07.JUN.18 | Posta Porteña 1915

EL MISTERIO DE LAS REVOLUCIONES (1)

Por Martín Caparrós-NYT.es

 

¿Qué es lo que hizo que Nicaragua, una sociedad disciplinada durante años por la mano de hierro de Daniel Ortega, se volviera un pueblo en pie de guerra? Martín Caparrós viajó al país que está viviendo la mayor masacre de su historia en tiempos de paz, para tratar de responder a esa pregunta

Por MARTÍN CAPARRÓS 29 de mayo de 2018 The New York Times  español

MANAGUA — “Esto hace un mes no se podía ni siquiera imaginar”, dicen, repiten. Lo escuché tantas veces estos días, en Managua: que nadie —nadie es nadie— lo previó, que todos creían que Ortega era una roca, que fue una gran sorpresa, que dura todavía. Que ahora quién sabe lo que va a pasar.

Cómo empieza una revolución?

¿Por qué empieza una revolución?

Nicaragua estaba hundida en un sopor de años. La gobernaba con mano de hierro y de banderas y de dólares una de las parejas más coloridas del continente verde loro: el comandante Daniel Ortega Saavedra, de 72 años, y su esposa y vicepresidenta y poetisa y hechicera Rosario Murillo Zambrana, de 66. Ortega ya gobernó Nicaragua once años entre 1979 y 1990 y otros once desde 2007, y no quiere dejarlo. Como otros jefes latinoamericanos recientes, se entregó a la tentación de sí mismo; para cumplirla, armó una constitución que le garantizaba la reelección eterna. Y nadie parecía en condiciones de impedirlo.

Su base era sólida: le había dado a la Iglesia católica un espacio de peso y las leyes más duras del mundo contra el aborto; les había dado a los empresarios más ricos las garantías y las facilidades y más y más negocios; le había dado satisfacción al Fondo Monetario Internacional. Durante varios años su país había crecido al cuatro por ciento anual; hasta que la caída de Venezuela resquebrajó el espejo. Pero mantenía el apoyo de un buen tercio de la población, la tolerancia de otro, la obediencia de los empleados públicos, el sostén activo del ejército, el control férreo de la policía y los parapoliciales, el hastío indolente de los jóvenes.

La política de palo y zanahoria funcionaba, pero empezó a escasear la zanahoria.

A mediados de abril, apurado por problemas de caja, el comandante Ortega decidió anunciar un recorte de las jubilaciones y un aumento de las cotizaciones al Instituto Nicaragüense de Seguridad Social. Sus aliados empresarios se sorprendieron: normalmente, el comandante consensuaba esas políticas con ellos, y esta vez no lo hizo. Era un tropiezo, nada grave. Tampoco lo serían las dos o tres pequeñas marchas con que unos pocos viejitos intentarían rezongar. Pero en la de León, la segunda ciudad del país, el 18 de abril, unos muchachos sandinistas atacaron a los viejos. Las imágenes inundaron las redes sociales. Esa tarde, estudiantes decidieron protestar. Eran tan pocos que se citaron en un paseo de compras de la periferia de Managua, Camino de Oriente, con la esperanza de que allí no llegaría la larga mano.

Llegó. El gobierno de Daniel Ortega siempre se tomó en serio aquello de que el Estado debe tener el monopolio de la violencia. Para eso cuenta, por supuesto, con una policía y un ejército, pero también con esos grupos de matones que los nicaragüenses llaman “la turba” o “los motorizados”. Suelen llegar en moto, suelen estar empleados en alguna dependencia estatal, suelen intervenir cuando hay que defender la causa popular con cachiporras o, si acaso, plomo. Esa tarde, en aquel mall, empezaron a repartir palazos, a robar a periodistas, a quebrar cabezas. Bajo la atenta mirada de la policía. Era el remedio habitual para los muy escasos revoltosos: los ponías en su lugar y se calmaban. Pero esa noche miles los vieron por televisión, miles por las redes y sintieron que ya era suficiente. Al otro día, miles y miles salieron a la calle.

#1. Darwin Urbina era un trabajador y era coqueto: tenía un corte de pelo complejo, una barbita, cierto cuidado con la ropa, su sonrisa confiada; le iba bien con las chicas, se gustaba. Esa tarde, 19 de abril, volvía de su trabajo en un supermercado cuando vio que unos muchachos de la Universidad Politécnica de Nicaragua (UPOLI) estaban armando barricadas porque la policía y los motorizados los corrían. Darwin reconoció a algunos —años antes había vendido tamales en los claustros— y decidió ayudarlos: hacía años que en Managua no pasaba nada semejante. Los muchachos estaban excitados: rompían tabúes, prohibiciones, abrían —quizás— algún camino. La policía se acercó, amenazadora; ellos cantaron el himno nacional. Se oyeron los disparos; Darwin cayó con el cuello partido.

Cuando su hermana Grethel por fin lo encontró en la morgue judicial, el forense le dijo que su muerte había sido instantánea, que no había sufrido. Y un policía de civil le sugirió que dijera que la bala vino de los estudiantes, pero ella se negó porque sabía que no estaban armados. Así que las autoridades lo dijeron, y también dijeron que Darwin era un vago, un ladrón: en esas horas, todavía, era una muerte sola, aislada, y era más fácil decir cosas. El gobierno confiaba: siempre supusieron que si algunos se pasaban de la raya había que amedrentarlos y si los palos no bastaban, alcanzaría con matarles un par para que se calmaran.

Pero esta vez algo falló: lo que siempre había funcionado les falló. Esa noche hubo dos muertes más y al otro día en lugar de la calma fue el desmadre: la calle estaba llena de batallas. El débil ya no quería seguir siéndolo; el fuerte ya no supo qué hacer. Rosario Murillo, la esposa y vicepresidenta, salió a decir que los culpables “parecen vampiros reclamando sangre. […] Son esos grupos minúsculos, esas almas pequeñas, tóxicas, llenas de odio. […]

Son esos seres mezquinos, seres mediocres, seres pequeños, esos seres llenos de odio que todavía tienen la desfachatez de inventarse muertos. Fabricar muertos, cometer fraudes jugando con la vida es un pecado”. Si quería asustarlos no lo pudo hacer peor: sus injurias avivaron el fuego, terminaron de convencer a los dudosos. Con esas muertes, con esas palabras, Nicaragua empezaba a ser distinta.

Si alguien supiera cómo empiezan las revoluciones sabría casi todo. Una revolución es un cambio radical en el estado conocido: llega cuando todo lo que dábamos por cierto deja de serlo de repente. Cuando los jóvenes indolentes se deciden a jugarse la vida, cuando los empresarios satisfechos se pelean con su gerente general, cuando los curas dejan la sumisión y encuentran su misión, cuando el hombre fuerte se hace débil y ya nadie le teme.

—A ese ya lo aguantamos demasiado tiempo. No, yo tampoco sé por qué. No sé por qué lo aguantamos ni por qué dejamos de aguantarlo.

Me dice Suri, sus 25 años, estudiante, ocupante de la Upoli. Estamos en un pasillo del tercer piso de un edificio moderno, sus vidrios, sus baldosas, sentados en el suelo; un gran cartel institucional dice que la Upoli “educa a sus estudiantes para servir de acuerdo con el modelo de Jesucristo; para ser líderes con espíritu emprendedor, creativo, investigativo y altamente competitivos en el contexto mundial”

—Pero qué bueno que ahora hemos vuelto a ser nosotros, ¿no?

Nadie sabe por qué suceden esas cosas, por qué el vuelco. Solo podemos constatarlo después, cuando es un hecho. Es fácil, ahora, decir que fueron esas muertes: que los nicaragüenses no soportaron esas muertes. Es difícil saber por qué un gobierno que supo como ninguno mantenerlos tranquilos, satisfechos, temerosos, de pronto perdió pie y se lanzó a su propio abismo.

—Yo decidí venir acá porque no soporté que nos siguieran matando a los nuestros, pensé que tenía que hacer algo.

Dice Suri; lo pensaron tantos. El 20 de abril ya se sabían diez muertes por las balas policiales y parapoliciales. Varias universidades estaban tomadas, el país perplejo, miles de hombres y mujeres en las calles de todas sus ciudades. Ya no solo protestaban contra el gobierno de Ortega; pedían, también, justicia por los muertos.

—Lo vamos a sacar. No sabemos cómo, pero lo vamos a sacar, porque queremos ser libres, queremos a nuestra Nicaragua libre, que brille nuestra bandera azul y blanca.

Suri prefiere no decirme su nombre; sí me dice que ha trabajado en muchas cosas, pero que ahora está desempleada y estudia mercadotecnia en el nocturno. Tiene un bebé de quince meses; sus padres le ayudan a criarlo. Ya lleva un mes de toma; solo puede ir a su casa algunas noches. Suri es flaquita, cara redonda, dulce, casi triste: el pelo negro que le cae en los ojos, la mirada de quien ha visto demasiado.

—Vos no sabés cuánto lo extraño.

Me dice, hablando de su hijo. Como en todas las zonas remotas del imperio, aquí también los españoles se trataban de vos. Suri tiene un cometido:

—Mi trabajo aquí es asegurar el suministro alimenticio, me encargo de que esté preparada la comida para todos los que andan luchando, estamos hablando de más de 600 comidas tres veces al día.

Dos metros más allá hay un cartel pintado a mano: “Que tengan miedo ellos, porque nosotros ya no lo tenemos”. No siempre es cierto; Suri tiene, pero igual está acá:

—No, yo no tengo la capacidad para andar en las trincheras, lanzando morteros. Primero que todo porque tengo un bebé. Yo los ayudo desde acá, pero ir afuera y que se venga la policía… creo que ahí nomás me desmayo. No todas somos iguales, hay algunas que sí son guerrilleras, pero yo…

No todas son iguales; Dolly, militante feminista, me dirá que se fue de la Upoli porque no quería participar de “una toma de machos”:

—Quienes están al frente de las trincheras son los chavalos, y eso tiene que ver con nuestra cultura. Hubo un momento en que ellos, cuando empezaron a tener estos liderazgos bien machos, a mí me mandaron a la cocina y entonces yo los mandé a comer mierda.

Dice, cuando le pregunto por qué será que todas las víctimas de la represión sandinista son hombres. La Upoli es la universidad más combativa: en su toma participan muchachos de los barrios difíciles que la rodean. Alrededor del edificio central hay un gran parque, una puerta muy custodiada, muchachos que se pasean con morteros; más allá, las calles están cortadas con barricadas de adoquines —“las trincheras”—; los que las cuidan vienen aquí a comer, descansar, curarse si les toca

Aquí hay muchachos embozados con pañuelos que caminan como si el suelo fuera su enemigo; hay grupitos que charlan en susurros, hay miradas. Hay una sala donde fabrican las bombas para los morteros: las cuatro onzas, las media libra, que explotan y hacen más ruido que daño pero igual. Y hay, en tres aulas de la planta baja, un hospital de campaña improvisado que atendió, en estas cinco semanas, a más de 120 heridos. Y sufrió varios muertos. Lo montaron porque en los hospitales públicos no los atienden o los detienen.

—Aquí no solo somos estudiantes, aquí está la población apoyándolos.

Me dice un hombre que no me va a decir su nombre, treinta y tantos años, el cuerpo ancho, un tatuaje de Guevara sobre un hombro, barba de varios días, una herida de bala en una pierna. Está tirado en un catre de fortuna, dos bancos que sostienen una colchoneta, su botella de suero, sus vendajes.

—Yo soy conductor de camiones pero también quise ayudar a la causa. Cuando hubo el primer fallecido fui a dejar víveres con un grupo de mi barrio, pero vimos lo que pasaba y decidimos quedarnos con ellos. Estoy desde el principio, manejo como a 35 muchachos, pero ya no puedo volver a mi casa porque me tienen fichado…

—¿Y cuándo vas a poder volver?

—No, yo ya no puedo. Si esto no se aclara, si el dictador no se va, yo ya no voy a poder volver.

—¿Y te parece que se va aclarar tan rápido?

—Bueno, todos tenemos la confianza de que no haya que llegar a una guerra civil. Pero si nos va a tocar…

Dice, recostado en su catre, la sonrisa ancha. Le pregunto por qué tiene a Guevara en el hombro.

—Porque es un revolucionario, una persona que anduvo en varios países ayudando las revoluciones.

—¿ Y vos te considerás un revolucionario?

—Hacia mi patria, sí. Yo quiero una nación donde todos seamos iguales, que tengamos los mismos derechos, con libertad, que todos podamos hablar sin ser reprimidos. Esto es una dictadura y tenemos que liberarnos de ella.

Dice el hombre que yace. Suri, más tarde, me dirá que se desespera cuando ve llegar a los heridos, que ojalá se acabara; yo le pregunto cómo cree que se terminará.

—No sé. Si no ganamos, esta lucha va a ser en vano, las muertes de los que murieron van a ser en vano y todo quedará como si nada. Y a nosotros nos van a empezar a cazar y vamos a ir desapareciendo uno a uno…

—¿Y te parece que eso es lo que va a pasar?

—Yo espero que no, que podamos echarlo. No queremos a este señor en el poder, no puede seguir ahí, es un genocida. Ayer llegó un muchacho al que una camioneta de la turba lo atropelló y lo destrozó; yo tuve que prepararlo. Y después vino el papá de ese muchacho y ver el rostro de ese señor me partió el alma, no hay palabras. Me imagino cómo se sentirá mi madre de verme en ese lugar…

Dice Suri, y me muestra las fotos de los muertos: muchas, brutas, pavorosas las fotos de los muertos

#5. Álvaro Conrado quería ser bombero o policía. Quién sabe si lo hubiera sido: cuando uno tiene quince años la vida es una incógnita llena de tentaciones. Pero esa mañana, viernes 20 de abril, decidió ir a ayudar a los estudiantes que, desde el día anterior, se peleaban con la policía. Álvaro tenía anteojos, un gran mechón de pelo negro, muy buenas notas en la escuela; tocaba la guitarra, hacía acrobacias con su patineta, corría en el equipo de su colegio de jesuitas. Así que, cuando se presentó en la Universidad Nacional de Ingeniería, lo pusieron a correr entre las barricadas llevando agua y bicarbonato a los muchachos que los necesitaban para aguantar los lacrimógenos. Los policías los atacaban con gases y balas, los estudiantes se defendían con piedras y bombas molotov. Álvaro corría cuando sintió ese tiro en el cuello. Nadie supo de dónde venía; los estudiantes sospecharon que había francotiradores apostados en un estadio de béisbol vecino.

Álvaro cayó; le salía mucha sangre pero estaba consciente: mientras lo cargaban en brazos entre varios —su jean manchado, su camiseta roja— gritaba me duele respirar, me duele mucho. Sus amigos lo metieron en un coche y lo llevaron a un hospital público —el Cruz Azul— donde no quisieron recibirlo; se dice que había órdenes del gobierno de no atender a los manifestantes. Se desangraba; cuando llegó a un hospital religioso donde sí lo aceptaron ya era tarde. Los medios, ahora, lo han bautizado “el Niño Mártir” y los manifestantes llevan su imagen con anteojos en fotos y pancartas. Álvaro, tan chiquito, se ha vuelto la cara de estos días.

Dicen que existe un plan para poner nombres y números a las calles de Managua, y que la cooperación japonesa prometió apoyarlo, pero por ahora las direcciones en la ciudad son azarosas — “de la loma de Chico Pelón una cuadra al lago y tres arriba” o “del Pharaohs Casino dos abajo y una y media al sur”—, un reducto de resistencia a Google Maps. Managua no es misteriosa, solo incomprensible. Managua es ancha y chata, temerosa: hecha de casas bajas para que no se caigan cuando tiemble. Managua no tiene un centro claro, se desmembra; cada tanto hay algún centro comercial o un barrio de casonas o casitas, cada tanto un vacío: una ciudad sin terminar. Y, cada poco, los árboles famosos.

La Iglesia católica siempre supo que el primer imperativo de una fe es ocupar su espacio y llenó los suyos de iglesias y de cruces. Los Estados lo saben y lo colman de estatuas y banderas. El gobierno de los Ortega, medio fe medio Estado, lo atiborró con sus “árboles de la vida”. Hay unos 140 repartidos por toda la ciudad. Se basan en una pintura de Gustav Klimt, 1905, y están llenos de firuletes y sentidos ocultos y pistas esotéricas: la Cábala, la Biblia y otros libros de la tradición materialista dialéctica. Cada “árbol” es una estructura metálica de unos veinte metros de alto, 25.000 dólares de costo, tanto valor simbólico: deberían representar la paz y el amor y esas cosas pero significan, más que nada, el poder de Rosario Murillo.

Rosario Murillo, la esposa y vicepresidenta, tiene anillos en todos los dedos, un programa diario en tres canales oficialistas, tanto mando y el odio de varios millones de nicaragüenses. Incluidos muchos sandinistas. En la economía política que suele ordenar las dictaduras, ella es la mala, la culpable, la que hace que su pobre marido haga cosas horribles: un personaje así suele ser útil. Por eso no solo le dicen “la Chayo”, el apodo de Rosario, sino también “la Chamuca” (la bruja, la hechicera). Por eso a sus árboles no solo los llaman “arbolatas” sino, sobre todo, “chayopalos”. Por eso la noche del 20 de abril, cuando unos manifestantes derribaron el primero, pareció que sucedía algo serio.

Y era que miles de jóvenes se habían decidido: que la calle, que el sandinismo controló durante tantos años, se volvía un lugar disputado. Y que el silencio que cubría al país se rompía en gritos. Era una gran sorpresa. Cuatro años antes, cuando el gobierno de Daniel Ortega decidió poner wifi gratis en los parques y plazas, algunos denunciaron la maniobra: esas conexiones servirían para mantener a los jóvenes entretenidos con sus chats y fotitos y demás pavadas. No que lo necesitaran: todos decían que eran los más apáticos y frívolos de la historia, tan distintos de sus mayores, que se la habían jugado en guerras y revoluciones. Ahora, de pronto, esas redes que debían mantenerlos en su babia se habían vuelto su arma, su instrumento: gracias a ellas se llamaban, se reunían, se pasaban consignas e instrucciones, resistían.

Y las imágenes de la reacción venían de todas partes, grabadas por los participantes. Algunas eran tremendas: la crueldad de un ataque, la agonía de un herido, el dolor de una muerte. La televisión oficial seguía mintiendo calma, pero el truco ya no funcionaba. Pronto intentaron mejorarlo: mandaban noticias falsas —imágenes antiguas o amañadas— por las redes sociales para después decir que eran inventos y desacreditar a las demás. “Te dijeron tal y cual y te mintieron”, decía una mini campaña oficial de desprestigio en las redes. Y poco después cortaron el wifi de las plazas, pero ya ni modo: las grabaciones siguieron su camino.

—Esto es clave. Esto cambió la historia.

Me dice, ahora, el periodista de una radio independiente mostrándome su móvil. Ahora, la ciudad está tomada por los que se callaban: en cada rincón, en cada esquina puede haber un grupo de estudiantes, de vecinos, de hombres y mujeres con banderas azul y blanco que protestan, que exigen que se vaya

#9. El sacrificio de su madre había dado resultado: a sus treinta años, Michael Humberto Cruz tenía un bebé de cinco meses, un carro, un buen pasar y cursaba un posgrado en su universidad, la Upoli. Su madre, Rosa Amanda Cruz, había emigrado al norte dieciocho años antes y consiguió trabajo en un restaurante mexicano en San Mateo, California. Nunca más vio a Michael, porque no tenía papeles y si salía de Estados Unidos no podría volver pero, gracias a sus remesas, el muchacho estudió, se fue haciendo una vida. Se hablaban todos los días: aquella mañana, el 21, Michael le dijo que iría a apoyar a esos compañeros de la facultad que habían salido a defender a los ancianos; Rosa le pidió que no fuera, que era peligroso y él le dijo que no podían permitir que el gobierno le sacara la plata a su abuelo y a todos los abuelos, y que no se preocupara, amita, que no le iba a pasar nada.

Estaba en una barricada de la Upoli cuando dos balazos en el pecho lo mataron en el acto. Su madre llegó a Managua esa misma noche: sabe que ya no podrá volver a Estados Unidos, pero le da lo mismo: “Yo estaba allá por él, para darle una educación, una vida. Ahora ya qué me importa”.

(Mientras me lo contaba, en una manifestación de banderas azul y blanco, un hombre mal afeitado, camisa abierta, reloj naranja, nos miraba, nos fotografiaba. Rosa lo miraba de reojo; su hermana me dijo que era habitual: que las siguen, las intimidan, intentan asustarlas).

***

En la carretera que va de Managua a Masaya hay una rotonda que se llama Ticuantepe; allí, como en otras, había un chayopalo. Un día de abril cientos de protestantes —los llaman “protestantes”— lo derribaron y remplazaron con una virgen de Cuapa, una imagen de metro y medio bien pintada. Pero poco después vinieron los sandinistas encabezados por la alcaldesa, la rompieron y pusieron en su lugar una virgen de Cuapa, una imagen de metro y medio bien pintada. Al otro día los rebeldes volvieron y sacaron esa imagen de la virgen de Cuapa y pusieron otra imagen de la virgen de Cuapa. Y así de seguido. Hasta que intervino el señor cura, llamó a la paz y la conciliación y terminaron acordando en poner a la virgen de Cuapa de los rebeldes en el centro y la virgen de Cuapa de la alcaldesa en un rincón: fue, sin duda, una gran victoria de las fuerzas del cambio.

—Acá hay curas que nos han mostrado cómo es estar cerca del pueblo.

Me dice Chan Carmona un poco más allá, en Monimbó, y me cuenta que en uno de los momentos más brutos del enfrentamiento hubo una tregua cuando el cura párroco, César Augusto Gutiérrez, llegó hasta allí, los reunió, les dijo que la iglesia apoyaba los reclamos justos, les pidió que respetaran la vida y los hizo rezar un padrenuestro. Y se quedó en la calle y habló con la policía para que no tiraran a matar y pidió por los presos; más tarde se desmayó por el gas lacrimógeno.

—Hay curas que son casi más huevones que nosotros.

“Huevón” en nica significa valiente y Monimbó es un barrio indígena con una larga tradición de resistencia, pero la historia no es original: en muchos rincones del país curas mediaron, se interpusieron, apoyaron reclamos, atendieron heridos, intentaron moderar la violencia. Y el obispo auxiliar de Managua, Silvio Báez, acompaña las protestas y la conferencia episcopal convocó la mesa de diálogo donde ahora se discute algo que no termina de estar claro, quizás el destino del país.

—Yo los respeto. Mucho no me gustan, pero estos días los respeto. Se lo ganaron en la calle.

Chan Carmona es un muchacho flaco, fibroso, alto, la barba negra y los ojos hundidos de días sin dormir. Chan es un líder de los rebeldes de Monimbó y me muestra los rincones y las barricadas y me cuenta dónde se paraban y cómo rechazaron a la policía, y me explica que no se puede soportar más que esos del gobierno vivan así mientras ellos tienen que trabajar como perros para ganar cien córdobas. Que se tienen que ir, que son unos aprovechados y unos dictadores y unos genocidas. Y que lo están siguiendo, que lo tienen marcado. Yo le pregunto qué va a hacer.

—Nada, qué querés que haga; seguir en la pelea. Si me matan todos van a saber quién fue.

—¿Pero no tenés miedo?

—Miedo, miedo… Bueno, es mi vida. Me gusta, me gustaría seguir en esta joda. Porque ya muerto, pa’ qué.

Dice, y se ríe. En el colegio salesiano de Masaya, justo al lado, cientos de vecinos reciben a la delegación de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) que viene a recibir denuncias. Un líder local discursea desde las escaleras del colegio:

—¡A nosotros no nos mueve ninguna ideología ni partido, sino el amor por nuestro pueblo y nuestra patria!

Grita, robusto y atildado, y da vivas geográficas: a Nicaragua, a Masaya, a Monimbó. El rechazo a los partidos se oye en todas partes: casi todos dicen que no son políticos, que no hacen política, que repudian a los políticos y a la política y a todo lo que esté “politizado”. Mientras toman la calle para voltear a un gobierno, pura política en acción. Magias de la palabra: por algunas se pelean, de otras huyen

#14. En Estelí, a 150 kilómetros de Managua, a Franco Valdivia lo conocían por su nombre artístico, el rapero Renfán. Franco tenía 24 años, estudiaba tercero de abogacía y trabajaba de carpintero para pagar sus gastos y los de su hija de cuatro. Estelí es una ciudad mediana, tranquila, templada, “un bastión sandinista” o “la ciudad mil veces heroica”; no es el lugar más apropiado para un rapero, pero Renfán seguía peleándola. Con un grupo de amigos solía grabar sus canciones y subirlas a YouTube: estaban bien hechas, criticaban los abusos y la corrupción y conseguían visitas.

El 18 de abril subió a su Facebook un poema en tono rapeado: “Hoy es un gran día para morir. / Por no elegir el camino que la corrupción / nos quiere hacer seguir. / Y aunque a mi vida días le reste / seguiré diciendo verdades cueste lo que cueste. / Sandino tenía un sueño y les / aseguro que no era este”. En ese momento Nicaragua era una siesta y sus palabras parecían solo palabras; esa noche los estudiantes de Managua salieron a la calle, y el 20 la agitación llegó a Estelí, se volvieron proféticas. Franco fue al parque central a sumarse a las protestas que tanto había cantado. Dos horas después, un disparo que pareció venir de la alcaldía le entró por el ojo izquierdo y lo mató. Otra de sus canciones se llamaba Pilatos: “No hay olvido sin sepultura / para quien lucha por lo que es. / Que la muerte me regrese / lo que la vida me ha quitado”

Estos días, en Nicaragua, la vida se ha vuelto diferente. La política —tan denostada— ocupa tanto espacio: las personas piensan en asuntos en los que no pensaban, se preguntan cosas, se imaginan. Una revolución es el momento en que cambian las preguntas, en que se puede no tener respuestas. Estos días, en la ciudades nicas, la vida es diferente: en las calles puede pasar, a cada momento, cualquier cosa.

En estos últimos años Managua se jactaba de ser la capital más tranquila de la región; ahora es una ciudad sacudida por su historia: en cada rincón una bandera, personas que las agitan, gritan algo. Hay barricadas, cortes de ruta —“tranques”—, pequeñas manifestaciones —“plantones”—, grandes marchas. Hay, sobre todo, un estado de expresión permanente, de gente que se calló la boca mucho tiempo y ahora habla y disfruta de hablar y trata de olvidar esos silencios. Y, mientras, los negocios están medio vacíos y las calles están medio vacías y el miedo medio lleno, la incertidumbre entera.

—¡El pueblo / unido / jamás será vencido!

Gritan ahora miles de personas con banderas rojas y negras y azules y blancas: marchan para apoyar al gobierno sandinista. Es sábado a la tarde, hace un calor estrepitoso, y a lo largo de la avenida De Bolívar a Chávez —se llama así: De Bolívar a Chávez— hay pantallas gigantes que nos muestran los muchos que somos y lo bien que revoleamos los colores. Aquí en la vida real, bajo este sol hiperreal, la cosa es más modesta: no parecemos tantos, y las docenas de micros que los trajeron, y la sospecha de que muchos son empleados públicos que castigan si no vienen.

—¡Viva la paz, viva el amor!

Grita una locutora y suena “Solo le pido a Dios” en versión caja de ritmos, y después la locutora habla de Sandino. Augusto Sandino se definió, hace noventa años, como “el general de los hombres libres”. Y así lo registró la historia. Pero la historia cambia más que nada y ahora la locutora lo presenta como “el general de los hombres y mujeres libres”: efectos del #MeToo.

—Estamos encendiendo la llama del sagrado derecho de vivir en santa paz, iluminados por el espíritu de Sandino y guiados por el saber del comandante Daniel Ortega.

Dice la locutora y, por alguna razón que me escapa, nadie contesta amén. Allá arriba, una cara gigante de Chávez nos mira desde lo alto de su arbolata/chayopalo. Aquí abajo, sobre el asfalto medio derretido, se pasean muchachos con morteros, señoras con tacones, señores con anillos, señoras con chancletas, señores con las manos callosas arruinadas: hay mucho espacio sin llenar.

—Esos vándalos van a tener que entender que acá se necesita paz.

Me dice un muchachón fornido, su gorra para atrás, su cuello con tatuajes, su camiseta verde camuflaje, hablando de los estudiantes y demás rebeldes. Para un país que estuvo en guerra tantos años la narrativa de la paz es decisiva. Entonces todos se reprochan mutuamente haberla roto, y el gobierno ha decidido hacerla su estandarte.

—Y lo van a entender por las buenas o por las malas, como quieran.

Dice el muchachote. El gobierno, que siempre dijo que la calle era suya, ahora la está peleando (y no parece que gane la pelea). Esa misma tarde, en León, decenas de miles de personas se juntan para exigirles que se vayan. Al día siguiente, domingo a la mañana, en una rotonda de Managua, unos cuantos revolean banderas azul y blanco. La pelea por los colores es tenaz: durante décadas, el rojo y negro fue la divisa sandinista; desde que los opositores sacaron la nacional, azul y blanca, los sandinistas empezaron a usarla también: no podían entregarles a sus enemigos el color de la patria.

—¡El pueblo / unido / jamás será vencido!

Gritan también los protestantes, insistiendo en la fake news más repetida de las últimas décadas. Los dos bandos se pelean por las mismas palabras, las mismas consignas, las mismas canciones: todo el refranero izquierdista de los años setenta, que tantos tratan de olvidar, aquí es un botín que se disputa. Una señora pasa en silla de ruedas con un cartel escrito a mano en el regazo: “El poder reside en el pueblo. Es el pueblo el que pone y quita gobiernos”, dice, firmado por Daniel Ortega, 1979. La guerra por la palabra es usar la palabra como búmeran: a nadie se le aplica mejor lo que dijiste que a vos mismo. Y la señora reclama su legitimidad: forma parte de las Madres de Abril, la asociación de las madres de las víctimas.

—¿Sabés qué pasa? Que las canciones y las consignas volvieron al pueblo. Las tenía secuestradas esta dictadura, pero ahora son nuestras otra vez.

Me dice una chica de 15 o 16 años. En un altavoz suena el hit del mes, Mercedes Sosa con “Que vivan los estudiantes”, pero las vuvuzelas lo tapan inclementes. Un pequeño grupo de mujeres grita que no queremos pitos queremos consignas; nadie les hace caso. Los coches que pasan por la avenida ondean sus banderas: todo suena muy patrio. Hay mezcla, mucha mezcla: desde un cartel bien clasista —“En un país gobernado por un ignorante, los profesionales son la amenaza”— hasta los que reclaman más igualdad y menos hambre. La explosión de palabras es puro gozo, felicidad en verbo:

“Hay décadas donde nada ocurre, y hay semanas donde ocurren décadas”
“Tanto valiente sin armas y tanto cobarde armado”
“Te permitimos todo, Daniel. Pero no hubieras matado a los chavalos”

Y hay metamorfosis: de la vieja consigna sandinista que propone “Patria libre o morir”, alguien pasó a “Patria libre o vivir” y alguien, más cuidadoso, a una opción razonable: “Patria libre para vivir”. Y los gritos que dicen que no se confundan, que “No eran delincuentes, / eran estudiantes”, y los que definen la confusión central, que “Daniel, / Somoza, / son la misma cosa”. Y, sobre todo, aquel hit sandinista recuperado por los que quieren derrocarlos: “¡Que se rinda tu madre!”.

NdePosta: continua en esta misma entrega

 


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