09.SEP.22 | PostaPorteña 2308

A Propósito Del Plebiscito Chileno

Por Eduardo Sartelli

 

EL DEBATE NECESARIO EN LA IZQUIERDA LATINOAMERICANA

 

 Eduardo Sartelli - La línea de sombra blog 6 sept 2022

 

El resultado adverso de la consulta por una nueva constitución en Chile ha dejado un sabor amargo. Y se observa, a muchos de los participantes, echarle la culpa a la clase obrera, apelando a la “ignorancia” o al “miedo” dejado por el pinochetismo. En general, quienes distribuyen responsabilidades a todos, menos a sí mismos, son aquellos que se consideran “flores fuera de estación”, una “vanguardia” moral “progresista” que no fue comprendida por un país al que le falta todavía mucho para ponerse a la altura de sus jóvenes e iluminados dirigentes.

 

Se oculta, de esta manera, la responsabilidad central que le cabe a esta dirigencia en la derrota. Es importante hablar de “derrota del progresismo” y no de “triunfo de Pinochet”, porque eso solo oscurece el problema. Estas líneas intentan esbozar un inicio de debate en torno a las causas reales del fracaso. Como se verá, también, el problema no se limita a Chile. Ni siquiera encuentra aquí su momento más agudo. Se trata del fracaso de toda una falsa izquierda que debe ser reemplazada por quienes pretenden, en serio, un cambio radical.

Las tres fuentes de las que brota el fracaso latinoamericano

 

El fracaso de la constituyente chilena es el fracaso de muchas cosas, no solo del gobierno Boric. El primer fracaso es el de Ernesto Laclau y de toda la línea política a la que su pensamiento dio lugar (es decir, el “subalternismo” latinoamericano, las Rivera Cusicanqui, los Mignolo, Lander, Dussel, etc). Es el fracaso de una estrategia política específica: la del reformismo simbólico-discursivo. Laclau es el teorizador de una estrategia política, que se sintetiza en su libro “Hegemonía y estrategia socialista”, que pretende que la mera articulación discursiva crea poder.

 El segundo fracaso, es el del trotskismo (y variantes anarcoides y autonomistas similares), que a todo le antepone la consigna “revolucionaria” de “asamblea constituyente”

 El tercer fracaso es el de la “izquierda posmoderna”, que supone que la fragmentación es el camino del “empoderamiento” (punto en el que suelen encontrarse “guevaristas” y “comunistas” filo-populistas)

 Ernesto Laclau procede, en el texto mencionado, en coautoría con Chantal Mouffe, a describir una estrategia que supere lo que se supone proponía el marxismo clásico. En lugar de la conquista de la dirección de un sujeto brotado del propio proceso reproductor de la sociedad, léase, la clase obrera, habría que apelar a la construcción, mediante el discurso, de la unidad contradictoria de los “sujetos” que surgen de su autopercepción fragmentaria: mujeres, aborígenes, minorías étnicas, jóvenes, etc.

No hay aquí un centro privilegiado, la clase, sino una explosión de representaciones parciales. Un articulador central, el discurso populista, puede, por su amplitud, otorgarle a cada uno un lugar en ese archipiélago disperso y contradictorio, armando, de ese modo, una estructura de poder en red, flexible y, a la postre, más resistente que el “monolito” cementicio que sugiere la política de la Segunda o Tercera internacionales

Pues bien, lo que realmente crea esta política es, primero que nada, un proceso de fragmentación de lo que venía uniéndose. En efecto, el proceso social tiende a construir a la clase obrera en el campo de la producción, pero esa construcción se mantiene aletargada, limitada a lo puramente reivindicativo, inmediato, hasta que ese la reproducción social en crisis obliga a superar ese plano y ocuparse de lo directamente político.

Es allí donde la clase obrera comienza a actuar como tal clase en forma completa, es decir, como un para sí político, cuyo horizonte ya no es la reivindicación parcial (sus “derechos”) sino el conjunto de la reproducción social, el Estado y la política. El “laclausismo” irrumpe en esta fase no para potenciar (“empoderar”, en esa lengua ridículamente cipaya que propone el posmodernismo “de izquierda” sudamericano) sino para lo contrario: fragmentar lo que iba camino a su unidad en un plano superior.

El laclausismo, entonces, proyecta como propio del socialismo lo que es su contrario, el populismo. El populismo, que Laclau adquiere en su temprana infancia política ligada al trotskismo peronista, es un instrumento burgués para dividir a la clase obrera. Comienza como una estrategia “que suma”, en tanto que articula muchas “demandas”, pero termina construyendo un enemigo tanto o más poderoso, porque esa multiplicación de “micro-poderes” articulados, desata la construcción paralela de “micro-resistencias” que, tarde o temprano, también se articulan y constituyen universos tanto o más poderosos, por más que no se vean porque no se movilicen, tal como ocurrió en el plebiscito chileno.

 Como puede verse fácilmente, este universo laclausiano coincide con la ontología libertaria en la suposición de que, en última instancia, todas las demandas son posibles de ser articuladas porque no hay contradicciones reales e irreconciliables en el seno de los “demandantes”. Esta verdadera tontería está en el origen de la “nueva derecha popular”, es decir, del bolsonarismo.

El trotskismo (y variantes similares), por su parte, entiende que el paso inmediato que se sigue necesariamente de las tendencias insurreccionales es la demanda de una “asamblea constituyente”, donde el pueblo (o la clase obrera) pueda “debatir” formas de salida de la crisis.

Supone que allí, abierto un proceso deliberativo, la izquierda tendrá la oportunidad de constituirse en dirección de la crisis. La “constituyente” aparece entonces como un lugar mágico, en el que se liberarán todas las potencias políticas de la clase. ¿Cuál es el problema con esta perspectiva?

Que ignora la existencia de contradicciones profundas en el seno de la clase obrera y pretende que la unidad se producirá rápidamente, en un proceso lineal.

El trotskismo (junto con autonomistas y anarquistas varios) ignora, entonces, que la clase obrera se compone, como mínimo, de una vanguardia, sí, pero también de una retaguardia. Ignora que la segunda es más amplia que la primera y suele ser, por su propia naturaleza, silenciosa. El trotskismo se entusiasma fácilmente con la bulliciosa presencia de la vanguardia y entiende que todo el escenario le pertenece.

En ese punto, convocar a las masas indiferenciadamente se le ocurre lo más lógico. Pero en realidad, cuando la retaguardia es convocada antes de tiempo, normalmente sucede lo contrario. Muchos procesos revolucionarios fueron frenados por esta vía, es decir, por la convocatoria, por la burguesía, de la retaguardia obrera a través de las instituciones electorales.

En lugar de avanzar en la organización de la vanguardia, a fin de que ésta tenga instrumentos para desplegarse sobre la retaguardia e impedir que sea capturada por la burguesía, el llamado indiscriminado y automático a elecciones simplemente la expone a la derrota.

 Por eso, analizando el despertar chileno, sostuvimos la necesidad de rechazar el llamado “constituyente” y continuar con el proceso insurreccional y organizar a la vanguardia mediante instrumentos que le permitan un debate interno incesante.

 Ese debate interno a la vanguardia solo puede darse allí donde no está ni la burguesía ni la retaguardia: soviets, asambleas de obreros, asambleas populares, barriales, etc. Solo cuando esa experiencia alcanza un volumen relevante es posible movilizar a la retaguardia y atraerla. Recién en ese momento se hacen posibles acciones de mayor envergadura. Una asamblea constituyente tiene que ser el punto de llegada de un proceso de creación de poder proletario, no el punto de partida. Cuando se invierte la secuencia, gana la burguesía.

 El último eslabón de esta cadena del fracaso es la izquierda posmoderna. El núcleo de su constitución es la eliminación de la centralidad de la clase obrera. De allí que hayamos señalado que el “laclausismo” constituye su corazón ideológico. La izquierda posmoderna se caracteriza por su incapacidad para pensar los márgenes reales del sistema capitalista, reemplazándolos por un vasto y difuso horizonte ideológico cuyo contenido es puramente simbólico.

Su caballito de batalla es la “expansión de derechos”, y el “reconocimiento de identidades”, un mecanismo (que simplemente reproduce, en forma muy devaluada, el “programa mínimo” del socialismo reformista de comienzos del siglo XX) por el cual suponen un cambio social real porque a tal o cual “colectivo” se le arrima alguna migaja del festín burgués.

Así se desarrolla un enorme sistema estatal de prebendas, del cual vive y obtiene jugosos privilegios la burocracia estatal posmoderna, esa que gestiona la “expansión de derechos”, que se extiende hasta cubrir toda la sociedad, porque “detrás de cada necesidad, hay un derecho”. Y detrás de cada derecho “expandido” un burócrata posmoderno y su cohorte de paniaguados con los impuestos pagados por los obreros. Esta política se abstrae, de esta manera, de transformaciones generales, radicales y definitivas. Por el contrario, ese conjunto de subsidios fragmentario se transforma en un mecanismo puramente conservador, corruptor de generaciones enteras de militantes de vanguardia, que se transforman en agentes estatales de cooptación y control de las masas fragmentadas.

 Los “movimientos sociales”, las organizaciones de “derechos humanos”, los colectivos de “pueblos originarios”, el movimiento LGBT y diversidades sexuales de trans y travestis, etc., en Argentina, son testimonio de esta deriva desastrosa.

Populismo y bolsonarismo

La dinámica política de este tipo de movimientos lleva, necesariamente, a un asalto burocrático al Estado burgués, no para propiciar su destrucción, sino por el contrario, para reforzarlo y parasitarlo, a fin de cumplir con su función de “desempoderamiento”

Dado que lo que ofrece a las masas es poca cosa y que deben enfrentarse a las fracciones burguesas menos dependientes del Estado, a quienes disputan, vía impuestos, la plusvalía que arrancan en el proceso productivo, estos regímenes despliegan un alto nivel de creación simbólica, que se acerca, en los peores casos, a un verdadero atosigamiento ideológico.

 La propaganda oficial se hace más potente cuanto más simbólico y menos real es lo que ofrecen a las masas. El siguiente paso, es el control político inmediato, la censura y la persecución policial, tal como se ve hoy en Venezuela.

Cuantos más recursos económicos se tienen, más reales son las concesiones, aunque siempre parciales, que se mantendrán vivas mientras los ingresos alcancen a contentar no solo a las masas sino, sobre todo, a las fracciones burguesas que dominan el proceso. O se oponen solo lateralmente mientras reciban algo

Como dijimos, según sea la magnitud de los recursos, pero también la complejidad de la vida social, será la evolución de estas experiencias. Un experimento con muchos recursos, altamente centralizables en el Estado, con escasa economía privada por fuera, dará como resultado el chavismo. En la otra punta, en Brasil, la política posmoderna es un auxiliar ideológico de un reformismo tibio que se canaliza dentro de la democracia burguesa.

En casos intermedios, más cerca de Brasil, Argentina; más cerca de Venezuela, Bolivia. En todos los casos, el control, directo o indirecto, de un bien central a la economía, gas, petróleo, soja, permitirá un poder más o menos centralizado. En todos los casos, cuando ese bien deja de actuar como gallina de los huevos de oro, el sistema se desploma. Dado que el control del Estado es crucial para estas experiencias, que deben sostener un gigantesco aparato político desde las arcas estatales, la crítica de la oposición tiende a incluir planteos judiciales. Es decir, la “lucha contra la corrupción”

Este uso político del poder judicial, se ve facilitado por el simple hecho de que no tiene que inventar nada. La corrupción es inherente al tipo de sistema político que corresponde al populismo latinoamericano, y que Marx ya examinara a santo de un concepto más adecuado al objeto del que hablamos, el bonapartismo. La función de esta judicialización no es simplemente apartar candidatos competitivos y devaluar políticamente al adversario, sino, sobre todo, ofrecer a las masas un canal de descarga de sus energías contenidas. Se trata de una descarga simbólica también, porque el hecho de que vayan presos los representantes de la corruptela política no significa ningún cambio sustantivo de la vida social ni de los problemas que el capitalismo produce.

Sirve, entonces, para ocultar el programa político y económico que porta la oposición anti-populista. Esto no impide que, al mismo tiempo, se abre el camino para planteos de tipo liberales, que serán asumidos por una oposición que, para sorpresa del mundo “progresista”, encuentra apoyo de masas. Masas que, silenciadas en la retaguardia, observan el panorama de prebendas y subsidios como una fiesta a la que no han sido invitadas.

 El progresista latinoamericano típico se pondrá histérico y acusará a todo el mundo de fascista, pero solo logrará dejar en claro su impotencia para entender el proceso en marcha y su propia responsabilidad en la debacle

En efecto, lo que hemos denominado en otro lugar, “bolsonarismo” nace aquí: en la resistencia de las masas que viven de la economía privada formal o informal, que ven cómo el sistema de subsidios “posmoderno” las deja afuera a la hora de recibirlos, pero adentro a la hora de pagarlos.

 El cuestionamiento a los impuestos, al crecimiento de la burocracia estatal y al sistema de jubilaciones y pensiones estatal, se transforma en un programa capaz de entusiasmar a grandes mayorías.

Se revela aquí que la política posmoderna, la política “de la identidad”, es una política del privilegio, basada simplemente en demandas simbólicas: la propaganda anti populista que cuestiona el “páguenme porque soy negro/aborigen/trans/”, se combina, en el discurso bolsonarista, con un rechazo al feminismo, a la homosexualidad y a otro tipo de demandas particularistas, para crear un “igualitarismo bestial”.

Ese igualitarismo bestial recoge, perversa y deformadamente, el universalismo que el laclausismo echó al retrete junto con la política de clase y la demanda del socialismo.

 Bolsonaro, como Kast, Milei, o Vargas Llosa, o incluso Trump, encarnan un universalismo individualista según el cual todos somos iguales y, por lo tanto, que cada uno se arregle como pueda sin pedirle nada a nadie, mucho menos al Estado. Rechazan, también, la idea de que la “auto-percepción” genera la realidad y otorga “derechos”

A su modo, recogen la racionalidad y la universalidad que la política de la identidad rechaza y combate y que la izquierda real, la que se encuentra fuera de ese conservadorismo con piel de cordero que es el populismo, en lugar de retomar, repudia también

Frente a la “izquierda posmoderna”, populista, la “izquierda tradicional”, compuesta por guevaristas, trotskistas, comunistas, maoístas, y tutti quanti, en lugar de oponer una férrea resistencia al discurso queer, se pliega rápidamente, a fin de no perder audiencia.

Dejan a la clase obrera abandonada a su suerte y entregan a los enemigos del socialismo la racionalidad y el universalismo.

El ejemplo del “cupo trans” en la Argentina es muy significativo: en lugar de exigir trabajo para todos (incluyendo a los miembros obreros del colectivo trans), la izquierda se pliega a la “expansión de derechos” que significaría el otorgar empleo privilegiado y prioritario en el Estado a un fragmento menor, cuantitativamente hablando, de la clase obrera. Diez o veinte mil personas se saltarán la fila y accederán a un empleo estatal, en detrimento de los millones de desocupados que deben seguir esperando. Como todo argumento, se esgrime un “sufrientómetro”, un sistema de medida del sufrimiento relativo de cada fragmento de la clase obrera (que, por otra parte, no se reconoce como tal) que ordena un “orden de mérito” en la lista del subsidio. Entonces, primero hay que resolver el problema trans, luego, el de los “pueblos originarios”, después y después y después… Lo mismo para el ingreso a universidades, planes de vivienda, etc., etc.

Esto, a veces, se tiñe de “reparación histórica”, según la cual, las fracciones actuales de la clase obrera “privilegiada” tienen que pagar, a las más “sufrientes”, las tropelías pasadas de la burguesía. Cuando no se trata de un racismo invertido, según lo cual lo “negro”, lo “marrón”, o lo mestizo, es superior moralmente a los “privilegiados” por su “blancura”.

Es razonable que el obrero o la obrera comunes y corrientes no puedan esperar nada de esta izquierda.

 

Retomar banderas, repudiar la manipulación

El sistema estalla, se fragmenta, dispersa y deja desguarnecidas a las masas. La política posmoderna celebra semejante realidad. Es lógico que a quienes se les dice que ya no hay nación, que ya no tiene importancia ningún anclaje material para la reproducción de sus vidas, reaccionen conservadoramente. En última instancia, la política posmoderna, detrás de un supuesto “comunitarismo” de nuevo tipo, es decir, un “comunitarismo” de la identidad, del capricho individual, segregacionista y racista, no está muy lejos de la celebración del atomismo libertario, que inaugura un “sálvese quien pueda” desolador.

Contra eso, contra esa ideología vacía de transformación real, que exalta un decisionismo que no decide nada importante, que apabulla con modificaciones simbólicas a cuál más inútil y más molesta (como la del “lenguaje inclusivo”), que otorga privilegios selectivos, han reaccionado y reaccionan ya millones en toda América Latina.

Chile no es más que el último emergente de dicho proceso. Lamentablemente, el emergente de esa reacción a la farsa populista, como ya lo hemos dicho, no es la “izquierda” sino la “derecha”.

 

Dicho de otra manera: el fracaso de la burguesía populista da paso a otra fracción burguesa, antes que a una reacción independiente de la clase obrera

Entonces, analizar el fracaso chileno supone poner en el banquillo a toda la izquierda latinoamericana, la falsa (el populismo) y la verdadera (la “tradicional”)

Una, por vocación, la otra por sumisión ideológica, han llevado a las vanguardias que encabezaron notables procesos de lucha, a la derrota.

 Y en esa derrota, no solamente se ha dado paso a la resurgencia de orientaciones políticas de extrema derecha. Se ha hecho algo peor: se les ha entregado banderas históricas, propias de la izquierda. Es más, se le ha permitido a quienes están muy lejos de la izquierda, los Kirchner, los Chávez, los Morales, los Lula, los Petro, apropiarse del socialismo, representarlo ante las masas y, por supuesto, hundirlo en un lodazal de ignorancia y desprestigio.

 Se les ha permitido pervertir todas las causas populares (el feminismo, la lucha anti-racista, los derechos humanos, etc.), que deben anclarse en una política de clase si no quieren ser instrumentos del control burgués.

Recuperar la razón, el universalismo y la lucha por un mundo mejor para el socialismo, supone abandonar a esa seudo izquierda populista tanto como aquella que no ha hecho sino claudicar ante los mecanismos más obvios de cooptación burguesa.

 Que se abra el debate.


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