02.ABR.24 | PostaPorteña 2400

CASI NADA NUEVO BAJO EL SOL

Por R.J.B.

 

La primera huelga de la que se tiene registro histórico se produjo durante el reinado del faraón Ramsés III, en el año 1166 antes de nuestra era. Por entonces los tres componentes principales de la alimentación de los egipcios eran el pan, la cebolla y la cerveza, y a tal punto, que esta bebida se utilizaba como medio de pago. En aquella ocasión los obreros que construían el monumento que oficiaría de tumba para el citado faraón decidieron no continuar con sus labores ante el muy prolongado retraso del pago en especies que les correspondía.

La producción de cerveza se remonta a varios miles de años y hay historiadores que la ubican en el Neolítico, pero en cuanto a su fabricación masiva -o industrial-, recientes descubrimientos arqueológicos dieron con la que se considera la fábrica más antigua en Abidos, también en Egipto, durante el reinado de Narmer (3050 – 3007 ac).

Con demasiada frecuencia nos encontramos con la arrogante mirada contemporánea que se empeña en subestimar los hechos y costumbres de otros tiempos; sin embargo, al remontarnos hacia el Pasado e investigar con seriedad, no pocas serán las sorpresas que nos podemos llevar.

Tomemos el caso de Juana de Portugal (1439 – 1475), infanta de la corona lusitana y reina de Castilla como esposa del monarca Enrique IV, su primo, con quien contrajo matrimonio en 1455 y al que le habían declarado nulo su anterior casamiento con Blanca de Navarra. Obra de los opositores o de las “malas lenguas”, el caso es que a Enrique lo llamaban “el impotente” por no cumplir con sus deberes conyugales y aunque hasta la actualidad sigue el debate acerca de su probable homosexualidad, lo cierto es que aquel rey sufría de acromegalia -gigantismo-; por tanto, es muy posible que tal afección condicionara su actividad sexual. La cuestión fue que, tras siete años sin concebir, finalmente, Juana dio a luz a una niña a la que llamaron como a su madre. Y más allá de las habladurías -que le asignaban la paternidad a un noble llamado Beltrán de la Cueva-, podemos señalar que Juana de Portugal fue la primera mujer en la Historia en recibir un tratamiento de inseminación artificial mediante el uso de una cánula de oro - “per cannam auream”- mediante la cual se le administró el semen del monarca.

También para considerar es la conducta estética del célebre general romano Julio César quien, según el historiador Suetonio, era extremadamente cuidadoso en lo relativo a su aspecto personal pues, no sólo se rasuraba diariamente y se esmeraba por tener su poco cabello bien recortado, sino que, además, se depilaba -algo que, por otra parte, fomentaba entre sus soldados-.

Brillante no sólo como estratega militar, sino también como orador, abogado, político e historiador, Julio César tuvo muchísimos detractores que no dudaron a la hora de señalarlo como homosexual. A pesar de que, en su vida privada, se caracterizó por las numerosas aventuras sexuales que mantuvo con mujeres, con el fin de dañar su prestigio y autoridad, sus rivales insistían en referir un supuesto amorío homosexual durante una exitosa gestión diplomática que, en los inicios de su carrera política, le cupo ante Nicomedes IV, rey de Bitinia. A espaldas suyas, en el Senado u otros ámbitos en los que transcurrían los asuntos del gobierno romano, sus opositores le llamaban “la reina de Bitinia” en clara alusión a lo que suponían que había ocurrido al inicio de su “cursus honorem”.  Inevitablemente, esto nos lleva a constatar que esa manera tan deleznable de hacer política siempre existió y nos acompaña hasta nuestros días.

Sabia y milenaria, la cultura china le asignaba especial relevancia a la higiene personal y a la limpieza. Al respecto, existen referencias de que hace ya tres mil años -durante la Dinastía Zhou- usaban las cenizas de ciertas plantas para quitar la grasa de las telas y lavar el cuerpo. Con el paso de los siglos, esa técnica fue perfeccionándose hasta alcanzar una solución alcalina producto de la mixtura de cenizas de ciertos vegetales con caracolas molidas. Más tarde, al inicio de la dinastía Han (206 – 220 ac), llegaron a descubrir un tipo de saponina natural que extraían de las cenizas del ajenjo. Diez siglos después, esa saponina se comercializaba en forma de lingotes, comercio que se extendió hasta mediados del siglo XX.

Las mujeres de la antigua China recurrían a las hierbas para cuidar y embellecer la piel que, como ideal de belleza femenina, debía ser pálida. A su vez, aplicaban color al rostro y “brillo de flores de oro” para la frente y a los efectos de ocultar los hoyuelos; coloreaban también sus mejillas, se pintaban los labios simulando la forma de una cereza con los denominados “bálsamos labiales” -en tono de bermellón- y se obsesionaban con el maquillaje de las cejas. Tantos hombres como mujeres le asignaban especial relevancia al arreglo del cabello; no hacerlo era un síntoma de enfermedad o depresión.

Fueron los chinos quienes inventaron el papel higiénico y también el papel moneda en el siglo VII. La finalidad de aquellos primeros billetes era limitar la circulación de monedas de metal debido a una escasez de cobre, pero, como suele ocurrir, lo que surgió como una medida temporal, terminó por imponerse pues permitía acumular más cantidad de dinero en menos espacio -especialmente en los traslados por aquel vasto imperio, ya que una sola mula podía cargar idéntico valor que un convoy de esos animales-. A su vez, de esa forma, el estado chino estaba en posición de atesorar todos los metales nobles -el oro y la plata de sus súbditos- que pasaron a estar controlados y manejados exclusivamente por la clase dirigente.

El uso oficial del papel moneda en la China se implantó en el año 812 y aunque Marco Polo -en el siglo XIII- llevó noticias de aquel extraño y novedoso sistema monetario, recién en el siglo XVII se adoptó en Europa -en Suecia, 1661, cuando, Johan Palmstruch, fundador del Banco de Estocolmo, crea los “Kreditivselar”, muy rústicos y escritos a mano-. Uno o dos años después le siguió una segunda tanda -ya impresa-, pero el epílogo fue que Palmstruch terminó en la cárcel ya que su banco imprimió muchos más billetes de los que podía avalar.

Volviendo a la China, uno de los grandes problemas que presentaba el papel moneda era la facilidad con la que podía ser falsificado y eso condujo a prolongadas oleadas inflacionarias que llevaron casi a su desaparición. Recién en 1866 se aseguró la circulación de billetes fiables emitidos por el Banco de Hong Kong y Shanghái.

¿Inflación? Algún distraído podrá suponer que es un mal de estos tiempos modernos y, sin embargo, ha resultado ser una compañera de ruta de los estados en todas las épocas. Y si no, repasemos lo sucedido en tiempos del imperio romano…

Empecemos por la devaluación de la moneda. Al terminar la república, Octavio -sobrino e hijo adoptivo de Julio César y que, como primero de los emperadores, tomó el nombre de Augusto- implementó una reforma monetaria de enorme alcance. En efecto, sustituyó al antiguo sistema trimetálico -utilizado en tiempos republicanos- por uno cuatrimetálico de denominaciones de las monedas: de oro (aureus), de plata (denarius), de latón (sertercius) y de cobre (as, semis y quadrant). “De paso, cañazo” - dice el refrán- y el joven Augusto aprovechó la oportunidad para efectuar sendas reducciones en la composición de las denominaciones de oro y plata y el cambio a metales más baratos en las monedas de latón y cobre. Tal medida, acompañada de la pacificación del imperio y la conquista de Egipto, le permitió incrementar notablemente el gasto público realizando un programa de obras públicas sin precedentes, además de implementar una gran reforma que abarcó áreas como la administración, la justicia, los cultos y el mismísimo ejército imperial.

Siguiendo los pasos de Augusto -bajar el peso de la moneda para mejorar el gasto público- otros emperadores como Nerón, Vespasiano y Domiciano también devaluaron, y hasta el mismo Trajano -considerado uno de los pocos emperadores “buenos”- redujo el denario a un 89,5% de plata para financiar sus exitosas campañas bélicas en Dacia, Mesopotamia, Armenia y Arabia. A pesar del cuantioso botín que esas victorias generaron, el costo de la administración era inmenso y en la devaluación, Trajano encontró la solución para poder hacer frente a sus proyectos arquitectónicos en la capital y otras provincias, así como para concretar sus políticas públicas -ayudas para los más necesitados, que se denominaban “alimenta”-  Ya en la época de Antonino Pío (138 – 161), el denario se devaluó hasta el 83,5% de plata y durante el gobierno de Cómodo (180 dc) esa moneda pasó a tener sólo un 76%.

Llegaría Séptimo Severo (emperador entre el 193 y el 211) quien hizo que el ejército casi monopolizara las finanzas imperiales al aumentar las legiones e incrementar la paga de los soldados en más de un 50%. Por si fuera poco, instituyó un nuevo impuesto especial para solventar las necesidades del ejército. Sin embargo, este gobernante africano encaró una política de bienestar social al organizar la distribución gratuita de granos y aceite de oliva en Roma, así como un sistema de ayuda para los más carenciados que incluía la entrega de medicamentos sin costo. Por otra parte, gastó enormes sumas en la reparación de la extensa red de caminos que conectaba al imperio e hizo que el estado asumiera el costo del servicio postal. Para poder hacer frente a tamaño presupuesto, Séptimo Severo devaluó el denario tres veces en forma consecutiva: al 78,5% apenas asumió su cargo de emperador; al 64,5% un año más tarde y luego, al 56,5%.

Inevitablemente, el sostenido aumento de la oferta monetaria derivó en inflación, moderada en los primeros dos siglos del imperio -debido, entre otros factores, a la notable demanda de moneda por parte de los agentes que intervenían en la economía romana-, pero, a la larga, el colapso de las redes comerciales condujo a la desastrosa hiperinflación de los siglos III y IV.

Para principios del siglo IV, el denarius argenteus, unidad monetaria del imperio a lo largo de los primeros dos siglos -como lo sería el dólar de los Estados Unidos en la actualidad-, prácticamente había desaparecido para ser sustituido por el argenteus antoninianus y el argenteus aurelianianus, denominaciones que, en lo teórico, exhibían más valor, pero de menor valor real. Los excesos en el presupuesto -tanto civil como militar-, las constantes alzas en los impuestos, el desmedido incremento de la burocracia estatal, los asiduos sobornos, la extravagancia de los festejos, los regalos, las frecuentes requisas de bienes y de metales preciosos, habían terminado por colapsar la economía romana. Una muestra clara de ello la dio Diocleciano, en el 301, cuando intentó terminar con tamaña situación promulgando lo que se llamó “Edicto acerca de los precios de venta” (Edictum de pretiis rerum venalium) mediante el cual se prohibía -so pena de muerte- subir los precios por sobre encima de un determinado tope para unos mil trescientos productos y servicios (sí, claro, similar a lo que, hasta hace pocos meses, en la Argentina, se ha conocido como “precios cuidados”). Como introducción a dicho documento, el emperador no dudaba en responsabilizar de la inflación a los diversos agentes económicos, tildándolos de ladrones y especuladores. Las consecuencias de la medida fueron desastrosas pues la mayoría de los productores y la casi totalidad de los intermediarios eligieron comercializar los bienes que se producían en el mercado negro, llegando, incluso, a recurrir al trueque. Es fácil de entender, entonces, que la oferta disminuyera drásticamente haciendo que los precios se dispararan en una dinámica alcista incontenible. El resultado final fue que -en el 305- Diocleciano abdicó.

El último intento -si se quiere razonable- por estabilizar la economía romana estuvo a cargo de Constantino I, proclamado emperador por sus tropas en el 306. En el 312 se hizo con el control total de Occidente y para el 324, al conquistar Oriente, reunificó al imperio. Llamado el “nuevo Augusto”, como aquel, instrumentó una ambiciosa reforma monetaria creando un nuevo sólido de oro que se convertiría en la pieza fundamental del sistema financiero romano.

Si del imperio romano hablamos, es imposible soslayar la importancia que, en Bizancio, tuvieron las hinchadas que seguían a los cuatro equipos hípicos que competían en el inmenso hipódromo de Constantinopla, con capacidad para cien mil espectadores. Nos referimos a aquellas carreras de carros -cuadrigas- tiradas por caballos y conducidos por aurigas. Si en Roma habían sido importantes, esas cuadrigas bizantinas acaparaban el fervor de una población que dividía sus preferencias entre cuatro equipos: Azules, Verdes, Rojos y Blancos, aunque para el siglo VI los dos “grandes” eran los Verdes y los Azules. Más que equipos con sus hinchadas, fueron centros de poder que tenían incidencia en lo militar, en la política y hasta en lo teológico -los Verdes adherían al monofisismo y los Azules eran ortodoxos, un panorama similar al que presentan hoy el Celtic y el Rangers en Escocia-. También se disputaban la hegemonía en el plano social, influyendo en el comercio y siendo responsables de asesinatos y robos -sin temor, podríamos calificarlas de “barras bravas”-. Durante el reinado de Justiniano se produjeron los disturbios de Niká, cuando tras el arresto y posterior ejecución de algunos de los líderes de ambas facciones, decenas de miles de personas se congregaron en el hipódromo indignadas por la represión y a punto estuvieron de sustituir al emperador. Las fuerzas imperiales reaccionaron a tiempo y el trágico saldo arrojó unos treinta mil muertos.

¿Y hasta dónde nos lleva este paseo histórico? – Eso se preguntará el lector con justa razón.  La respuesta es sencilla: demostrar que todo lo que pasó antes, vuelve a pasar. La gente se devanaba los sesos buscando maneras para que la maternidad trunca -o postergada- fuera posible y ni hablar si se trataba de asegurar una línea sucesoria monárquica. Podía ser apelando a preparados domésticos, implorando a una divinidad o requiriendo los servicios de alguna curandera; otros/as lo hacían consultando la posición de los astros y tampoco faltaron quienes ofrecían sacrificios de diversa índole. Asimismo, hubo quienes -en base al ingenio y los medios tecnológicos de su época- intentaron resolver el problema mediante algún tipo de inseminación artificial.

La definición de “metrosexual” es, además de ambigua, demasiado contemporánea como para poder aplicarla al brillante Julio César, pero las crónicas de la época -al ocuparse del esmerado cuidado que dedicaba a su aspecto personal- no desentonan con el infame relato que sus adversarios lograron instalar con respecto a su homosexualidad. Y es que, en definitiva, de eso se trata; de echar a correr la voz sobre uno o más hechos puntuales de la vida de una persona para así dañar su reputación y desprestigiarla. Más allá de la veracidad -o no- de los hechos, lo que realmente cuenta es instalar el desprestigio. Hasta tiene que ver con la psicología de masas y el imaginario popular pues, si no, que se me diga si en aquellos lejanos tiempos, esa mención no provocaba sonrisas sarcásticas entre quienes la escuchaban…

Lo mismo ocurrió con Tiberio, sucesor de Augusto -uno de los más exitosos generales que tuvo el imperio a lo largo de los siglos-, a quien algún historiador de su época presenta como un depravado sexual -acusándolo de pedófilo y sadomasoquista-; algo que jamás se probó, pero que, a través del tiempo, otros han repetido. Igual ocurre con Nerón -cuya condena perdura hasta nuestros días- y esa falsa historia de que provocó el incendio en Roma. Empecemos por preguntarnos quiénes fueron los que instalaron dicha versión y la respuesta surge sola: los cristianos, una secta con la que el emperador fue implacable.

Cierto es que el suyo terminó siendo un reinado del terror y que, en lo personal, a todos resulta antipático por sus excesos y aquella paranoia que lo llevó a disponer de las vidas de tantos -incluyendo a Agripina “la Menor”, su propia madre-, pero si algo cabe destacar como positivo en su vida, es que su pasión estaba en las artes. Poeta y músico, acaso su gran ilusión era verse aclamado por sus cualidades artísticas -me tiento por hacer la comparación con Javier Milei, cuya gran frustración es haber fracasado en sus intentos por ser un rockstar- y, a propósito, Nerón se encargó de organizar eventos de concurrencia masiva en los que actuaba presentando sus propias composiciones. No es de extrañar, entonces, que cuando el incendio se propagaba por las colinas del Palatino y del Esquilino, el emperador estuviese tocando la lira -algo que sucedía todos los días-. Roma ardió por cinco días y las consecuencias resultaron desastrosas. El resultado fue que, cuando Nerón fue advertido de que los cristianos lo acusaban de ser el responsable de dicha calamidad, reaccionó inculpándolos y haciendo ejecutar a algunos de los seguidores de Pablo. “Como te digo una cosa, te digo la otra” -según le gusta decir al personaje conocido como “PepeMujica-; o nos quedamos con la historiografía cristiana o bien nos manejamos con cautela en el entendido de que se trató de un asunto propagandístico.

Y ya que mencionamos el tema de la propaganda, tal parece que al Frente Amplio le han dado de su propia medicina. La autodenominada fuerza de izquierda -así se auto percibe, al menos, aunque le quede ancha la definición-, tan afecta a desprestigiar rivales y sospechar de cualquiera -de dentro y de afuera-, o de inventar conspiraciones fantasmas por doquier, se encuentra en estos días con el escándalo provocado por la acusación que una mujer trans ha radicado contra Yamandú Orsi, Intendente de Canelones y aspirante a ser candidato presidencial de la coalición. Si se analizan seriamente, los hechos resultan más que improbables -o sea, casi imposibles de demostrar-; el tiempo transcurrido, la propia vaguedad de la denuncia y el que la presunta víctima haya demorado tanto en dar curso a la acusación, indican que difícilmente puedan arrojar consecuencias de índole penal para el acusado, pero ese no es el punto. La cuestión que, más allá de la veracidad -o no- de la supuesta agresión, el mal ya está hecho. Al igual que en el caso de Julio César y su supuesta inclinación homosexual, o en el de Nerón como responsable del incendio de Roma, la imagen del señor candidato Orsi ha sido seriamente afectada.

Igual ocurrió -en tiempos más recientes- cuando se hizo vox populi la acusación por parte del MLN Tupamaros señalando a Héctor Amodio Pérez como el gran traidor responsable de entregar la denominada “cárcel del pueblo” y de la derrota de esa organización. A pesar de que los cuadros dirigentes sabían que no era Amodio quien había revelado la ubicación de aquel local, la acusación se sostuvo y sin ningún tipo de consideración, lo condenaron a muerte. Por varias décadas, primero en los círculos militantes de la izquierda uruguaya y después en el imaginario popular, el nombre de Amodio Pérez fue sinónimo de traición. Poco importaba que el origen de aquella drástica medida estuviese en sus desavenencias con otros integrantes de la dirección y menos contaba la trayectoria anterior o su probada eficiencia como militante; había sido elegido como el “chivo expiatorio” para así explicar una derrota cuya autoría correspondía a otros y punto. Ni siquiera cuando algunas de las “vacas sagradas” de la vieja organización formularon declaraciones públicas indicando que no había sido el entregador de la cárcel -Marenales, por ejemplo, a cuarenta años de lo acontecido-, Amodio Pérez pudo desembarazarse del mote de traidor. Más allá de los testimonios en sentido contrario o de la falta de pruebas, la versión estaba instalada y de manera similar a otros ejemplos que ofrece la Historia, el daño estaba hecho y contra eso ha tenido que pelear -con singular denuedo- el acusado hasta nuestros días.

Con coraje y a fuerza de voluntad, Héctor Amodio Pérez ha ido revirtiendo la condena moral a la que estuvo sometido. Por supuesto que la otra condena, la de ejecutarlo, quedó en la nada; sí existieron intentos -cuando regresó al país- de complicarle la existencia por parte del gobierno de Mujica y sus secuaces, pero el Tiempo -ese hermano gemelo que tiene la Historia- acostumbra a poner las cosas en su lugar.

A veces, temprano y otras más tarde, para nosotros queda el saber interpretar los acontecimientos -los actuales y los del Pasado-. Devaluaciones, inflación, milenarias huelgas, regulaciones de precios, “barras bravas” en la antigüedad, relatos difamatorios destinados a menoscabar el prestigio de un adversario, acusaciones improbables; todo ha sucedido y vuelve a ocurrir. Nada nos puede tomar de sorpresa pues poco o casi nada nuevo hay bajo el sol.

 

R.J.B.


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