07.JUN.18 | Posta Porteña 1915

EL MISTERIO DE LAS REVOLUCIONES (2)

Por Martín Caparrós-NYT.es

 

MANAGUA — ¿Cómo empieza una revolución? ¿Por qué empieza una revolución?

Por MARTÍN CAPARRÓS 29 de mayo de 2018 The New York Times  español

segunda parte de la nota

#24. Cuando Ángel Gahona tenía 5 años, en 1981, su maestra de Bluefields, una ciudad pequeña del Caribe, hizo que los chicos repitieran que eran hijos de Sandino; el pequeño Ángel se negó. Después explicó que quizá los otros fueran, pero que él sabía que su papá se llamaba Ángel, como él. Pronto su familia tuvo que huir a Venezuela, corrida por la guerra; allí pasaron privaciones y Ángel empezó a trabajar antes de sus 10 años. A su vuelta consiguió estudiar periodismo en una universidad de su región Caribe; durante años trabajó en lo que pudo —vendedor de comida o de chatarra o de comida chatarra, gerente de un cíber— hasta que, ya casado, pudo fundar con su mujer Migueliuth Sandoval un pequeño diario digital: El Meridiano. Lo hacían entre los dos y conseguían sobrevivir; Ángel recorría la ciudad en su moto saludando a todos, iba a las misas evangélicas, criaba a sus dos hijos, se vestía de chef y cocinaba, había empezado a estudiar para abogado.

Ese domingo 21 las protestas llegaron a Bluefields; Ángel y Migue pensaron en salir a transmitirlas, pero alguien tenía que quedarse con los chicos. Decidieron que ella; él temía lo que pudiera pasar y se fue solo. En un Facebook Live, ya de noche, Ángel muestra a unos jóvenes que tiran piedras contra la alcaldía; después dice —su voz en off en el video— que “vamos a buscar dónde refugiarnos ya que la policía se dirige hacia acá”. Los enfoca, muestra su llegada y la relata y, de golpe, la imagen se conmueve y funde al negro y solo se oyen gritos. Una bala le ha atravesado la cabeza; el video de un compañero lo muestra en el suelo, ensangrentado, muerto. Nadie sabe quién, nadie sabe por qué; se sospecha de un francotirador oficial u oficialista, pero la justicia prefirió acusar a dos muchachos que ni tenían armas ni estaban allí. El mejor truco para no resolver un caso como este es pretender que ya lo resolviste.

El miércoles 16 de mayo un muchacho conmovió al país. Esa mañana se inauguraba la Mesa para el Diálogo que había convocado la Iglesia católica en su Seminario Interdiocesano. Se encontraban las partes en conflicto: los estudiantes, las federaciones campesinas, las patronales, los obispos, la “sociedad civil”, el señor presidente y su señora vice. El protocolo preveía que Daniel Ortega hablara primero; estaba a punto de hacerlo cuando Lesther Alemán se paró, con su camisa negra por el luto y su pañoleta azul y blanca por la patria, y se lanzó:

—No estamos aquí para escuchar un discurso que por doce años lo hemos escuchado. Presidente, conocemos la historia; no la queremos volver a repetir. Usted sabe lo que es el pueblo. ¿Dónde radica el poder? En el pueblo. Estamos aquí y hemos aceptado estar en esta mesa para exigirle ahorita mismo que ordene el cese inmediato a los ataques que están cometiendo en nuestro país, […] represión y asesinatos de las fuerzas paramilitares, de sus tropas, de las turbas adeptas al gobierno. Ahora, usted sabe muy bien el dolor que hemos vivido en veintiocho días. Pueden dormirse todos tranquilos; nosotros no hemos dormido tranquilos, estamos siendo perseguidos, somos los estudiantes. Y por qué estoy hablando […] porque nosotros hemos puesto los muertos, nosotros hemos puesto los desaparecidos, los que están secuestrados, nosotros los hemos puesto.

Dijo, con esa voz de locutor antiguo, las gestos medidos, casi una sonrisa. Y nadie se atrevía a interrumpirlo. Tres metros más allá, Daniel Ortega y Rosario Murillo lo escuchaban sin dar crédito: nadie en todos estos años, había hecho nada así. Entonces Lesther —sus anteojos, su cuerpo apuesto flaco, su pelo bien cortado modernito— les lanzó la estocada:

—Esta no es una mesa de diálogo, es una mesa para negociar su salida. Y lo sabe muy bien, porque el pueblo es lo que ha solicitado. […] En un mes usted ha desbaratado al país; Somoza lo costó muchos años, y usted lo sabe muy bien, nosotros conocemos la historia, pero usted en menos de un mes ha hecho cosas que nunca nos imaginamos y que muchos han sido defraudados por esos ideales que no se han cumplido, de esas cuatro letras [FSLN] que le juraron a esta patria ser libre y hoy seguimos esclavos, hoy seguimos sometidos, hoy seguimos marginados, hoy estamos siendo maltratados. Cuántas madres de familia están llorando a sus hijos, señor.

La atención era extrema, la tensión tremenda. Las autoridades de un país paralizadas ante un chico de 20 años que les decía lo que nunca nadie: sereno, sin levantar el tono, como si le explicara una obviedad a un tío un poco espeso. La escena era hipnótica y conmovedora, y no se terminaba:

—El pueblo está en las calles, nosotros estamos en esta mesa exigiéndole el cese de la represión. Sepa esto, ríndase ante todo este pueblo. Pueden reírse, pueden hacer las caras que quieran, pero le pedimos que ordene el cese al fuego ahorita mismo, la liberación de nuestros presos políticos. No podemos dialogar con un asesino, porque lo que se ha cometido en este país es un genocidio.

A las 9:47 de ese miércoles, Lesther Alemán ya era una de las personas más conocidas, más odiadas, más amadas de Nicaragua. Después me dirá que fueron los demás participantes de la mesa los que decidieron que él hablara: que le dijeron que “por la voz, por la autoridad moral, por la rectitud y por el conocimiento”

—Sí, me acuerdo de muchas cosas. Primero vi que las cámaras se volteaban, estaban apuntadas al presidente y se voltearon hacia mí. Y entonces lo vi a él, le vi la cara, los ojos, que se le dilataron sus pupilas viéndome, no sé si era lo sorprendido o que pensaba muchas cosas de mí. Y Rosario tragaba agua sin parar. Fue tan raro. Yo pensaba que no iba a poder hablar mucho, esperaba que él me interrumpiera. Pero que me permitiera todos esos minutos, en silencio, y que luego la gente tuviese la reacción que tuvo, los que me han dicho en estos días que estaba hablando por todo un pueblo… Yo me sentí un Rigoberto López Pérez.

Dice Lesther, y me cuenta esa historia. López Pérez fue un periodista de 25 años que, en plena dictadura del primer Somoza, Anastasio, el asesino de Sandino, se le acercó en un baile y lo mató de tres balazos. Corría septiembre de 1956.

—Él solo decía: “Va a llegar el fin de la dictadura”. ¿Cómo?, le preguntaban. “Va a llegar el fin de la dictadura”, decía él, y se metió en aquel salón y lo mató. Después lo cosieron a balazos, como trescientos tiros. Dos días antes él le había escrito una carta a su mamá, una de las cartas más bellas que yo he leído. Y ahí le dice que va a liberar el país, nada más. Entonces, ese miércoles, yo pensé: en mí se reencarnó Rigoberto. Pensé: no fue con balazos, sí fue con la palabra.

—¿Las habías preparado?
—Sí, preparé las grandes líneas. Yo no me aprendo las cosas al tubo, de memoria, porque creo que la emoción te hace decir las palabras certeras. Pero la noche antes caminé por el pasillo del hotel, de lado a lado, muchas veces, y me decía qué yo voy a hacer, qué va a decir la gente, cuál va a ser la reacción del pueblo. Y me preguntaba cómo hacer para que no me callaran. Y fui escribiendo esas líneas, hice dos borradores que ahí están, puño y letra. Después pensé que no puedo botar esa hoja, se la voy a enseñar a mi hijo, mire m’hijo, esta fue la hoja…

Lesther todavía no tiene ningún hijo y es de noche. En los alrededores de Managua, en el centro universitario donde él y sus compañeros de la Coalición Universitaria se refugian, medio clandestinos, me cuenta que es hijo de una familia de trabajadores azucareros y que estaba cursando, con una beca, el cuarto año de Comunicación en la Universidad Centroamericana —jesuita— de Managua. Y que todo empezó unas semanas antes, en la marcha para exigir que el gobierno se ocupara del incendio de la reserva de Indio Maíz. Aquella tarde, dice, había un micrófono y él, por primera vez, se atrevió a usarlo.

—¿Y por qué se te ocurrió hablar?
—Era un micrófono abierto, la gente leía cosas, recitaban, y mis compañeros me dijeron: “Lesther, es tu momento”. Porque yo desde pequeño he tenido el sueño de ser presidente de este país y ellos lo saben. Entonces me dijeron eso, burlándose, y yo: “Ah, ok, lo voy a hacer”, y hablé y la gente gritaba; yo me sentía que ya estaba en la candidatura…

Dice ahora y me mira muy serio, risueño pero serio, y que es verdad y que siempre tuvo dos sueños: uno, entrar en el ejército, porque le encanta el orden y la seriedad y los uniformes camuflados; el otro, ser el presidente. Tras todos estos días de no pasar por casa, de vivir a salto de mata, Lesther sigue impecable: una camisa marrón ajustada, un pantalón negro, unas botas complejas. El pantalón tiene manchitas blancas y se ve que le molestan, las rasca sin éxito; en esa mano tiene un anillo de sello y un reloj ínfimo, casi de muñeca.

—Por eso el único seudónimo que les permito que me digan es Comandante. Mis mejores amigos ya de siempre me llamaban Comandante.
—Me preocupa. La mezcla de tus dos sueños nos lleva derecho al golpe militar.

Lesther se ríe, un batallón de dientes blancos en orden de revista, y dice que tiene que estudiar mucho, prepararse para ser presidente con todos los conocimientos y los méritos, pero que eso podría pasar en un país distinto, que en este la dictadura los desalienta, que muchos de sus compañeros de la facultad de Comunicación, por ejemplo, no quieren ser periodistas porque para qué, si el control y la censura son la norma. Pero que él nunca se desalienta, que ha leído mucho sobre los ideales sandinistas, que el fundador y prócer del Frente, Carlos Fonseca, muerto poco antes del triunfo de su revolución, es su héroe.

—Lesther comenzó a construir sus ideales a partir de libros, de videos, de canciones. Su himno es Nicaragua Nicaragüita, sus canciones favoritas son las testimoniales.

Dice Lesther; después me explicará que muchas veces habla de sí mismo en tercera persona: Lesther piensa tal cosa, Lesther dice tal otra.

—Lesther nunca se imaginó llegar hasta aquí.

Dice, y que el peor momento fue aquella tarde en la Catedral, cuando intentaron refugiarse del ataque policial y parapolicial y los sitiaron.

—Cuando nos secuestran en Catedral, que la policía nos empieza a rodear, éramos más de dos mil y no sabíamos qué hacer, entonces armamos un grupo para ordenar y conducir la situación. Pero eso duró como dos horas, hasta que llegaron las turbas sandinistas y fue una histeria colectiva, algunos de puro miedo se metían hasta en la sacristía, profanando todos los lugares santos… Yo en ese momento pensé: “Nos mataron”, pensé que quedaba ahí asesinado en Catedral. Y mis compañeros lloraban, yo lloré, nos metían gases, balas… pero yo traté de que no se me notara, de mantener la calma. Como líder tenés que hacerlo, para no dar pautas de sufrimiento a los demás.

Estuvieron encerrados casi treinta horas, esperando el ataque final: esa noche les cortaron la luz, seguían amenazándolos, estaban agotados, desarmados, esperaban el fin. Pero al otro día los dejaron salir. Lesther estuvo entre los últimos: el cansancio, el alivio, la decisión más firme.

—Cuando pensaste que te podían matar, ¿qué sentías? ¿Miedo, tristeza…?
–No, me entraba tristeza por mi mamá. Pero Lesther hasta hoy no ha tenido miedo. Yo no temo por mi vida.
—¿Por qué no?
—Es una de mis frases: quien ama a su patria está dispuesto a entregarse en una cruz. El sufrimiento, el dolor son necesarios si amas a tu pueblo.

Dice, con esa voz que parece salir de otra persona, más maciza, más añosa, más vivida.

—Pero vivo sos más útil que muerto, ¿no?
—Puede ser. Pero no soy como esos que temen por su vida, por su seguridad, que se han ido del país… y quizá ni han participado y ya están fuera. No es que yo me jacte del lugar en el que estoy pero… todo el mundo me conoce, así que yo tendría que irme muy lejos.

Lesther me cuenta que querría ser periodista, que hace un par de años estuvo en Nueva York y se sacó una foto en la puerta del New York Times, que le gusta leer diarios de papel y escuchar radio en una radio de verdad, que como milenial es demasiado analógico, que sus amigos le dicen que es un viejo en el cuerpo de un muchacho de veinte. Y que nunca antes estuvo en un grupo político, que “la juventud sandinista no es sandinista sino pura bacanal”, que le interesan muchos ideales del socialismo y del comunismo pero no sus maneras, que no cree en los políticos porque nunca lo han representado, que tuvieron la oportunidad para hacerle frente a este dictador y no lo hicieron, que no tienen autoridad moral. Y que le gusta escribir y ahora está tratando de contar la historia de estos días “para que luego, cuando esté jubilado, pueda estar sentado con alguien, un nieto, y decirle este fui yo, esto hizo Lesther cuando era un chavalo”.

Ahora no lo necesita: lo recuerdan todos. Un diario habló de la “lesthermanía”: hay muñequitos con sus rasgos y una capa azul y blanca de superhéroe, hay llaveros y afiches y pancartas, hay abrazos y besos y selfis cada vez que sale a la calle.

—¿Qué es ser un líder?
—Es una persona que no ordena sino que convence; el líder escucha, valora, analiza, critica, y después comunica. Pero ante todo es la persona que debe tener más humildad, sobriedad, paciencia. Yo carezco de paciencia…
—Bueno, de humildad también.

Le digo, y se ríe incómodo, pero trata de pensarlo: lo discutimos. Entonces me explica que una de sus formas de humildad es esto de hablar de sí mismo en tercera persona.

—Es para no sentirme limitado. Yo no considero que pueda decir yo soy así, yo digo esto, entonces mejor voy por la tangente: Lesther es así, Lester dice esto. Siempre me he visto como que salgo yo a hablar por Lesther… Tengo esa idea de no dejar que Lesther hable por Lesther…

Dice, y me ve la cara de sorpresa y le salta la risa:
—¿No entiendes que es como una locura mía…?

Le digo que sí, que eso lo veo, nos reímos, sigue explicándome lo inexplicable, se pone casi nervioso: esos tímidos que la timidez hace más expansivos, más eléctricos. Es, al fin y al cabo, un chico de 20 años al que de pronto todos miran. Es, también, en estos días, la persona más popular de Nicaragua, el héroe que vivía acá a la vuelta.

#63. Margarita Mendoza llevaba cuatro días aterrada: Javier Munguía, su hijo, 19 años, albañil desempleado, había sido detenido por la policía el 8 de mayo cerca de la Universidad Politécnica y no aparecía. Ya había preguntado en todos los hospitales y finalmente, el 12 de mayo, se decidió a ir a la morgue del Instituto de Medicina Legal; cuando le dijeron que no estaba su alivio fue infinito: Javier debía estar vivo todavía. Pero seguía perdido; al otro día, Margarita fue a tocar las puertas de la Dirección de Auxilio Judicial aka El Chipote, un centro de represión con ochenta años de historia criminal: allí le dijeron que no lo conocían, pero exdetenidos le contaron que lo habían visto adentro y que lo estaban torturando.

El viernes 18, Margarita fue una de los cientos de parientes que se presentaron ante la delegación de la CIDH: quería denunciar la desaparición de su hijo. Su celular sonó mientras lo hacía. Margarita atendió: un funcionario de Medicina Legal le dijo que tenían el cadáver de Javier. Sus gritos se oyeron en todo el piso. Más tarde, en el instituto, le dijeron que el chico había muerto “por causas naturales”. Al otro día un forense independiente le contó la verdad: a Javier Munguía, la cara rota a golpes, lo habían estrangulado.

***

—Sí, claro que tengo miedo todavía. Pero uno empieza a perder el miedo en la calle. Como solemos decir, nos quitaron tanto que nos quitaron hasta el miedo. Sí, muchos de nosotros fuimos atacados por la policía, ya sabemos cómo es eso. Yo también estuve en la Catedral cuando nos rodeó la policía y la turba orteguista, y estuvimos tan cerca de la muerte. De verdad creímos que hasta ahí llegábamos, unos se arrodillaron, se pusieron a rezar, otros lloraban…

Dice Melisa, y Erasmo la apuntala:

—Dicen que el valor no es la ausencia de miedo sino el miedo mismo junto a la voluntad de seguir. Entonces nosotros teníamos sobre todo esa rabia de ver que mataban a nuestros compañeros…

Melisa y Erasmo estudian en la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua (UNAN), la más grande del país, 40.000 alumnos y 30 hectáreas de bosque sembrado de edificios: matorrales, árboles, cañadas y, ahora, algunas tiendas de campaña que cobijan estudiantes vigilantes. Cuando vino la primera ola de ocupaciones, la UNAN se salvó: el sindicato de estudiantes oficialistas, UNEN, consiguió evitarlo. La universidad estuvo cerrada dos semanas; el 7 de mayo, cuando volvieron a abrirla, sus estudiantes la ocuparon. Y ahora estamos en un edificio —la Escuela de Geología— que los rebeldes usan como hospital, cocina, dormitorio. Melisa y Erasmo tienen alrededor de 20 años, hijos de clase media, muy articulados. Los ocupantes, me dicen, son unos 500; les pregunto si no les parece cuestionable que el uno por ciento de los estudiantes se arrogue el derecho de tomar la universidad.

—Bueno, no vamos a negar que somos una pequeña parte. Pero es que hay muchos que no pueden estar. Por ejemplo, yo me quedé desde el lunes de la semana pasada, y sé que si voy a mi casa ya no puedo volver.

Erasmo es uno de los jefes de la toma y es alto, fornido, la piel oscura, la sonrisa brillante. Le pregunto por qué.

—Porque mi mamá no me deja. Y así hay muchos que no los dejan o tienen miedo de meterse o involucrar a la familia, que hay gente que ha ido a intimidar a nuestras casas…

Dice Erasmo, y Melisa lo corta. Melisa tiene muchas ganas de hablar y tiene la frente ancha, despejada bajo los rizos castaños, mirada inteligente:

—Sí, hay muchos universitarios que están de acuerdo con nosotros, aunque no estén acá. El problema es que nadie quiere morir. Nadie quiere ser mártir. Pero ya tenemos mártires, ya hay más de sesenta muchachos muertos. Y hay muchos que tienen miedo, pero eso no quiere decir que no estén de acuerdo…

La idea de que unos pocos hacen lo que muchos harían es una de las bases de la política del siglo XX: lo llamaban vanguardia. Aquí son pocos, y esos pocos jaquean a un gobierno. Tienen con ellos la legitimidad, la opinión pública, y eso a veces —solo a veces— vale más que la fuerza, que el número.

—Nosotros nunca pensamos que nos íbamos a pasar acá tanto tiempo, así que nos fuimos organizando poco a poco, dando cuenta de lo que esto significa, de la importancia que tiene, los peligros que tiene. Sabemos que en cualquier momento nos pueden atacar, tenemos que estar preparados todo el tiempo.

Dice Melisa. En la práctica, desalojarlos no parece difícil; para el gobierno, podría ser carísimo. Los pocos cientos también están organizados en grupos que se ocupan de la comida, la sanidad, las guardias, los choques. Hay una red compleja de muchachas y muchachos que ocupan todo el espacio de la universidad, con un sistema de delegados y poderes, reuniones, asambleas, discusiones.

—¿Y cómo creen que termine la toma?
—Para que les entreguemos la universidad las autoridades tienen que tomar en cuenta por lo menos algunas de nuestras exigencias: la recomposición del movimiento estudiantil, la autonomía de la universidad y después, la más difícil, una Nicaragua democrática. Puede parecer una utopía, pero si cayó Somoza, si cayó el Muro de Berlín, ¿por qué no va a caer este?

No hay una forma demasiado legal de acabar con el gobierno de Daniel Ortega: si él renuncia debe sucederlo su mujer, la vicepresidenta, y si los dos renuncian, el siguiente, presidente de la Asamblea, sigue siendo un incondicional. Para acabar con el régimen y convocar elecciones deberían hacer una pirueta legal que no termina de estar clara. Pero dicen que los más ricos ya le soltaron la mano al presidente: que la presión social es demasiado fuerte, que los suyos no les perdonarían que siguiesen aliados a un “dictador y genocida”

—Ortega tiene que entender que debe renunciar. Si no, va a llegar un momento en que Nicaragua se va a encachimbar. Y cuando se encachimbe Nicaragua, créame que ese señor no va a tener dónde meterse.

Dice Erasmo, casi amenazante. Encachimbar es grave, y nadie quiere que suceda, pero tampoco hay un proyecto alternativo. Es la fuerza y la flaqueza de esta alianza rara: como no ofrecen ninguna propuesta más allá de echar a Ortega, no tienen por qué pelearse entre ellos; como no ofrecen ninguna propuesta más allá de echar a Ortega, tampoco tienen hacia dónde ir. Todavía. Y como no tienen un líder, el gobierno no tiene con quién negociar. O también: no tiene a quién comprar.

—Nadie quiere un conflicto bélico. Nosotros no estamos armados, somos hijos de la posguerra. Nuestros padres sí son excombatientes, algunos vivieron la revolución, la contra, militaron, pero nosotros qué sabemos de esas cosas militares, logísticas… Ni queremos saber, pero Nicaragua aguanta poco y tenemos miedo de que se vuelva a armar una guerra. Así que estamos muy pendientes del diálogo, a ver si lo podemos evitar…

Entre 1970 y 1990, en veinte años de guerra, murieron cien mil nicaragüenses. Muchos, después, interpretaron esta generación diciendo que eran chicos que vieron que eso solo sirvió para que unos pocos mandaran y se enriquecieran y que por eso era lógico que solo les importaran los juegos en red y los juegos de Messi y ciertas músicas y ciertos bailoteos: que eran una generación de apáticos individualistas, pobrecitos, que nunca sabrían lo que es en realidad la vida. Pero también eran chicos que se pasaron la vida escuchando historias heroicas, revolucionarias de sus padres, sus abuelos, y reproches por ser vagos e indolentes, por no hacer esas cosas. Se ve que se cansaron.

—Ya desde antes teníamos inconformidad con este gobierno, solo que estábamos adormecidos, no nos habíamos puesto en marcha.

Ahora se pusieron y pusieron al país a preguntarse qué hacer, a pensarse de nuevo.

—Ya nadie quiere más muertos. Estamos cansados de los muertos. No queremos que nadie más se muera, apostamos a la vía pacífica, que se resuelva sin que haya que usar armas.
—¿Y tu mamá qué dice?
–Mi mama dice que si me agarra…

Dice Erasmo, se ríe; Melisa quiere aclarar el punto:

—Hay muchos que están sin permiso de sus padres. Mi papá me apoya, él estuvo en la revolución sandinista… Y dice que por ahora estamos más seguros acá que en nuestras casas.
—Claro, pero ¿y cuando tengan que volver a sus casas?
—Esa es la pregunta del millón. ¿Qué pasa?

Nadie sabe.

***

Ahora nadie sabe qué puede pasar. Daniel Ortega menos que nadie: debe estar perplejo. Hace un mes, los pobres de las barriadas y los empresarios de Managua se peleaban por hacerse selfis con él. Es probable que algunos de esos pobres todavía las guarden; muy probable que la mayoría de los empresarios ya las hayan borrado. Y el sistema de control social clientelista funcionaba a pleno: el partido te daba los avales para conseguir un empleo, te traía el zinc para el techo del ranchito, te podía arruinar la vida.

—Con Daniel uno siempre se equivoca. El error más común es subestimarlo, porque al final siempre consigue sacar algo de cada situación. No sabemos qué pasará esta vez, lo tiene difícil, pero hay que estar atentos, muy atentos.

Dice Carlos Fernando Chamorro, periodista histórico, ahora director de Confidencial. Y todo está en suspenso. Algunos suponen que los estudiantes, la “sociedad civil” y algunas asociaciones agrarias y empresariales pueden convocar un paro nacional que cerraría las carreteras, las calles, las actividades; y aceleraría la caída del gobierno. O podría cansar a muchos ciudadanos, que se hartarían de los problemas y dificultades, la penuria, las pérdidas, las incomodidades, y empezarían a extrañar los tiempos más tranquilos.

Algunos recuerdan el ejemplo de Venezuela: hace unos meses parecía que su gobierno estaba listo y ahora acaba de regalarse unas elecciones. Fabián Medina, editor en La Prensa, dice que Ortega ahora es como un boxeador que acaba de recibir un golpe duro: debe agarrarse del contrario para impedir que le siga pegando, tomar aire, ganar tiempo y terminar el round. Es una carrera desesperada: él sabe —probablemente sabe— que si pasa estos días no será fácil sacarlo; sus oponentes más entusiastas saben —probablemente saben— que si los pasa se va a vengar de ellos. Aunque más no sea para que todos sepan que no se puede desafiar al comandante gratis.

Por eso, mucha gente sabe que ya quemó las naves: que no pueden ir para atrás, que solo pueden ir para adelante. O al abismo. Mientras, Ortega se desarma: cada vez más sectores lo abandonan. El poder solo se mantiene cuando realmente se lo tiene; cuando se empieza a perder, los buitres se van a buscar carne más fresca. Hay, sobre todo, incertidumbre, pero todos saben que la situación no puede prolongarse. O el gobierno desactiva las protestas o las protestas terminarán por desactivarlo.

Y el gobierno no va a caer sin pelear: si llega ese enfrentamiento, el ejército puede ser el árbitro. Si los protestantes consiguieran una masa crítica podrían desbordar a la policía y a las turbas, y entonces el ejército tendrá que decidir si defiende a su comandante jefe o lo deja caer. Es cuestión de días, de semanas.

—¿Entonces, cómo termina todo esto?

Le pregunto, y Sergio Ramírez, el gran escritor nicaragüense, último Premio Cervantes, que fue vicepresidente de Ortega entre 1979 y 1990, lanza la carcajada:

—Eso quién lo sabe… Este diálogo es muy incierto. Hay dos universos totalmente distintos, el de Ortega, que no está pensando en irse, y el de la sociedad civil, que piensa que sí. Este choque de realidades va a determinar todo. A menos que haya una presión mayor, si es que puede haber una presión sin sangre…

—¿Y puede?

Ramírez se calla, mira a ninguna parte.

—Es una pregunta terrorífica, esa. Bueno, tendría que haber una resistencia civil verdadera, tranques, paros, paro general… Y por otro lado la presión internacional. Pero Ortega no piensa irse y sin su salida no hay cómo seguir, porque la indignación es generalizada.

Dice Ramírez, y que el problema es que el país necesita que Ortega desaparezca. Aunque, dice, eso no significa que desaparezca el Frente Sandinista, porque es una fuerza política importante, que aún en medio de estos crímenes terribles sigue siendo el 30 por ciento de la población. O sea que hay que contar con ellos, dice, porque sin esa fuerza tampoco hay estabilidad en el país.

—La gran dificultad es que Daniel Ortega no tiene vida alternativa al poder, no es una persona a la que se le pueda decir: “Bueno, coge tus millones y te vas a vivir a Estados Unidos”…

Dice, y nos interrumpe un hombre muy sonriente. Estamos en un café en un mall; cada poco se acerca algún desconocido, lo saluda, lo felicita, lo palmea.

—Estados Unidos no existe para él ni tampoco los millones. Él no tiene la ambición de ser rico; su ambición es tener poder. No tiene vida alternativa al poder, no es una persona que se pueda retirar a una finca a cultivar café o escribir sus memorias; para él solo existe el poder. Esa es la dificultad, el nudo gordiano. Además, incluso si lo dejaran tomar su dinero e irse con su familia, ¿adónde se va a ir? ¿A Cuba, a Venezuela? Sería ir de la llama a las brasas. ¿A Rusia? Y no estaría seguro en ningún otro lado, porque ahora que la Comisión dice que hay que investigar si no hubo ejecuciones extrajudiciales, y esos ya son crímenes de lesa humanidad…

La Comisión Interamericana de Derechos Humanos ya documentó, entre el 18 de abril y el 23 de mayo, 76 muertos y 657 heridos: es, como dice Chamorro, “la mayor masacre de la historia de Nicaragua en tiempos de paz”. Y ahora se suspendió el diálogo y las turbas mataron a dos muchachos más.

***

¿Cómo terminan las revoluciones?
Y, otra vez: ¿cómo empiezan las revoluciones?


Lo bueno es que nunca nadie sabe. Es tan alentador que haya momentos como estos, historias como estas, que demuestran que todo lo que uno sabe es discutible: uno se cree que sabe cosas, y en general son tristes, desalentadoras, razonables.

Que suceda lo que nadie previó, que, cada tanto, la realidad te demuestre que estás equivocado, es un baño de humildad, un canto de esperanza.


Comunicate