25.OCT.23 | PostaPorteña 2374

Manifiesto Conspiracionista (3)

Por Alma Bolón/extramuros

 

(tercera entregaeXtramuros prosigue, con la traducción propia a cargo de Alma Bolón, la publicación de fragmentos de “Manifiesto conspiracionista”, libro de autoría colectiva anónima que “no pertenece a nadie, pertenece al movimiento de disociación social en curso”

 

Alma Bolón - eXtramuros, 18/10/2023

segunda entrega AQUÍ

La irrealidad que vivimos no es la de una catástrofe asombrosa, sino de la de un guión que van desenvolviendo

1 - Desde marzo de 2020, en todas partes y en todos los idiomas, está diciéndose la misma sensación de haber entrado en una distopía de la que no logramos despertar.

[…]

Mucho se glosó sobre el “Event 201”, que tuvo lugar en octubre de 2019 en un hotel chic de la 5ª Avenue, en Nueva York. Hay que decir que presentó todos los aspectos de un ensayo general del tratamiento que se nos inflinge desde marzo de 2020. No solo el guión de un coronavirus invadiendo el mundo, dando lugar a un confinamiento general y a un “bloqueo de la economía mundial” a la espera de una vacuna milagrosa, se emparenta rasgo a rasgo con el curso “implacable” de los acontecimientos ocurridos el año siguiente, sino que los actores de aquella puesta en escena eran los mismos que se encontraban acto seguido “gestionando la crisis”. Se encontraban ahí, en ese hotel abierto en 1930 gracias al dinero de los bancos de Wall Street, bajo ese techo inspirado en la capilla del palacio de Versailles, un director del Center for Disease Control (CDC) estadounidense, el jefe del CDC chino, el vicepresidente de Johnson y Johnson, entonces la mayor compañía farmacéutica mundial, el jefe de las operaciones globales de la agencia Edelman, la mayor agencia de relaciones públicas del planeta, la ex número 2 de la CIA o el vicepresidente de NBC Universal, que asocia uno de los mayores estudios de Hollywood a uno de las más vastas redes de canales de tele estadounidenses. Este ejercicio de simulación estaba coorganizado por la Fundación Bill y Melinda Gates y el World Economic Forum (WEF) de Davos bajo la égida del Center for Health Security de la escuela de salud pública John Hopkins, representada en esa ocasión por Anita Cicero, una abogada ex lobbysta de la industria farmacéutica que no olvidó trabajar con la Comisión Europea, la OMS y el Pentágono.

¿Es necesario aclarar que la Fundación Bill y Melinda Gates es la fundación más poderosa del mundo, que interviene en todos los continentes y en terrenos tan variados como la agricultura, la enseñanza o la salud, con vistas a la tecnologización de todo?

¿Es necesario recordar que el WEF, fundado en 1971 por Klaus Schwab, un fan de Karl Popper, con vistas a “educar para el capitalismo en países que parecen refractarios a ojos de la comunidad internacional”, reúne para sus agasajos a las mil mayores empresas mundiales?

En uno de los documentos relacionados con este ejercicio, puede leerse: “Los gobiernos deberán trabajar con las empresas mediáticas para investigar y desarrollar los enfoques más sofisticados para contrariar la desinformación. Será pues necesario desarrollar la capacidad de inundar los medios con informaciones rápidas, precisas y coherentes […] Por su parte, la prensa debería comprometerse para hacer de modo que los mensajes oficiales sean prioritarios y que los falsos mensajes sean suprimidos, inclusive por medio de la tecnología”. He aquí un consejo amistoso que no fue dado en balde.

El “Event 201”, por su relumbre de puro cristal conspiracionista, vino a eclipsar el proceso de veinte años cuya culminación constituye, así como la lógica de la que proviene. El inofensivo Center for Health Security de hecho nació en setiembre de 1998 bajo el nombre de Center for Civilian Biodefense Strategies. Su objeto no es la salud de la población, sino la lucha contra el bioterrorismo. Ya en febrero de 1999, organiza su primera manifestación: un coloquio para considerar las respuestas a un ataque bioterrorista –novencientos cincuenta médicos, militares, funcionarios federales y cuadros de la salud pública reunidos en un hotel de Crystal City en Arlington, en donde se encuentra el Pentágono, con el fin de prepararse a un escenario de ataque con viruela militarizado. Cuando este simposio, Richard Clarke, entonces el principal consejero de Bill Clinton en materia de lucha contra el terrorismo, se extasía con que “por primera vez, el ministerio de Salud y Servicios Sociales haga parte del Consejo de Seguridad Nacional de Estados Unidos”. Lo que entonces se juega, y no es desmentido al punto de que desde entonces parece ir de suyo, es la subordinación de los asuntos de salud a la seguridad nacional, es la integración de la “salud pública” en la seguridad nacional. El fantasma del bioterrorismo asegura la sutura entre esos dos dominios a priori ajenos. La seguridad nacional es el valor oportunamente borroso, o más bien la demonología, que sirvió luego de 1945 para justificar la marcha del imperio estadounidense, para legitimar en el interior y en el exterior todas las violaciones imaginables. Fue también la doctrina política oficial de la mayoría de las dictaduras sudamericanas que la CIA instaló en los años 1950-1980.

Que el principal daño de las epidemias sea la pérdida de control sobre la conducta de los ciudadanos y la anomia social que se supone desencadenan: de esto Tucídides hizo un lugar común del pensamiento occidental desde el siglo V antes de JC. Buen alumno, Hobbes se puso a traducir La Guerra del Peloponeso y a ornar el frontispicio de su Leviatán con una ciudad vaciada de sus habitantes, solo patrullada por soldados en armas y médicos de peste. Desde 2000, por otra parte, es con un escenario bioterrorista de peste que trabajan los oficiales del segundo y más grande ejercicio en tamaño natural nunca antes simulado en EEUU: TopOff –millares de participantes, empleados de administraciones enteras movilizados para desempeñar su propio papel. En junio de 2001 viene Dark Winter, coorganizado con el John Hopkins Center for Civilian Biodefense Strategies y el Center for Strategic and International Studies (CSIS) en la base militar de Andrews. Este ejercicio profetiza con bríosamente los ataques con ántrax del mes de setiembre siguiente –una semana luego del 11 de Setiembre, algunas cartas envenenadas eran enviadas a diferentes medios masivos y a políticos, generalmente hostiles al estado de excepción del Patriot Act; hubo cinco muertos; se les echó la culpa a Al-Qaeda, a Iraq y luego a un infeliz virólogo del laboratorio de biodefensa de Fort Detrick; para hacerlo, solo se esperó que se hubiera suicidado; la investigación fue cuidadosamente chapuceada. En 2005, se produce Atlantic Storm en un hotel de Washington, anotaremos en este caso la participación de Bernard Kouchner junto a Madeleine Albright, entonces jefa del departamento de Estado, y del ex director de la CIA, James Woolsey, que desempeñará su propio papel.

Lejos de dirigirse exclusivamente al personal dirigente, estas puestas en escena de worst-case scenarios concebidas según el modelo de los war games de los ejércitos son ampliamente mediatizadas; incluyen entre sus actores periodistas estrellas del New York Times o de CBS. Se trata también de formar el espíritu del público y de quienes lo distraen. Todo esto es claramente exhibido, absolutamente notorio. En los dos últimos decenios, estos ejercicios se continuaron y se extendieron a otros países. En mayo de 2017 en Berlín, por primera vez en la historia, todos los ministros de Salud de los países del G20 se encuentran reunidos. ¿A qué se dedican? A un gran ejercicio de simulación de pandemia –un MARS (Mountain Associated Respiratory Syndrom) esta vez- “para enfrentar la amenaza bioterrorista”, de nuevo. No falta, a este pequeño ágape, ni el representante de la OMS, ni el de la Fundación Gates o del Wellcome Trust –una de las fundaciones más influyentes mundialmente en materia de políticas de salud-, ni Christian Drosten, el virólogo en jefe de los estudios de televisión alemanes desde marzo de 2020. En mayo de 2018, es el ejercicio Clade X en Washington en torno de un virus imaginario que tendría la letalidad del SARS pero la transmisibilidad de la gripe. Habría sido fabricado en laboratorio por una secta apocalíptica japonesa que apuntaba a reducir la población mundial. En la simulación, esta “pandemia que es la más grave desde la de 1918” mataba a 900 millones de seres humanos. Tara O’Toole, la autora de los guiones Dark Winter,   Atlantic Storm desempeñaba esta vez el papel de secretaria de Seguridad Interior. A manera de balance, desconsolada como siempre, decía: “Estamos en una época de epidemias, pero no las tratamos como los asuntos de seguridad nacional que son”. De enero a agosto de 2019, es la Crimson Contagion, una serie de cuatro simulaciones que implican a diecinueve agencias federales y todo tipo de actores privados en doce Estados diferentes. Es un virus respiratorio del tipo de la gripe que proviene de China el que desencadena, esta vez, la pandemia. El ejercicio es coordinado por Robert Kadlec, el asistente del presidente Trump para la lucha contra las epidemias. Finalmente, en octubre de 2019, es el demasiado famoso Event 201.

Todas las cuestiones propiamente políticas que plantea la elección de cierta “respuesta” a las epidemias se plantean desde el fin de los años 1990. En un ejercicio de 2000, los gobernantes se preguntan: “La vista de una presencia militar armada en las ciudades estadounidenses provoca protestas contra la reducción de las libertades civiles […] La cuestión es saber cómo y en qué proporciones haremos respetar esas medidas. ¿Qué fuerza vamos a utilizar para que las personas permanezcan en sus casas?” En el ejercicio de junio de 2001, Dark Winter, el manual indica: “Estamos mal preparados para un ataque de armas biológicas, no tenemos suficientes vacunas –y las restricciones forzadas sobre los ciudadanos son probablemente las únicas herramientas disponibles, si no hay suficientes vacunas. Debemos restringir pues los derechos de los ciudadanos. […] Los estadounidenses no pueden seguir considerando como adquiridas para siempre las libertades civiles fundamentales tales como el derecho de reunirse o la libertad de viajar”. Dark Winter fantaseaba con la instauración de la ley marcial y la sustitución de la justicia civil por los tribunales militares. En 2005, en el guión Atlantic Storm: “¿Cómo deberían determinar los dirigentes nacionales el cierre de las fronteras o las cuarentenas? Si se tomaran medidas para restringir los desplazamientos, ¿cuánto tiempo deberían mantenerse? ¿Cómo serían coordinados a nivel nacional y cómo sería tomada la decisión de levantarlas?”

Con toda naturalidad, en 2010, cuando la Fundación Rockefeller se pone a redactar “guiones para el futuro de la tecnología y del desarrollo internacional”, el primero es el de una epidemia mundial de gripe que paraliza la economía, vaciando las calles y los comercios, mientras se ve cómo China se las arregla con medidas marciales y el cierre hermético de sus fronteras. Todo esto abre camino a un “control más autoritario y a una vigilancia intensificada de los ciudadanos y de sus actividades” y lleva milagrosamente a que “la noción de un mundo más controlado gane en aceptabilidad y en asentimiento […], a que los ciudadanos abandonen voluntariamente su soberanía –y su vida privada- a Estados más paternalistas a cambio de mayor seguridad y mayor estabilidad. Los ciudadanos se vuelven entonces más tolerantes, e incluso deseosos de un mando y de una vigilancia más brusca. Los dirigentes nacionales tienen mayor latitud para imponer el orden que les conviene.”

Los neoliberales nos tienen acostumbrados a sus “estrategias de shock”. Que toda crisis, fabricada, simulada o exógena, sea para ellos una oportunidad ya ni siquiera nos sorprende. El 11 de setiembre de 2001, apenas una hora después de la colisión del primer Boeing contra el World Trade Center, una de las más preciadas consejeras del gobierno Blair escribió a algunos miembros del gobierno británico: “Es un buen día para sacar todo lo que queremos enterrar”. El escándalo que produjo la revelación de esa misiva no impidió que la estrategia preconizada fuera aplicada literalmente, ni que Blair celebrara el “profesionalismo” de su consejera.

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2 - Hay una doctrina que preside todos esos ejercicios de simulación.

Es la de la “pandemic preparedness”.

La “pandemic preparedness” figura explícitamente en la agenda global desde 2002. Surge de una estrategia militar mucho más ambiciosa y un poco más antigua: la “all-hazards preparedness”, la preparación contra todos los peligros posibles. La preparedness es una vieja noción que se remonta al menos a la Primera Guerra Mundial. Entonces era el caballo de batalla de todo tipo de manifestaciones patrocinadas por la fracción más imperial del capital estadounidense –la que estaba piafando por conquistar, gracias a la entrada en la guerra, los mercados mundiales. “Los ingenieros veían la Primera Guerra Mundial no como un desastre para la civilización, sino como una “oportunidad única” de poner en práctica sus ideas”. (David F. Noble, America by Design, 1977). La all-hazards preparedness es una noción más torva aún, vino del ejército de EEUU en los años 1970. Consiste en considerar cualquier acontecimiento –un accidente nuclear, una insurrección, un huracán, un ataque militar extranjero, una epidemia incluso una crisis financiera- bajo el mismo ángulo: como una amenaza para las estructuras materiales, políticas y vitales del país, como un desafío para el control del sistema. Los dirigentes deben saber responder a cualquier crisis con los procedimientos a la vez adaptados, coordinados y estándar. La práctica colectiva de los worst-case scenarios responde a la opción estratégica de designar como enemiga una posibilidad ínfima, pero devastadora.

Esta opción estratégica tiene muchos méritos, y el menor no es el de entregar un dominio indefinido para que se extienda el aparato político, tecnológico y militar de vigilancia y de control.

Confundiendo riesgo y peligro, cargando toda posibilidad ficticia de desastre y de intencionalidad maléfica, queda virtualmente abolido cualquier límite a las actividades del poder. Alcanza con producir la ficción adecuada –la que permite argüir la vulnerabilidad deliberada del sistema, contra la que conviene luchar violando justamente el obstáculo legal, moral o político que se querría barrer. Y esto no tiene fin porque, si se puede neutralizar un peligro, nunca puede abolirse un riesgo, cuyo carácter es estadístico, virtual, impalpable. A la irrealidad del mundo de ficciones gubernamentales en el que hemos entrado se contraponen los progresos bien reales del control.

De la lucha fantasmática contra el riesgo fluyen las usurpaciones cada vez más intrusivas de los dispositivos adversos.

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En los gobernantes, el miedo al pueblo siempre fue superior al miedo al extranjero, el miedo al enemigo interior superior al del enemigo exterior. La lucha declarada contra uno antes que nada sirve de coartada a la lucha efectiva contra el otro.

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¿Cómo llamar a “formar un bloque” en torno de un orden social injusto, sin designar alguna incalificable amenaza exterior? Un terrorista, un virus, el caos climático cumplen igualmente bien esta función –la función bíblica del Mal universal. Bill Gates lo destacaba oportunamente en 2017, durante una de sus conferencias sobre la seguridad en Múnich, en donde se reúne anualmente la crema militar-policial mundial: “Nos jugamos el pellejo al ignorar el lazo entre la seguridad sanitaria y la seguridad internacional […] Un ataque con armas biológicas se prepara y solo es una cuestión de tiempo. Debemos prepararnos. Debemos prepararnos para las epidemias como el ejército se prepara para la guerra”.

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Robert Kadlec, médico de la Fuerza Aérea estadounidense y especialista en armas biológicas, constituye una especie de tipo bastante puro de las criaturas de ese pequeño ambiente. Comienza su carrera en vísperas de la guerra del Golfo como asistente en guerra biológica ante el Joint Special Operations Command (JSOC). Es iniciado por uno de los veteranos de los programas de armas biológicas. Son incontables los guiones catástrofe que escribió con esta materia. En 1995, imagina un ataque del “terrorismo agrícola” en el que China utiliza los aviones de líneas comerciales para desparramar en los campos del Midwest una enfermedad que diezma las cosechas de maíz. En 1998, escribía en un documento interno del Pentágono: “Si las armas biológicas son empleadas so capa de una epidemia limitada en el espacio y que se produce naturalmente, su empleo puede ser negado de manera creíble. […] La posibilidad de provocar graves pérdidas económicas y la inestabilidad política que sigue, combinada con la capacidad de negar de manera creíble el uso de esta arma, supera la de cualquier arma conocida”. En 2001, aparecía en las pantallas de simulación Dark Winter. De 2007 a 2009, fue el director de la biodefensa de George W. Bush. No les hace ascos, junto a sus funciones oficiales, a las pequeñas misiones de consulting para empresas de biodefensa en las que a veces invierte, ni al lobbyng para compañías ligadas al aparato militar y de inteligencia. En 2020, fue uno de los principales consejeros del presidente de EEUU para la preparedness y la respuesta a la “pandemia”. Vela personalmente sobre el conjunto de los contratos de la operación Warp Speed – la parcería con las grandes empresas que apunta a acelerar la confección y la logística de las “vacunas” contra el Covid-19. Es difícil no oír una referencia fuerte a todos esos ejercicios de preparación cuando Joe Biden, en noviembre de 2020, preconiza el uso generalizado del tapaboca y advierte sobre la venida de un dark winter.

Se podría también mencionar a Tara O’Toole, quien concibió los primeros guiones apocalípticos de simulación de pandemia, que pasó de las delegaciones estadounidenses que investigaban en Rusia en los años 90 sobre los efectos de la exposición a las armas nucleares a la actual vicepresidencia de IN-Q-Tel, el fondo de capital de riesgo de la CIA, no sin antes haber dirigido el Center for Civilian Biodefense Strategies de Johns Hopkins.

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O Michael Osterholm, el epidemiologista que grita que viene el lobo bioterrorista y epidémico desde hace un cuarto de siglo, que actualmente aconseja a Joe Biden en su lucha contra el Covid-19 y que en 2002 confiaba a The Lancet: “Nunca supe verdaderamente si yo era un político biológico o un biólogo político”.

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El caso de Richard Hatchett también es instructivo. Epidemiologista en Homeland Security Council bajo Bush y Obama, fue él quien concibió e impuso en febrero de 2007 a los CDC estadounidenses, con el apoyo de la administración neoconservadora de entonces, el nuevo método medieval de gestión de las epidemias por confinamiento, cierre de las escuelas y suspensión de lo esencial de las relaciones humanas. La distanciación social es él. Desde 2017, es el jefe de la Coalition for Epidemic Preparedness Innovations (CEPI) –una organización creada en Davos con los subsidios de la Fundación Gates y del Wellcome Trust para invertir en los métodos de vacunación “innovadores”. Esta coalición proporcionó una excelente oportunidad para encontrarse a los miembros de la OMS, a los laboratorios farmacéuticos y a la DARPA. En marzo de 2020, Hatchett juzgaba en una entrevista que “la guerra es una analogía apropiada” contra un virus que “es la enfermedad más horrorosa que haya encontrado en mi carrera, que incluye el Ébola, el MERS, el SARS”. Alguien de fiar, en suma.

Donald Henderson, el fundador del Center for Civilian Biodefense Studies de Johns Hopkins, se atrevía a esta comparación: “La tos produce aerosoles en gran cantidad, exactamente como en caso de un ataque bioterrorista”. La obsesión del bioterrorismo recuerda cuánto el antiterrorismo que sirvió para congelar políticamente la situación mundial luego de 2001, está también en la matriz de la gestión de las epidemias que padecemos, y que cumple por otra parte exactamente la misma función. Un continuum corre desde el tratamiento actual de las pandemias sanitarias. Este continuum también se enraíza en los años 1990. Más precisamente, en el neoconservadurismo y el neorrealismo que no cesaron desde entonces de expandirse de manera tan difusa que derecha e izquierda terminaron por volverse indistintas. La Unión Europea hizo de esto su coherencia política fantasmática, pero cada vez más afirmada, ahora que se armó de un Comisario para la “protección del modo de vida europeo”.

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En las sociedades democráticas de la postmodernidad reinan, desde el punto de vista neoconservador, una amenaza de anomia, una tendencia a la desmovilización, a la despolitización de los ciudadanos embriagados por los vapores del narcisismo y del consumo. Como las guerras, las epidemias –empezando por las medidas más absurdamente constrictivas, las más crudamente infantilizantes, las más abiertamente autoritarias- pueden ser la ocasión de darle cuerda al engranaje cívico de las marionetas humanas.

Esta idea no tiene nada de novedosa. En Estados Unidos, en 1793, mientras la fiebre amarilla golpea Filadelfia, es fuerte el debate sobre las virtudes políticas de la cuarentena entre los jeffersonianos descentralizadores apegados a las libertades individuales proclamadas por la Constitución cuatro años antes y los federalistas hamiltonianos que ven en esta medida una formidable ocasión de forjar una nación, de producir ciudadano.

Las epidemias, en Occidente, siempre constituyeron acontecimientos políticos antes que fenómenos simplemente médicos, y su tratamiento siempre apuntó a algo más que un remedio para una situación sanitaria.

El pensador orgánico de la salud pública francesa no hace misterio con esto: “La meta de las medidas obligatorias cabe en dos palabras: seguridad civil y orden público. Nada muestra mejor el carácter inveterado de las cuarentenas y su persistencia en la arquitectura de la salud pública. […] Porque dominar el omnipresente desorden sigue siendo la única obsesión, el único alimento de las políticas antipandémicas. (Patrick Zylberman, Tempêtes microbiennes, 2013.)

El maltrato de las poblaciones, un poco como cuando se recibe a los novatos en los ritos de integración de la “élite”, permite forjar un espíritu de cuerpo. Así, “la preparadness es particularmente propicia a ese despliegue más o menos espontáneo de miedo y de virtud cívicos. […] El llamado a un nuevo civismo, a un civismo superlativo, aparece ciertamente como uno de los aspectos más originales de esta nueva “cultura de la urgencia”. […] Intimado a plegarse con sus modos de vida a las recomendaciones de la ciencia médica, es el propio individuo quien, además del Estado, en lo sucesivo debe responder por la salud colectiva. La salud ya no es más solo un derecho, es también un deber hacia uno mismo y hacia los otros.” (Ibídem). Puesto que “las poblaciones de una sociedad moderna no podrían permanecer insensibles a los valores médicos” (Ibídem) es en nombre de la salud que se movilizan los temerosos átomos sociales, ahora que la eficacia del antiterrorismo terminó por embotarse un poco. Como la meta es constante, no hay razón para poner las operaciones entre nuevas manos. La gestión de las pandemias concierne con toda naturalidad, en Francia, al Secretariado General de la Defensa Nacional.

[…]

Un plan biológico en el que el asentimiento al pacto social no se hace más verbalmente, sino corporalmente, en el que la inyección toma la posta de la intimación.
La noción de “biociudadanía” fue elaborada en 2002 para pensar la manera en la que los sobrevivientes de la zona de Chernóbil, reducidos a un estado polipatológico permanente, habían entrado en ósmosis con el sistema médico que los asistía en su sobrevivencia.

La DARPA, la agencia que se presenta generalmente como el “cerebro del Pentágono”, invirtió desde 2013 decenas de millones de dólares en Moderna, en acuerdo con la Fundación Bill y Melinda Gates, para desarrollar las ahora famosas “vacunas con ARN mensajero”, de eficacia tan evanescente pero con efectos secundarios tan prometedores. A la pregunta ¿para qué la DARPA hace esto?, su director respondió en 2019: “Para proteger al soldado en el campo de batalla de las armas químicas y biológicas controlando su genoma – haciendo de modo que su genoma produzca proteínas que van a proteger al soldado automáticamente de pies a cabeza”.

Una nueva “ciudadanía”, manifiestamente, está en formación.

A nosotros, nos conviene no formar parte.

Sustraernos al corral humano.

*Los corchetes -[…]- corresponden a esta traducción en español.
 

Traducción directa del original francés: Alma Bolón


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