Cerramos el año con el mundo dividido en dos grandes bloques.
No, no me refiero a ricos y pobres, ni a izquierda y derecha, ni a hombres y mujeres, ni a los desahuciados para el Mundial y los que aún tienen esperanza.
Hablo de otras categorías, más ligadas a la percepción y a lo actitudinal, incluso más psicológicas, si se quiere
De un lado, están (¿estamos?) los “conspiranoicos”. Ya se sabe. Gente que cree que casi todo lo que ocurre tiene una causa, y que suele asociar a esa causa con intereses económicos, grupos de poder más o menos oscuros y proyectos de dominación global.
Hay que reconocer que la fauna “conspiranoica” es variopinta.
Incluye, desde luego, a quienes creen (creemos) que efectivamente está en curso un proyecto de reorganización económica, política y cultural del mundo.
Un proyecto concebido para una humanidad más reducida en número y en consumo y, por ende, menos democrática. Un proyecto pensado por centros de poder que han hecho muy fuerte apuesta a las tecnologías.
Un proyecto ejecutado, consciente o inconscientemente, por organismos tecnocráticos, funcionarios bien pagos y “tanques de ideas” internacionales, con la invalorable ayuda -voluntaria o resignada- de los gobernantes de la mayor parte de los países.
La fauna “conspiranoica” incluye también a gente que sostiene convicciones más audaces sobre, por ejemplo, la forma de la Tierra, los objetivos esotéricos de la dominación global, los efectos y poderes de las diversas tecnologías, el papel del derecho marítimo y del derecho natural y otras muchas cosas, algunas más creíbles que otras, que sería largo enumerar.
Diría que, en los últimos tiempos, el punto en común de las visiones “conspiranoicas” es una porfiada desconfianza hacia la interpretación del mundo -y hacia la financiación- que provienen de lugares como el Foro Económico Mundial y sus adyacencias (ONU, OMS, FMI, BID, Banco Mundial, etc.) y de sus voceros más locuaces, como Klaus Schwab, Bill Gates o George Soros.
Como consecuencia, todo lo que se promueve desde allí, como la pandemia, la guerra de Ucrania, el cambio climático y el calentamiento global, las vacunas anti covid, las políticas “de género”, el ambientalismo de los bonos y tecnologías “verdes”, la información de la prensa internacional y de los administradores de las redes sociales, y las propuestas de gobernanza mundial, es mirado con desconfianza, cuando no con fuerte enojo, por la fauna “conspiranoica”
Hasta aquí, la mirada “conspiranoica”. Pero, ¿qué hay del otro lado?
¿Cómo ven y explican al mundo quienes niegan que exista un proyecto e intereses que estén impulsando los cambios globales que experimentamos?
Del otro lado está la “Teoría de la Gran Casualidad”
Para los teóricos de la gran casualidad, la cosa es sencilla: todo es “casualidad”.
Es casual la pandemia (sólo un entrevero de murciélagos, sopas y chinos), es casual que se la anunciara y ensayara antes, es casual que en todo el mundo se encerrara a la gente sana, es casual que, el mismo día y a la misma hora, todos los presidentes del mundo lanzaran la expresión “nueva normalidad”, es casual que todos los gobiernos firmaran al mismo tiempo los mismos contratos secretos para comprar millones de dosis de las mismas vacunas. Y, por supuesto, es casual que luego de vacunarse muera más gente que antes de hacerlo.
Hay muchas “casualidades” más.
Es casual que en todos los países se aprueben leyes tan parecidas que parecen calcadas. Y que todos se hayan endeudado hasta las orejas.
Y que todos se desvivan por captar inversión extranjera. Y que en Uruguay aparecieran empresas pasteras justo después de que plantamos millones de árboles para los que no teníamos destino.
Y es casual que el Banco Mundial financiara la plantación.
Es casual la guerra de Ucrania (un capricho del malvado Putin), y que la energía y la comida escaseen y suban de precio. Y que las medidas contra Rusia dejen a Europa sin combustible y al mundo con menos comida.
Como es casual que China y los Fondos de Inversión (hay muchas empresas chinas asociadas a los Fondos de inversión) firmen con todos los países tratados y contratos que les dan acceso a los recursos naturales más valiosos.
Es casual que adaptarse a la tecnología sea el gran “signo de los tiempos”, y que la tecnología sirva para controlarnos, saber dónde estamos, qué hacemos, qué decimos, qué pensamos, lo que nos gusta, lo que creemos, con quién hablamos y en qué gastamos. Y, peor aún, es casual que sirva para incidir en todas esas decisiones.
Como lo es, por supuesto, que se pretenda eliminar el dinero físico, haciendo que todos nuestros actos sean controlables a través de nuestras tarjetas, computadoras o celulares.
Obviamente, es casualidad que, si uno averigua quiénes controlan el capital accionario de las grandes corporaciones del mundo, encuentre siempre, como “testaferros”, a los mismos fondos de inversión: Vanguard Group, BlackRock, Black Stone, State Street, etc.
Es casual que esos Fondos controlen a los bancos, medios de comunicación, laboratorios, universidades, empresas productoras y distribuidoras de alimentos y bebidas, investigación tecnológica y genética, ONGs, producción de semillas y de carne artificial, compañías petroleras, venta de “tecnologías verdes”.
Es casual que controlen a Coca Cola, a Pepsi Cola, a Nestlé, a Pfizer, a Uber, a Amazon… y que tengan inversiones en EEUU, en Europa, en China y en América Latina.
Lo controlan casi todo, por casualidad, naturalmente.
No voy a abrumarlos más. La lista de “casualidades” es inagotable. Pero todas confluyen en la madre de todas las casualidades: todas aportan más poder, control y riqueza a los mismos centros de interés que los “teóricos de la casualidad” afirman que no existen,
De modo que tenemos, por un lado, a los “conspiranoicos”, y, por otro a los teóricos de la “Gran Casualidad”.
Los teóricos de la casualidad tienen un problema. Si fueran místicos, si creyeran que el mundo opera regido por deidades caprichosas, su tesis podría sostenerse, ya que todo ocurriría por azar y no tendría sentido buscar causas.
Pero los teóricos de la casualidad no pretenden ser místicos. La mayoría de los que, con tono circunspecto y aire profesoral, lo acusan a uno de “conspiranoico”, pretenden ser científicos, o al menos “creer en la ciencia”.
Parte del problema es que la actitud científica se basa en buena medida en el principio de causalidad (“causalidad”, de “causa”, y no “casualidad”)
Es decir, quien pretende ser científico asume en general que los fenómenos tienen causas cognoscibles o estudiables. Al punto que su trabajo consiste, a menudo, en tratar de determinar las causas de los fenómenos. De modo que no hay actitud menos científica que encogerse de hombros y achacar todo a la casualidad.
La otra parte del problema es que el concepto de casualidad (de “casus”, o azar) tiene límites.
No se precisa ser premio Nobel en física para pensar que, si uno va a la ruleta y sale veinte veces seguidas el cero, es casi seguro que la ruleta esté “arreglada” y que sería inteligente revisarla antes de seguir jugando.
Salvo que uno decida apostarle al cero y jugarse a que el croupier no cambiará de número “salidor”.
No sé bien cómo funcionan las leyes físicas a nivel atómico o en materia cuántica, tampoco en los espacios interestelares. Pero aquí, en la Tierra, entre quienes somos visibles sin microscopio ni telescopio, la casualidad y el azar son escasos o nulos.
Las cosas tienen causas y no ocurren porque sí.
Cuando el mismo número se reitera veinte veces en la ruleta, o cuando el poder y la riqueza fluyen y se amontonan siempre en el mismo destino, hay que sospechar que alguna causa hay.
La “Teoría de la Gran Casualidad” es útil para el croupier fullero, para sus cómplices, y para quienes eligen o prefieren hacerse los tontos.
Mi pedido de este año para Papá Noel (encargate de hacérselo llegar, Alfredo, jo, jo, jo) es que alguno de los teóricos de la casualidad se anime a alumbrar una teoría razonable para explicar las cosas inexplicables que están pasando en el mundo.
Feliz 2023 para todos.