Amodio: un apellido controversial. Un nombre -Héctor Amodio Pérez- de alguien que, hasta hoy, está empeñado en borrar la infame leyenda que se le atribuye.
Para muchos, el Judas que propició la derrota del movimiento tupamaro; para algunos, un hombre que aporta un relato diferente al de la Historia oficial.
“Gustavo”, para los que militaron a su lado; o el “Negro Amodio”, para quienes pudimos asomarnos a su intimidad.
De esos muchos que le asignan el mote de traidor, son pocos -muy pocos- los que le trataron o conocieron y sólo repiten -con vocación de cotorras- lo que otros afirman desde el dudoso pedestal al que se encaramaron en base a tergiversar los hechos.
Esos otros -comandantes de una estrepitosa derrota y con el tiempo, devenidos en caricaturescos personajes de la farándula política de este país- aportaron un relato absolutamente falso con el solo propósito de ocultar sus propias miserias y claudicaciones.
Lo cierto es que cuando la debacle se precipitó, más pronto que tarde, negociaron y pactaron con el enemigo acuerdos impropios de su pretendida vocación revolucionaria.
Pactos sí -tramados a espaldas de quienes aún no habían sido capturados- y también delaciones -de todo tipo- que afectaron a propios y ajenos. No hace falta mucho para entenderlo; alcanza con repasar el papel que les cupo en el tema de los ilícitos económicos o leer las declaraciones de ese grupo de dirigentes que luego pasaría a constituir el núcleo central del MLN en la legalidad democrática.
Ninguno de ellos se animó a “cerrar el pico”; todos cantaron sin desafinar -aunque el “Ñato” lo intentara justificar con aquello de la“tupamarización del ejército”-.
Después vendría la construcción de la leyenda, empresa que, fundamentalmente, estuvo a cargo del propio Fernández Huidobro y de Mauricio Rosencof -sin descartar, claro está, los aportes de otros personajes como Blixen, Aldrighi, Mujica, el mismo Zabalza y varios satélites más-.
Leyenda o mitología de cuatro pesos, destinada a un público necesitado de héroes a los que venerar.
Y como todo relato épico, no podía ni debía carecer de un antihéroe; para el caso, Amodio encajaba a la perfección.
Si bien esta acusación se remontaba al año setenta y dos y sus raíces se pueden encontrar antes -en las desavenencias en cuanto a la línea a seguir por la organización- la figura de un traidor que explicase la derrota, resultaba muy conveniente.
Y entonces, ¡dale que va! Ese grupo de sacrificados luchadores -a la sazón, autoproclamados defensores heroicos de la Libertad- había fracasado en su gesta revolucionaria por obra y acción de un infame traidor.
El mensaje llegó desde las alturas, resultó convincente y caló hondo. Así fue siempre, en tiempos de guerra o de paz. Las decisiones y órdenes de la Dirección se acatan, no se discuten.
Los fieles seguidores asumen su precario rol y se limitan a obedecer.
Son soldaditos de plomo destinados a hacer posible el pasatiempo del jugador. Así, éste, asumiendo el papel de conductor, los alinea y dispone a su antojo para librar sus batallas al margen del destino que les pueda tocar.
Fácil explicación o sencilla ecuación: para entenderla es menester no razonar y lo principal, estar dispuesto a acatar lo que se proclame como verdad. Es la historia de siempre: hay quienes obedecen sin discutir y están los que prefieren pensar.
Para finalizar, no sólo conozco al Negro sino que me honra con su amistad. Mucho antes de encontrarlo, sabía que ese relato falso -que se urdió para condenarlo- carecía de fundamento y a pesar de que la fuente que me lo reveló está fuera de toda sospecha, mi convicción llegó en base al razonamiento y además, porque nunca tuve vocación de soldadito de plomo.
Del resto se encargó el propio Amodio; un hombre de principios, leal, buen amigo y mejor compañero.
R.J.B.