El abogado de varios dirigentes montoneros fue acribillado en la céntrica esquina de Carlos Pellegrini y Arenales, treinta días después de la muerte de Juan Domingo Perón, en 1974
Rodolfo, estuvimos pensando que habría que reforzar tu seguridad.
-¿Y en qué pensaron?
-Conseguir un departamento frente al Congreso para evitar que te sigan, que uses algún tipo de disfraz, gorras…
-Muchachos, les agradezco en el alma la preocupación, pero no va a pasar nada, así que déjense de joder…
-No es joda, Rodolfo, van a atentar contra vos en cualquier momento. Ya lo intentaron y zafaste de casualidad. Tenés que entender que no es joda.
-Ustedes tienen que entender que nos quieren empujar a la ilegalidad. No voy a renunciar a la banca, no les voy a hacer el juego. Retroceder es autoderrotarnos. Cada uno debe estar a la altura de sus responsabilidades y si me matan no es lo más grave que pueda pasar. La muerte no duele.
Este diálogo aparece en “La ley y las armas”, la medulosa biografía de Rodolfo Ortega Peña escrita por los periodistas Felipe Calesia y Pablo Waisberg. Para tener esa conversación, Eduardo Luis Duhalde y sus hermanos Carlos y Marcelo habían citado a Rodolfo Ortega Peña en un bar. Sucedió el 30 de julio de 1974.
Al día siguiente, el 31, a las diez y veinte de la noche, Ortega Peña, de 37 años, fue asesinado en pleno centro de Buenos Aires.
Al salir del Congreso fue a cenar con su mujer, Helena Villagra, a King George. Ahí mismo, en Riobamba y Santa Fe, tomaron después un taxi. Era un Siam Di Tella. Siguió derecho por Santa Fe hasta la 9 de Julio, dobló en Carlos Pellegrini y se detuvo al llegar a Arenales, el destino.
Ortega Peña le pagó al taxista los 580 pesos viejos que costó el viaje y se bajó por la puerta derecha. En ese momento se descargó una lluvia de balas. Las que acabaron con su vida presumiblemente salieron de la metralleta del oficial retirado de la Policía Federal Rodolfo Eduardo Almirón (1936-2009), perteneciente a la custodia de José López Rega. El asesino, que llevaba una media de mujer en la cabeza, habría llegado al lugar junto a otros tres miembros de la Triple A a bordo de un Ford Fairlane verde del Ministerio de Bienestar Social. Dispararon en total 25 proyectiles nueve milímetros. Trece dieron en el cuerpo y la cabeza de Ortega Peña. Antes de caer muerto sólo le dijo a su mujer “¿qué pasa, flaca?”. Ella resultó herida por una bala en el labio superior.
Aquel sangriento invierno de 1974, el eterno socio de Ortega Peña, Eduardo Luis Duhalde (1939-2012), quien sería secretario de Derechos Humanos de Néstor Kirchner y de su esposa, a su vez había sido citado en una casa del Gran Buenos Aires para recibir una advertencia bastante más precisa sobre el tema de la seguridad personal. El informante no era un soplón del hampa, sino Antonio Benítez, nada menos que el ministro de Justicia en ejercicio. Benítez, que había sido abogado de Hipólito Yrigoyen, tenía vasta experiencia política: lo pusieron preso, único caso en la historia, tres dictaduras, las de 1930, 1955 y 1976.
Lo que le dijo Benítez a Duhalde conforma una de las versiones más escalofriantes (y más significativas) de los años de plomo. Le contó que José López Rega había presentado con diapositivas en Olivos un “Plan de eliminación del enemigo” con posibles blancos, versión que también circuló por otros carriles. El presidente Perón, quien siguió atentamente la exposición, guardó silencio. Dos de las diapositivas eran los rostros de Ortega Peña y de Duhalde. Es difícil no colegir que ese encuentro constituyó el lanzamiento de la Triple A.
Aunque el debut de la organización terrorista fue el 21 de noviembre de 1973 en el garage de Marcelo T. de Alvear 1276, donde le pusieron una bomba en su Renault 6 al senador radical Hipólito Solari Yrigoyen (quien milagrosamente salvó su vida), la ejecución impune de Ortega Peña, ocurrida a cuatro cuadras de allí al concluir el mes que había comenzado con la muerte de Perón, funcionó como un tsunami. Poco después los Montoneros resolvieron pasar a la clandestinidad y a fines de ese 1974 asesinaron al comisario Alberto Villar, jefe de la Policía Federal. Sindicado como uno de los fundadores de la Triple A, Villar había sido el responsable de la represión, entre otras cosas, de los funerales de Ortega Peña. Además había celebrado el hecho en la comisaría 15ª, delante del cuerpo todavía caliente del diputado, en presencia de varios testigos.
Duelo nacional y corridas en el cementerio
Podría pasar por natural, a fuerza de tan repetida, la afirmación de que la guerrilla peronista bajo el gobierno también peronista de Isabel Perón “pasó a la clandestinidad”, cuando en verdad se trata de una prueba elocuente del disloque político institucional de la época. Infinidad de pequeñas anomalías de variado color ideológico se asimilaban por entonces al paisaje cotidiano. Sin ir más lejos ese viernes 2 de agosto la bandera argentina flameaba a media asta en todo el país por el duelo dispuesto por decreto por Isabel Perón debido a que un diputado nacional había sido asesinado, mientras la policía tiraba gases lacrimógenos y corría a caballo adentro mismo del cementerio de la Chacarita a quienes conseguían llegar hasta allí para darle el último adiós. La mayor parte del cortejo fúnebre que partió en micros de Paseo Colón e Independencia (Ortega Peña fue velado en la Federación Gráfica) no consiguió llegar: en el trayecto hubo 380 detenidos. Muchos de esos detenidos fueron perseguidos después por la Triple A, que se jactaba de tener las identidades y los domicilios de cada uno.
Consumado con armas de guerra, el asesinato de Ortega Peña había sido, según el gobierno de Isabel Perón, un delito común. La Justicia Federal se contorsionó en las semanas siguientes para sacarse la causa de encima, pero los esfuerzos del juez Alfredo Nocetti Fasolino y del procurador Miguel Ángel Almeyra fracasaron. Transcurridos cuatro meses, la Cámara Nacional de Apelaciones dictaminó que la causa era federal. Nocetti Fasolino, el mismo juez que después treparía a las primeras planas al cerrarle la causa por el cheque de la Cruzada de Solidaridad a Isabel Perón, se declaró competente en el uso de arma de guerra, pero incompetente en el homicidio.
Junto con la anomia, el contexto favorecía la impunidad. No solo la Triple A había matado 80 días antes al padre Carlos Mugica. A mediados de julio los Montoneros asesinaron al radical Arturo Mor Roig, ministro del Interior de Alejandro Lanusse en 1972, cuando se produjo la masacre de Trelew. Justamente, Ortega Peña había sido el abogado defensor de varios guerrilleros presos en la cárcel de Rawson. Más aún, el día de su propia muerte, cuando se fue a cenar a King George con su mujer, el diputado evitó quedarse a la sesión de la cámara porque se iba a rendir homenaje a Mor Roig, asesinado ya en su retiro con el argumento de que fue cómplice de la masacre de Trelew.
De familia acomodada, católica y antiperonista, el abogado Ortega Peña, que había estudiado filosofía y leía en cinco idiomas, llegó al peronismo de izquierda después de pasar por el frondizismo y por el Partido Comunista. No integraba formalmente ninguna de las organizaciones guerrilleras, pero tenía buena relación con todas, debido a su tarea como abogado defensor de presos pertenecientes a la guerrilla, con la que -a la vez- se daba el lujo de polemizar desde la teoría. Defender presos políticos -una categorización benévola con militantes que abrazaban la lucha armada- no era su único rubro. Primero fue abogado de la CGT y de una veintena de sindicatos, entre ellos la UOM. Sus ideas nacionalistas aceitaban la transversalidad dentro del Movimiento peronista.
La sociedad con Duhalde incluyó el estudio jurídico compartido y la autoría de varios libros revisionistas, el más conocido de los cuales es “Baring Brothers y la historia política argentina”. Juntos fundaron dos revistas peronistas, primero Militancia, competidora directa de El Descamisado, y luego De Frente. Ambas fueron clausuradas. La primera por Perón. La segunda por Isabel Perón.
En la Cámara de Diputados, Ortega Peña era un francotirador. Integraba el Peronismo de Base, un monobloque distanciado del grueso del peronismo, que se expandía en el Frejuli. Su conflicto con el sistema institucional y con el liderazgo de Perón era una constante de sabor traumático. El escritor Osvaldo Soriano le preguntó como cronista a Ortega Peña por su integración a la cámara. “Aun dentro de un recinto burgués hay margen”, concedió el flamante diputado. Pero la noche del asesinato, Duhalde, exégeta del amigo que había jurado con la frase “la sangre derramada no será negociada”, entendió que debía rechazar el ofrecimiento del oficialismo de hacer el velatorio en el Congreso.
Setentismo reformateado
Secretario de Derechos Humanos durante nueve años hasta su muerte, Duhalde representó el setentismo reformateado por Néstor Kirchner. Aquel caos ideológico, contradictorio y violento hecho rutina fue puesto en valor y simplificado en el siglo XXI por el kirchnerismo, cuando instaló la política de derechos humanos reivindicativa de los “militantes idealistas”. Para eso hubo que sacralizar con gran esfuerzo la “democracia” de Isabel Perón (democracia era un concepto que el peronismo de izquierda aborrecía) y menoscabar al terrorismo de estado germinal, el de la Triple A, sepultado en el olvido con el auxilio de las atrocidades de escala industrial efectivamente ejecutadas por la represión ilegal de la dictadura.
Ortega Peña, que hizo la secundaria en la Escuela Argentina Modelo, fue compañero y amigo de Ernesto Laclau, el filósofo radicado en Londres que devino referente intelectual del kirchnerismo. Otro puente con el siglo actual se lo encuentra en Carlos Kunkel, jefe político de los jóvenes Néstor y Cristina Kirchner en La Plata y diputado del Frente para la Victoria entre 2005 y 2017. Kunkel fue uno de los ocho diputados montoneros que renunciaron a sus bancas a comienzos de 1974, tras oponerse al proyecto de endurecimiento del Código Penal que pretendía Perón. “El que no está de acuerdo que se vaya”, los desafió el general en una reunión televisada.
El intelectual francotirador no participó de esa movida, lo que hizo que sobreviviera en la cámara como el último diputado de la izquierda peronista. Después del 31 de julio de 1974, 30 días después de morir Perón, no quedó ninguno.
Los complejos razonamientos
Tuve yo mismo ocasión de conocer en forma directa sus complejos razonamientos políticos, porque le hice una entrevista para la revista Redacción, dirigida por Hugo Gambini, que se publicó, inesperadamente póstuma, bajo el título “El último reportaje a Ortega Peña”. Con su pipa encendida entre los labios, calvicie casi plena, tupida barba de mentón y anteojos de marco grueso que reforzaban el aire intelectual, tecleaba la máquina de escribir Olivetti cuando llegué a su pequeña oficina -que me costó encontrar- en el tercer piso del Palacio Legislativo. Quizás debido a mis 20 años recuerdo que no me resultó fácil entender sus postulados, tarea en la que por suerte me socorría un grabador. “Creo que hay un error de análisis, de no haber analizado las fuerzas sociales en las que se apoyaba el proyecto de Perón”, me dijo. “Tal vez la idealización de una serie de categorías que no se ajustan a la realidad y esto resulta bastante conflictivo para quienes se alimentaron de una ortodoxia. Muchos compañeros reaccionan críticamente, otros siguen alimentándose en esa ortodoxia y terminan en las filas de la contrarrevolución”.
En un momento me habló peyorativamente del ideal “burgués” de tener una casa y un auto (recuerdo que dijo “un Fitito”). Sostenía que Perón se había apartado de Perón. Apenas un año y ocho meses antes, él lo había ido a buscar, literalmente: junto con el inseparable Duhalde formaron parte del chárter de Alitalia, en el que el peronismo se representó a sí mismo para traer al líder desde Roma, el 17 de noviembre de 1972.
Ortega Peña, como casi todos, viajaba en turista. Sentado detrás del general, López Rega iba en primera