28.DIC.21 | PostaPorteña 2255

El pasaporte COVID-19 y los implantes de microchips: TRANSHUMANISMO Y BIOPODER

Por Raúl Tortolero

 

El chip representaría una nueva fase de totalitarismo electrónico, de control social sanitario, una estrategia de biopoder, de disciplina social que ya fue advertida por Michel Foucault

 

Raúl Tortolero PanAm Post  24/12/21

 

La idea del “Pase sanitario” y del “Pasaporte COVID-19” es lo más ilegal que hemos escuchado desde hace muchos años. Por varias razones. Es una violación a los derechos humanos discriminar a cualquier persona por su raza, sexo, religión, condición socioeconómica, como también por su condición de salud.

Los derechos humanos son para todos, no nada más para los que estén muy saludables. Si has tenido Covid, o incluso tienes Covid, no dejas de ser un ser humano, y de gozar de todos los derechos universales.

Impedir la entrada a algún lugar, u obstaculizar el libre tránsito, como también el exigir a la gente que esté vacunada como condición para que ingrese a un país, es ilegal, es un delito que aún con pandemia no puede tolerarse.

Según esta lógica descabellada, sólo los perfectamente sanos tendrían derechos humanos. Sólo los libres de toda enfermedad tendrían el derecho a viajar, reunirse con sus familias, entrar a comprar algo en algún almacén o mal, asistir a un concierto, o hasta celebrar Navidad en familia.

Peligroso que además esa idea es la base más fundamental del transhumanismo. Del supremacismo transhumanista. Esta ideología promueve la “superioridad genética” que se logra a través de la edición del ADN, retirando del mismo las enfermedades que se pueden prever.

Así, se crea una raza “perfeccionada”, sin muchas enfermedades hereditarias, y con mayor fuerza e inteligencia. La envidia de los nazis, ahora impulsada por los transhumanistas.

Por otro lado, la obligatoriedad de las vacunas es un absurdo. Porque las vacunas no sirven para no contraer el COVID-19, no previenen su contagio, sino en todo caso, para no morir por esa causa, o para no requerir hospitalización. Pero no sirven para no infectarse. Para eso son inútiles todas, sean rusas, chinas, o anglosajonas.

Se entiende que los Estados nacionales quieran imponer la vacunación con carácter obligatorio, pero no porque les importe la salud de la gente, no porque les interese a los políticos si la gente vive o muere, sino porque a los gobiernos les representa un desembolso presupuestal mucho mayor en salud pública el tener atiborrados de contagiados los hospitales, con lo que aumentan los gastos en personal médico, en medicamentos y en insumos médicos. Es una cuestión de dinero, no de humanismo político.

Sin embargo, viola todos los tratados de derechos humanos, y las constituciones que los plasman en sus leyes, el imponer como mandato obligatorio que todos se vacunen.

Y aún más totalitario y demencial, el tener que contar con un “pasaporte COVID-19”, como comprobante de que ya se está vacunado, con todos los refuerzos hasta la eternidad que se requieran, uno al semestre posiblemente, y como condición para entrar a lugares y para viajar.

Aún más reprobable y delirante es que tal pasaporte pueda ser electrónico, un microchip implantado ya en el cuerpo, en el brazo, en la mano, y que se muestre para ser escaneado en aeropuertos, tiendas, restaurantes, escuelas, oficinas de gobierno, y donde quiera que se les ocurra a los grandísimos ignorantes de derechos fundamentales.

No es una fantasía futurista de terror: el chip es un invento de la empresa sueca, según Techeblog, una startup que desarrolló un dispositivo para ser implantado que almacena información de las vacunas que alguien se ha aplicado, debajo de la piel. Información a la que se podría acceder con un celular.

El chip representaría una nueva fase de totalitarismo electrónico, de control social sanitario, una estrategia de biopoder, de disciplina social que ya fue advertida por Michel Foucault.

Es el viejo panóptico, el de la cárcel, vigilando la actuación de los presos, pero ahora no fuera de uno, sino dentro de la carne.

Ni siquiera ya se trata ahora del panóptico introyectado en la conciencia, el panóptico psicológico que representa el psicopoder enunciado por Byung Chul-Han, sino que se trata de biopoder digital, en una etapa temprana que el transhumanismo respalda gustoso, y que significa la invasión del Estado en el interior del cuerpo humano, con el pretexto ahora de la pandemia, pero mañana de cualquier otra cosa.

Imaginemos por ejemplo dispositivos intrauterinos (DIU) con un chip integrado que avise si sigue bien colocado en la matriz, y si necesita ser ya renovado o no, y cuya información sea monitoreada desde la comodidad del celular, o desde el hospital público por el médico del gobierno. O bien, un marcapasos con chip, que advierta de cualquier peligro cardiaco.

Y chips que se integren al cerebro, para “mejorarlo” en cualquier forma, tal como los implantes que ya está desarrollando Elon Musk, con neurotransmisores, por ahora para personas con deficiencias, pero más tarde para todo aquel que quiera añadir una capacidad a las que ya posee de forma natural.

Vamos camino al transhumanismo, a una poderosa discriminación al enfermo, al más débil, al más pobre, que no podrá pagar los costos de los implantes, de los chips, de los celulares o apps para monitoreo. Es la supervivencia del más rico, como lo plantea Yuval Noah Harari en sus libros.

Ir camino al transhumanismo es ir hacia el fascismo digital, al supremacismo racial digital, pero además, a una dictadura de biopoder del Estado, que ha encontrado la manera de introducirse en nuestros cuerpos y controlarnos desde “adentro”.


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