoyo en ellas. Tenía poco más de veinticinco años y si Teresa me hizo daño fue por ella misma. No se me ocurrió culpar a todas las mujeres. Nunca concebí mi vida sin una mujer a mi lado. No seas malo, no fueron tantas, al fin y al cabo fueron tres. Bueno, sí, camino de cuatro, pero de esto hablamos más adelante, ¿te parece?
Dejame que termine de hablar de Beatriz. Yo no sabía ni su apellido. Solo el nombre: Beatriz. Recién en febrero de 2019, conocí su apellido. Me lo consiguió un amigo (45), que tiene acceso a la Biblioteca Nacional, como investigador. Iba a consultar unos diarios por un trabajo de investigación que estaba haciendo sobre Mujica y me preguntó si me interesaba algo que él me pudiera conseguir. Le dije que sí. Conseguime el apellido de la familia que a finales de los 50 vivía en Mariano Soler, en tal número.
Y la encontré en Facebook. Encontré tres con el mismo nombre, pero la reconocí por la sonrisa. Le mandé un mensaje, para confirmar que era ella. Me lo confirmó y le dije que necesitaba verla. No, no me contestó y me bloqueó. Me dolió muchísimo. Mirá lo que puse en el Facebook.
Hace muchos años, allá por 1954, cuando yo tenía 17 años y andaba a la búsqueda de cariño, conocí a una niña, cuando iba camino a casa de mi abuela materna. Recuerdo la escena como si hubiera sido ayer. Ella acodada a un muro que separaba el porche de la vereda, respondió a mi saludo con una sonrisa que me encandiló. Hoy ese muro ya no existe. Sí permanece la sonrisa, a juzgar por las fotos que encontré de ella. No fue fácil, porque siempre ignoré su apellido. Lo supe porque un amigo lo encontró consultando el anuario El Siglo en la Biblioteca Nacional. Comencé a poner su nombre en Facebook, sin resultados hasta hace unos días. Le envié un mensaje, para confirmar que era ella y me contestó de forma afirmativa. Pasados unos días, volví a escribirle, para pedirle, rogarle casi, poder hablar con ella. Ahora me bloqueó. Lo siento. Solo quería saber de su vida en todo este tiempo y saber por qué nuestra amistad se cortó tras unas excusas recibidas por una amiga común. Siempre se idealiza lo que se ha perdido, pero eso también quisiera comprobarlo. Quizás mi vida hubiera recorrido otros caminos.
Pero pasados unos días me envió un mensaje. Un saludo, de esos que se llaman sticker… le contesté y al final la convencí para vernos. No, no quería. Pero al final nos encontramos. Beatriz, han pasado 64 años… fue mi saludo. Toda una vida, me dijo. Nuestro encuentro fue breve. Los dos estábamos nerviosos y los silencios fueron muchos. Hoy sé que su vida no fue sencilla. Madre y padre autoritarios hicieron de su vida un pequeño infierno. ¿Te imaginás encontrarte con alguien que dejaste de ver cuando tenía 12 años y reencontrarla con 76? Es una sensación difícil de describir, porque ella permaneció en mi memoria con su imagen de niña y quien estaba sentada frente a mí hoy es una señora que me dice que no recuerda nada de lo que yo le estoy diciendo, que cuando se casó borró de un golpe todo lo anterior. Pero había leído mi lamento en Facebook, porque me dijo que en su casa no había muro, que había reja…Sí, tenés razón. El reencuentro se dio porque soy muy perseverante.
Después del primer encuentro quedé muy dolido. No solo no estaba dispuesta a verme otra vez, sino que me dijo que yo no había significado nada para ella. Durante algunos días pensé en lo absurdo de mis deseos de encontrarla, de saber de ella y… no, no la borré, eso era imposible, pero me hice a la idea de que ella tenía razón. Pero pasados unos días me llamó. Tengo ganas de verte, me dijo. Sí, nos volvimos a encontrar.
Nos metimos en un boliche, ahí por Boulevard España y charlamos más de dos horas. Claro, ella sabía casi todo de mí, pero yo de ella nada, y eso era lo que me había motivado para verla. No, nunca diré lo que hablamos. Es un secreto entre nosotros. Solo te diré que resolvimos ser amigos, nada más, pero nada menos. Por supuesto, sabe que tengo compañera… fue una de las primeras cosas que le conté de mí.
Hace tiempo que no sé nada de ella. Un día dejó de escribirme y nunca más contestó mis mensajes. Otra amistad perdida… sí, lo lamenté, pero ¿¿Qué más puedo hacer?
Cuando empecé a trabajar, en 1954, lo hice como ayudante de mi padre. Al principio lo hacía sólo por las tardes, yendo al liceo por las mañanas. Terminado el liceo y convencidos mis padres de que yo nunca sería ni médico, ni ingeniero, ni arquitecto, aceptaron que me dedicara al trabajo a jornada completa. Antes de abandonar los estudios conseguí que mi padre me comprara la bicicleta de carreras que tenía prometida. Yo habré sido un acomplejado y un desgraciado en amores, pero a tenaz y consecuente para conseguir algo muy pocos me superan.
Mi padre había sido campeón rioplatense ganándoles a velocistas argentinos en 1932 y 1933, y tenía varios amigos deportistas que habían sido olímpicos en Londres 1948. Algunos de ellos tenían tiendas de bicicletas que yo visitaba de vez en cuando esperando que apareciera en sus escaparates una Bianchi, que según mi padre era la mejor bicicleta del mundo. Uno de los amigos de mi padre era Risso, vice campeón olímpico de remo y que tenía el negocio en Uruguay y Rondeau. Era el importador de la Olmo, una bicicleta preciosa. Yo me pasaba horas mirando las vidrieras.
Una tarde, visitando una de esas tiendas, me caí de culo: ahí estaba, con su azul verdoso característico y sus brillantes cromados la Bianchi de mis sueños. Para mejor, el dueño de la tienda había sido compañero de mi padre, por lo tanto, amigo. Luis Losardo, se llamaba. Una particularidad de mi padre fue que siempre tuvo un amigo en el sitio adecuado cuando se necesitara. Entré a la tienda (46), pregunté por el señor Losardo, y le dije que era hijo de Mateo y quería comprarme la Bianchi del escaparate. Ya llegó la bicicleta, le dije a mi madre una vez en casa. Está en la tienda de Losardo, y quedé con él que iríamos mañana. Esperá que venga Papá y se lo contás a él, me respondió. Como siempre, mi padre llegó muy tarde, pero yo lo estaba esperando.
Papá, llegó la Bianchi, le dije entusiasmado. Está en lo de Losardo y éste es el precio. La primera respuesta de mi padre siempre fue no; antes de oír, ya te decía que no. Esa vez tampoco fue distinto. Que no, que Losardo era muy caro, que cuatrocientos pesos por una bicicleta era una barbaridad, y que no. Sin embargo, a la mañana siguiente me dijo que iríamos a ver a Losardo, ese mismo día por la tarde. Creo que fue el día más feliz de mi vida. Mi padre tuvo una larga charla con su amigo, regateando precios de esto y de lo otro. Finalmente, se pusieron de acuerdo. Mi padre volvió al trabajo y yo me quedé esperando en la tienda. Como a las dos horas, el mecánico que trabajaba en el taller, situado en el sótano, apareció con la Bianchi.
La verdad, en esos momentos yo no tenía ni idea de bicicletas y la famosa Bianchi se convirtió en una tortura, a poco que empecé a entrenar. Era demasiado alta; nadie me había hablado nunca de alturas, ni posición ni nada por el estilo; demasiado dura y pesada para mí, que pesaba cincuenta y cuatro quilos. Y menos sabía de alimentación, así que comía lo que no debía y no comía lo que debía. Me aconsejaba Fulton (47), un amigo del barrio. Sí, me aconsejó mal. Así me tiré casi un año, sin progreso ni beneficio. Además tenía dificultades con los cambios y las llantas de aluminio comenzaron a rajarse por los agujeros de los rayos.
¿Sabés por qué? Mi padre, para rebajar el precio, aceptó montar la bicicleta con material de segunda mano. Nunca le dije nada, pero me dolió mucho. Me sentí engañado. Para peor, oí que mi padre comentaba a su hermano Valentín (48), que había sido boxeador en su juventud, que lo mío con el ciclismo no tenía arreglo; que ponía mucha voluntad pero que no tenía condiciones. Aquello me llegó al alma. ¿Cómo podía mi padre, que no me había dedicado en todo un año más que unos minutos decir que me faltaban condiciones si no me conocía? Le demostraría que no era así.
Empecé a investigar, leyendo y preguntando a unos y otros, hasta que encontré al Nene Fornaro (49). Sí, la familia tenía el vivero en Burgues, justo frente a la barraca de cueros, que hoy está cerrada. El Nene tenía un físico similar al mío, pero montaba una bicicleta seis centímetros más baja y con caños franceses, mucho más finos y livianos que los Columbus italianos de la Bianchi. Era una bicicleta para bajitos y delgados. Así que vendí la Bianchi y me compré una Stayer.
Claro, mi padre se enojó mucho, porque en realidad la Bianchi la malvendí, al gallego Agustín (50), un compañero de trabajo en Cromograf. La Stayer me la financió Jaime (51), un comerciante judío que nos prestaba dinero a los muchachos del barrio. La compré en Güelfi, en la calle Agraciada, al lado de los que vendían la Legnano y la Augustea. Cuatrocientos pesos, le pagué a Jaime, a razón de cuarenta por mes. Yo entregaba el sueldo a mi madre y ella me daba cincuenta pesos para mis gastos. Y sí, me quedaban diez pesos, nada más, pero estaba feliz. El Nene me preparó un plan de entrenamiento y otro de alimentación y en otro año pesaba cincuenta y ocho quilos, todo hueso y músculos. Mi confianza propia fue en aumento, entrenaba con gente de niveles superiores y en 1957 me federé, en lo que entonces se llamaba Categoría Individual, es decir, que no pertenecía a ningún club.
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44 Mariano Soler 3385.
45 El amigo es el abogado Pablo López Gamio.
46 No he podido encontrar el lugar donde estaba instalada la tienda. Solo puedo precisar que estaba en la calle Cnel. Brandzen, cerca de 18 de Julio y Arenal Grande.
47 Fulton Portos. También incursionó en el ciclismo, con escasos resultados. Fue durante muchos años un gran allegado a la familia y entre bromas y veras estuvo a punto de integrarse formalmente a ella, ya que casi concretó su relación con la tía Lidia Pérez Aiello en 1959.
48 En realidad su nombre era Juan, pero todos le llamábamos Valentín. Se cuenta en la familia que al nacer, su madre, mi abuela Catalina, quiso ponerle de nombre Valentín. Pero su padre, mi abuelo Andrea, más conocido como Andrés, lo inscribió como Juan. Cuando alrededor de 1919 emigraron a Uruguay, la abuela Catalina rellenó la ficha para ingresar al país y llamó a su hijo como creía que se llamaba: Valentín. En la documentación presentada no constaba nadie con ese nombre y sí uno de nombre Juan, lo que habría provocado el comentario que durante años ha provocado las risas familiares: señora, a usted le sobra un hijo y le falta otro…
49 Édison Fornaro. Su familia era propietaria del vivero que entonces existía en Burgues a la altura del 3256. Hoy no existe ni el vivero ni la casona familiar y el predio está ocupado por Aluminios del Uruguay.
50 Agustín Grande. Era un compañero en Cromograf. Entonces vivía en la calle Isabela, cerca de Gral. Flores y Propios, hoy Batlle y Ordóñez.
51 Jaime, no recuerdo su apellido, tenía una tienda en Burgues 3551, esquina con Roberto Koch. En ese lugar hoy funciona una frutería.
Si bien gané la primera carrera (52) que disputé, mi paso por el ciclismo fue fugaz. Pronto comprobé que me faltaba el carácter necesario para hacerme respetar y cualquiera me echaba pechera, con lo que aproximarme a los puestos de los ganadores se me fue haciendo tarea imposible. Quizás mi padre se refiriera a mi carácter apocado cuando hablaba de falta de condiciones, por lo que poco a poco mi interés por el ciclismo activo fue desapareciendo a medida que me inventaba razones para justificar mi actitud. En realidad, yo tenía una razón: Teresa.
¿Te acordás de Teresa? Sí, deberías acordarte. Teresa era una compañera de la escuela, que vivía en Luisa Luisi, entre Burgues y Guardia Oriental, así que el camino de vuelta de la escuela lo hacíamos juntos, por Burgues. Fue en 1950, a mediados de diciembre, al terminar el sexto curso que dejamos de vernos. Reapareció en mi vida siete años después. Vino a vivir a mi misma calle (53), su madre había fallecido y su padre se había vuelto a casar. La hermana ya no vivía con ellos; lo estaba haciendo con una familia amiga. Cada vez que visito el barrio veo lo que fue su casa. Me detengo ante la puerta y luego rehago el camino que tantas veces hicimos juntos, por Ramón Márquez hasta Larrañaga. Sí, me gusta hacerlo pero me entristece. Sí, algo masoquista debo ser.
Teresa ya no era una niña. Había crecido y al mismo tiempo perdido la sonrisa. Recuerdo la sensación que sentí al tocar sus manos, como de vieja, tan ásperas, arrugadas y frías. Poco a poco nos fuimos haciendo amigos. Supe entonces las malas relaciones que mantenía con la mujer de su padre, que los bofetones era la forma normal con que se resolvían las diferencias y que todo el trabajo de la casa, incluidos los cuidados de la madre de dicha mujer, enferma de un cáncer de nariz, corrían por su cuenta.
Parecía el cuento de Cenicienta pero con personajes reales. Comenzamos a vernos muchas veces al día, ya que íbamos juntos a todos lados, aprovechando los mandados que hacíamos para nuestras respectivas casas. Al principio, mis amigos del barrio hacían bromas acerca de nuestra amistad, pero con el paso de los días dejaron de hacerlas. Nuestras conversaciones eran casi siempre acerca de temas que nos eran comunes, la relación con nuestras familias, los amigos, nuestras aspiraciones de futuro.
Yo llevaba trabajando unos tres años, y empecé a pensar que mi vida podía tener un sentido unida a la de Teresa. La idea fue madurando en mi cabeza demasiado rápido, quizás como consecuencia de mis carencias afectivas y por la necesidad, que se me hizo cada vez más imperiosa, de sacarla a ella de la situación familiar en que se encontraba. Sí, tenés razón. Fue algo quijotesco, lo reconozco. ¿Pero pude hacer otra cosa? Quizás, pero lo que hice lo hice convencido y fue volcarme en ella. Han pasado más de sesenta años y sigo pensando que no tuve otra alternativa.
Mirá, recuerdo la escena como si hubiera sido ayer. Caminábamos por Larrañaga y al llegar a la esquina con Ramón Márquez nos sentamos en el muro del edificio de apartamentos que hay allí. Empecé haciendo recuento de nuestras confidencias y de los anhelos que nos eran comunes. ¿Por qué no unir nuestras vidas para intentar conseguirlos? ¿Es que nuestra relación era nada más que amistad o había un sentimiento más fuerte, más intenso? Yo te quiero, le dije.
Yo también, me respondió. Nos dimos un beso e hicimos el resto del camino tomados de la mano. Un sentimiento me embargaba con una intensidad desconocida, y yo creí que era de felicidad. Pasé la noche despierto, dándole al plan forma definitiva y al día siguiente se lo expuse con claridad. Habían pasado casi tres años sin darnos cuenta. Teníamos cerca de veinte años, sólo teníamos que aguantar poco más de un año. Mientras, buscaríamos la forma de independizarnos. Ese acuerdo significaba un compromiso, nuestro compromiso. Al cumplir ella los veintiún años solicitaría la custodia de su hermana y nos casaríamos.
Comencé a plantearme mejorar en la escala laboral, empecé a hacer horas extraordinarias y a ahorrar todo lo posible para adquirir lo que cada uno por su lado íbamos considerando que necesitaríamos en el futuro. ¡Con qué ilusión intercambiábamos nuestras esperanzas y simples deseos cada vez que nos veíamos! ¡Qué apetitosos eran los besos y qué sencillo nos parecía todo!
Su padre falleció el 31 de diciembre de 1957 y su esposa decidió mudarse a la calle Municipio, hoy Martín C. Martínez (54), casi Garibaldi. Hasta allí iba yo todos los días, a horas convenidas, para vernos. A veces no era ella quien acudía a las citas y lo hacía su hermana, Inés (55), que había vuelto a vivir con ellas, bien porque estaba castigada por cualquier motivo o por alguna indisposición pasajera. En esos casos Teresa me enviaba una nota, siendo Inés quien trasladaba mis respuestas. Sí, claro. A esas alturas Inés estaba al tanto de todo.
Teresa cumplió la mayoría de edad el 28 de julio de 1958. Desde el día anterior fue juntando en una bolsa sus escasas pertenencias que yo me presenté a recoger a las ocho de la mañana, tal como habíamos acordado. Al verla salir bolsa en mano, su madrastra montó la de San Quintín, y la siguió insultando hasta la calle, donde estaba yo. Se viene conmigo, le dije.
Fuimos hasta un local del Hogar de la Empleada, creo que en Rondeau y Uruguay. Era una especie de ONG de ayuda a mujeres trabajadoras sin hogar, con la que habíamos entrado en contacto meses antes, apalabrando la estancia para Teresa a partir del 1 de agosto. La admitieron pagando los días suplementarios y ese mismo día, por la noche, me presenté en mi casa con Teresa, comunicándoles a mis padres nuestro compromiso. Gracias a mi tío Valentín, que tenía conocidos en los juzgados, realizamos muy rápido los trámites para que Teresa reclamara la tutoría de su hermana. Paralelamente habíamos conseguido para ambas dos plazas de aprendizas en una fábrica de zapatos, en la calle Constitución (56). Habíamos cumplido con nuestra palabra y conseguido los objetivos propuestos.
Éramos felices. ¿Qué más podíamos esperar? ¿Cómo lo tomaron mis padres? Bien formalmente, porque no les sorprendió la noticia, pero fue evidente que lo hacían sin demasiado entusiasmo. El hijo mayor pensaba casarse con una amiga de la infancia y solo por lo civil, contrariando las normas de entonces.
A partir de ese momento empezamos una etapa que resultó mucho más dura de lo esperado. Poco a poco la oposición de mis padres a nuestras relaciones, si bien entraba dentro de lo posible, me cayó francamente mal. En el fondo, empleaban contra Teresa los mismos argumentos que la madre de Beatriz empleara contra mí y que podían resumirse en “no es bastante para vos”. Sobre todo no comprendía la actitud de mi madre, porque ella me había educado para actuar como lo estaba haciendo.
Mi padre también expuso sus razones, pero ya sabía que ante mis decisiones, poco o nada podía hacer, por lo que pronto dejó de insistir. En cuanto tuvimos la autorización judicial Inés se incorporó al local de la ONG. Nuestra decisión de casarnos solo por lo civil y sin celebraciones, provocó un gran malestar familiar. ¿Cómo era posible que no hubiera ceremonia religiosa? Mi madre movió cielo y tierra y terminamos aceptándola. Nos casamos el 19 de marzo de 1959, con Marcha Nupcial incluida, en el Santuario del Cerrito.
Fue una gran casualidad, pero ese día coincidimos en el juzgado tres parejas más. Éramos todos amigos pero no nos veíamos desde hacía tiempo: el Palmera Alejandro, el Nene Fornaro y Luiggi Fabri, el Tano, cada una con su respectiva... llenamos el juzgado esa tarde. Todos habíamos abandonado el ciclismo. Alejandro el primero, después el Nene, yo y por último Luiggi. El que más alto llegó fue Luiggi, siempre corriendo por el Artigas de Montevideo. Durante los meses siguientes solamente recibimos el apoyo de mi hermana Dafné, que se ofreció a sacrificar su fiesta de quince años para que nuestra boda tuviera más empaque, de mi tía Lidia, la Nena, que puso a nuestra disposición sus ahorros y de la siempre recordada maestra Selva, que aunque con reparos, dada nuestra juventud y la magnitud de la tarea por delante, nos animó bastante.
Aunque a regañadientes, mi madrina depositó unos títulos hipotecarios como garantía del alquiler del apartamento que sería nuestra casa, en la calle Justicia (57). No hubo viaje de novios. En el trabajo yo había empezado a convertirme en un tipo conflictivo. Estaba mal visto que el hijo de un encargado general encabezara los movimientos reivindicativos por la mejora de salarios. Nosotros queríamos que nuestros salarios reflejaran el valor del trabajo realizado: a igual trabajo, igual salario, decíamos. La empresa, para contentarnos, nos mejoraba en algo los salarios, pero se negaba a admitir que pudiéramos ganar lo mismo que quienes llevaban más años en el oficio, por lo que los conflictos se repetían de año en año (58)
Hasta que un buen día la empresa decidió cortar por lo sano y comenzó a despedir a gente que no había participado de ninguna reclamación, aduciendo razones económicas, y al no recibir respuesta sindical, tras ellos fuimos los considerados cabecillas. Ahí marché yo. La empresa se tomó seis meses para pagarme el despido –el plazo era legal–, me entregó la documentación para la Bolsa de Empleo, el seguro me pagaba el sueldo base y empecé a buscar trabajo. La empresa se encargó también de incluirme en la lista negra del sector con lo que me negó cualquier posibilidad de conseguir trabajo en otro taller. Mi calidad de conflictivo no me fue retirada. Teresa, luego de las horas en la fábrica de zapatos, trabajaba como asistenta y yo volví a la huerta y los gallineros, en casa de mis padres.
En enero de 1961 nació Daniel, nuestro único hijo. Antes y como consecuencia de una infección por tenia, Teresa tuvo que sufrir un aborto. El de Daniel fue un parto con complicaciones pero que finalmente no fueron tantas como los médicos nos anunciaran. Inexplicablemente, nadie de mi familia, ni siquiera mi madre, visitó a Teresa ni los días de internamiento ni después de nacer Daniel. Nunca nadie me dijo las razones ni nunca las pregunté, pese al dolor que el hecho me produjo. Tampoco Teresa hizo nunca algún comentario. El nacimiento del hijo hizo desaparecer todos los problemas y nos pareció que la felicidad otra vez era posible.
Fue en esa época que me afilié al Partido Socialista. El círculo de amigos se amplió y Teresa estaba perfectamente integrada a él. Delia Maldonado, una dirigente del gremio textil, conocida del Partido, consiguió para Teresa un puesto de trabajo en una cooperativa que estaba por Maroñas y dejó el trabajo en la fábrica de zapatos. Entraba a las seis de mañana, por lo que a las cinco estábamos en pie. Yo la llevaba en la moto y de vuelta en casa a la luz y al calor de un farol de gas tejía medias, bufandas y escarpines para bebés en una máquina de tejer que habíamos adquirido a plazos y cuyo vendedor nos conseguía los clientes. Pese a las dificultades nos íbamos manteniendo y de vez en cuando compartíamos una juerga con nuestros amigos, que consistía en irnos a comer al Sibarita (59) sus fabulosas salchichas o las no menos fabulosas milanesas, generosamente regadas con jarras de cerveza. Yo era feliz. Si, sí, te lo aseguro. ¿Cómo no iba a serlo? No aspiraba a más, por lo que lo poco que tenía me alcanzaba.
El Partido Socialista estaba viviendo una crisis interna por los enfrentamientos entre los socialdemócratas encabezados por Emilio Frugoni y un sector que se fue haciendo mayoritario, partidario de acercar el Partido a posiciones más avanzadas. Las discrepancias entre los partidos comunistas chino y el de la URSS contribuyó a ello, así como la definición de marxista leninista de Fidel, que hizo que los afiliados del Partido Socialista más antiguos se replantearan su apoyo a la Revolución Cubana. Por contra, los más jóvenes nos fuimos nucleando alrededor de Vivián Trías (60), al que en esos momentos considerábamos nuestro líder intelectual. ¿Te das cuenta? Era nuestro líder y ya trabajaba para los checos.
Yo empecé mi militancia en el Centro Alfredo Caramella (61), cuyo secretario era Gualberto Damonte (62) y al que desplazaré luego del congreso posterior al fracaso de la Unión Popular. La militancia del Caramella estaba compuesta fundamentalmente por jóvenes, estudiantes casi todos y que mayoritariamente terminaríamos integrando el MLN. Mi nombramiento no respondía a ningún mérito por mi parte. Fue nada más que el resultado de la correlación de fuerzas que se dio en esos momentos, pero que en lo personal me permitió el acercamiento a la “cocina” del Partido y a los miembros de la Dirección que me eran más afines, como Félix Vitale (63), José Díaz (64), Julio Louis (65) y el mismo Vivián Trías.
Sendic (66) también era miembro del Ejecutivo del Partido y era conocido por su labor al frente de los arroceros de 33 y posteriormente de UTAA, pero yo no lo conoceré hasta después de la primera marcha de los cañeros, cuando ya estaba clandestino por el Tiro Suizo (67) y yo integraba una célula tupamara dirigida por Jorge Manera. Entre las labores encomendadas tuve la formación de otra célula, participando así en el crecimiento del grupo de los militantes provenientes del Partido Socialista integrados en el Coordinador.
Héctor Amodio Pérez
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59 El Sibarita fue un restaurante muy popular, situado en 18 de Julio a la altura del 1346.
60 Vivian Trías. Nació en Las Piedras, Canelones, el 30 de mayo de 1922 y falleció el 24 de noviembre de 1980. Fue un político e historiador uruguayo, perteneciente al Partido Socialista. Profesor de filosofía y luego de historia en la enseñanza secundaria, escribió varios importantes y reconocidos ensayos que se inscribieron en una corriente de revisionismo histórico. En 1938 se afilia al Partido Socialista del Uruguay. En 1956 ingresa a la Cámara de Diputados en sustitución de Mario Cassinoni, electo Rector de la Universidad de la República. Reelecto en 1958, dos años después se transformó en Secretario General del Partido Socialista. Lideró desde el punto de vista teórico dentro del Partido Socialista una corriente antiimperialista y de influencia marxista-leninista, que fue imponiéndose sobre la visión más socialdemócrata del fundador y líder histórico del Partido, Emilio Frugoni. En 2018 se publicó el libro La STB, el brazo de la KGB en Uruguay, en el que sus autores, Vladimir Petrilák y Mauro Kraenski revelan la pertenencia de varios uruguayos al servicio de espionaje checo. Uno de esos miembros fue Vivián Trías.
61 Alfredo Caramella. Nació en Milán en 1881 y falleció en Montevideo en 1937. Miembro del partido Socialista, ocupó cargos en la Junta Electoral y fue Concejal de Montevideo. En su memoria el partido le dio su nombre a uno de los Centros partidarios, ubicado en la calle Constitución 2085 bis y luego trasladado a la calle Batoví 2340.
62 Gualberto Damonte. Pese a su larga militancia socialista, no se encuentra información sobre ella. Solo se recoge su actuación como edil y su condición de experto en cooperativismo. Por mi relación personal, puedo decir que formó parte de la “vieja guardia” del partido seguidora de Emilio Frugoni. En esa condición se opuso a la formación de la Unión Popular y luego a la política de unidad de acción con el partido Comunista, propiciada por los sectores más jóvenes del partido, a cuyo frente estaba Vivián Trías. Si bien en un principio adhirió a la Revolución Cubana, se apartó de ella tras la definición de marxista leninista de Fidel Castro. Criticó abiertamente el robo de armas de El Tiro Suizo, al que calificó de “aventura por haber leído mal algunos libros”. Casado con Iride Caramella, hija de Alfredo Caramella, estuvo emparentado con Germán D’Elía, otro de los soportes del frugonismo.
63 Félix Vitale. Fue miembro de la Dirección del partido Socialista uruguayo. Como tal, participó de la crisis del abandono del frugonismo a principios de los años 60, apoyando las tesis de Vivián Trías. Fue uno de los impulsores de los grupos de autodefensa del partido Socialista, al que abandonará a finales de 1965 para integrarse al Movimiento de Unificación Socialista Proletario (MUSP). También formó parte de la Corriente Fundacional de Izquierda. Falleció en Buenos Aires el 15 de diciembre de 2012.
64 José Enrique Díaz Chávez. Nació en Tupambaé, departamento de Cerro Largo, el 17 de enero de 1932. Es un abogado y político uruguayo. Socialista desde su juventud, también perteneció al sector renovador del partido. Fue Ministro del Interior desde marzo de 2005, al tomar Tabaré Vázquez posesión como presidente, hasta 2007. Fue cofundador del Frente Amplio y junto a José Pedro Cardoso firmó los documentos que integraban al Partido Socialista al Frente Amplio.
65 Julio Alcides Louis Elzaurdia nació en Montevideo, en 1938. Inicia a los 15 años la militancia política en el partido Socialista, del que será secretario de las Juventudes. Egresado en Historia del Instituto de Profesores Artigas (IPA) en1968, ha sido docente de Secundaria, de Historia de las Ideas en la Universidad de la República y de Didáctica de la Historia e Historia Americana en el IPA. Falleció el 11 de julio de 2021, en Montevideo.
66 Raúl Sendic Antonaccio. Nació en Chamangá, departamento de Flores, Uruguay, el 16 de marzo de 1925 y falleció en París, el 28 de abril de 1989. Conocido como Fabio, Rufo y más comúnmente como el Bebe, es uno de los miembros fundadores del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros. Al terminar la secundaria en 1943, se traslada a Montevideo, donde se inscribe en la Facultad de Derecho de la Universidad de la República, no alcanzando a recibirse de abogado por decisión propia, aunque sí obtuvo el título de procurador. En 1958 representó a Uruguay en el Congreso de la Internacional Socialista y permaneció en Cuba tras la revolución. En el plano sindical militó con los trabajadores arroceros junto a otro socialista, Oresmín Leguizamón y lo que le dio más relevancia, fue el impulsor de la Unión de Trabajadores Azucareros de Artigas, UTAA. Fue elemento fundamental en la formación del Coordinador, un organismo que desde 1962 intentó nuclear a los partidarios de la lucha armada en el Uruguay, en ese momento representados por ex integrantes del partido Comunista, agrupados en el Movimiento de Izquierda Revolucionaria, MIR, seguidores del ex diputado nacionalista Ariel Collazo, agrupados en el Movimiento de Apoyo Campesino, MAC, algunos militantes de la Federación Anarquista del Uruguay, FAU, a un grupo del partido Socialista y a un reducido sector independiente liderado por Mario Navillat. En enero de 1966 Sendic integrará le primer Comité Ejecutivo del grupo Tupamaros, tras el abandono del Coordinador por parte del MIR, FAU y los independientes. Si bien no integró todos los Comités Ejecutivos del MLN, su influencia sobre ellos fue notoria, debido a su impronta personal. Detenido en agosto de 1970 integró el grupo de fugados del Penal de Punta Carretas en septiembre de 1971. Fue el impulsor del Plan Tatú y del Segundo Frente, dos de las causas de la fulminante derrota del MLN, surgida tras los episodios del 14 de abril. En julio de 1972 la contrapropuesta elaborada por Sendic desbarató la rendición de los restos del MLN a cambio de unas condiciones ofrecidas por los mandos militares y en agosto de 1972 participó personalmente en unas nuevas negociaciones en el cuartel Florida, en las que se le propuso por parte de sus compañeros presos y un sector de las FF.AA. lideradas por el coronel Trabal “una detención honrosa”, es decir, pactada. Ante su negativa, Sendic fue detenido el día 1 de septiembre por una patrulla de la Marina, contraria a las negociaciones anteriores. A partir de 1974 integró el grupo conocido como “los rehenes”, los que fueron distribuidos en grupos de tres en distintas unidades militares para evitar una posible fuga conjunta, al desbaratarse un plan para rescatarlos del Penal de Libertad ese mismo año. Tras el fin de la dictadura en 1985 formó parte del grupo de los 17 y antes de morir fue el impulsor de la disolución del MLN y su integración a un Frente Grande, lo que no prosperó y fue causa de las posteriores diferencias con sus ex compañeros. Su muerte ocurrió en París, donde había acudido para atenderse de la enfermedad de Charcot-Marie-Tooth.
67 El 31 de julio de 1963, un grupo de militantes integrados en el Coordinador decide hurtar armas en el Club de Tiro Suizo en la ciudad de Nueva Helvecia (Colonia). La acción fue un fracaso porque los fusiles eran inservibles, y los militantes fueron rápidamente identificados y sometidos a la justicia, pasando Sendic a la clandestinidad. Pese al fracaso, el operativo tuvo efectos de propaganda y está considerado como la primera acción armada en Uruguay.