El líder camionero representa hoy la defensa de un orden perimido, pero con una asombrosa capacidad de supervivencia y bloqueo de cualquier iniciativa de actualización
JORGE OSONA
Historiador y miembro del Club Político Argentino
La Nación 22 de febrero de 2018
Sin duda que la multitudinaria movilización del 21-F invita a reflexionar en torno de la trayectoria y el perfil de su principal convocante: Hugo Moyano. El líder camionero exhibe la evolución del sindicalismo argentino durante los últimos 70 años.
Del régimen peronista histórico representa los alcances concentradores del sindicato único por rama de actividad homologada por el Estado; reafirmados, luego del interregno de la Revolución Libertadora, por el presidente Arturo Frondizi, pacto con un Perón exiliado mediante.
Del vandorismo, producto principal de aquella restauración, Moyano hereda la técnica de golpear, aprovechando la debilidad de origen de los gobiernos posperonistas, aunque luego negociando con las patronales y demás factores de poder. Fue tal el éxito de esa táctica que un gobierno de apariencia fuerte e intransigente como el del general Juan Carlos Onganía lo premió con el precioso botín de la administración de las obras sociales.
La carrera gremial de Moyano comenzó en la década siguiente y en plena guerra entre la denominada "izquierda peronista" y el sindicalismo tradicional. Alineado con este último, ingresó en la Juventud Sindical Peronista, desde donde trabó vínculos con la filofascista Concentración Nacional Universitaria para participar de la lucha despiadada en contra del "zurdaje", particularmente el instalado en el sindicalismo de base
Ya en los 80, y con la reconversión económica y social en marcha, fue testigo privilegiado del eclipse del sindicalismo industrial y su desplazamiento progresivo por el de los gremios de los servicios y estatales. Pero fue la ola transformadora de los años 90 lo que terminó de darle forma y contenido a su poder a raíz de la expansión vial asociada a la resurrección de nuevas y viejas economías regionales estimuladas por el Mercosur. Indiscernible, a su vez, del desguace de una de las redes ferroviarias más grandes del mundo en nombre de un saneamiento fiscal fallido, como lo probó el colapso de 2001.
Durante el kirchnerismo, el poder del líder camionero se consolidó, como lo testimonia el número de afiliados de su gremio, que pasó en 27 años de 27.000 a 220.000 y a controlar a otros seis sindicatos.
Porque Moyano, por sobre todas las cosas, figurará en los anales históricos del sindicalismo argentino como un gran constructor de poder capaz de actualizar y potenciar todos los dispositivos desplegados por el gremialismo durante las últimas seis décadas. Desde la confrontación radical con gobiernos y patronales seguida por negociaciones ventajosas hasta la sumisión compulsiva de sindicatos menores para absorber a sus afiliados.
Nunca fue menemista, y mantuvo una distancia prudente e ideológica respecto de los denominados "Gordos", que apoyaron las reformas de ese tiempo. Pero su liderazgo concluyó la metamorfosis de las organizaciones gremiales en prósperas empresas conducidas según criterios patrimonialistas y nepóticos.
Con los años, su complejo gremial-empresarial se convirtió, por caso, en un negocio de familia. Su obra social luce quebrada, pero las empresas que proveen tanto a esta como a Camioneros -cuya conducción ha heredado su hijo Pablo- y al club Independiente, que preside, son exitosamente administradas por su esposa.
Todos ellos exhiben una prosperidad que le permite al clan un estilo de vida ostentoso indiscernible del establishment que dice combatir. No por eso dejó de ser generoso con sus afiliados, que gozan de servicios sociales eficientes y de salarios que los ubican en una cómoda clase media, aunque en detrimento de otros gremios y a contramano de los costos operativos requeridos para la competitividad de la economía argentina en el mundo.
De relaciones tensas pero al cabo solidarias con Néstor Kirchner, Moyano fue una de las víctimas dilectas del giro que Cristina Fernández, la sucesora, le imprimió al sistema de alianzas tras la muerte del expresidente. El camionero se confesó estafado, se alineó con los enemigos del régimen y estrechó un puente de plata con el entonces jefe de gobierno porteño Mauricio Macri. Uno de sus hijos, Facundo, terminó militando en el frente de intendentes del GBA, cuyo triunfo en las elecciones legislativas de 2013 marcó el comienzo de la cuenta regresiva del kirchnerismo.
Tras dos años de gobierno de Cambiemos, sin embargo, ese puente parece haberse roto definitivamente. Lo acosan la Justicia y la AFIP. Pero aún no resulta claro hasta qué punto se trata de una declaración de guerra lanzada desde el Gobierno con la finalidad de mejorar la performance económica del país o del curso imprevisible de un Poder Judicial que, también en defensa de sus propios fueros, ha escapado del control de la corporación política.
Su soledad es particularmente dolorosa respecto de los demás popes gremiales, que un poco por conveniencia, otro por conciencia del anacronismo de un sistema gremial congelado en la posguerra y otro por desquite respecto de viejas ofensas le han dado la espalda, fracturando el frágil triunvirato que diseñó para la conducción de la CGT en procura de reparar diferencias insalvables que han vuelto a salir a la luz a propósito de este último movimiento de tufillo inequívocamente defensivo.
Pero la gran paradoja es que su convocatoria epopéyica ha ganado resonancia, en cambio, en actores sociales con los que se dispensaron desprecio recíproco durante 20 años y a los que no hubiera dudado en ubicar, allá por los 70, en el campo enemigo del "zurdaje".
Hoy por hoy, conforman un complejo conglomerado de sectores medios radicalizados en torno de asociaciones estudiantiles universitarias, de derechos humanos, de un sindicalismo de izquierda inscripto en el kirchnerismo y el trotskismo, junto con las organizaciones sociales administradoras de la pobreza suburbana y algunos intendentes ultrakirchneristas del GBA con sus respectivas clientelas.
El saldo: una logística de movilización disciplinada, de fuertes connotaciones estéticas, siempre lista para llenar espacios públicos en nombre del pueblo y los trabajadores. Una forma de hacer política de rendimientos tan vistosos como decrecientes. Y una colección de discursos conservadores y defensivos que solo prometen resistencia, en defensa de un orden perimido, pero con una asombrosa capacidad de supervivencia y de bloqueo de cualquier iniciativa de actualización.
También, la crisis profunda del denominado "movimiento nacional justicialista", que no deja de exhibir cómo la tan mentada grieta se le ha instalado adentro.
De un lado, los aspirantes a representar política y corporativamente a la pobreza del gran Conurbano bonaerense, acompañados por un aliado hasta hace bien poco tan insospechado como oportunista, aunque útil para "mover el aparato".
Del otro, poderes territoriales del interior próspero que auspician una nueva renovación en clave de aquella de los años 80, conscientes de que la condición de su éxito de fraguar una alternativa potable estriba en deshacerse lo antes posible del lastre kirchnerista. En el medio, un sindicalismo oscilante pero negociador, y unas clases medias afectadas por el ajuste, pero que no quieren volver al pasado. Que desprecian las posverdades con sus relatos de sacrificios heroicos y desintereses simulados, de CEO avaros y pobres hambreados. Tanto como los de una inflación y un déficit fiscal que no ceden y de denuncias de una corrupción rampante que desgastan sus esperanzas de cambio.
Eduardo Sartelli*
Perfil.com 24/02/18
Desde el triunfo de Macri, la hoy llamada “oposición” se dispersó en innumerables fragmentos.
Cristina misma se baja del caballo y busca refugio. Ofrece, a cambio, la leyenda de su masa de votos supuestamente cautivos.
Otros fueron más rápidos para encontrar cobijo: los gobernadores y los “gordos”, con Macri; los intendentes, con María Eugenia; los “movimientos sociales”, con la Iglesia.
Al mismo tiempo, y a medida que la ex presidenta hacía evidente su impotencia, crece el deseo de capitalizar la herencia vacante que, en general, todos los pretendientes valoran en mucho más de lo que realmente monta. Los pretendientes, sin embargo, comparten los mismos desatinos de la titular del patrimonio.
En particular, la confianza ciega en la hipótesis de la bomba y el helicóptero. Alienta esta estrategia una ingenua caracterización: Macri es el Señor Burns, un tonto reaccionario sin alma, cuyos primeros pasos de elefante destrozarían rápidamente un bazar que no toleraría su presencia por mucho tiempo. Esta ceguera voluntaria alcanza, incluso, a la izquierda.
Los “herederos”, hasta ahora, han fracasado porque ninguno tiene demasiado para ofrecer y porque la bomba no termina de estallar. Varios de ellos ya han perdido la ilusión: Massa y Urtubey, por ejemplo.
Hasta la llegada de San Hugo de los Camiones, los dos contendientes más serios eran la Iglesia y el Frente de Izquierda.
La primera ambiciona reconstruir el peronismo en clave democratacristiana. Influyente en la oscuridad pero con muy poco peso electoral, Bergoglio intentó poner un huevo en cada canasta (Michetti en CABA, por el PRO; Julián Domínguez en provincia, por el kirchnerismo) y tanto Macri como Cristina le demostraron que su poder no alcanza para manejar la política argentina.
El FIT, por su parte, intenta congraciarse con La Cámpora, a cuyas huestes imagina numerosas y anhelantes de una izquierda “verdadera” y “combativa”. De allí su voto a favor de De Vido, su seguidismo absurdo a la opereta montada por el kirchnerismo en torno al caso Maldonado y su sobreactuación en el Congreso en diciembre pasado.
Así las cosas, y cuando comenzaba a abrirse la conciencia de que es más probable que Macri sea reelecto antes que tenga que abandonar la banda presidencial en 2019, cayó el Señor de Todas las Ruedas.
Un resultado probablemente no buscado de la política judicial de Macri. El momento parece propicio. Desde su batacazo en octubre, el Gobierno no cesa de cometer errores innecesarios y de pagar las consecuencias de un ajuste inevitable.
En el momento más bajo de su aventura política (nada para desesperar, sin embargo), Moyano amagó con colocarse en la vereda de enfrente. Amagó con una marcha opositora, amagó con un plan de lucha contra el ajuste, amagó con transformarse en el verdadero heredero. Amagó.
Y hasta ahora, todos le creyeron y fueron al pie. Incluso tras la decepción de un palco frío y un discurso inconexo, donde demostró que lo que le preocupa es lo que dice no preocuparle. Necesitan creerle: sueñan con haber encontrado al “elegido”
Realista, sabedor de que la troupe que reunió abulta mucho y pesa poco, no permitió que le colgaran semejante collar de calefones. Todavía no descarta la idea de llegar a un acuerdo con el dueño de la pelota. Este, sabedor de que lo subestiman demasiado y que esa es su principal carta de triunfo, contraataca: mientras el Enacom pone a OCA al borde de la quiebra, Moldes exige la prisión para Dimas y Arakaki y el PRO se dispone a habilitar la discusión sobre el aborto.
Si Moyano quiere evitar un paso en falso al borde del abismo, necesitará bastante más que un amague. Si los principales pretendientes a la herencia quieren tener suerte, necesitan darse una política propia y dejar de comerse los amagues del fantasma de turno. Por eso, por ahora, gana Macri.
*Director del Centro de Estudios e Investigación en Ciencias Sociales (CEICS) y militante de Razón y Revolución