Por Gustavo Toledo Correo de los Viernes 703 9/02/18
Hace cincuenta años, el Frente Amplio podía darse el lujo de compararse con los partidos tradicionales y presumir de ser el único exponente de lo “nuevo” en un sistema político anquilosado y vetusto, aunque, oxímoron mediante, arropado en un discurso que abrevaba en la tradición estatista y apelando a fórmulas tomadas del socialismo aún de moda por aquel entonces, le ofreciera a la sociedad un proyecto de país que era simultáneamente una vuelta a la Arcadia batllista y un salto hacia el otro lado del muro que dividía el planeta en rojos y azules.
Es más, en aquel Uruguay fracturado y violento de principios de los setenta, sus fundadores se animaron a pedirle a los hijos de la clase media que no emigraran porque había nacido una “esperanza”; a los obreros y estudiantes, que le pusieran el hombro y la bancaran en la calle; a los paisanos, que no tuvieran miedo y confiaran en esa luz puntual que los esperaba al final del camino; y a los intelectuales, que prestaran su pluma y pusieran su arte al servicio de la causa.
Y muchos, así lo hicieron, convencidos de que estaban haciendo lo correcto.
Ayudaron a construir una esperanza colectiva con cuerpo de frente popular, como los de los años treinta, pero más sofisticado desde el punto de ingenieril; y corazón de partido tradicional, pero menos elástico que los de la “derecha”, cosa de que cupieran en él sólo los sueños y deseos de los progresistas desperdigados por aquí y por allá.
Así, envueltos en la bandera de Otorgués y en medio de invocaciones al padre Artigas y “al pueblo unido que jamás será vencido”, forjaron una identidad por encima de la suma de sus partes con la cual pudiesen legitimar su proyecto político; un operativo simbólico nunca antes visto, con el que no sólo lograron dotarse de un anclaje histórico sino también de una dimensión emocional, afectiva, con los cuales disputar en el imaginario colectivo de los uruguayos el espacio hasta ese momento dominado por los ponchos y los sobretodos de blancos y colorados; y que, al mismo tiempo, sirviera de colchón para los “herejes” de las fuerzas tradicionales que estuviesen dispuestos a pegar el salto hacia su lado.
Luego, la resistencia a la dictadura y la inexcusable persecución sufrida por buena parte de su dirigencia –aunque no toda, por cierto, como puede dar cuenta más de una figura en el poder o alguno de sus amigotes– le sumó un halo de heroísmo que fortaleció la esperanza.
¿Qué era el FA, pues, víctima de la inquina de milicos, oligarcas y hasta del mismísimo imperio, si no la encarnación de lo bueno, lo honesto y lo necesario?
Así, vestidos de paladines de la justicia e inmaculados defensores de la república, aprovechando el cimbronazo producido por la crisis de 2002, el desgaste de los Partidos Fundacionales y la ilusión de lo nuevo, una vez más, consiguieron abrir una brecha en la historia a través de la cual alcanzaron finalmente el poder en 2005.
Paradójicamente, no lo hicieron de la mano del general batllista que fundó la fuerza política, ayudó a forjar la salida al régimen de facto y fue un factor decisivo en la pacificación del país tras esos largos años de oscuridad, ni lo hicieron tampoco de la mano de alguno de los otros padres fundadores sino de la de un oscuro personaje de apariencia anodina y estilo de vida, discurso y pensamiento de derecha que incluso había coqueteado con algún otro general no tan honorable como el hombre de los “consensos” y de la de otro señor de pasado herrerista y veleidades de filósofo de boliche que en su deriva autoritaria buscó tomar el cielo por asalto y lo único que logró fue destruir el cielo raso de nuestras instituciones.
Ambos personajes presidieron los tres gobiernos que lleva la fuerza de la esperanza en el poder –sin encarnar ninguno de ellos el proyecto fundacional–, con la garantía –para el “establishment” que se habían juramentado combatir y en lo posible destruir– del contador Astori en la conducción económica, el único de las primeras figuras del oficialismo que estuvo en el parto de la criatura, y que, hoy, al borde de los ochenta, aún sueña con completar la tríada reinante, al tiempo que se proclama como la “renovación de la izquierda nacional”.
Una tragicomedia de final anunciado que apenas despierta una mueca de lástima.
Ahora bien, en ese arco imaginario que va de la renuncia del General en 1996 a hoy, se les echó a perder la esperanza.
Pasaron de querer nacionalizar la banca a bancarizar la nación, de combatir el capital a cortejarlo, de pelear contra los poderes fácticos a asociarse con ellos, de perseguir las inmoralidades de funcionarios venales en la administración de la cosa pública a medir con diferente rasero si los responsables son “amigos” o “enemigos”; en suma, pasaron de ser una amenaza al “statu quo” a ser los mejores garantes de ese “statu quo”.
Algunos pueden llamar a ese cambio, evolución. Otros, traición.
Y posiblemente unos y otros, aunque suene contradictorio, tengan razón.
Pero ese proceso evolutivo, que los llevó a traicionar su pasado, sus sueños y utopías -“sottovoce”-, está impedido de seguir avanzando, por la necesidad de sostener el disfraz de “izquierda”
Su poder es frágil, pues –hoy– depende de estigmatizar paisanos que viven en la llaga y de colgarle el San Benito de “fachos” a vecinos desesperados por el azote de la delincuencia y que reclaman algo a lo que, dicho sea de paso, tienen derecho: que el Estado los proteja.
Paisanos y vecinos que en gran medida los votaron, que compraron el eslogan “del gobierno honrado y el país de primera”, y que ahora, si tuvieran otra opción, potable y políticamente viable, seguramente no lo volverían a hacer.
Pero ese, justamente ese, no es problema del Frente Amplio sino de la oposición, o de las “oposiciones” como señaló en el acto del domingo 4, el joven Hamlet que lo preside con más voluntad que ingenio.
Precisamente, uno los veía en el acto de Piriápolis, como en cada oportunidad que la liturgia frenteamplista manda desempolvar los símbolos de la esperanza desflorada, haciendo flamear sus banderitas en el vacío, despotricando contra enemigos imaginarios, repitiendo casi al unísono el “tout va très bien Madame la Marquise”, sin saber a ciencia cierta hacia dónde van, aunque en el fondo intuyan que van hacia atrás.
Del brazo de Sendic y sus falsos títulos y sus shorts comprados con plata de todos, de Mujica y su barra, de Paco y el Pato Celeste, de la Goyeneche y su policía de género, de Michelle y sus falsificaciones, de los mecenas del norte que bancan experimentos sociales y sus secuaces locales que los aplican en nombre de la libertad y la igualdad de los uruguayos, de los sindicatos hemipléjicos y de los empresarios “compañeros”, de Lucía y su deseo de tener un ejército propio y echarle mano a la constitución para que sea un calco de la venezolana, de Bonomi y sus drones, de Danilo y sus Chicago Boys, del FMI y de las multinacionales finlandesas, todos juntos, sin otro plan que el de seguir viviendo del Estado, aunque para eso deban vender el alma al Diablo y ser la mejor derecha que el sistema podría haber soñado nunca; una derecha que simula no ser tal
Sí, aprovechen a festejar ahora, que para llorar la muerte de la esperanza va a haber tiempo en pila.