28.MAR.18 | postaporteñ@ 1891

Mapa de un Engaño

Por Álvaro Diez de Medina

 

El lado Oculto de la Trama Tupamara

 Libro de Álvaro Diez de Medina

Una luz al final del túnel

Capítulo V

Una luz al final del túnel En medio de la marejada represiva que coincidiera con la captura de Alicia Rey el 19 de mayo de 1972, Amodio había abandonado al alba del 20 el domicilio de Estefanell a fin de dirigirse al local más importante de la sedición en la capital, llamado El Papagayo, o Santiso por el nombre del establecimiento gastronómico que le servía de cobertura, a los fondos del Mercado Agrícola, en el barrio La Comercial.

La captura de Alicia no se había hecho pública, /34 por lo que un desesperado Héctor se apresuró a organizar dos expediciones a la zona de Pocitos donde, pensaba, aún podrían estar aguardando sus compañeros. Asistido por Efraín Martínez Platero (a) El Flaco o Carlos, Heraclio Rodríguez Recalde (a) Coquito y César Long Damboriano (a) El Canario, había regresado al Santiso dos veces, descorazonado / 35

Al regreso de la segunda de ellas, y para su honda desazón, se había encontrado con Pepe Mujica quien, con lágrimas en los ojos, le refiriera lo que había acontecido en las alcantarillas. La captura de Alicia Rey había sido la gota que derramara el vaso de la paciencia de Amodio, quien procuró una inmediata reunión a puertas cerradas con Sendic, Marenales y Engler, en tanto afuera se hallaban, entre otros, Tabaré Rivero, José Mujica, Efraín Martínez, Heraclio Jesús Rodríguez /36 y Sonia Mosquera Villamil /37

Entre gritos cada vez más destemplados, Amodio retomó críticas que ya había formulado en el curso de una reunión mantenida a comienzos de mayo de 1972 en el local central de informaciones de la sedición, ubicado en Juan B. Morelli 3731:  la inclusión de Sendic en el menguante “ejecutivo” de la organización no había servido para controlar sus erráticas acciones, tal como por entonces creyeran que lo haría tanto Engler como Marenales, sino para dejar al grupo librado al voluntarismo de inmolarlo en una embestida hostigadora sin armamentos, dinero, locales o integrantes identificados.

 El absurdo de un “segundo frente”, el del llamado “Plan Tatú”, los asesinatos del 18 de mayo que, para la organización, equivalían a un incalificable suicidio, fueron arrojados como argumentos por Amodio a sus compañeros.

Ha referido Amodio en un reportaje concedido a El Observador el 11 de julio de 2013 que, en este punto, Sendic ensayó eludir la responsabilidad de la dirección sediciosa en los crímenes del 18 de mayo: en realidad, le aseguró, les habían sido sugeridos por militares vinculados a la organización como forma de interrumpir las torturas que ya se perpetraban contra los detenidos en todas las unidades castrenses /38

 “Los militares que vos bien conocés”, le habría comentado, de donde Amodio inmediatamente infirió que se trataba de un contacto del que él estaba a cargo en 1969 y en el curso de las tareas preparatorias del asalto de la sedición en Pando: el coronel Pedro Montañez (a) Ramón y, por extensión, los oficiales que, junto a él, mantenían vinculaciones “periféricas” con la sedición desde la órbita del candidato presidencial frenteamplista, Gral. Líber Seregni (1916-2004), como los por entonces coroneles Pedro Aguerre Albano (1929) y Víctor Licandro (1918-2011) (“y alguno más”), a quienes Amodio asegura no haber conocido/39

 Consultado por el semanario Búsqueda en 2013, el único sobreviviente de los tres integrantes del grupo llamado 1815, Gral. Pedro Aguerre Albano, desestimó las palabras de Amodio, atribuyéndolas a su intención de dar visos de respetabilidad a su supuesta traición.

El Gral. Aguerre sostuvo, por lo demás, que sí conocía a Amodio, con quien tuviera un breve encuentro, antes de ser detenido y procesado en 1972, de donde infiere que tal reunión habría sido una celada, urdida por quien no duda en describir como “un mentiroso y un traidor”.

Pero el Gral. Aguerre no se limitó a descalificar a Amodio, sino que optó por tratar el tema de los asesinatos del 18 de mayo. “Nunca”, aseguró enfáticamente, había sugerido lo que alegara Amodio, “sino que cuando me dijeron (sic) que había esa versión, que los ‘tupas’ se sentían animados, Montañez me dijo: “Mirá hermano, los ‘tupas’ piensan hacer eso”. Yo le digo: “Van a durar cuatro semanas. El Ejército en cuatro semanas los deshace”.

De las palabras del Gral. Aguerre se concluye, pues, que tanto él como Montañez estaban, con anterioridad al 18 de mayo, al tanto de la inminencia de un aún indefinido operativo en curso del violento hostigamiento contra las Fuerzas Armadas: el asesinato de los cuatro soldados integrantes de la escolta del Gral. Gravina /40

Engler y Marenales, contra lo esperable, cerraron filas tras Sendic en la gritería que se suscitara en el Santiso. Tal como ya lo habían expresado a comienzos de mes en el local de Juan B. Morelli, se actuaría, si fuera necesario, “desde las cloacas y a los ponchazos”. Aun los ponchazos, les volvió a espetar un exaltado Amodio, necesitan de organización. Ya en el allanado local de la calle Manuel Haedo, Amodio le había expresado a Mujica su decisión de pedir la baja de la organización.

Ahora, y ante Sendic, Engler y Marenales, volvía a hacerlo. Lo que en los minutos finales del incidente ocurriera es hoy materia de disputa: “No se te puede dar la baja”, le habría dicho Sendic. Habría sido en ese punto expulsado, refiere parte de la literatura tupamara.

Sendic habría informado, ya tras la partida de Amodio, que este no debía ser considerado miembro de la “orga”, narra otra versión. Habrían hablado, entre todos, de la posibilidad de que Amodio fuera trasladado a Chile, donde la rama tupamara conocida como La Guacha podría utilizar sus habilidades en la falsificación de documentos de identidad /41

En su celda de la Jefatura de Policía, donde se hallaba desde la aciaga noche del 19 de mayo, Alicia Rey apenas había recibido noticias de la caída de la llamada “cárcel del pueblo” el día 27. Incomunicada, aún vistiendo las prendas con las que fuera capturada en la red cloacal de Montevideo, había logrado que una funcionaria policial se apiadara de ella y se llevara su ropa a lavar.

Su ansiedad se agravó, por ende, cuando fuera encapuchada, arreada a la parte trasera de una camioneta policial, donde, entre puntapiés e insultos, invisibles soldados le hicieran temer por su vida. Conducida en ese estado por corredores y escaleras, tropezando entre empellones y gritos, agitada, aterrorizada, llegó a una habitación desde la que llegaban soterradas voces. Al ser detenida en seco, sintió que alguien le sacaba la capucha. Era Héctor. Alicia estaba en el dormitorio que empleaba el capitán Calcagno en el cuartel Palleja: dos simples camas, un armario en el que Calcagno guardaba su ropa de calle. Y lo estaba junto a Héctor, con quien se fundiera en un desesperado abrazo. Por sobre su hombro, vio a un joven y sonriente uniformado. El teniente segundo Armando Méndez.

 Atónita, aún desorientada, Alicia se sentó en el borde de una de las camas, junto a Héctor: “Coral y La Salteña”, como los llamaban sus compañeros. Héctor no se anduvo por las ramas. Le contó en urgidas palabras lo que venía de vivir: la farsa del Santiso, el encuentro con Nepo, la caída de la “cárcel del pueblo”, las noticias de su condena a muerte, la oferta de Méndez que ya había aceptado, y gracias a la cual ella estaba ahora entre sus brazos, invitada por una esperanza, en medio de tanta desolación.

Entre desconectadas preguntas, interjecciones, incompletas respuestas, repasaron en pocos minutos los rumores de capturas de locales y compañeros, contabilizaron fracasos largamente vaticinados, rememoraron la defenestración de Alicia, y la de lo que su Columna 15 representaba, cuando, en marzo de 1972, Rey Morales fuera excluida del llamado “comando general”, y se hubiera visto obligada a organizar sola, y sin otro auxilio que el de la amistad de Heraclio Rodríguez y el albañil Héctor Clavijo Quirque, la segunda fuga de presos del Penal de Punta Carretas, el 12 de abril de 1972.

Alicia estaba, claramente, hastiada del inconducente combate. Cooperaría, pues, con Méndez a cambio del prometido salvoconducto. De inmediato, dos soldados la condujeron al llamado “barracón” reservado a las sediciosas presas.

Dos días después, el teniente Méndez convocó a ambos al despacho del capitán Calcagno. Era una oficina atiborrada de decomisos producidos en los allanamientos, y parecía un mercado persa. Una mesa de arquitecto, sobre la que se habían colocado pilas de documentos, había sido claramente despejada: “A partir de hoy, esta es tu oficina”, le informó Méndez a Héctor entre sonrisas.

El aquelarre que tenía Héctor ante sus ojos era, en suma, todo el pomposamente denominado “Organismo Coordinador de Actividades Anti-Subversivas” (OCOA) para Montevideo: un trabajo que, en la desarreglada carrera de los oficiales por salir de maniobras contra la subversión, nadie quería emprender, o siquiera tenía la formación para hacerlo, y de cuya importancia solo Armando Méndez era consciente.

Los allanamientos eran, en aquel momento, el centro del interés militar. Con intensidad y excitación propia de su edad y formación, los jóvenes oficiales querían medir sus valentías, o vengar sus agravios, contra un enemigo del que lo desconocían todo: no había, a sus ojos, protagonistas principales o elenco de reparto, jerarquías o simpatizantes, objetivos políticos o afán criminal.

Los alias equivalían para ellos a nombres. Los locales se confundían en direcciones y apodos. No se concebía coordinación alguna con otras unidades militares, más allá de la papelería que circulaba entre los centros de inteligencia improvisados en cada una de ellas, denominados S2, y aquella era apenas una olla podrida de anotaciones, hojas, hojillas, dibujadas a veces a vuela pluma, mientras se atendía un llamado telefónico.

Solo Méndez, pronto concluyó Amodio, comprendía que aquel caos requería de un orden, si es que se quería evitar lo que ya venía ocurriendo: que un mismo local fuera allanado varias veces por distintas reparticiones de los organismos de seguridad, que personas ya capturadas siguieran requeridas, y que muchos de los requeridos no fueran ya, en realidad, más que nombres /42

Un peligro, sin embargo, acechaba a Amodio y a Rey: gran parte del material que Méndez había puesto sobre la mesa no servía, en realidad, de nada.

Era ilegible. Había sido superado por la frenética acción militar, que a diario rediseñaba el mapa de la derrota tupamara. Era, en cierta medida, incomprensible para ellos mismos, como procuraba que lo fuera, precisamente, la compartimentación sediciosa. Tendrían, por tanto, que aguzar su ingenio: de percibir Méndez que poco o nada obtendría de ellos, Alicia y él corrían el riesgo de perder el acuerdo alcanzado.

Y, claro, Héctor contaba con ser de utilidad al Tte. Cnel. Legnani en las negociaciones que Adolfo Wassen hubiera puesto en marcha a fin de concluir una tregua en las hostilidades.

Legnani le había confiado que habían pensado en Wassen como mediador ante el aún prófugo Raúl Sendic, a efectos de abrir con él un canal de comunicación negociadora.

Claramente, la ignorancia con la que las Fuerzas Armadas se movían en relación al movimiento sedicioso podría aquí descarrilar todo el intento: Wassen no era percibido por Sendic como un activista de su estatura, y las confrontaciones entre ambos habían agriado su relación: debía pensarse en otro mensajero. El Ñato sería el más adecuado”, sugirió Amodio, refiriéndose a Eleuterio Fernández Huidobro.

Seguramente no percibió entonces que había puesto en marcha un derrotero que tendría décadas de transcurso y un impacto político llamado a transformar el país del que ahora quería huir. Lo que Amodio no podía en aquel momento saber es que la idea de una tregua que Wassen arrojara durante su interrogatorio había sido rápidamente puesta en conocimiento tanto del comandante de la Región Militar Número 1, Gral. Esteban R. Cristi, como del Gral. Gregorio C. Álvarez Armellino (1925-2016), jefe del Estado Mayor Conjunto (ESMACO) creado, junto con la Junta de Comandantes en Jefe (JCJ), el 16 de diciembre de 1971 como corolario de la atribución a las Fuerzas Armadas de la campaña antisubversiva.

El ESMACO era, según su decreto de creación, el organismo coordinador de la campaña antisubversiva que había venido a superar al Servicio de Información y Defensa (SID) creado ese mismo año, a cuyo frente se hallaba ahora el Cnel. Ramón Trabal (1929- 1974), convertido en indispensable colaborador de Álvarez, con quien revistara en el arma de Caballería del Ejército. El OCOA, naturalmente, también orbitaba en torno al ESMACO.

En conocimiento de que se había abierto una grieta negociadora en el cuartel Palleja, el Gral. Cristi había autorizado la prosecución de las conversaciones, por lo que aquella idea germinaría de inmediato: se dispondría el traslado de algunos de los prisioneros más importantes a fin de intentar poner pausa o punto final a la violencia.

Fue así que el 26 de junio de 1972, Eleuterio Fernández, Mauricio Rosencof y Jorge Manera fueron trasladados a la sede del Florida desde sus lugares de detención a fin de sostener una reunión que no anticipaban tuviera la envergadura que al cabo alcanzara.

Es que allí estaban nada más y nada menos que el comandante en jefe de la Armada, contralmirante Juan J. Zorrilla, el comandante en jefe de la Fuerza Aérea, brigadier general Manuel Pérez Caldas, el comandante en jefe del Ejército, general Florencio Gravina, el comandante de la Región Militar 2, general Rodolfo Zubía, el sub-jefe de la Región Militar 1, coronel Pedro J. Aranco, además de los generales Álvarez y Cristi, el coronel Trabal y el teniente coronel Legnani.

¿Cómo es que se había llegado a conformar tal asamblea?

En conocimiento de la chispa encendida por Wassen en el Florida, tanto Álvarez como Cristi habían apresurado una mal fundamentada conclusión: la sedición estaba pronta para negociar su rendición. Arrebatados por esta posibilidad, habían acudido a visitar al presidente de la República, Juan María Bordaberry (1928-2011) en su residencia, intentando contagiarle su entusiasmo.

“Pues que se rindan”, habría respondido el no muy convencido mandatario. Al salir los militares de la residencia, ya persuadidos de contar con la procurada autorización presidencial, Bordaberry se puso de inmediato en contacto telefónico con los ministros en cuyo olfato político más confiaba: el de Economía, Francisco Forteza (1928- 2005), el de Educación y Cultura, Julio M. Sanguinetti (1936), el de Ganadería y Agricultura, Benito Medero (1922-2007), así como el secretario de la Presidencia de la República, Luis Barrios Tassano (1935-1991)

 Los precisaba a su lado, a fin de analizar la información que acababa de recibir de boca de Cristi y Álvarez. Los asistentes a la reunión con el presidente percibieron como él el riesgo que ahora asomaba en el horizonte, por lo que allí se convino que lo que quiera que fuera que ahora se estaba cocinando en el cuartel Palleja, debería estar sujeto al control de los tres comandantes en jefe, a quienes se instruiría (tal como se hiciera ya respecto a la reunión celebrada) de estar presentes en las conversaciones con los detenidos.

Ninguno de los tres jefes militares, empero, estaba al tanto de los sucesos del Florida/43

El encuentro en el cuartel Palleja fue, a la luz de sus antecedentes, un gran fracaso, no tanto para algunos de sus protagonistas como para el país y sus instituciones. Los comandantes en jefe llegaron al mismo a disgusto y mal informados: creían estar ante la rendición incondicional de los sediciosos.

Y ni siquiera los conocían a todos: años después, el C/A Zorrilla le informaría a Santiago Tricánico en el reportaje que este le hiciera para su libro Comunicados 4 y 7. Treinta y tres años después (Rumbo Editorial, 2006) que allí meramente identificó, entre los “dirigentes presentes del MLN” a Rosencof, así como a “una mujer (...) pero no recuerdo su nombre”

Era Alicia Rey Morales, partícipe del encuentro, y ausente en las referencias que al mismo hace, en 1997, Eleuterio Fernández en su obra La tregua armada /44

La presencia de Rey Morales, sin embargo, es de gran relevancia. Fue allí a pedido de los sediciosos que fueran trasladados al Palleja, así como del propio Wassen, y al hacerlo revelaría que, si bien Amodio había sido supuestamente condenado a muerte tras la caída de la llamada “cárcel del pueblo”, no lo habría sido aún por parte de los presos dirigentes de la sedición que, sabedores del papel que Wassen jugara en la entrega de la “cárcel”, estuvieran ahora en el umbral de protagonizar el capítulo de la tregua con las Fuerzas Armadas.

 Ante el vacío y falta de coordinación de los jerarcas militares, era natural que la conducción del encuentro, así como la gestión de sus secuelas, quedara en manos de quienes lo habían organizado: Cristi, Álvarez y Trabal.

A los ojos de los sediciosos, por otro lado, se había abierto una brecha que pronto aprovecharían, haciendo suya, así como de Álvarez, Trabal y los oficiales del Florida, la interpretación del encuentro como una tregua en las acciones armadas ofensivas, a cambio de la suspensión de las torturas a las que eran sujetos los sediciosos detenidos.

Disuelto ya el encuentro, y sin la molesta presencia de los desnorteados comandantes, Fernández Huidobro nos revela el otro botín obtenido por la sedición en aquella comedia: “reunidos aparte, en cuidadoso cálculo basado en el conocimiento de ‘la interna’ del Ejército (sic), resolvimos que el contacto con el MLN lo hacíamos nosotros mismos y concretamente fui designado por los compañeros para intentarlo”. Esa charla de pasillo es, por lo tanto, la semilla de la que será la sedición militar /45

Notas

34- De hecho, se dio a conocer recién el 19 de mayo, y sin mencionar a Alicia Rey, lo que comprueba la relación del evento incluida en La Subversión. Las Fuerzas Armadas al Pueblo Oriental, Junta de Comandantes en Jefe, Montevideo, 1976. No es, por tanto, correcta la afirmación de Wolf, recogida por Fontana en La piel del otro, en el sentido de que al llegar al domicilio de Estefanell “nos informaron de que la prensa estaba dando noticia que los militares habían detectado un grupo de hombres en las cloacas, que después de un tiroteo habían logrado detener a una mujer, y que el resto de los integrantes del grupo habían (sic) huido” (op. cit., pág. 190)

 35- Hacía más de dos días que había merodeado por el alcantarillado de Pocitos, entrando y saliendo en procura de sus compañeros, y tanto la fatiga como el dolor se le empezaban a notar. “Estábamos reunidos Engler, Sendic y yo en un altillo”, rememora Julio Marenales, “y miro para abajo y estaba Amodio que parecía un pollo mojado, envuelto en una frazada, arrollado. Y le digo a Sendic: “Bebe, sabés que me da asco verlo”. (La piel del otro, ed. cit., pág. 194)

36- Esposo de Edith Moraes.

 37 -Esposa de Adolfo Wassen Alaniz, a quien Amodio no recuerda allí, ni conocía personalmente.

38- Amodio asevera, con un sentido claramente diferente en Yo no soy Amodio Pérez (Ediciones B, Montevideo, 2015), pág. 55, “había que tomar represalia contra el ejército”

39- La memoria escrita por el Gral. Aguerre en relación a este grupo, que integraba además el entonces Cnel. Carlos Zufriategui, se titula Hermano, trabajaremos de presos (EBO, Montevideo, 2012)

40- Amodio niega la afirmación del abogado defensor de Aguerre y Montañez, José Korzeniak, en cuanto a que los contactos se mantuvieron hasta 1970 (op. cit. pág. 70), y descarta por fantasiosas las afirmaciones de Aguerre en cuanto a que sus supuestas conversaciones con Amodio fueran grabadas mediante una sofisticada tecnología que aún no existía en el país, o que este hubiera concurrido al Juzgado en el que su procesamiento se tramitaba vestido con prendas que lo hacían lucir como “recién llegado de EEUU”. Amodio niega, por lo demás, haber visto nunca personalmente a Aguerre.

41- “Existen sobrados elementos hoy”, escribiría Julio Marenales en el semanario Mate amargo, en 1995, “para afirmar que mucho antes de 1972 negoció (Amodio) subrepticiamente grave información interna con la Policía: por dinero, por seguridad y para hacer caer en manos represivas a sus ‘enemigos’ internos. Lo de 1972 fue el lógico y definitivo fin de algo que vino precediéndose a lo largo de años”. Lo que Marenales nos está diciendo es, por lo tanto, que Amodio, reiteradamente denunciado por nunca nombrados integrantes de la organización como “ladrón, mentiroso y gran cobarde”, ya embarcado en la “subrepticia” tarea de facilitar la caída en manos militares de sus “enemigos” internos, participaba igualmente de las reuniones del llamado “comando general” de la organización hasta el 26 de abril de 1972 y, expulsado, había salido con vida del Santiso, rumbo a un local de la sedición, que compartiría con otro de sus integrantes. No parece una explicación razonable

42-No se ha escrito aún nada en relación a muertes y heridas causadas por los organismos de seguridad militar a sus mismos efectivos en este caos y, por ende, no podemos aún determinar si algunas de estas bajas fueron o no atribuidas a la acción sediciosa.

43- Amodio ha sostenido, en diversas entrevistas, que los tres comandantes asistieron a la reunión del 26 de junio sin que el presidente Bordaberry estuviera al tanto de lo que ocurriría, y que será recién en ocasión de una segunda reunión de los mismos protagonistas, ya a comienzos de julio, concertada a fin de recibir la contra-propuesta de la sedición, que los generales Álvarez y Cristi acudirán a la residencia presidencial a informar a Bordaberry que la sedición estaba pronta para pactar su rendición. Esta versión coincide parcialmente con la cronología que postula Julio M. Sanguinetti, uno de los partícipes de la subsiguiente reunión de Bordaberry con sus asesores, quien en La agonía de una democracia (pág. 311) fija la visita de Cristi y Álvarez el 8 de julio, pero discrepa con testimonios como los del contralmirante Zorrilla, Eleuterio Fernández y otros, quienes se refieren a una sola reunión, en la que se hallaba presente Alicia Rey. En esta relación se ha optado, tentativamente, por esta segunda versión de los hechos, aunque el hacerlo entrañe un importante riesgo: de haber estado los comandantes al tanto de las negociaciones y no haber informado al presidente de ellas hasta el 8 de julio, habría que concluir, con Lessa en Estado de guerra... (pág. 53) que la supuesta segunda reunión implicó el fin de la tregua, además de la participación de los mandos en un encuentro que bordeaba el desconocimiento del mando institucional.

44- Al igual que en Brum (Patria para nadie, pág. 391, quien también excluye a Wassen), aunque no de acuerdo al testimonio de Jorge Zabalza en Cero a la izquierda, pág. 121 (Federico Leicht, Letraeñe Ediciones, Montevideo, 2009), quien incluye a ambos. Mauricio Rosencof, en una entrevista concedida a la revista Caras y Caretas (6 de mayo de 2017), daría un intempestivo giro a las fabulaciones tejidas respecto a este evento: según él, los detenidos habrían llegado a la reunión, y se habrían visto sorprendidos por la presencia de Rey. “Mirá”, él le habría entonces dicho a Calcagno, “si esto es un planteo, en serio lo que acaban de hacer es de cuarta, porque todos sabemos quién es Alicia Rey. Y acá la pusieron ustedes”. Se trata de otra pincelada imaginativa. ¿Se abre, acaso, una negociación en presencia de alguien no propuesto por los negociadores? ¿Con qué finalidad? ¿Perder tiempo? ¿Por qué calló, además, esta versión de los hechos Fernández Huidobro al tratar el tema? ¿Por qué se le ocurrió a Rosencof traerla a colación recién 45 años después?

El propio entrevistado nos da el contexto, al aseverar que Donato Marrero se habría excluido de las conversaciones a fin de canjear “información por estar preso seis años, aunque al final estuvo diez”. Si Rey se sentó en aquel cónclave, pues, parece haberlo hecho porque los presos propusieron su nombre, y aún no habían optado por aunar criterios en torno a su caso y el de Amodio

45-Si asumimos la interpretación de los hechos que aquí hago, no podrían acompañarse las conclusiones de Lessa en su Estado de guerra... (pág. 53). “La postura de Bordaberry y sus asesores tenía éxito”, anota al inferir que los comandantes habrían percibido la acción ya independiente de Cristi, Álvarez y Trabal. Por el contrario, extrañaría sobremanera que, enfrentados a un riesgo institucional de la envergadura del detectado en la reunión con Bordaberry, los asistentes no hubieran tomado para sí la conducción del procedimiento que se estaba emprendiendo.


Comunicate