16.ENE.22 | PostaPorteña 2258

La Política Es El Virus

Por Federico Leicht

 

Con el pronunciamiento de la pandemia, el objetivo de un control estatal integral de la economía y la sociedad ha dado un salto que trastoca la esencia de las democracias liberales de occidente.

 

Federico Leicht - Faro Argentino - ENE 2022

 

«Es posible que los más duros encierros lleguen a parecernos parte de un pasado feliz y benévolo frente a las formas de control en medios abiertos que se avecinan», escribía Gilles Deleuze en década del 80 (El Pliegue), anticipándose a las actuales sociedades de control, donde el acento no se coloca en impedir la salida de los individuos desde el aislamiento hacia el sistema sino en su ingreso al mismo (hisopados, pases, pasaportes e incluso microchips sanitarios).

Bastante tiempo antes, Aldous Huxley escribió una de las joyas de la literatura universal y base de un género explorado luego por la teoría política que pretende comprender a las sociedades y al estado: Un mundo feliz (Brave New World). La novela de 1932 dibujaba una sociedad perfecta a cambio de la cesión de las individualidades y albedríos humanos a favor de la felicidad de vivir en una sociedad integrada bajo un sistema en que el estado de excepción es ensalzado por las mayorías para el control de la propagación (biopoder). Así, Un mundo feliz se enfoca en que los individuos pueden acceder a la felicidad a través de la renuncia de la libertad primitiva, por medio de eslóganes, drogas y demás controles sobre su propia formación cognitiva.

En este punto pandémico del siglo XXI, al igual que la comunidad del año 2540 de Huxley, se nos proponen los valores de comunidad, identidad y estabilidad, que evocan la práctica de una renovada visión de castas vacunadas que se legitiman en el discurso de la emergencia sanitaria para imponer condiciones que precarizan la libertad individual, la calidad y las condiciones de vida de los demás.

Simultáneamente, se implanta una visión basada en medidas económicas neosocialistas en nombre de la emergencia sanitaria, que se suman a las agendas de organismos internacionales que apuntan sus miras a un 2030 en el queno tendrás nada y serás feliz”.

A partir de la declaración de la pandemia en marzo de 2020, el impacto súbito y generalizado de las medidas de suspensión de las actividades adoptadas para contenerla ocasionaron una drástica contracción de la economía mundial.

La muy discutida crisis del Estado de Bienestar se volvió evidente. Hubo problemas en los sistemas de salud, pero también en las decisiones vinculadas a las cuarentenas.

Los subsidios estatales se convirtieron en un modo de vida para muchos, mientras que los caudillajes de la izquierda cavernícola profundizaron sus sueños húmedos: la inminente concreción de una renta básica universal es el ejemplo más paradigmático de estos delirios comuneros.

Desde la izquierda moderada y la socialdemocracia, se empezó a mirar hacia las pretéritas recetas keynesianas con cariño y a los Estados autoritarios como modélicos, pensando en la necesidad de recuperar la peor tradición democrática socialista: la que piensa en términos de dirigismo económico, apelando a sociedades civiles capaces de producir un nuevo paradigma refundador con el fin de enfrentar amenazas externas (en este caso un virus) con la que se ha de convivir por tiempo indeterminado.

Comenzó a imponerse una nueva forma de pensar, interactuar y percibir la realidad (nueva normalidad) donde la diferencia entre verdad y falsedad se agotó o dejó de tener importancia.

Todo puede ser mentira, todo puede ser verdad.

Desde allí se impuso una forma de doctrina totalitaria, llamada “corrección política”, desde la cual se impuso la censura tácita de lo que está bien expresar y de lo que será cancelado, denunciado o denigrado sistemáticamente. Esta realidad se acompaña y sostiene desde la resurrección del fanatismo científico, amparado por la maquinaria mediático-política; se impusieron nuevas certezas en nombre de la ciencia.

Las nuevas condiciones de ciudadanía pasan ahora, inevitablemente, por rasgos de intolerancia y pasión ideológica, donde se advierte severidad, extremismo y una política de todo o nada. La polarización actual reúne un conjunto de características diferentes a la tradicional, dividiendo a las sociedades en dos partes: vacunados y negacioncistas. Cada facción en pugna con una postura, no sólo diferente a la otra, sino incompatible desde el punto de vista de la convivencia, que impide alcanzar los mínimos consensos sociales.

La coyuntura pandémica también aceleró la debilidad de los parlamentos, con la consiguiente pérdida de la capacidad de control sobre el Poder Ejecutivo.

La capacidad de ciudadanía se perdió y la simetría derechos y obligaciones fue sustituida por la dupla seducción y manipulación mediática, que juntas lograron consolidar un experimento caracterizado por la reclusión en cuarentenas y la falta de un discurso crítico ante las dudosas imposiciones sanitarias.

La elite política siguió apelando a la vieja estrategia de la gradualidad, de manera que se acepten medidas previamente inaceptables. La gradualidad es esa técnica de disuasión que permite neutralizar la adopción de medidas desatinadas; te cierro, te abro, te dejo medio abierto; te doy una dosis, dos dosis, tres dosis, una cada seis meses; te envío un globo sonda para testar la reacción de la gente, preparándola para otra aún más extravagante experimentación futura.

Impactar en las emociones para bloquear la reflexión racional ha sido la estrategia.

Durante estos dos años hemos escuchado permanentemente hablar de los contagiados, de los muertos, de los encuarentenados, provocando una inundación de nuestra área emocional y abriendo la puerta a nuestro inconsciente para implantar ideas, deseos, miedos o inducir determinados comportamientos. En esta pandemia el sentido cívico de algunas personas se ha transformado en moral sanitaria, llegando al extremo de la delación de quienes caminaban por la calle y la justificación de la violencia contra los transgresores de normas que se juntaban en las plazas.

La exaltación del que obedece se facilita por el derrumbamiento de su capacidad de reflexión crítica, incentivado desde plataformas virtuales omniscientes que vuelven superflua la labor de diferenciar realidad de mentira, e incluso el bien del mal.

La censura se impuso desde allí, se generalizó, se volvió aceptable. La pandemia ha puesto al descubierto las debilidades estructurales de los sistemas de gobierno apegados al Estado liberticida como herramienta disuasiva y al globalismo como tabla de salvación, esos que hablan de afrontar el futuro post-pandemia no como una vuelta a la vieja normalidad, sino como una posibilidad para construir los nuevos marcos institucionales, políticos, y económicos de lo que algunos llaman “nuevo pacto global”, y otros menos auspiciosos denominan “nuevo orden mundial”.


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