28.NOV.22 | PostaPorteña 2322

Algunas Reflexiones acerca de Traidores y Traicionados (2)

Por R.J.B.

 

Algunas Reflexiones ...

 

(Segunda entrega)

 

La generosa decisión tomada por dos amigos de publicar en sus respectivas páginas de Facebook mis reflexiones acerca de traidores y traicionados (“Posta Portenia”, n° 2320 AQUÍ), ofició de inesperada caja de resonancia dando paso a que varios de los lectores volcaran sus opiniones.

Si las hubo coincidentes, cabe señalar que otras expresaron discrepancias o matices -en especial en lo que refiere a quienes me ocupé de catalogar como delatores vocacionales”- aportando hipotéticas situaciones que se pueden suscitar en la convivencia ciudadana y que acaso no fueron contempladas.

Corresponde aclarar, entonces, que mi propósito no era cosechar unanimidades sino exponer un tema que, desde el principio de los tiempos y hasta la actualidad, ha resultado extremadamente controversial. Obviamente, no lo hice aludiendo a situaciones cotidianas en las que, a modo de ejemplo, alguien entiende que sus derechos son vulnerados por el accionar de otros y reclama ante las autoridades correspondientes; tales son disputas que se dirimen en el ámbito de la Justicia y poco importa mi opinión acerca de si la misma es fiable o no.

Tampoco era mi intención abordar la intrincada trama de las traiciones domésticas” -o sentimentales- y no porque les reste trascendencia pues cada una, en sí misma, puede ofrecer un repertorio de connotaciones dramáticas que, muchas veces, deriva en lo trágico.

Mi exposición, en cambio, intentaba profundizar en ese tipo de traiciones que, con razón o sin ella, se instalan en la memoria colectiva.

 Al reabrir el debate, apelo a una máxima elemental:   si hay traiciónhay un traidor -o varios- y, por ende, hay traicionados. Y otra vez la misma pregunta que se impone al abordar esta temática¿será que siempre es así?

Si de algo estoy seguro es que, frecuentemente y sin demasiado análisis, nos sumamos a las opiniones de otros para etiquetar a una persona como traidor. Una etiqueta que es sinónimo de condena y que no dudamos en suscribir sin siquiera investigar los hechos y las eventuales motivaciones de aquellos que la han proclamado.

Ocurre hoy y sucedió en todas las épocas.

En la anterior entrega decidí exponer una reseña de algunos ejemplos de personajes que han pasado a la posteridad como indiscutibles traidores. -al menos para el relato histórico- y otros casos, más recientes, instalados fuertemente en el colectivo social y que, a mi entender, resultan francamente desacertados o al menos cuestionables.  En relación con esto último, hice referencia a lo ocurrido en Uruguay con “el Negro”, Héctor Amodio Pérez.

A principios de la década de los setenta, un puñado de dirigentes del MLN Tupamaros que, como Amodio, se hallaban en cautiverio, decretaron que la estrepitosa derrota de esa organización se debía a las confesiones del Negro.

 La voz se corrió y muy pronto se instaló -como verdad revelada- primero, entre el resto de la militancia tupamara y más tarde, en amplios sectores de la población -especialmente entre aquellas personas que se reconocían de izquierda-.

Aún a sabiendas de que no era así, a él se le atribuyó la entrega de la “cárcel del pueblo” y, por si fuera poco, la exclusiva responsabilidad del incuestionable fracaso de la organización.

Fue una maniobra urdida por aquellos que no tuvieron empacho en proponer acuerdos con sus captores, actuar con ellos para la detención y posterior interrogatorio de ciudadanos responsables de cometer ilícitos económicos y señalar a muchos de sus compañeros como peligrosos. En definitiva, elaboraron un relato muy conveniente para sus intereses que, con el paso del tiempo y ya en libertad, expusieron como versión oficial del movimiento a través de publicaciones, libros, conferencias y entrevistas.

Vuelvo a exponer este caso porque, a mi entender, resulta ilustrativo por ser contemporáneo y por sus propias consecuencias.

 Indudablemente, el mismo presenta diversas facetas; por un lado, tenemos la vida de un individuo dramáticamente afectada y por otro, los beneficios que recogen quienes urdieron la trama -Mujica llegó a ser presidente y varios de sus secuaces, además de ser reconocidos como heroicos” combatientes, ocuparon importantes cargos de gobierno-. Ese reconocimiento masivo -o popular- nos sitúa en el terreno de lo subjetivo, en el “quiero creer” que es sinónimo de un acto de fe”.

La fe es una postura -o acto- tan íntimo y particular, que no admite discusiones. Ella impera en el plano subjetivo y por eso mismo, en tantas ocasiones, se contrapone a lo objetivo. Baste un ejemplo para ilustrar lo que afirmo: en 1519, al contemplar la flota de los españoles, los aztecas creyeron ver enormes fortalezas que -acaso como castigo de los dioses- navegaban sobre las aguas. Por el contrario, la realidad histórica nos indica que eran once los buques que transportaban a los hombres comandados por Hernán Cortés. Por una parte, entonces, tenemos a los aztecas que, temerosos y fieles a sus creencias, interpretan lo desconocido desde la fe y por otra, se impone, con sencilla contundencia, lo real.

Muchísimas veces, la fe en uno o varios individuos omite el análisis racional y lo reemplaza por fidelidad u obediencia. La gente del llano necesita creer y así, sin notarlo, es inducida a asimilar y repetir supuestas verdades que no lo son.

No ha sido poco lo que investigué sobre el caso en cuestión y tras haber accedido a las declaraciones de varios de los importantes protagonistas que acusaron a Amodio Pérez -amén de haberme informado de sus respectivas conductas en cautiverio-, desde lo objetivo, sostengo que el título de traidor que le endilgaron no se ajusta a lo ocurrido y, por tanto, resulta injusto.

Como conclusión, si lo del Negro fue considerado una traición, ¿qué queda entonces para otros cabecillas del MLN? La lista es extensa, pero entre otros, me refiero a Fernández Huidobro, Rosencof, Mujica, Lucía Topolansky y Píriz Budes.

Otro caso controversial es el de Julio César y sus asesinos. Como he dicho, la traición ofrece siempre dos caras de una misma moneda y si bien, para la Historia, aquella conspiración fue presentada como una aborrecible traición -en especial en lo que atañe a Marco Bruto, a quien Julio César profesaba un muy especial afecto, y otros protagonistas como Décimo Junio Bruto o Lucio Básilo, amigos y confidentes de César-, lo cierto es que los responsables del magnicidio obraron convencidos de que conjuraban contra un traidor. El relato que se impuso y quedó para la posteridad fue elaborado por parte de quienes se ocuparon de vengar la muerte del famoso general -comenzando por el propio Cayo Octavio o Augusto, primero de los emperadores romanos-, pero desde el punto de vista de los conspiradores, fue Julio César quien no tuvo reparos en traicionar a la República pasando por encima de sus leyes e instituciones; primero, cuando decidió que sus tropas cruzaran el Rubicón y luego, al hacerse nombrar dictador perpetuo. Quizás si el desenlace de las dos batallas de Filipos -Grecia- no hubiese favorecido a los ejércitos de Octavio y Marco Antonio y sí a las tropas comandadas por Cayo Casio Longino y Marco Bruto, hubiésemos accedido a otra versión histórica en la que se justificaba el asesinato de César por haber sido un traidor.

En el primer artículo también expuse la historia de Malinalli Tenépatl -más conocida como Doña Marina o “la Malinche”- a quien las referencias históricas le atribuyen un papel determinante en la derrota de los aztecas. Su indiscutible actuación a favor de los españoles ha dado lugar a expresiones populares como “malinchista” -que supone ser traidor a la patria- o canciones muy difundidas como “La maldición de Malinche”. Sin embargo, cabe señalar que el origen de esta mujer era náhuatl, un pueblo sometido por los aztecas. Su padre era un cacique local por lo que Malinalli era considerada como princesa heredera, pero tras la muerte de su progenitor, la madre se unió en matrimonio con otro jefe indígena con quien tuvo un hijo. Para que la muchacha no fuese un estorbo en la línea sucesoria, la madre la entregó a un grupo de nativos de Xicalango que, a su vez, la comerciaron como esclava. En esa condición fue a servir al cacique del pueblo maya de Tabasco hasta que éste, tras ser derrotado por las huestes de Cortés en la batalla de Cintla 14/03/1519 y con el propósito de complacer a los españoles, la obsequió a los españoles junto a otras veinte esclavas.

Muy pronto Hernán Cortez se percató de lo valiosa que podía ser aquella muchacha de quince años que hablaba la lengua de los mayas y el náhuatl, por lo que no tuvo reparos en contar con su valiosa ayuda además de convertirla en su amante. Tras ser bautizada y adoptar el cristiano nombre de Marina, su posición pasó de ser amante y traductora, a la de consejera del propio Cortés y negociadora con los distintos pueblos nativos -incluido el azteca-.

Tal, en rasgos generales, la historia de Doña Marina y nuevamente, la interrogante que se impone: ¿fue lo suyo una traición? Teniendo en cuenta que no era azteca y que su pueblo original estaba sometido y obligado a pagar tributos al gobierno de Tenochtitlan, ¿podemos considerarla una traidora?

Como se puede ver, el tema es extremadamente complejo y da para mucho, pero, según mi criterio, antes de endosarle a una persona la etiqueta de traidor, es aconsejable la cautela pues puede que, en las aguas de un río revuelto, la ganancia no sea de los pescadores sino de los cocodrilos.

R.J.B.

Comunicate