13.MAY.18 | postaporteñ@ 1906

Mapa de un Engaño

Por Alvaro Diez de Medina

 

El lado Oculto de la Trama Tupamara

 Libro de Álvaro Diez de Medina

 

Capítulo VIII  : Se levanta el telón de la tregua

 

Las conversaciones que germinaran en la sede del Batallón Florida habían despertado alarma y desconcierto en el círculo íntimo del presidente Bordaberry, al punto que apenas atinó este a requerir de los comandantes un informe sobre lo que se conversaba en el cuartel. Ausente de toda tarea de supervisión política había quedado nada menos que el ministro de Defensa Nacional, Gral. Enrique O. Magnani (1908-1987), cuya autoridad resultara así notoriamente menguada por la omisión.

Habiendo percibido el aún presidente electo Bordaberry a comienzos de 1972 que los mandos de las Fuerzas Armadas verían con malos ojos la designación del hasta entonces ministro del Interior, Brig. Danilo Sena (1919-1997) como titular de la cartera de Defensa, optó por la figura del Gral. Magnani, extensamente considerado como un general de generales.

El ministro estaba, sin embargo, llamado a fracasar en su gestión. Las organizaciones sociales, medios de comunicación y partidos políticos de izquierda continuaron, por lo pronto, ejerciendo sobre él la inclaudicable presión de sus permanentes y distorsionadas denuncias y agitaciones, procurando demostrar que era un ministro más en el seno de un régimen dictatorial y vesánico.

La oficialidad de las Fuerzas Armadas, en tanto, sentía que las respuestas públicas del ministro a las denuncias que se ventilaban en la plaza pública así como en el parlamento eran tibias, y exponían a los triunfantes uniformados al menoscabo y, tal vez, hasta a la traición.

La muerte del obrero de la construcción Luis Carlos Batalla expondría al ministro a esta Escila y Caribdis. Batalla murió el 25 de mayo de 1972 como consecuencia de las torturas de las que fuera víctima mientras se hallaba detenido en la sede del Batallón de Infantería No. 10, con sede en el departamento de Treinta y Tres

Llamado a sala por parte del representante nacional democristiano Daniel Sosa Díaz a fin de dar explicaciones ante el parlamento, el ministro Magnani intentó argüir que la irregular muerte de Batalla debía ser considerada como un caso aislado, en el contexto de un estado de guerra como aquel en el que se hallaba el país a partir de los crímenes del 14 de abril de 1972. El punto del ministro era el de que el Poder Legislativo debía abrir un crédito a las Fuerzas Armadas, sujeto al compromiso de que estas impulsaran una investigación que llevara al “público señalamiento” de los responsables de la muerte de Batalla.

Y tal fue la resolución parlamentaria.

* * *

Esta definición del caso Batalla, sin embargo, no haría mella en los problemas de Magnani, sino que los agravaría.

La prensa y oposición política de inmediato expresó, día sí y otro también, y tal como viniera asegurándolo desde hacía años, que el caso Batalla, lejos de ser un ejemplo aislado, revelaba la práctica sistemática de la tortura en recintos militares,(61) atribuible ya tanto a los ejecutores materiales de la misma, como a los mandos militares y autoridades civiles, hasta llegar al mismo presidente de la República, retratado como un inspirador de sevicias.

 La oficialidad, en tanto, se había sentido traicionada por el ministro: ofrecer el “público señalamiento” de los victimarios de Batalla equivalía, a sus ojos, a negar la naturaleza ciega y violenta de toda guerra, llamada a causar víctimas inocentes.

La situación iría un paso más allá cuando 144 oficiales firmaron una solicitud a fin de convocar, para el 4 de julio de 1972, una asamblea del Centro Militar, con miras a discutir la resolución parlamentaria y hacer oír la voz corporativa de los uniformados, oficiales medios en actividad y muchos retirados. Dos días antes de la realización de la asamblea, el inspector general del Ejército, Gral. Florencio Gravina, dictó una orden de comando que, en su parte resolutiva, advertía “a los señores oficiales superiores, jefes y oficiales del Ejército, sobre la inoportunidad e inconveniencia de una asamblea en el Centro Militar, donde se debatirían problemas de actualidad, por demás delicados”

 En igual sentido, el ministro Magnani aprovechó aquella coyuntura a fin de dirigir un mensaje a las Fuerzas Armadas en ocasión de haberse prorrogado el estado de excepción en el país. Refiriéndose a las “características particularmente ingratas” del combate contra la sedición, el general recordó a los uniformados que se hallaban en combate contra “connacionales que, nutridos por siniestra simiente, intentan destruir al país, destruyéndonos y destruyéndose, sin dejar por eso de ser uruguayos y, por tanto, hermanos, desviados y enfermos”

En ese contexto, afirmaba Magnani, el conflicto no terminaría en un “armisticio”: sin “un triunfador y un derrotado”, apenas restaría la “honda enseñanza de horrores que este período deparará”. Sus subordinados, por cierto, leyeron aquel mensaje con desprecio.

La asamblea, con el voto unánime de los asistentes, culminó en una resolución en el sentido de que “toda acción o manifestación corporativa que tienda a menoscabar u objetar maliciosamente los procedimientos de los integrantes de las Fuerzas Armadas en la lucha contra la subversión o, lo que es lo mismo, traición a la patria, constituye una complicidad embozada con los enemigos del régimen republicano”

La conjura militar estaba en marcha

* * *

Si inexplicable es la respuesta de la organización tupamara a las conversaciones abiertas en el cuartel Palleja, más lo es la dada a la negativa militar a considerarla: el asesinato, el 25 de julio de 1972, (62) del director de Defensa Civil, coronel Artigas Álvarez Armellino, hermano del Gral. Gregorio Álvarez

El operativo fue sencillo. Coordinado por la sediciosa Alba Mabel Antúnez Nieto (63) (a) Patricia, consistió en el copamiento el día anterior, por parte de un comando de jóvenes activistas ahora empujados al frente de la acción delictiva, (64) de una finca cercana a la vivienda del Cnel. Álvarez, en la calle Otelo (hoy Ing. José Acquistapace) 1542 esquina Avda. General Rivera, Punta Gorda.

 A las 7 de la mañana, la hija del coronel abandonó la vivienda, dirigiéndose, a pie, al colegio. Pocos minutos después, su padre sacaría el auto del garaje de la vivienda, momento en el que Rodríguez, por la izquierda del vehículo, y Costa por la derecha, dispararon sobre el desprevenido Álvarez: mientras Rodríguez vació sobre él el cargador de su pistola .45, Costa disparó cuatro veces con su revólver 38. Ambos homicidas, vestidos de manera que sugiriera el uniforme del vecino colegio La Mennais, se dirigieron, de inmediato, a una camioneta marca Studebaker, estacionada a pocos metros de la escena del crimen, dejada allí con ese propósito por otro sedicioso, apenas identificado como Ruben.

Mientras la hija del militar, al oír el ruido de la balacera, volvió corriendo sobre sus pasos, Rodríguez y Costa abandonaron el lugar a toda velocidad: Costa rumbo a la Facultad de Veterinaria, de la que era funcionario, y Rodríguez al punto de encuentro previamente dispuesto con Antúnez (65)

 * * *

“Esta acción”, afirmaría Antúnez al ser entrevistada por los periodistas Nelson Caula y Alberto Silva para su obra La tregua armada en 1986, “se da en el marco del rompimiento de la tregua, tregua que rompen los militares. En medio de ella, los militares hacen un procedimiento –según sus propios términos– donde rematan a mansalva a compañeros: Francisco, en concreto. Y después, mueren en tortura otros compañeros: Alvariza, concretamente. Estaba su compañera en el calabozo, y presenció cuando lo mataron a trompadas. Y había muerto Amilivia también”

“La muerte de Álvarez”, resume Antúnez, “fue nuestra respuesta militar al rompimiento de la tregua. Él era un hombre que estaba vinculado a lo que sería la actividad política del Ejército desde la década del sesenta (sic): era un activo militante dentro de las filas del Ejército (¿?). No era un militar más”

Diseccionemos ahora este ejemplo paradigmático de ofuscación argumental. El médico Carlos Alvariza Mineau (a) Vila murió, en efecto, al caer de cuatro metros en un pozo de aire de la sede del Batallón de Infantería No. 14, en lo que las Fuerzas Armadas calificaron como un suicidio y muy probablemente fue un homicidio, ejecutado con el propósito de ocultar las torturas de que fuera objeto.

Pero lo hizo el 25 de julio de 1972: el mismo día en que el Cnel. Álvarez fuera asesinado a las 7 de la mañana. El estudiante Eduardo Agustín Ariosa Amilivia (a) Pajarito de 23 años de edad, en tanto, fue abatido en el curso de un intercambio de disparos con efectivos militares, en la intersección de la avenida San Martín y Martín García, solo que lo fue recién el 27 de julio de 1972. El hecho se hizo público al día siguiente.

 En 2007, el asesino de Álvarez, José Luis Rodríguez, volvería a asegurar en público que el coronel era responsable del asesinato “a patadas” de un sedicioso: solo que no nombra a la supuesta víctima, y nadie lo ha hecho hasta el día de hoy. Ni siquiera Antúnez entendió del caso mencionar esta acusación ante Caula y Silva. La fabulación en torno a este caso no se detiene aquí.

 Ya ocupando una banca en el Senado, José Mujica aseguraría que “la operación la planificó Pérez Lutz, porque me lo dijo (...) La causa era que resultaba fácil, y encuadraba dentro de la línea de acción planteada”.

¿Así, sin más, un activista sin peso habría dispuesto un golpe de este porte?

El estudiante de Agronomía, José María Pérez Lutz (a) Roberto, Gregorio, Goyo o Mocho moriría, convenientemente, el 11 de agosto de 1972, en el curso de un enfrentamiento con efectivos militares en la esquina de la avenida General Flores y Bulevar Artigas (y no, como se suele afirmar, en la de Gral. Flores y Larrañaga)

Lo que Mujica afirma a continuación es aún más revelador. “Se trataba de un Álvarez, y creo que aunque no me lo dijo (sic), él creyó que la acción era contra el general y no contra su hermano, ya que la información que recibía no era nada refinada, más bien gruesa y de dudoso origen”. “Nosotros”, añade, “ni sabíamos que existía el coronel Álvarez. Toda la información que manejábamos era del general, pues se nos decía que era un militar inteligente, que estaría vinculado a la CIA (sic), cosa que después nos enteramos no era cierto” (66)

La muerte del oficial fue, de acuerdo a esta increíble interpretación, fruto del capricho de un desinformado: nuevamente, la dirección sediciosa, compuesta en ese momento por Raúl Sendic, Henry Engler, Efraín Martínez y Julio Marenales, nada tiene que ver con el hecho

La realidad es que Álvarez no cumplía rol alguno en la lucha antisubversiva, al punto que su hermano siempre consideró que su muerte había sido producto de un equívoco con su persona (67 )

Si barremos, por tanto, la patética hojarasca argumental a la que Antúnez siguiera echando mano en 1986, referida a la supuestamente “activa” militancia “política” del coronel, lo único que nos queda entre manos es que su asesinato fue la violenta forma que la sedición hallara a fin de trasmitir a las Fuerzas Armadas su irritación ante el rechazo de su “plan de pacificación” (68)

 En ningún campo como en el de la lógica terrorista el medio es el mensaje.

* * *

El 31 de julio de 1972 sesionó la Cámara de Senadores, y naturalmente se esperaban las expresiones de pesar en relación al asesinato del coronel Álvarez.

La oposición de izquierda, según era previsible, emplearía aquella ocasión a fin de asociar sus palabras de repudio al homicidio con otras, en idéntico sentido, referidas a crímenes como los que habían segado la vida de Luis Batalla y Carlos Alvariza.

El senador frenteamplista Zelmar Michelini dio, en ese punto, un paso de gran efecto: si Álvarez y Alvariza habían caído, ello había sido como consecuencia del fin de conversaciones “entre los tupamaros y parte del Ejército, que son conocidas por todos los altos círculos políticos del país, conversaciones trabajosas, donde por ambos lados se trató de establecer condicionantes para una paz que se presumía podía ser definitiva”

La explosiva revelación despertó, naturalmente, la reacción de la bancada oficialista, enfática en afirmar que tales conversaciones no habían tenido lugar: y muy verosímilmente así lo creyeron sus integrantes. El 1º de agosto, la oficina de prensa de las Fuerzas Conjuntas difundía un comunicado firmado por la Junta de Comandantes en Jefe de las FFAA, mediante el cual esta aseguraba que “en ningún momento las FFAA han llevado a cabo tratativas de ninguna índole con organizaciones criminales”

La Junta, en esta ocasión, dio un paso más en el camino a la sedición militar: rechazó por “calumniosas” las expresiones de Michelini, y deploró el amparo que los fueros legislativos daban al legislador en lo que caracterizó como “el infame y vil propósito de desprestigiar a las Fuerzas Armadas ante la opinión pública”

 Repárese en lo que ambos protagonistas de este episodio habían cosechado. Michelini, incontestable y soterradamente cercano en sus posiciones a la sedición tupamara, al punto de haberse reunido con alguno de sus cabecillas pocos días antes de la violenta explosión del 14 de abril, había dado difusión a las supuestas negociaciones en relación a una tregua entre las FFAA y la organización tupamara (69)

¿Cuál era, pues, el objetivo de arrojar el hecho a la luz pública?

“Es cierto”, afirmará Jorge Manera Lluveras en 1986, “que nosotros lo hicimos para dilatar la tortura, pero no desestimemos la posibilidad de un acuerdo. Incluso, si se oficializaba la negociación era un éxito”.

 ¿Qué éxito? El de tornar al militarmente derrotado grupo sedicioso en un legítimo actor político, a partir de una salida negociada. Así auxiliados, podemos entender mejor los términos de la explosiva revelación parlamentaria. “Lo que yo estoy diciendo”, resumió Michelini en el recinto, “es que esa tregua pudo haberse convertido en paz”

 Los dirigentes de las Fuerzas Armadas, en tanto, habían respondido al desafío del legislador con inesperada agilidad. Vieron, en suma, una brecha, y hacia ella se arrojaron: no solamente se exhibieron como un órgano deliberante autónomo, llamado a emitir censuras dirigidas a la representación parlamentaria del país, sino que identificaron a las inmunidades parlamentarias de base constitucional como un obstáculo más en la defensa del interés público, de inmediato identificado con ella

En suma: desde el 1º de agosto, la dirección de las Fuerzas Armadas se había erigido en un nuevo partido político, y lo había hecho en base a la falsa legitimidad que el senador frenteamplista había pretendido conjurar en sala a beneficio de la sedición tupamara

* * *

El 4 de agosto de 1972, la asamblea general extraordinaria del Club Naval, con asistencia de 204 oficiales, formuló una declaración de apoyo a la intransigencia en el cumplimiento de las tareas que habían tomado sobre sí las Fuerzas Armadas. El documento aprobado, sin embargo, avanzaba en el ya indetenible camino a la conjura castrense

Al repudiar la subversión, los oficiales navales lo habían hecho extensivo a las que llamaban todas sus “formas”: la que “empuña las armas”, así como también la que “expolia la economía nacional, la que usurpa al pueblo el producto de su trabajo, la que propende a la corrupción moral, administrativa y/o política (sic), la que practica el agio y la especulación en desmedro de la población o la que compromete la soberanía nacional”

No contentos con ello, los navales acusaban, en calidad de “traidores a la patria” a quienes estuvieran asociados con lo que llamaban “formas de despojo del patrimonio nacional”. El éxito, concluía el texto, en la lucha “contra la subversión y la corrupción” estaba asegurado por el pundonor militar (70 )

El partido militar había, de este modo, ampliado el espectro de sus cometidos y enemigos

 * * *

El 8 de agosto, el senador Michelini volvería sobre el tema de la tregua ante sus pares. Lo hizo mediante una de sus aplaudidas y frondosas exposiciones: en líneas generales, recoge lo que aquí hemos narrado en relación a las conversaciones abiertas entre sediciosos y militares.

Políticamente, empero, el despliegue oratorio de aquella jornada documentó para la posteridad las falsedades y contradicciones de los comunicados militares en relación a la ya inocultable tregua, tuvo asimismo el procurado efecto colateral de exhibir a la bancada oficialista bajo la desacreditada luz de su ignorancia en torno a lo que estaba empollándose en el seno de la fuerza armada, embarcada en un estado deliberante.

El legislador y sus adláteres en este tema apenas habían dejado expuesta la fragilidad del gobierno de Bordaberry y, con ella, la de las instituciones que claramente ya no eran parte de su prioridad, en procura de capitalizar el caos en el que aquellos días de tregua habían deslizado al país.

La sesión debió, de hecho, levantarse por falta de quórum.

Notas

61/ Y, en este punto de los acontecimientos, ya no estaban errados en afirmarlo

62/ Y no, como señala, entre muchos otros, Alfonso Lessa, el 25 de junio de 1972 (La primera orden. Gregorio Álvarez, el militar y el dictador. Una historia de omnipotencia, Debate, Montevideo, 2009, pág. 25). Sería impensable que la tregua se hubiera negociado bajo la supervisión del Gral. Álvarez al tiempo que la sedición asesinaba a su hermano

63/ Casada, por entonces, con el también activista Jorge O. Balmelli Nucciatelli (a) Pelado.

64/ Se identificó como integrantes del grupo a Ángel Yoldi, Alberto Ulises Costa Barreiro (a) Juan, Enrique Espinosa Bentancur (a) Tomás, Fernando Américo Mayans Eguiguren, José María Pérez Lutz (a) Goyo o Roberto, Juan Víctor Vivanco Reyes (a) Javier (exilado en Colombia primero, donde asiste al grupo terrorista M-19, antes de radicarse en Suecia) y Loreley Alemañy Vias (a) Andrea (exilada en Francia), además del ejecutor confeso del crimen, José Luis Rodríguez Perillo (a) Roque.

65/ En tanto Vivanco y Alemañy lograron huir del país, los demás integrantes del grupo homicida fueron eventualmente capturados y, en el caso de Pérez Lutz, abatido en agosto de ese año. Todos los demás confesaron su crimen, por lo que la publicitada novedad que, en 2007, diera a conocer Rodríguez, en el sentido de admitir haber sido el ejecutor, y asegurar que no se arrepentía de su crimen, no era tal en realidad, sino una forma de dar verosimilitud a la afirmación reiteradamente sostenida por la sedición en cuanto a que el tupamaro Roberto Luzardo, herido al ser capturado el 17 de agosto de 1972, y fallecido en el Hospital Militar el 12 de junio de 1973 como consecuencia de una septicemia, lo habría hecho al omitírsele la asistencia médica en razón de ser erróneamente considerado como uno de los asesinos del Cnel. Álvarez.

66/ Álvaro Alfonso, Jugando a las escondidas. Conversaciones secretas entre tupamaros y militares, Altamira, s/f, pág. 76

67/  Lessa, en La primera orden…, pág. 25, recoge el testimonio de un militante, al que no nombra, quien afirma que el coronel “en ese momento ocupaba un cargo meramente burocrático”

68/ Lessa, en La primera orden..., pág. 25, recoge el testimonio de Mauricio Rosencof, en cuanto a no saber que la muerte del coronel estuviera vinculada a una muerte por torturas, así como el del otro activista que no nombra, quien asegura que el oficial fue elegido por “ser el blanco más fácil entre los que integraban una lista de objetivos preparada por los tupamaros para pasar a una nueva etapa de ‘hostigamiento directo’ a los militares”.

69/ Álvaro Alfonso, en Jugando a las escondidas. Conversaciones secretas entre tupamaros y militares, Montevideo, Altamira, 2004), ha inventariado varios de los encuentros mantenidos por Michelini con la subversión. El primero habría sido poco tiempo después de la declaración mediante la cual el MLN diera un apoyo crítico al Frente Amplio en 1971, y habría sido mediante una visita de Rosencof y Marrero al domicilio del legislador, en avenida Larrañaga (hoy Luis A. de Herrera) esquina 26 de Marzo. El segundo habría tenido por finalidad conversar sobre “el frente de masas (...) y (...) cómo influir en el movimiento gremial”, en tanto el tercero se habría realizado tras las elecciones de 1971, y ya con la finalidad de promover una investigación parlamentaria en torno al llamado “escuadrón de la muerte” (op. cit., págs. 66 y 67). En el curso de la segunda reunión, asegura Alfonso, Michelini habría expresado “que ‘mis hijos me convencieron’ de la buena actitud que inspiraba al MLN-T”

70/ Es inocultable el entusiasmo que esta declaración despertó en filas de la izquierda política. El dirigente sindical textil y promotor de los Grupos de Acción Unificadora (GAU) Héctor Rodríguez le dedicó un meticuloso elogio, para concluir afirmando que “comprendemos que ciertos políticos se molesten cuando estos temas empiezan a ser discutidos también por los clubes militares. Son los mismos políticos que criticaron a los sindicatos obreros o a los centros estudiantiles por ‘hacer política’ (...) cuando aquellas gremiales llamaban la atención sobre los grandes problemas nacionales y aquellos políticos remitían su solución a la voluntad foránea del Fondo Monetario Internacional”. Fernández Huidobro, al comentar el artículo de Rodríguez, se muestra igualmente afín: “lo que había sucedido”, explica, “era producto de la necesidad que para librar una ‘guerra subversiva’ tiene cualquier Ejército: estudiar mínimamente las condiciones del país y también de las violentas discusiones (...) entre prisioneros y oficiales en salas de torturas y en interrogatorios” (Eleuterio Fernández Huidobro, La tregua armada, fasc. 4, pág. 113; “Siete Días que Conmovieron al Uruguay”, Cuadernos de Marcha, Nro. 68, 1973)


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